9

Lo que hizo fue regresar al Hotel Post Road para recoger la ropa y los objetos personales de Karyn. Experimentaba la somnolencia provocada por el sol de media tarde. Se sentía malhumorado al pensar en las graciosas cristianías de la chica sobre la nieve en polvo mientras las sombras azuladas del crepúsculo se cernían sobre la ladera de la montaña. Se fumó el último cigarrillo del paquete que había comprado la noche anterior. Seguidamente se echó en la cama, con el medallón de oro envuelto en su muñeca derecha. Contempló el medallón, ligeramente magullado, lo abrió y volvió a cerrarlo. No se le ocurría nada, y se sentía más confuso que nunca.

Hacía ya rato que bostezaba, y se veía incapaz de mantener los ojos abiertos. Decidió dormir un par de horas. La espaciosa cama resultaba seductoramente confortable. El hotel estaba silencioso como la tumba de un faraón. Prácticamente dormido, pensó que no era posible que alguien hubiese entrado en la habitación y dejado el medallón en la columna de la cama. Pero él necesitaba, exigía, una explicación racional.

Entonces se le ocurrió una.

Despertó de repente, saltó de la cama y se dirigió, calzado sólo con los calcetines, hacia la puerta. Se agachó y descubrió un espacio de tres milímetros entre la parte inferior de la puerta y el suelo. El espacio era suficiente para introducir un ejemplar desplegado del New Yorker Times en aquellos días en que publicaba muy pocos anuncios, y más que suficiente para deslizar el medallón dentro de la habitación.

Hasta aquí, su versión resultaba verosímil. Ahora bien, ¿cómo había llegado el medallón hasta la columna de la cama?

Habían hecho el amor y se habían quedado dormidos. Karyn, siguiendo su costumbre, había ido al baño a ducharse. Fue entonces cuando encontró el medallón, investigó su interior y lo ató a la columna de la cama donde él pudiese verlo. De hecho, ella había reconocido el medallón cuando se lo había mostrado en la montaña. Había sido un error estratégico por su parte, conocedor de los sentimientos de Karyn hacia Polly.

Rich descorrió las cortinas, levantó el cristal de la ventana y abrió los batientes de par en par. Desde allí contempló el ala incendiada del hotel. Todo cuanto se divisaba desde ese ángulo eran tablones blancos de los que colgaba la hiedra, mecida por el viento, batientes quemados y algunos vestigios de la humareda. Se veía también un agujero de considerables dimensiones en el tejado, remendado de forma provisional a fin de prevenir los presuntos daños provocados por los elementos. Windross debía de haber empleado a una gran cantidad de obreros para restaurar el edificio antes de que terminase la temporada de invierno. Quizá el seguro incluía una cláusula que… Rich bostezó hasta que las mandíbulas le crujieron. Cerró la ventana y regresó a la cama. Se echó en ella y se durmió boca abajo.

Le despertó el teléfono, a la tercera o cuarta llamada. En el exterior, prácticamente había anochecido. Supuso que el autor de la llamada era Karyn. Reptó con los codos sobre la superficie de la cama y cogió el auricular. Se le había agarrotado el cuello mientras dormía. Tuvo que darse la vuelta cuidadosamente sobre la espalda.

—Rich, lo siento.

—Yo también.

—¿Qué hacías?

—Estaba dormido.

—¡Oh! ¿Has recogido mi ropa?

—Ya está en la maleta.

—Escucha, he conseguido una magnífica habitación en el Refugio Davos, con sauna y todo. —Había un tono de malicia en su voz—. En realidad, es la suite nupcial.

Rich hizo una mueca de desagrado.

—Sí, bueno. Todavía tengo que pagar esta habitación por dos noches más.

—No importa. Te ayudaré a pagarla. Ya sé que piensas que me estoy comportando… —Su voz resultaba ahora exasperada, pero más consigo misma que con él. En un tono más dulce, Karyn añadió—: Trata de tener paciencia conmigo.

—De acuerdo. No te preocupes.

—Podríamos encontrarnos en algún sitio a las ocho y media.

—¿A las ocho y media? ¿Dónde estás?

—En una pequeña ciudad. —Karyn se apartó un instante del auricular, preguntó a alguien y dijo—: Se llama Brewster Center. Es donde está esa vieja tienda que Tam descubrió una vez. Es fantástica, hay salas y salas repletas de dulces… Oh, gracias. —Sus palabras se hicieron un tanto incomprensibles, ya que se empeñaba en hablar con la boca llena—. Y he encontrado el mejor regalo de aniversario…

—¿Qué aniversario? ¿Qué estás comiendo?

—Dulce de nueces. —Karyn tragó—. Es delicioso. Me refería al aniversario de mis padres. Cumplirán treinta años de casados.

—¿Estamos invitados? ¿Qué día es?

—Claro. Tendrás que ponerte corbata negra. Es el veintiocho de enero. Hablemos de esta noche. Hay un restaurante a pocos kilómetros de Londonderry que se llama El Príncipe Rana. Dicen que está muy bien. Cocinan todos los platos en hornos de leña. Es muy difícil reservar mesa, pero hemos conseguido que nos guarden una.

—¿Has esquiado toda la tarde?

—Casi. Lo he dejado cuando ha empezado a dolerme la muñeca. He vuelto a torcérmela. ¿Cómo está tu cuello?

—Agarrotado. Necesito un baño caliente.

—La sauna va mucho mejor para esa clase de cosas. ¿Por qué no vienes al refugio? Prácticamente ya estamos inscritos. No te preocupes por el precio, todavía no he hecho efectivo el cheque que mi tía Bets me dio como regalo de cumpleaños.

—Pagaré yo, Karyn. Así lo acordamos, ¿no es cierto? Cargaré la cuenta en mi tarjeta Visa y no tendré que preocuparme más durante los diez próximos meses.

—Gracias por hacer esto por mí, Rich. Ahora, muévete.

—¿A qué viene tanta prisa?

—No me gusta que estés en esa habitación, eso es todo.

Una telefonista irrumpió en la línea para advertir a Karyn que si quería seguir hablando tendría que depositar más monedas. Ella optó por dirigir a Rich un rápido adiós.

Después de colgar, Rich entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de agua caliente de la bañera. Mientras ésta se llenaba, fue a la habitación y eligió la ropa que se pondría esa noche: un grueso suéter de lana color tostado que Karyn le había regalado por Navidad y unos pantalones también de lana color verde oliva. Los esquiadores empezaban a llegar al hotel procedentes de las pistas; en la zona de estacionamiento se oían portazos de coches y voces que se llamaban unas a otras. A través de la ventana, Rich vio unas cuantas estrellas resplandecientes en un cielo añil.

Algo más atrajo su atención cuando se disponía a apartarse de la ventana y a correr las cortinas: en una de las ventanas superiores del ala siniestrada brillaba una luz.

Al principio creyó que se trataba de un reflejo fortuito, provocado por los rayos del sol poniente al incidir sobre vidrio o metal. Fijó la mirada en la luz un buen rato, pero ésta no se desvanecía; al contrario, se intensificaba cada vez más a medida que caía la noche. La luz procedía de una habitación del tercer piso, en el sector oeste del edificio. Todas las habitaciones de aquella planta, en lugar de ventanas, tenían puertas que daban a unos balcones más ornamentales que útiles. Las puertas estaban cerradas, pero faltaban algunos listones en los batientes.

La luz era uniforme; no parecía emerger de una linterna, ni siquiera de una vela. Sin embargo, el resto del edificio persistía a oscuras.

Rich percibió un nudo en su garganta y una aceleración del ritmo cardíaco. Corrió las cortinas, regresó al cuarto de baño y cerró el grifo de la bañera. Recogió su cazadora al salir y comprobó que llevaba las llaves mientras descendía al vestíbulo, en cuyo hogar crepitaba un fuego alrededor del cual se congregaban los esquiadores recién llegados para combatir el frío.

Recorrió todo el trayecto hasta la zona de estacionamiento a la carrera, resbalando un par de veces en sendas placas de hielo. Cogió la linterna del maletero del Porsche. Cuando se disponía a cerrarlo, vio un destornillador grande, con el mango de plástico azul, y lo cogió también. Había olvidado los guantes, y los dedos empezaban a dolerle por efecto del frío. Se metió las manos en los bolsillos. Su aliento se traducía en espesas nubes de vaho. Subió con rapidez el camino que conducía al ala incendiada y encontró las puertas de entrada cerradas con candado.

Rich retrocedió unos pasos y estiró el cuello en busca de la luz que había visto desde su habitación. A pesar de todo, el acceso hasta el tercer piso no resultaba nada fácil. Descartó la posibilidad de escalar la fachada del edificio desde el suelo. Decidió que el camino menos dificultoso consistía en saltar desde el tejado hasta el balcón, un desnivel de algo más de dos metros. Miró por encima del hombro hacia el ala principal del hotel, a unos cuarenta metros ladera abajo; las ventanas iluminadas parecían farolillos que pendían de las ramas de los árboles que se interponían entre el edificio y él. Tenía que encontrar una escalera, algo…, pero no podía considerar una aproximación frontal, ya que correría el riesgo de ser visto. Se preguntó dónde estaría Windross, qué le habría sucedido desde que se lo habían llevado en el viejo Cadillac.

Rich rodeó el edificio incendiado hasta la fachada trasera. La nieve era más profunda allí, y él no se había puesto las botas. Los pies se le estaban entumeciendo, y también la punta de la nariz. El frío era casi tangible; se sentía rodeado por una serie de paredes de hielo que lo aprisionaban. Cada uno de sus movimientos abatía una pared de forma invisible y silenciosa; pero inmediatamente se levantaba otra en su lugar. A sus espaldas se erguía una colina, seguida de otra más alta y la luna creciente. Tiritando, y al tiempo que golpeaba el suelo con los pies, levantó la vista hacia el edificio. Los daños provocados por el fuego eran más evidentes en ese sector. Del techo colgaba un trozo de lona alquitranada, agitada por el viento. Probablemente estaba fija a algo, pero no estaba seguro. Tampoco podía alcanzarla, puesto que el extremo de la lona más cercano al suelo pendía a más de tres metros por encima de su cabeza.

Corriendo sobre el terreno por efecto de su impaciencia y del intenso frío, Rich miró a su alrededor con la ayuda de la linterna. Vio un montón de tablones recubiertos de una capa de nieve. De la superficie nevada asomaba la cabeza de algunos clavos de grandes dimensiones. Cogió uno de los pesados tablones del montón, lo puso vertical, tambaleándose por el peso, y lo apoyó sobre la pared del edificio, a medio metro de la oscilante lona. El tablón tenía unos tres metros de largo y no presentaba ángulo alguno. Sin embargo, le sobresalían una serie de clavos de cuatro o cinco centímetros, algunos de ellos lo bastante firmes para hacer las veces de peldaños. Aquello no se parecía en nada a una escalera, y cualquier resbalón podía resultar muy peligroso.

Pero no había otra manera mejor de intentarlo, y, al cabo de dos o tres minutos, Rich ya estaría demasiado agarrotado para realizar cualquier esfuerzo. La necesidad de subir, alcanzar el tejado y saltar al pequeño balcón era incuestionable. Rich estaba convencido de que Polly se encontraba allí, en esa habitación, y tenía que reunirse con ella. Tras la frustración y la humillación por las que había pasado, tenía que saber qué había estado ocurriendo en el hotel; tenía que averiguar el porqué de la desesperación de Polly y sus súplicas —directas e indirectas— en petición de ayuda.

Alcanzar la oscilante lona requería un delicado equilibrio sobre el tablón inclinado. Sus dedos iban perdiendo sensibilidad rápidamente. Rich se inclinó y asió la rígida lona con ambas manos, tiró fuerte, decidió que podría resistir su peso e inició la arriesgada ascensión, una mano tras otra, hacia la cañería de desagüe de cobre. Izarse sobre la pendiente del tejado desde la vieja cañería exigió un esfuerzo ímprobo. Para lograrlo, tuvo que desgarrar buena parte de la congelada lona, que le servía de apoyo, hasta destrozarse las uñas. Hacía demasiado frío para que la sangre fluyera de inmediato. Tampoco podía evitar que los pies resbalasen peligrosamente sobre el tejado, cuya superficie estaba cubierta de varias capas de nieve fresca y helada.

Cuando hubo llegado al lugar donde el fuego había prendido en el tejado, le resultó más fácil avanzar: los montones de ceniza y escombros allí dispuestos para sostener la lona se habían congelado como si estuviesen soldados al tejado, y nada podría desprenderlos. Rich avanzó fácilmente sobre esos montones hasta el límite ondulado del tejado y se puso en cuclillas para mirar al balcón, mientras el pecho le palpitaba al tratar de recobrar el aliento.

El balcón parecía un objetivo muy reducido, de apenas dos metros por uno, y era fácil de errar la caída en caso de perder pie en el instante crucial de saltar.

Sacó el destornillador del bolsillo y lo utilizó para practicar algunos asideros en la capa de nieve dura que se extendía vertical bajo sus pies. Cuando ya no pudo llegar más lejos, inició un prudente descenso encarado a la pared. Calculó el último metro y clavó el destornillador en el hielo, empleándolo a modo de clavija.

Rich alcanzó así la cañería y, con los pies firmes, giró hasta apoyar la espalda sobre la vertiente del tejado, con las rodillas flexionadas y los pies peligrosamente apuntalados en el borde de la cañería. Se vio obligado a esperar para recobrar el aliento. Buscó con la vista su objetivo por entre las rodillas; arqueó la espalda, se impulsó con las manos y los pies y se dejó caer.

Los quince centímetros de nieve acumulada en el balcón amortiguaron considerablemente el impacto de la caída; pero, aun así, el dolor en sus pies semi-congelados fue insoportable. El balcón crujió con el ruido de un disparo y durante unos terroríficos instantes pareció oscilar. Rich temió que cediera y le precipitara nueve metros más abajo, sobre un montón de trozos de madera y hierros oxidados.

Rich esperó, apoyado sobre manos y rodillas, sin atreverse a hacer ni un movimiento. El aire frío que aspiraba por la boca le insensibilizaba el tejido de la garganta, pero no le parecía suficiente para llenar sus pulmones.

—¿Quién anda ahí?

¡De modo que estaba en lo cierto, y los esfuerzos realizados por llegar hasta ella habían valido la pena!

Rich se levantó, tembloroso, y se aproximó a los batientes de la puerta. Entonces la llamó.

—¡Polly, soy Rich!

Ella gritó de alegría, pronunciando su nombre una y otra vez. Rich rió y flexionó los dedos para tratar de normalizar el flujo sanguíneo; también, se echó el aliento a las manos disponiéndolas en forma de bocina, pero constató que era en vano.

—Vamos, cariño, déjame entrar, que me estoy congelando aquí fuera.

—No puedo.

En uno de los batientes, a la altura de su cabeza, había un listón roto. Rich hizo palanca en él, profiriendo maldiciones, hasta que consiguió arrancarlo del todo. A través del espacio abierto echó un vistazo al interior de la habitación.

La niña estaba de pie junto a la cama, con la expectación y la frustración reflejadas en su pálida carita ovalada. Era más alta de como él la recordaba. Pero ahora debía de tener doce años y medio, y caminaba ya decididamente hacia la pubertad. Vestía una falda de lana gris, un suéter con cuello de cisne y unos calcetines rojos hasta la altura de las rodillas. La habitación donde estaba encerrada era una espaciosa estancia cuadrada que el fuego y el humo habían respetado. Se preguntó cómo era eso posible, pero estaba demasiado entusiasmado por la visión de Polly para detenerse a considerar el prístino estado de las paredes, recubiertas de un papel de tonos ocres y plateados que reproducía una escena silvestre, o el del techo encofrado. El mobiliario era austero: una sola cama de madera de arce, una mesilla de noche redonda, una lámpara y un pequeño televisor sobre aquélla. Encima de la cama había una almohada y un edredón de distintos colores, varias muñecas y animales de peluche y una serie de revistas para adolescentes esparcidas por la cama y el suelo. Sonaba una radio, pero a tan bajo volumen que Rich apenas podía oírla.

Polly trató de dar otro paso hacia él, pero no podía mover el pie izquierdo. Tenía el tobillo atrapado en una anilla metálica con una cadena. Ésta, de unos dos metros de largo, estaba fija con un candado a la cama.

Profiriendo un grito de desesperación, Polly dobló su cuerpo a la altura de la cintura, mientras sus cabellos, suaves y rubios, caían en cascada sobre sus rodillas.

—¡Rich, no puedo!

Él había soltado el destornillador poco antes de saltar, y ahora tenía que escarbar en la nieve del balcón para localizarlo. Los batientes estaban clavados, juntos, con una pieza de hierro en ángulo recto. Por fin encontró el destornillador, lo hundió en la blanda madera e hizo palanca sobre la pieza de hierro hasta que logró separar los dos batientes.

Las puertas que daban al balcón no estaban cerradas. Rich entró en la habitación y, aconsejado por un súbito acceso de cautela, se tomó tiempo para volver a cerrar los batientes a fin de evitar que alguien pudiera ver la luz de la habitación y decidiera acudir a investigar. A pesar de su enojo, temía una situación semejante. Se sentía precavido y atemorizado a la vez, aun sin saber todavía a qué se enfrentaban Polly y él.

Segundos después, tenía a Polly entre sus brazos. Notaba punzadas en las puntas de los dedos, un dolor que empezaba a hacerse atroz. Los huesos del cuerpo de ella se palpaban a través del suéter, y la suave pelusa de sus cabellos rozaba una de sus frías y enrojecidas mejillas.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué te tienen encadenada a la cama? Por el amor de Dios… ¿Es tu padre el responsable de esto?

—¡Sí!

Rich la acompañó a la cama. Polly escondía su rostro en él, como avergonzada por las circunstancias en que se encontraba. Las lágrimas fluían incontenibles por sus mejillas. Sobre la mesilla había una bandeja con comida intacta, y en toda la estancia flotaba un fuerte olor a amoniaco procedente de un orinal. Rich se agachó para echar una ojeada al candado que unía la cadena a la cama. No había nada que hacer. Tampoco podía mover la cama. Las patas de madera de arce estaban atornilladas al suelo.

Se incorporó, embargado por una oleada de indignación, mientras acariciaba con una mano la cabeza de la niña, que se había acurrucado en un nido improvisado con animales de peluche gastados y algunas revistas. Rich comenzaba a entrar en calor cuando cayó en la cuenta de que la habitación se mantenía cálida y seca, pese a que el resto del edificio era frío y oscuro como una catacumba.

Los pómulos de Polly habían asumido una coloración rojiza; sus ojos chispeaban a pesar de las lágrimas.

—¡Sabía que vendrías!

—¿Por qué te ha hecho esto?

Polly se enderezó en la cama con tal brusquedad que Rich pudo oír el crujido de sus vértebras.

—Porque cree que yo fui… que provoqué yo el incendio. ¡Pero no es cierto! Hace unos años estuve a punto de provocar uno, pero esta vez no fue culpa mía, Rich, te lo digo de veras. ¡No lo fue, y se lo dije! ¡Pero nadie quiere escucharme! Dicen que soy una pequeña bruja y que no… que no…

Polly empezó a sollozar y se aferró a la cazadora de él, deseando desesperadamente que la comprendiera. Rich abrió la cremallera de la cazadora y apretó a la niña contra su pecho. La besó en la mejilla, en la frente y en el lóbulo de la oreja. Ella se lamió los labios como un animalito enfermo; la húmeda punta de su lengua le hacía cosquillas en las ventanas de la nariz. Le temblaban los antebrazos por el esfuerzo de aferrarse tan fuerte a él.

—Anoche estuvieron aquí… ¡Me hicieron daño, Richard!

—¿Te hicieron daño? ¿Cómo?

—Me golpearon. Él me golpeó.

—¿Tu padre?

Se quedó mirándola, aterrorizado. Sus rostros estaban separados por escasos centímetros. Quizá hacía demasiado calor en aquella habitación. Rich no podía asegurarlo, pues no llevaba allí dentro más que algunos minutos; pero los párpados de Polly contenían gotitas de sudor y tenía algunos mechones de cabello pegados a ambos lados de la mandíbula. Pensó que sus orejas estaban demasiado pálidas, tal vez porque la sangre no las irrigaba lo suficiente.

—¿No me crees, Rich?

—Pero… ¿por qué?

—¡Para liberarme de la maldad! ¡Eso es lo que ellos dicen! Y también dicen… dicen que soy la encarnación del mal, y que puedo hacer mucho daño si no expulsan la maldad que hay dentro de mí. Dijeron una palabra… no me acuerdo… «Flagelación».

—¿Flagelación?

—¡Sí! Pero ya no puedo soportarlo más. ¿Por qué tienen que hacerme daño? ¡Me hacen tanto daño, Rich!

—¿Qué es lo que…? ¿Con qué te pegaron, Polly?

—Con un cinturón de cuero. —El recuerdo de aquello le causaba más dolor aún. Polly levantó la cabeza y la echó hacia atrás, al tiempo que se mordía el labio inferior—. Un cinturón con cosas metálicas, que es lo que más daño me hace.

—¿Clavos, por ejemplo?

Polly asintió.

—¿Quieres verlo? —preguntó con timidez.

—Yo… bueno, como quieras.

Polly se balanceó unos instantes sobre la cama, adquiriendo así una especie de terrible inercia mental. Luego, se llevó rápidamente ambas manos a uno de los calcetines, que se bajó hasta el tobillo. A continuación se giró sobre la cadera y el codo derechos a fin de mostrar con mayor claridad la pantorrilla de su larga pierna, marcada con franjas rojas y púrpura, lívida e hinchada por los múltiples azotes.

—¡Oh, Polly!

—Pero eso no es lo peor.

—¿No es lo peor? —repitió él, atónito, incapaz de dar crédito al daño que estaba viendo.

Polly volvió a cambiar de postura y abrió el cierre lateral de su falda. Se giró boca abajo, en tensión, presionando su rostro sobre el edredón multicolor y las sábanas de franela.

—Mira.

Vacilante, Rich asió la costura superior de la falda; Polly se levantó un poco de la cama y él le bajó la falda hasta la altura de las rodillas. Llevaba braguitas de algodón blancas, y daban la sensación de no haber sido mudadas en varios días. Él no estaba preparado para aceptar aquella redonda madurez, aquella plenitud de sus nalgas.

—Puedes quitármelas —dijo Polly al cabo de unos instantes. Su voz sonaba amortiguada, neutra—. Así lo verás mejor.

Rich le quitó las braguitas cuidadosamente. Parecían estar pegadas al cuerpo de Polly. La niña se encogía y golpeaba la cama con los puños. Rich percibió un hedor insano, de corrupción, acumulado. El cinturón de clavos había dejado allí unos cortes y picotazos espantosos. Los cortes habían sangrado en diagonales irregulares. Las manchas que había observado en el algodón eran de sangre coagulada, y el hedor procedía de la infección.

Rich la vistió, temblando, con los ojos nublados por la visión de aquella atrocidad.

—Te sacaré de aquí. Esto no… nadie tiene derecho a tratarte así. Haré que encierren a tu padre en prisión.

—¡No me dejes, Rich!

Abrazó a Polly para disipar cualquier sensación de abandono, con su mente todavía anclada en aquel terrible tormento, en ese cuerpo joven marcado. Era lo mismo que una violación. Rich sentía crecer en él el deseo casi incontenible de golpear una y otra vez el pálido rostro de Windross con sus puños.

—¡Rich, te quiero tanto! Nadie más se ha preocupado nunca por mí. Y no sé por qué. Yo no soy una mala persona, ¡créeme!

—Ya sé que no lo eres, cariño. —Acunó a la niña, murmurándole al oído—. ¿Cómo pudiste dejar el medallón en mi habitación; si estás encadenada…?

—¡Rich, no puedo respirar! Me abrazas demasiado fuerte.

—Lo siento.

Dejó a Polly recostada sobre un gran oso de fieltro negro al que le fallaba un ojo. Las rodillas de Polly eran anchas, huesudas y bien formadas. Sus dedos se entrelazaron con los de él. La cadena que la tenía prisionera se arrastró pesadamente sobre la pantorrilla de la pierna derecha de Rich.

—¿Qué medallón? Oh, el que me regalaste… No sé qué ha sido de él. Lo saqué para limpiarlo, lo dejé encima de la mesa… hace una semana… y… ¿Cómo lo has encontrado?

—Alguien lo dejó anoche en mi cama. Habían grabado el número de la habitación sobre mi foto.

Polly contenía la respiración al tiempo que movía los ojos.

—¡Qué extraño!

—Quizá lo hizo una de las personas que vinieron aquí con tu padre.

Polly frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco. Pero es posible que una de ellas buscara un modo de ayudarte. ¿Cuántos eran?

—Generalmente son seis, pero a veces son más.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí encerrada, Polly?

—No estoy muy segura. Anoche vi Dallas en televisión, y fue la segunda vez que lo veía desde aquí.

—¿Y cuántas veces han venido?

—Déjame pensar… —Contó en silencio—. Cinco.

—¿Podrías identificar…? ¿Crees que serías capaz de reconocerlos a todos, fuera de esta habitación?

Polly asintió, enfática, con un brillo momentáneo de venganza en sus ojos de color azul pálido.

—¿Crees que podrían volver esta noche?

—No —respondió ella—. Nunca vienen dos noches consecutivas.

La niña escondió la cabeza entre los hombros, como temiendo haberlos oído fuera de la habitación.

Rich intentaba desesperadamente imaginar algún plan defensivo que la protegiese de aquella implacable crueldad. Ya había oído hablar de sucesos semejantes, y había leído pasajes acerca de los farisaicos verdugos de niños. Bien; si se comporta mal, tendré que ponerle la mano en el horno para que aprenda a obedecer. Había leído también cómo les metían las manos en agua hirviendo, o cómo les rompían las costillas con un palo de escoba. Hay que escarmentar a los niños mientras todavía son jóvenes. Hay que librarles del pecado con eficacia y prontitud, antes de que se vuelvan contra ti. Porque todos somos pecadores al nacer. ¡Aquí lo dice, en tu Biblia y en la mía!

Polly empezó a retorcerse, tratando de encontrar una postura recostada que no le molestase.

—No te preocupes —dijo Rich—. Cuando vuelvan, tú ya no estarás aquí… ¡No, no hagas eso!

Rich extendió la mano; la niña había hecho ademán de frotarse las laceradas nalgas.

—Me pica —se quejó Polly, frunciendo la barbilla y torciendo la boca—. Me hace daño.

Inopinadamente, los ojos de Rich se llenaron de lágrimas. Se inclinó sobre Polly para besarle las comisuras de sus labios contraídos. Luego la besó de lleno en la boca, que había empezado a relajarse. Las lágrimas corrían por sus mejillas. ¡Sentía tanta lástima por ella! Gracias a Dios y a la Virgen María, no había llegado a perder la lucidez mental. Era una niña muy fuerte, a su manera. Estaba sufriendo mucho, se sentía asustada y desesperada, pero se la veía íntegra todavía, desprovista de cualquier tendencia a la locura o a la histeria.

—Iré a buscar a la policía. Te llevaremos en seguida al hospital para que te curen esas heridas.

Conmovida por aquella demostración de interés, Polly le secó las lágrimas que le resbalaban por las mejillas con la punta de los dedos, y luego hizo lo propio con las suyas. Contenta entre sus brazos, entornó los ojos. Su cara, algo más serena, aparecía ahora tranquila; las ventanas de la nariz se ensanchaban ligeramente mientras respiraba y susurraba al oído de él.

—Estás llorando por mí. Oh, Rich, no tienes ni idea de cuántas veces he rogado: «Por favor, Rich, atiende mi mensaje. Por favor, escúchame».

—Tendrás que contarme cómo hiciste para contactar conmigo.

Polly arqueó las cejas; estaba asustada. Le miró y sonrió. Sus dos incisivos frontales eran más grandes que los demás, sutilmente desalineados, y estaban unidos entre sí. Sin embargo, Rich decidió que no tenía ningún sentido alinearlos, volverlos demasiado perfectos.

—Lo haré. Pero antes sácame de este lugar. Ya no puedo esperar más tiempo… ahora que sé que tú estás aquí. ¡Me estoy volviendo loca de tanto esperar!

Rich pensó que el problema residía en salir él mismo de allí. Registró la habitación; apretaba sus doloridas manos y cojeaba ligeramente por las punzadas que experimentaba en los talones. No se había detenido a pensar en la posibilidad de invertir el itinerario que había recorrido a través del tejado. Entonces recordó que el acceso al vestíbulo estaba obstruido con tablones y que la puerta del tabique nuevo tenía candado. Ahora que podía pararse a pensar, se dio cuenta de que estaba casi tan prisionero en aquella habitación como Polly.

El hijo de la noche infinita
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