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Richard Devon expresó el deseo de ver a su hermano. No habían establecido contacto entre ellos desde hacía más de cinco meses.
La petición tuvo una reacción irracionalmente nerviosa en Conor. Consultó el tema con Gina, pero no con Adam Kurland o Edith Leighton. Gina le dijo que debía ir, siempre y cuando los carceleros adoptaran las medidas necesarias para ahorrar a Conor el riesgo de una potencial tragedia.
—Yo rezaré mientras estés allí —le garantizó Gina.
Una vez en la cárcel del condado de Haden, Conor fue informado sobre las normas que regían en el edificio. Rich no podía abandonar su celda. Conor debía hablarle desde detrás de las rejas, y mantenerse lejos del alcance del preso en todo momento. Le concedieron diez minutos.
Rich estaba sentado en el borde del catre cuando los guardias escoltaron a Conor por el pasillo que conducía a la celda. Los guardias se retiraron hacia el otro extremo del pasillo y se quedaron allí, con los ojos fijos en Conor.
—Hola, Conor —dijo Rich inmóvil, sin levantar la mirada.
—¿Querías verme, muchacho?
—Sí.
—Dime una cosa. ¿Estás realmente solo ahí dentro?
—Soy yo, Conor. De veras soy yo.
Entonces volvió la cabeza hacia su hermano. Conor experimentó una oleada de felicidad al ver los ojos del preso.
El rostro de Rich se estremecía de emoción. La piel de las comisuras de ojos y labios estaba tensa.
—Oh, Conor. Soy hombre muerto.
—¡No!
—Quiero que creas lo que voy a decirte. No sé por qué ocurrió. Yo sólo quería ayudar a Polly. Bueno, ahora ya no hay nada que hacer. Y aquí estoy. Te echo mucho de menos. Y a Gina y los niños. Quizá te pido demasiado.
—¿De qué se trata?
—¡Quiero tu perdón!
Rich irrumpió en sollozos, y comenzó a tirarse de los cabellos, presa del remordimiento, al mismo tiempo que golpeaba el suelo de hormigón con los pies desnudos y se debatía sobre el catre.
Conor se aferró a las rejas de la celda y fue amonestado por uno de los guardias que lo vigilaban. Retrocedió un par de pasos. También sus ojos eran un mar de lágrimas.
—Rich, tienes que resistir. Pronto te sacaremos de aquí.
—Oh, no. No podréis. Porque… tú no lo conoces. Y espero que nadie en este mundo llegue a conocerle nunca.
—Resiste, muchacho, resiste —murmuró Conor, mesándose la barba.
—Perdóname, perdóname.
—Te perdono. Y sé que Dios también te ha perdonado.
Ya no hubo opción para más. Conor siguió mirando a su angustiado hermano mientras uno de los guardias le advertía que el tiempo se había agotado y era instado a marcharse.
Tras su breve entrevista con Rich en la cárcel, Conor se dirigió a Edith Leighton con lágrimas de júbilo en los ojos.
—¡Ya no está poseído!
Edith le invitó a sentarse en el despacho que habían habilitado para ella en la compañía Kurland Bates Harpold e invirtió un cuarto de hora en tratar de explicarle con severidad que ése no era el caso.
—Zarach sólo se ha retirado por un tiempo. Habrá períodos frecuentes de, digamos, remisión a medida que el comienzo del juicio se acerque. Pero Zarach no ha renunciado al dominio sobre su hermano. Mientras ese ente demoníaco no haya sido desterrado, exorcizado, deberá observarse el protocolo de la posesión. Zarach es un monstruo de proporciones indescriptibles; también, un taimado estratega, y ya hemos accedido a la fase final de su ansiada conquista.
—Pero… cuando yo hablo con Rich…, el Rich que conozco, ¿dónde está Zarach?
—Con ustedes dos. Al acecho. Quizá los estudia de un modo que ustedes no llegan a advertir, en busca de puntos flacos que explotar. Piense en un huracán que se abastece de su propia energía. Piense en Zarach como una fuerza primaria, pero más devastadora que cualquier otra forjada por la naturaleza: cuando las condiciones le son favorables, Zarach es capaz de poseer un millar de almas en un suspiro. Esperará, porque el tiempo, tal como nosotros lo conocemos, no significa nada para él. Dispone de todo el que necesita. Pero nosotros sólo tenemos un corto período de tiempo para poder detenerle, en las circunstancias que él mismo dictará.
—¿Se refiere al juicio?
Edith asintió.
—Zarach desea que Richard suba al estrado. Y eso es lo que su hermano debe hacer, o no tendremos ninguna oportunidad. Sólo Richard puede referirnos los sucesos que le empujaron al asesinato: su relación con Polly Windross y con los demás miembros de esa perversa comunidad que con tanta astucia lo engañaron. Ése es el precio que Zarach me ha impuesto. Puedo salvar a Richard, pero sólo si consigo controlar a Zarach.
—¿Y cree usted que puede controlarle?
—Sólo Dios puede hacerlo —respondió Edith con serenidad.