22

—La cena está servida.

Rich acababa de servirse otra copa de vino. Su quinta o sexta copa, ya había perdido la cuenta. Le parecía extraño que no hubiese apreciado antes el sabor de aquel vino. Ahora, ya no podía dejar de beber: era el clarete más delicioso y aromático que había probado nunca, aunque Inez reivindicaba que ni la marca ni el precio tenían nada de particular. En realidad, no tenía nada que ver con los conspicuos caldos franceses que el insoportable y pedante padre de Karyn le había servido con ocasión de sus raras visitas a la finca que aquél poseía en Rye. Por lo general, cualquier cantidad de vino que tomara Rich le producía jaqueca, pesadez, un vago escozor en los ojos debido al flujo de sangre en las sienes y una ligera sensación de melancolía. Sin embargo, ese clarete le estaba provocando el efecto contrario. Se sentía sobrio, despierto, lleno de energía pero en modo alguno inquieto, aunque sí un poco impaciente por llegar hasta el fondo del asunto que lo había llevado hasta allí. Se estaba controlando, seguro de su capacidad —con Inez guiándole hábilmente— para liberar a Polly de su pesada carga, mayor de la que cualquier niño podía soportar a esa edad.

Pero Polly estaba durmiendo, y todavía no había llegado el momento oportuno. Ahora se prestaba relajarse con sus nuevos amigos, el grupo de gente más agradable que había conocido en mucho tiempo. Rich no era un muchacho tímido, y durante la última hora había sabido congeniar con los demás invitados, superando así las reservas experimentadas en un primer momento. A sus contertulios les encantaban las anécdotas que contaba de su niñez en el sur de Boston, de la vida en el seno de una estricta familia católica, así como sus divertidas peripecias en el colegio de los Padres Paulistas de St. Malachy, quienes jamás habían sospechado que lograría acceder a la universidad de Yale.

Incluso Windross demostró no ser tan mala persona como Rich creía, después de bajar a buscar una copa de vino y disculparse por su infantil comportamiento tratando de gastarle una broma por teléfono. Rich se convenció de la devoción de Windross por Polly. En el fondo, era un buen padre. Al cabo de unos minutos se excusó para regresar a una habitación del piso de arriba y seguir velando el sueño de la niña.

Rich estrechó solemnemente la mano del propietario y le prometió que antes de que terminara esa noche comprobaría personalmente que Polly estaba bien. Aquellas palabras hicieron aflorar algunas lágrimas a los ojos del hombre, rebosante de gratitud.

—No sé cómo nos las habríamos arreglado sin ti.

—No tiene importancia —dijo Rich.

Desde que le había acompañado de vuelta al salón, Inez no se apartaba de él, que había logrado acostumbrarse, hasta el punto de la dependencia, a la agridulce fragancia de su perfume, a la proximidad de su cuerpo firme y a la calidez de su aliento cuando le susurraba amigablemente al oído. Al mirar a Inez, la imaginaba desnuda en la cama esperándole, pero, por supuesto, esa situación todavía debería aguardar un rato, a pesar de que él ya estaba excitado, como lo evidenciaba el bulto marcado en su pantalón. Buscó una excusa que justificara el hecho de desear a Inez. Era una justa venganza contra Karyn, que se estaba convirtiendo —sin que a él le sorprendiera demasiado— en una furcia ávida de follar con Trux Landall o cualquier otro semental que pudiera demostrarle un cierto interés. A ella no le gustaría saber que todas las mujeres que había en aquel salón lo codiciaban: así se lo indicaban sus fijas y deliberadas miradas a la parte de su cuerpo que le revelaba como un hombre fuerte e infinitamente poderoso.

Pero Rich pertenecía, en cuerpo y alma, a Inez. Su cuerpo le parecía excepcional, pero la cicatriz resultaba lo más excitante del conjunto. Él había ideado un par de artimañas para tocarla, suscitando un destello en los ojos de ella y haciendo que la afilada punta de su lengua se acariciara el labio inferior, voluptuosamente rojo. Se sentía halagado por sus atenciones y risas insinuantes, provocado por la perspectiva de que Inez se supiera superior a él en materia sexual. Ella era mayor y tenía más experiencia que él; sin embargo, Rich estaba convencido de que antes del final de la noche, él le habría enseñado un par de trucos que le harían gimotear tendida a sus pies, sumisa bajo el altar de su insaciable miembro viril.

—La cena está servida.

Rich cayó en la cuenta de que tenía hambre: habría devorado con glotonería cualquier animal crudo, habría deglutido sangre caliente en lugar del estimulante vino que tanto había agudizado sus sentidos. Inez lo agarró graciosamente del brazo, rozándole la cadera con la punta de los dedos. El sensual ensanchamiento de las aletas de su nariz garantizaba a Rich que ella era consciente de todos sus apetitos, y los compartía.

Inez lo sentó a un extremo de la larga mesa del comedor, frente a ella. Tres criadas y el mayordomo desfilaron, llenando la mesa de carnes y aves selectas: un mofletudo cochinillo, un faisán con las plumas intactas y humeantes, venado adobado con cebolla y salsa fuerte. Mientras cenaban y bebían vino, Inez sonrió a menudo a Rich a través de los candelabros que decoraban el centro de la mesa. No existía ninguna otra fuente de luz; la estancia estaba invadida por las vastas sombras de los comensales.

La conversación mejoró, si cabe. Inez tomó la palabra. Era una fuente de anécdotas traviesas y divertidas. Rich enrojeció y respiró con dificultad cuando ella describió, con exquisito detalle, la disciplina que había impuesto a sus hijos. Arnold contaba diez años de edad cuando murió, y Mary, ocho. Los vestía, de la cabeza a los pies, con ropa vieja de lana y les obligaba a permanecer durante horas expuestos al infernal sol mexicano hasta que sufrían un colapso por insolación, bañados en su propio sudor. Luego, para combatir los efectos de la deshidratación, los duchaba con una manguera hasta que, desnudos y abrazados uno a otro en la bañera, la orina les llegaba a la altura de los tobillos.

—¡Cuenta lo de los escorpiones! —propuso Rose Benidorm, con el pellejo de su barbilla oscilando de entusiasmo.

Inez miró con expresión maliciosa a sus compañeros de mesa, suscitando deliberadamente su expectación.

—Bueno, a los niños les asustaban mucho los escorpiones —empezó.

Rich se rió, presa de una especie de éxtasis.

—Dejábamos dos o tres escorpiones grandes y negros en hielo hasta que quedaban inmóviles, como muertos. Luego, los niños se sentaban en sus sillitas, y yo me sentaba entre los dos, poníamos música y jugábamos…

—¡A la patata caliente!

Todos observaron a Rich con mirada afectuosa por unos instantes, y seguidamente volvieron a concentrar su atención en Inez.

—A veces transcurrían tres o cuatro minutos, durante los cuales el escorpión pasaba de una mano caliente a la siguiente, antes de que el bicho se reanimara lo bastante para picar.

Inez hizo una pausa y mostró las palmas de sus manos a sus invitados.

—Jugaba muy limpio con los niños. A veces el escorpión incluso me picaba a mí.

—¿Por qué mataste a Arnold y Mary? —preguntó Rich una vez que se hubieron desvanecido las risas.

—Bueno, querido —dijo Inez, despachando un trozo de piel de cochinillo y limpiándose los labios con una servilleta blanca—, Mary no estaba bien de la cabeza, y el pobre Arnold… vivía aquejado de una tisis tan terrible que deseaba ardientemente el fin de su atormentada existencia.

—¿Lo hiciste con gasolina?

—Sí, Richard —respondió Inez, como si estuviera algo cansada de hablar sobre sus hijos—. La gasolina es el combustible que genera el fuego más caliente. —Inez miró a los demás invitados—. ¿Habéis cenado bien?

En un momento, el comedor se llenó de gruñidos de satisfacción y cumplidos a la anfitriona.

—¡Caramba! Me estoy divirtiendo mucho —dijo Rich.

Inez le dirigió una mirada indulgente.

—¿Más vino?

—No, gracias. Soy incapaz de beber más.

—Bueno, espero que sabrás comprender que el resto de la velada no será sólo juegos y diversión. Tenemos un asunto muy importante de que ocuparnos.

—Lo sé.

—¿Cómo te sientes, Richard?

—Estoy preparado.

—¿Lo estás? ¿De veras?

—Sí.

Inez se recostó en su asiento con un suspiro, cogió una campanita de cristal y llamó a las criadas, quienes quitaron la mesa. Una vez retirados los restos de la abundante cena, todos oyeron a Windross cantando con voz jadeante y ronca La feria de Scarborough, cuyas estrofas eran interrumpidas por unas excitadas risas infantiles. Windross entró en el comedor, prácticamente sin aliento, cargando a Polly sobre sus hombros.

—¡Aquí está! —anunció Inez con un grito de entusiasmo.

Windross acercó a su hija a la mesa y se agachó con dificultad. Los delgados brazos de Polly se aferraban a su cuello. La niña se inclinó hacia Inez y le dio un beso en la mejilla.

—¿Has dormido bien?

—Sí, Inez.

—Ahora baja de ahí y ven a sentarte conmigo.

Windross soltó a su hija e Inez la tomó en brazos para acomodarla en su regazo. El propietario tenía el rostro rojo y sudoroso. Miró a Rich y le dedicó una lastimera sonrisa. Rich estaba muy rígido en su silla, estremeciéndose de placer y entusiasmo al ver por fin a Polly. La niña llevaba un vestido blanco con chorrera abotonado hasta el cuello, calcetines largos blancos y zapatos de piel del mismo color. Sus cabellos, peinados con raya a la izquierda, reflejaban el amarillo pálido de las velas encendidas. El tono de su piel era casi exangüe; pero había sendas manchas oscuras bajo los ojos.

Inez susurró algo inaudible al oído de la niña, y Polly escuchó con atención. Inez dirigió sus ojos oscuros hacia Rich, y Polly le miró también.

—¿Conoces a ese muchacho sentado al otro extremo de la mesa? Esta noche te has vestido especialmente para él, ¿verdad?

Polly asintió, sonriendo con timidez.

—Sí. Hola, Rich.

—Hola, Polly. ¿Cómo estás?

Dos hoyuelos aparecieron en las mejillas de Polly, quien pareció ruborizarse. Volvió la cabeza hacia Inez, en busca de ayuda.

—Bien, vamos, díselo —la animó Inez, haciéndola saltar sobre sus rodillas.

Polly volvió a mirar a Rich, al tiempo que fruncía las comisuras de los labios.

—Dicen que estoy… llena de demonios.

Grandes carcajadas saludaron la ocurrencia de la niña. Jim Seaclare bramaba tan fuerte que consiguió apagar dos cirios que había delante de él, oscureciendo la estancia un poco más. Una sonriente criada miraba a hurtadillas desde la puerta de batiente del office.

Rich celebró la broma más que nadie. Señaló a Windross con un dedo acusador y le dijo:

—¡Usted les ha dado alojamiento en su hotel!

Windross se encogió de hombros e hizo un gesto de inocencia. Ahora sudaba copiosamente, y se enjugaba la empapada frente con la manga de la camisa.

Cuando todos se hubieron tranquilizado lo suficiente para prestarle atención, Inez levantó una mano autoritaria. En silencio, los invitados retiraron sus sillas, se incorporaron y se situaron junto a las paredes, lo más lejos posible de la mesa. Sus rostros quedaron sumidos en las sombras.

Rich permaneció sentado.

—¿Ahora? —preguntó Polly insegura, casi en un susurro, a Inez.

—Es Rich quien debe decidirlo.

Rich asintió con expresión resuelta, aunque un poco tenso ante el comienzo de la prueba.

—Richard, ¿tienes el coraje suficiente para aceptar tu obligación de liberar a Polly de la carga terrenal que ha soportado con tanta dignidad?

—Sí, lo tengo.

—Polly…

—Inez —musitó la niña lloriqueando, y escondió el rostro en el pecho de Inez—, tengo miedo.

—Todo saldrá bien, Polly —dijo Rich.

Su voz sonó inopinadamente fuerte y segura a sus oídos, en medio del absoluto silencio en el comedor.

Inez señaló el aparador con un gesto, y el mayordomo sirvió vino tinto en una copa de plata, que dejó sobre la mesa.

Nada más ver la copa, Polly hizo una mueca.

—No me gusta su sabor.

—Es un vino especial. Te irá bien para calmar los nervios, querida.

—De acuerdo.

Polly se volvió en el regazo de Inez y tomó la copa. Por dos veces tragó saliva antes de beber, con un ligero estremecimiento, y engulló el contenido. El vino dejó una mancha color ciruela en forma de cimitarra en su labio inferior, una réplica invertida de la cicatriz que adornaba la mejilla de Inez Cordway.

Los ojos de Polly, a través de la danza de la trémula luz de las velas, encontraron los de Rich.

En ese mismo momento, Inez se levantó lentamente de la silla y dejó a Polly sentada frente a Rich.

Polly depositó la pesada copa en el borde de la mesa, delante de ella.

—Te quiero, Rich —dijo, con los ojos entornados.

Él inspiró con fuerza antes de responder:

—Yo también te quiero, Polly.

—¿Te gusta mi vestido blanco? —preguntó la niña, mientras las lágrimas empezaban a asomar en sus ojos.

—Estás preciosa, Polly.

La niña cogió la copa y la vació sobre sí. Algunas gotas de vino se derramaron sobre su corpiño, manchándolo. Volvió a dejar la copa sobre la mesa y le dio un pequeño golpe con el dedo. La copa se tambaleó, pero conservó su estabilidad.

Las manchas de vino se expandieron sobre el vestido blanco.

Los que observaban la escena, ocultos entre las sombras, apenas pudieron reprimir un orgiástico suspiro. El corazón de Rich se encogió. Se incorporó lentamente de su silla, con la mirada fija en aquel vestido cuyo color pasaba con rapidez del blanco al negro azabache. Le asaltó un temblor y se sintió muy debilitado. Tuvo que aferrarse al borde de la mesa para no caer.

Los ojos azules de Polly habían palidecido como si fuesen de hielo. La niña miraba a un punto situado por encima de la cabeza de Rich, y en las profundidades de aquellas dos simas de hielo sin fondo se insinuaba un enigmático resplandor rojo.

Las sombras que los rodeaban se intensificaban también a medida que la negrura iba extendiéndose sobre el vestido. Una vela se apagó y desprendió una espesa bocanada de humo; otra la siguió. El vestido y los cabellos de Polly se agitaban como por efecto de un viento huracanado. La atmósfera del comedor, en cambio, era cada vez más fétida y bochornosa por la unión combinada del aliento de los presentes.

Los labios de Polly se separaron, para dejar al descubierto unos dientes graciosamente irregulares. La niña temblaba; la carga de los presentes se estaba acumulando en la mesa. Polly empezó a proferir gritos en lenguas extrañas; pronunciaba palabras distintas, aunque desconocidas, que conformaban un discurso ininteligible y confuso. Las comisuras de sus labios empezaron a chorrear sangre.

Rich gruñó, incapaz de apartar la mirada. El cuerpo de la niña inició una serie de contorsiones, como si fuese una bailarina excéntrica con los pies clavados en el suelo. Ahora, su vestido era completamente negro. Los movimientos espasmódicos de sus rubios cabellos se sucedían a un ritmo frenético. Sus ojos despedían un resplandor rubí; pero no tenían pupilas.

—Es el momento, Richard —le recordó Inez desde las sombras.

Rich se había quedado sin habla en aquellos críticos instantes, incapaz de moverse o respirar siquiera mientras contemplaba, atormentado, a la transformada Polly.

Polly, cuyo rostro aparecía iluminado por el encendido resplandor de sus ojos, empezó a arder sin llama: el humo emanaba de sus manos gesticulantes y de toda su piel expuesta al aire, que había enrojecido intensamente e incluso había empezado a chamuscarse. La niña seguía gritando, ahora con un tono tan agudo que los oídos de Rich apenas podían percibirlo.

—¡No!

Su garganta estaba tan agarrotada por el horror que el grito apenas resultó audible para los demás.

Inez compareció a su lado, y le oprimió el brazo.

—Date prisa. Él está preparado. Acéptale y libera a Polly.

—¿Quién es «él»?

—Ya lo sabes, Richard —dijo Inez, algo impaciente pero todavía capaz de sonreír.

Rich volvió la cabeza despacio y vislumbró su propia imagen en la brillante superficie de los ojos negros y reconfortantes de la mujer. Asintió.

—Pero…

Inez lo interrumpió con una risita ahogada. La cicatriz parecía retorcerse con lentitud en su mejilla.

—Es muy simple. Piensa, Richard. Abraza a Polly con todo tu amor. Llámala, y ella vendrá a tu encuentro.

—¿Qué… ocurrirá… después?

—Después, la unión se habrá consumado. Oh, Richard. Ya sé que te he hecho beber mucho. Te prometo el momento supremo de tu vida: el éxtasis. ¿Qué es lo que has temido siempre? ¿Qué es lo que más te preocupa en la vida? El riesgo de pasar inadvertido, de ser tan sólo un rostro más entre millones de ellos. Bien, Richard. Ahora ha llegado el momento que has estado esperando toda tu vida. Serás único entre los hombres. ¿Y qué debes hacer para alcanzar la unicidad? Abrázate a Polly. Abrázale a Él.

—No sé… si yo…

La circulación sanguínea de su brazo se había detenido bajo la presión de la mano femenina. El entumecimiento se extendía por todo su cuerpo como el negro de la noche se había extendido sobre el casto vestido de Polly.

—Por supuesto que puedes hacerlo —dijo Inez en un intento de animarlo. Su aliento resultaba excitante, aunque rancio y ligeramente nauseabundo—. No tienes más que llamarla. Hazlo ahora. Ella está angustiada, y todos hemos tenido una velada muy agitada.

Prisionero de la poderosa mano de Inez, a Rich no le quedó más elección que volverse para mirar a la sufriente Polly.

—Yo… te… quiero…, Polly —susurró Inez.

—Yo te quiero, Polly —repitió Rich.

La náusea se intensificaba.

—Ven a mí, y estaremos juntos para siempre.

Rich repitió sus mismas palabras. Polly, ajena a todo, se debatía y gritaba de una manera terrible.

—Más fuerte —le urgió Inez.

—Ven a mí, y…

—¡Más fuerte!

—¡VEN A MÍ, Y… Y ESTAREMOS JUNTOS… PARA SIEMPRE!

—¡Eso es! —exclamó Inez, complacida. Le soltó y retrocedió unos pasos, desapareciendo de su campo visual.

Al otro extremo de la mesa el vestido negro salió volando, humeante, sobre la cabeza de Polly, y la niña fue izada por la fuerza del mismo, impulsada por una oleada de energía que la transportó sobre la mesa. El vestido se hizo jirones, convertido en unos estandartes ondeantes que, a los ojos de Rich, parecían alas que se moviesen con languidez en un aire húmedo mientras chisporroteaban en una especie de fuego de Santelmo. La crepitación provocada por la electricidad descargada viajaba por todo el comedor e iluminaba los lívidos rostros sobre las paredes del fondo.

Entonces otra cara apareció allí donde Polly había estado; los jirones seguían aleteando en el aire, y se manifestó una extraña criatura con características de pájaro, de murciélago y de algún ser remoto llegado de los albores de la Tierra dando bandazos sobre un cielo oscuro a la luz de volcanes en erupción. La criatura tenía unos ojos siniestros y rojos como la carne fresca, centenares de dientes afilados en un morro que recordaba a un cocodrilo y un pecho peludo, pero prominente como el de una mujer. Estiró el cuello para mirar a Rich y se debatió en el aire con sus dos alas terminadas en punta.

—Lo sé —dijo Inez. Su voz sonó nítida y fuerte en su mente mientras el monstruo seguía dilatándose para conformarse de un modo espantoso—. Esta es la parte más dura; pero habrá terminado dentro de unos segundos.

Rich gritaba sin poder reprimirse, y sólo se interrumpía para vomitar.

Y cuando se sentía más desamparado, con el estómago revuelto y los intestinos vacíos, la criatura se desvaneció con un gemido semejante al del viento, y todas las velas que seguían encendidas encima de la mesa se apagaron por efecto del violento paso de una presencia alada.

Durante unos instantes, Rich experimentó una intensa sensación de calor y un dolor en el plexo solar como si hubiera recibido una cornada. Y, a continuación, un renovado entumecimiento, una sensación de alejamiento de todo aquello que acababa de aterrorizarlo y oprimirlo. En medio de la oscuridad, un flujo cálido y relajante le transportó… al lecho nupcial.

Era una habitación de marfileña pureza, con cirios por todas partes.

Polly estaba allí. Desnuda entre sábanas de satén, y con un ramo de flores en la mano.

Un ramo de aciano azul, a juego con sus ojos.

Había un toque de maquillaje en su rostro; los pómulos presentaban una sombra artificial de excitación. Tenía el labio inferior atrapado entre los dientes mientras suplicaba el acto sexual, palpitando como su pedio, que subía y bajaba.

Rich se hallaba encorvado sobre ella, de rodillas, con las manos sobre sus hombros. Polly movía las caderas, recostadas en una almohada, sin arte en sus movimientos. Su caja torácica era frágil y luminosa como un farolillo de papel. La húmeda vulva de Polly, pura como la porcelana, tenía un color rosado intenso allí donde encerraba el sexo de él, veteado de venas. Él actuaba grosero y brutal donde ella se mostraba más exquisita. Le asestaba embates vigorosos, y cada suspiro de ella era como un grito fantasmal.

Cuando tomó plena conciencia de lo que estaba haciendo a la niña, Rich, horrorizado, trató de retirarse. Se trataba de un error…, no era eso lo que él había querido o pretendido. Ella sólo tenía doce años de edad. Pero Polly reaccionó a su vacilación y reticencia con un arrebato de pasión femenina: le rodeó los testículos con una mano y retuvo con la otra el pene dentro de su cuerpo. Sólo tuvo que cogerlo así, evidenciando su deseo, para que él volviera a concentrarse en el acto sexual. Ella saltaba a cada espasmo como si le dispararan con una escopeta, con la espalda arqueada, la cabeza echada hacia atrás y rodeada de las flores desparramadas.

Él recibía en su oreja suspiros, la humedad de la punta de su lengua, besos de dicha que no podía devolver. Eyaculó, avergonzado, dentro de la húmeda oquedad del sexo de la niña. Ella restregó su cuerpo con el brillante flujo de semen, que se mezcló con un poco de saliva que se había escapado de su boca. Fluía como un río de plata entre los montículos de sus pechos hacia el ombligo. Polly se humedeció los pálidos labios, con los párpados cerrados. El pulso en su garganta se hacía cada vez más imperceptible a la vacilante luz de las velas: llamas sin cuerpos, ojos sin almas. Él la contempló fascinado hasta que el pulso remitió del todo. Los músculos de su mano se relajaron, y los dedos resbalaron sobre su cuerpo.

Una última caricia; ella respiró profundamente e, instantes después, pareció dejar de respirar.

Al cabo de un minuto, Rich consiguió soltarse poco a poco. Una leve sonrisa de complacencia se dibujaba en el rostro durmiente de Polly. Desembarazada del peso de él, la niña giró sobre su costado derecho, subió un poco las rodillas y colocó las manos debajo de la mejilla.

Rich la cubrió con una sábana y se incorporó con dificultad. Su sexo seguía rígido como si no hubiera eyaculado. Miró a su alrededor y descubrió, sorprendido, a Inez, que llevaba una bata de tela fina y se apoyaba, bostezando, en una pared de la habitación.

—Creía que no ibas a terminar nunca con ella —le dijo con un tono quejumbroso. Su cuerpo apenas disimulado dejaba al descubierto sus partes íntimas, velludas como la garra de un oso bajo el vientre, y sus nacarados senos—. Ya es muy tarde, Rich. Pero ha dejado de nevar. Será mejor que te vistas.

—¿Qué… haces aquí?

—Esperarte. Es hora de apagar las luces e ir a acostarse. Pero tú no puedes. Todavía no. Ya has recibido tu premio; ahora te quedan varias cosas por hacer.

—¿A qué te refieres?

Inez se encogió levemente de hombros y se frotó con gesto distraído uno de sus senos.

—No tengo el privilegio de saberlo. Todo lo que hagas a partir de ahora será en su servicio, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Rich mecánicamente—. Necesito una ducha.

—Como quieras. Pero no te entretengas mucho.

Cuando salió del cuarto de baño contiguo con una toalla decorosamente enrollada en su cintura, el aspecto de la habitación había cambiado. Inez había apagado todas las velas excepto una, que velaba el sueño de la niña en su cama.

Mientras se vestía, Rich contempló a Polly. Le pareció que no respiraba, aunque era evidente que estaba exhausta. Su pene se había encogido como si hubiese experimentado diez orgasmos en lugar de uno, empalando a la niña, matándola. La cama en que había violado a Polly parecía haber asumido las dimensiones de un ataúd considerablemente espacioso. El cuerpo de la niña, boca arriba, descansaba sobre un lecho de satén. Rich se dirigió con paso lento hacia el ataúd, pero Inez se interpuso en su camino.

—No es momento para despedidas emotivas.

—¿Está…?

—Polly vivirá siempre en tu memoria, Richard.

Tragó saliva, vagamente apenado, y aceptó lo inevitable con un asentimiento. Creyó que iba a echarse a llorar, pero los ojos tan sólo le escocían. Inez le sostenía la gorra marinera, la bufanda y el abrigo. Rich no volvió a mirar el rostro de Polly y siguió a Inez por una escalera hasta el vestíbulo de la residencia de los Courdewaye. A medida que descendían, Inez iba apagando las velas que encontraban en el camino, dejando tras ellos la oscuridad.

Rich abrió la puerta principal y vio una blancura ondulada, una luna naciente y las tenues sombras de los árboles desnudos. El perro lobo echado en el porche, desprendía un espeso vaho. Volvió su majestuosa cabeza hacia Rich, como la debutante corta de vista que trata de identificar el rostro de su siguiente pareja de baile. El perro tenía sendos pliegues de color negro colgando a ambos lados de la boca, y una mirada penetrante.

—Buenas noches, Rich —dijo Inez, danzando con los pies descalzos sobre el frío umbral. Le dio un beso en la mejilla—. Todo ha ido bien, ¿no crees?

—Supongo. ¿Volveremos a vernos?

—Eso nunca se sabe, ¿no te parece?

Susurró unas palabras al oído del perro, que dio media vuelta y entró en la casa. Rich vio cerrarse la puerta, una sonrisa de despedida en el rostro de Inez, la temible cimitarra de la cicatriz en su mejilla y un fugaz fulgor rojo en sus ojos, una especie de efecto mágico. Luego bajó los peldaños, desembarazados de nieve, e inició el trayecto hacia la gasolinera donde había dejado el Porsche varias horas antes.

El hijo de la noche infinita
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