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—He estado llamando todo el tiempo a Roma y acabo por localizarte en Boston —dijo Conor.
Monseñor Paul Joseph Garen alzó los ojos del ejemplar del Osservatore Romano, que había recibido por correo y estaba leyendo con sus lentes de abuelita, y sonrió con agrado y sorpresa.
—¡Conor! ¡Qué alegría después de tantos años sin verte!
Se puso en pie, llegándole a Conor hasta la altura del nudo de la corbata, para estrechar las manos de su viejo amigo. En aquel santuario donde el buen gusto era tradición, con cuadros que reflejaban bucólicos paisajes ingleses en las paredes y antiguas arañas de cristal, las comidas constituían un rito social. Algunos hombres de negocios, invariablemente vestidos con traje oscuro, habían presenciado con mudo descrédito cómo Conor se abría camino hasta la mesa del clérigo, que brindaba una amplia panorámica del río Charles, obstruido por el hielo. Su estatura, su barba rojiza y su chaqueta de pata de gallo conferían al clérigo la espectacularidad de un estruendo de platillos introducido en una fuga de Bach.
—Estás más imponente de como te recuerdo —prosiguió Garen—. Claro que sólo he visto fotos tuyas con barba.
—Forma parte de mi imagen de gladiador —dijo Conor, con una risa tal vez demasiado enérgica.
Estaba nervioso, y esa risa lo delataba.
—Oh, sí. ¿Sigues luchando? Creí que te habías hecho instructor y entrenador.
—Y es cierto, pero me obligaron a dejarlo.
—Siéntate, siéntate. Bien, más vale que entremos en materia.
—No había estado nunca aquí —dijo Conor sin demasiada convicción, al tiempo que disponía una silla tapizada frente a Garen.
—Yo tampoco, pero el arzobispo es un asiduo, y Su Eminencia fue tan amable de tomar las disposiciones pertinentes… Creo que siempre elige esta mesa.
Ambos miraron, como si respondieran a una señal, hacia la amplia ventana, parpadeando ante la intensidad de la luz. A través de una hendidura en las capas estratificadas de nubes grises se filtraba un resplandor que incidía sobre el helado río como augurando un día veraniego. Conor se sobresaltó al oír la voz del maître, dispuesto a tomar el pedido.
—¿Conor?
—Tomaré cerveza.
—¿Nacional, o… importada? —preguntó el maître con un vago sarcasmo en su sonrisa.
—Narragansett —gruñó Conor, mirándose una verruga que le había salido en el nudillo del pulgar izquierdo.
—Un Campari con soda para mí —añadió Garen.
El clérigo se quitó sus pequeños lentes plegables y se los guardó en un bolsillo interior de la chaqueta, junto a una calculadora. Conor advirtió que el forro de esa chaqueta era de seda, de un majestuoso color púrpura. El resto de la pieza resultaba igualmente bello por la calidad de la tela, con el corte y confección distintivos del sello de la casa Gammarelli, de Roma. Experimentó un anhelo momentáneo pero intenso, como el de aquel que no ha fumado en veinte años y, sin embargo, no puede evitar detenerse ante un estanco para admirar los artículos que se exhiben en el escaparate. De modo que Paul era monseñor a los treinta y siete años de edad, y todavía estaba lleno de vida, aunque tenía unas pronunciadas ojeras y una mancha gris en las aseadas patillas parduscas. Paul Joseph Garen había sabido sacar el máximo partido a una promoción caracterizada por avatares de todo tipo.
En sus días de seminaristas en Nueva York, si bien cualquiera de ellos podía tener dudas, celosamente escondidas, sobre su propia capacidad y porvenir, ninguno de los compañeros de Paul había dudado de que éste, algún día, llegaría a arzobispo, como mínimo. Roma había constituido siempre su objetivo. De hecho, había sido descubierto por un buscador de talentos del Vaticano en los albores de su carrera, y ahora acababa de cumplir su décimo año en la Santa Sede. Llevaba una vida astutamente ordenada en el laberinto de la burocracia curial. Mantenía buenas relaciones con otros jóvenes y prometedores administradores colocados en diversos despachos del Vaticano. Era tan hábil en los matices como sensible a la tolerancia crítica. En términos económicos era progresista, sin que se le considerara un iconoclasta. Un genio de las finanzas, especializado en propiedades, se había convertido en el miembro de más categoría del personal del obispo. Durante el seguimiento de los fraudes y malversaciones de Sindona, Garen había propuesto algunas ingeniosas maniobras que reducirían de manera bastante sustancial la pérdida de setenta millones de dólares sufrida por la Iglesia. Sus estrategias en materia de impuestos sobre las propiedades del Vaticano depositadas en varios países habían enderezado un serio problema de movimientos de efectivo. De haber obtenido un contrato en cualquiera de los más prestigiosos bancos de Europa e Inglaterra, no habría percibido menos de doscientos mil dólares al año, para empezar.
—¿Estás aquí de vacaciones? —preguntó Conor.
—¿En Boston? ¿En el apacible mes de enero? No, participo en unas negociaciones un tanto complicadas en representación de la archidiócesis. —Se frotó uno de sus fatigados ojos—. Me fastidia tener que tratar con banqueros; son unos malditos engreídos. Estas negociaciones pueden prolongarse durante otras seis semanas. Aun así, no dispondré de tiempo suficiente para hacer todo lo que me gustaría hacer, ni ver a todo el mundo que me gustaría ver.
—Te agradezco que hayas dedicado un poco de tu tiempo a comer conmigo —se apresuró a decir Conor.
—No digas eso, Silencioso.
El mote con que era conocido en el seminario, olvidado por Conor durante muchos años, lo sobresaltó. Garen sonrió divertido.
—Se me ha ocurrido de repente. Los motes que nos poníamos unos a otros me hicieron siempre mucha gracia. Vamos a ver, yo era…
—El Rey Serpiente.
Garen asintió, y el tono rojizo de su tez se intensificó.
—Fue una extravagancia excesiva por parte de Dios, considerando mi vocación.
—No creo que hubiera ni uno solo de nosotros que no ganara unos cuantos pavos apostando por ti los sábados por la noche en el bar de Ed e Irma.
—Tengo que admitir, al cabo de todos estos años, que he sabido aprovechar mi fama. ¿Crees que todavía se celebran en el bar de Ed e Irma animadas reuniones como las nuestras? Ah, el juego del tejo, y esas hamburguesas con cebolla chamuscada, y la cerveza de barril… Supongo que Ed e Irma siguen prosperando, aun en el caso de que el Arcángel Miguel haya cerrado las puertas de su local para siempre.
Garen miró a la mesa unos instantes, en actitud contemplativa, soñadora, tal vez entristecida. Conor volvió a hurgarse la verruga, y ésta empezó a sangrar. Llegaron las bebidas, que restablecieron sus ánimos.
—A tu salud, Conor. Vamos a ver. ¿Vives cerca de aquí?
—En Joshua, a diecisiete kilómetros al sur de Lowell.
—¿Cómo está esa zona? ¿Sigue afectada por la depresión económica?
—No, la revolución del microchip nos ha salvado. Supongo que seguiría viviendo en Dorchester si los negros no la hubiesen hecho suya. Mi esposa y yo nos criamos en Southie. Pero incluso las escuelas parroquiales tienen problemas allí; las escuelas públicas son las peores. En Joshua vivimos bien. Los dos trabajamos sin levantar cabeza, pero merece la pena.
—¿Tenías cuatro hijos?
—No, tres. Dos chicos y una chica.
Conor buscó sin dilación las fotos que llevaba en la cartera y se las pasó a Garen.
El monseñor se acercó el rostro de cada uno de los niños a los ojos para examinarles con detenimiento.
—Éste se te parece mucho.
—Éste es Charley —dijo Conor.
Tras haberse tomado unos cuantos tragos de cerveza, finalmente empezaba a tranquilizarse.
Garen observó una instantánea de Polaroid donde aparecía Gina, a la salida de la misa de Pascua del año anterior.
—Y ésta debe de ser tu esposa. Una signora adorable.
—Gracias.
Garen le devolvió las fotos y dio un sorbo a su Campari, mirando a Conor con el sonriente y distante orgullo de un tío rico que se dispone a denegar un sablazo. El esbelto dedo que tamborileaba sobre su nariz sugería una advertencia de castigo.
—Creo que la vida de casado encaja con tu forma de ser —observó Garen.
—Sí, yo también lo creo. —Conor se aclaró la garganta, obstruida por el nudo de la corbata—. Me pregunto, Paul, si no me lo reprochas. El hecho de dejarlo, quiero decir. Tuve que hacerlo.
—No me cabe duda. —El dedo estaba inmóvil, los intuitivos ojos grises medio cerrados—. Es comprensible que no todos estemos capacitados para dar respuesta a nuestros problemas de identidad al servicio de Nuestro Señor Jesucristo. Tú fuiste listo, Conor. Y tuviste suerte, por lo que veo. Víctor, por ejemplo, está en conflicto continuo con su arzobispo. Bebe demasiado. A James lo mataron por un puñado de dólares en una casa de citas de Nueva Orleans. Era muy conocido en los círculos de homosexuales adolescentes. Andrew… —Garen frunció el ceño, en un esfuerzo por hacer memoria—. A Andrew le he perdido la pista. ¿Sabes qué le pasó a Glen?
—Se suicidó.
—Y Walter… se casó, pero tengo entendido que era incapaz de mantener relaciones sexuales con su esposa. Se divorciaron hace poco. Son muchas bajas. Más de trece mil hombres dejaron el sacerdocio en los seis años siguientes al Concilio Vaticano II.
—El Papa Juan Pablo II está adoptando una postura más dura.
—Sí. «Se trata de comprometerse con Cristo y con la Iglesia». Pero las peticiones de exención de los votos son cada vez más insistentes, y cada año hay menos jóvenes que escuchen la llamada del sacerdocio. Wojtyla es un hombre brillante y valiente, pero inadecuado para los tiempos que corren. Dispensa del dogma a los indiferentes, mientras que la supervivencia de la Iglesia exige un equilibrio. Sus intentos de aplastar a Lefèbvre y de silenciar a los teólogos radicales quizá sólo sirvan para hacernos más indefensos en medio de las corrientes sociopolíticas que se levantan sobre nuestras cabezas. El futuro de la Iglesia se está escribiendo con la sangre de la guerra civil en Iberoamérica, o en la Polonia de Wojtyla. Dudo que la fuerza espiritual pueda resistir a estas corrientes por sí sola, y tampoco una ingenua fe en la escatología. La Iglesia vive en la voluntad del pueblo, no a través de la ciega obediencia a la ortodoxia arcaica. Si se le niega esa verdad a esta Iglesia viva, el sol del tercer milenio de nuestra historia tal vez ilumine un planeta desolado, un mundo en ruinas, privado de consuelo y esperanza. Oh, vaya. Te he puesto violento, y ésa no era mi intención. Dios sabe, Conor, que siempre te he considerado un hombre sereno y válido. Estoy encantado. Quizá puedas responder a una pregunta que me he planteado durante todos estos años. Esos terribles castigos que os infligís los luchadores, ¿son de verdad?
Conor esbozó una sonrisa.
—Pregunta a cualquiera de tus vecinos sobre cualquier combate —respondió—, aunque un título esté en juego, y ya verás cómo se ríe de ti. Eso da una idea de cómo es el juego. Básicamente, trabajamos en el negocio del espectáculo, como los payasos del circo Barnum y Bailey. Por otra parte, muy a menudo no tengo necesidad de exagerar mis sensaciones cuando alguien más grande y fuerte que yo trata de retorcerme un brazo. El mundo del espectáculo entraña siempre un precio, por muy bueno que seas.
—¿Puede considerarse un oficio?
—Lo es.
—Espléndido. En tu casa hay felicidad, te gusta tu trabajo, vas a misa con frecuencia y tienes unos hijos preciosos. De veras lo son. No puedo reprimir una cierta curiosidad acerca del por qué te has tomado tantas molestias para localizarme después de tantos años sin vernos.
—Hace una semana, mi hermanastro, Richard, mató a su novia en Chadbury, en Vermont. El caso ha salido publicado en la prensa. El telediario de hace dos noches ofreció imágenes del funeral. Rich la golpeó reiteradamente con una barra de hierro. En las tres ocasiones en que he ido a verle en la cárcel me ha dicho que está poseído por un demonio, y que fue el demonio quien le impulsó a matar a Karyn.
Monseñor Garen se quedó mirando a Conor con fijeza por espacio de medio minuto. Su rostro, en perfecto equilibrio entre la consternación y el descrédito, aparecía inexpresivo mientras analizaba la última revelación de su interlocutor. El vaso de Campari, que había levantado a medio camino de sus labios, fue rápidamente olvidado. Una gaviota asomó por un ángulo de la ventana y se desvaneció con un luminoso batir de alas que perturbaba las pupilas del observador como gotas de lluvia cayendo en un charco de agua estancada. Garen recobró el aliento, y el vaso de fino cristal que sostenía en la mano se agitó un momento.
—¡Vaya papeleta! —exclamó.
—Paul, no sé qué hacer.
—Yo tampoco. Sugiero que encarguemos la comida, y ya hablaremos de esto más tarde.