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Donald Ray Stemmons, el camarero de veintiséis años cuya rubia barba de montañero aparecía manchada de tanto mascar tabaco, terminó su turno de trabajo en el bar del Refugio Davos, lo cual le proporcionaba tiempo libre para consagrarse a las mujeres y al deporte.
La primera semana de marzo, que seguía a varias tempestades de nieve, apareció con el mejor clima para esquiar de toda la temporada. También atrajo a la gente. Hubo que improvisar habitaciones, los esquiadores tropezaban unos con otros y el servicio era deficiente casi en todas partes. Los jóvenes empleados en los diversos establecimientos y restaurantes andaban sobrecargados de trabajo, exhaustos e irritables después de largas semanas haciendo de la noche día. Stemmons se había planteado muy en serio dejar su trabajo a menos que la dirección del Refugio Davos contratara a otro camarero para ayudarle. Provisionalmente, estaba desasistido por su compañera: la camarera finlandesa de diecinueve años con la que él solía hacer el amor se había incorporado a un grupo de esquiadores que habían emigrado hacia el norte, al Desfiladero del Contrabandista. Pero ya a comienzos de esa semana de noches agotadoras en el bar infestado de humo y de días de gozoso descanso en las pistas más difíciles que la Montaña de la Ermita podía ofrecer, había echado el ojo a la mujer que tanto lo atormentaba y tan inaccesible resultaba a cualquier intento de establecer contacto con ella.
La vio por primera vez en la cola de la cafetería del Hotel Galeatry, a poco más de un kilómetro ladera abajo del Refugio Davos. Estaba sola. Eligió como desayuno uva, café y una bolsa de copos de cereal. Tenía una estatura notable y vestía toda de negro, un equipo de esquí que modelaba a la perfección el cuerpo de una corista o de una chica de alterne muy cara. Su piel era oscura. Incluso desde donde él se encontraba era obvio que no se trataba de una niña: debía de contar unos cuarenta años de edad. Stemmons siempre había preferido a las mujeres maduras para establecer relaciones sexuales, lo cual constituía una buena razón para que se sintiera atraído por ella de inmediato. Otra razón era, quizá, el salvaje arco que describía la cicatriz marcada sobre su mejilla izquierda, cerca de la boca, como si un amante atormentado se hubiera excedido en su beso sensual y la hubiese mordido. Las cuchilladas del amor. Ella asumía la serena, contenida expresión de riqueza, posición y talento.
Estaba fuera de su campo, por supuesto. Pero entonces ella se volvió hacia la caja registradora y lo vio. Sus ojos de obsidiana saltaron de las órbitas hacia él como cuchillos, y Stemmons experimentó un curioso hormigueo en los nervios de la espina dorsal, la sensación de dos destinos convergentes.
Una vez hubo elegido su desayuno, Stemmons se tomó su tiempo para buscar con la vista el lugar donde ella se había sentado en la espaciosa y ruidosa cafetería. Quedó sorprendido y disgustado al no verla en ninguna parte del salón. Había desayunado con increíble rapidez. Se preguntó si sabría esquiar.
Era una esquiadora soberbia, como tuvo ocasión de comprobar los primeros días de la semana. Volvía a estar delante de él, esa vez en el telesilla de dos plazas. La siguió hasta la pista de alto riesgo número dos, y la habría alcanzado durante el descenso a no ser por un pequeño problema con una fijación que le hizo perder varios minutos. Sólo pudo conformarse con verla evolucionar, sola, describiendo giros de excepcional precisión, evocadores de la técnica depurada de un viejo maestro como Stein Erickson, levantando una ola de nieve resplandeciente en el aire alciónico. Ese mismo día, algo más tarde, la vislumbró desde la altura de un telesilla. Se encontraba en el Rabo del Diablo, convertida en una veloz sombra negra, sumergida en la espumosa nieve hasta las caderas, con tan voluptuosa gracia en sus giros que él deseó estar allí, complementando con su estilo directo su fluido descenso, su airosa excelencia.
Inesperadamente la divisaba en cualquier parte de las pistas, pero ella siempre se mantenía distante hasta la exasperación. Stemmons empezó a llevar un diario mental de todas sus visiones momentáneas para tratar de montar un programa de sus actividades que le permitiera interceptarla. Pero ella no seguía rutina alguna, tan sólo se mostraba constante en su carácter evasivo. Una noche, mientras estaba ocupado sirviendo jarras de cerveza, alzó los ojos y vio su rostro, vuelto hacia él, a la entrada del bar. Creyó verla sonreír, y, por un instante pensó que se disponía a entrar. Pero entonces la cerveza se derramó sobre su mano, y cuando volvió a levantar la mirada en su busca, la mujer ya no estaba allí. Experimentó una sensación de abandono que le dejó sumido en un humor de perros durante el resto de la noche.
La semana transcurrió con rapidez, y la mañana del viernes ya no la vio por parte alguna. Decepcionado, decidió abandonar su, para entonces, habitual escrutinio de las pistas subiendo y bajando una y otra vez mientras el sol reverberaba cegador en halos azulados. Stemmons esquiaba escuchando música clásica: un casette sujeto a su chaqueta y unos pequeños auriculares bajo el gorro. Para dibujar con los esquís las rítmicas curvas y los nubosos altiplanos de los recorridos de alto riesgo elegía Tchaicovsky o Mozart; Beethoven y Wagner resultaban más adecuados para los trepidantes descensos desde el Cohete. Brahms le sosegaba durante los largos desplazamientos montaña arriba.
El sol poniente le sorprendió en el telesilla de dos plazas cuando ascendía una vez más a la cima de donde arrancaban y divergían las diversas pistas, entrelazándose por todas las vertientes de la montaña. La mayoría de esquiadores ya se habían retirado hasta el día siguiente, y había muy pocas sillas ocupadas. El servicio dejaba de funcionar al ponerse al sol, probablemente al cabo de unos diez minutos. Protagonizaría el último descenso de la jornada en medio del crepúsculo púrpura, a través de cuevas y túneles formados por los abedules cubiertos de nieve, mientras los postreros rayos de sol se filtraban por sus gafas de color bronce.
Cuando alcanzó la rampa del telesilla, a unos mil doscientos metros de altura sobre el oscuro valle, se entretuvo un par de minutos antes de abandonar la estación del telesilla, en espera de que los pocos esquiadores que habían llegado tras él iniciaran el descenso. Luego se deslizó por la rampa y atravesó una pequeña depresión hacia el más difícil de los itinerarios de la montaña: el Rabo del Diablo. Allí había una señal con una picara caricatura de un cerdo con cuernos que observaba por encima del hombro su enroscada cola. ATENCIÓN: SÓLO PARA ESQUIADORES EXPERTOS. El cerdito señalaba a la izquierda, hacia una cueva de reflejos dorados bajo la incidencia de los rayos del sol.
Entonces la vio, recortada sobre un cielo añil intenso, con sus gafas subidas sobre la alta frente. Ella oyó sus esquís deslizándose por la pista y miró a su alrededor, inquisidora. Él contuvo la respiración, convencido de que la mujer desaparecería antes de que pudiese aproximársele. No obstante, ella sonrió y no se movió. Stemmons no lograba dar crédito a la suerte que había tenido.
—Hola —dijo, al tiempo que se deslizaba a su lado y ejecutaba un pequeño giro que le situó frente a ella, delante de la escarpada pista.
—Hola.
En el rostro de la mujer se formaron sendos hoyuelos. Sus grandes ojos tenían algo de burlones, y la cicatriz resultaba irresistiblemente seductora. En su cazadora negra, cuya cremallera estaba parcialmente abierta, llevaba un distintivo de color rosa con unas letras blancas que rezaban: HAY MUCHAS FORMAS DE DECIR TE QUIERO. JODER ES LA MÁS RÁPIDA. Su sonrisa se amplió al sorprenderle leyendo este mensaje. Una corriente de viento arrastró la nieve depositada en la copa de un árbol. Las partículas destellaban en sus cabellos, sobre la frente.
—Esta semana he estado observándote mientras esquiabas —dijo Stemmons—. Eres buena.
—Soy muy buena —le corrigió ella con tono amable—. Y tú también. Te llamas Donald Stemmons, ¿no es cierto?
—Exacto.
—¿Formabas parte del equipo de esquí de los Estados Unidos hace dos años?
—No. Ojalá pudiera decir eso. Mi mejor marca quedó un poco por debajo.
—¿Volverás a intentarlo?
—Ahora sólo esquío por diversión. ¿Estás aquí de vacaciones?
—Son más bien unas vacaciones de trabajo.
—Oh. —No estaba muy seguro de qué quería decir con eso—. ¿Cuántos días vas a quedarte?
—Bueno, eso depende.
—Podríamos cenar juntos.
—Eso también depende.
—¿De qué?
—Los hombres tienen que ganarme, Donald —dijo ella, de un modo incluso más amable que antes y con una cierta tristeza, como si ya hubiera decidido que había sido un comentario desafortunado.
Debía haberlo imaginado: una prostituta. Era demasiada suerte. Podía invitarla a cenar en El Pozo del Nogal, pero no tenía dinero para más, y mucho menos para pagar una pieza tan selecta.
—No —dijo ella con tono brusco—. No soy una puta.
—Bueno, yo…
—La cena corre de mi cuenta. Con una condición.
—¿Cuál?
—Una carrera hasta abajo.
—Y si gano yo, ¿pagas tú la cena?
—Eso es.
—¿Y si pierdo?
Stemmons no pudo reprimir una sonrisa.
Ella meneó la cabeza, considerando la segunda parte de la apuesta.
—La cena sigue de mi cuenta, pero tú fregarás los platos.
—¿En tu casa?
—En mi casa.
—Me gusta la idea. Aunque, para ser justo, debería darte alguna ventaja en la salida. —Señaló la pista con la cabeza—. He estado esquiando aquí desde diciembre.
—Es muy generoso por tu parte, Donald. ¿Cuánta ventaja me concedes?
—¿Quince segundos?
—Oh, debes de ser muy veloz. Esto va a resultar muy excitante. Bueno, parece que nos vamos a quedar sin luz. ¿Estás listo?
Stemmons hundió los bastones en la nieve y giró impulsándose sobre ellos, para así apartarse del camino de la mujer. Ella le rebasó sin decir palabra y se precipitó ladera abajo, ya un poco vaga bajo la incierta luz crepuscular. Él esperó, contando a media voz mientras ella describía una serie de giros que la llevaron más allá de un espeso bosque hasta desaparecer de su vista. Esquiaba muy rápido, y Stemmons se mordía la lengua por el deseo de alcanzarla, pero se mantuvo fiel a la cuenta. A los quince segundos hundió sus bastones y se lanzó a través de unos abedules aislados, estableciendo un ritmo instantáneo casi sin esfuerzo sobre la pendiente todavía iluminada en parte por el sol.
A Stemmons se le ocurrió, aunque tarde, que no sabía su nombre. Conocía la pista tan bien que hubiera podido esquiar por ella a la luz de la luna, y sabía los puntos donde la mujer podía cometer errores que le permitirían darle alcance. Confiaba en que no se cayera, puesto que entonces la diversión habría terminado.
Cuando hubo rebasado el bosque y efectuado un cerrado viraje a la derecha para afrontar el segundo tramo del descenso, no logró verla ante sí. La pista, que emitía un resplandor rojizo, estaba vacía, y podía ver una extensión de casi trescientos metros delante de él. Se detuvo en seco, alarmado, y miró más allá de unas grandes rocas y unos árboles oscuros, en el temor de que ella se hubiera salido de la pista y hubiese sufrido un lamentable accidente.
Su aliento, congelado, era disipado por el viento. Oía, sin poder verles, algunos esquiadores patrulleros en la lejanía. Se llevó sus enguantadas manos a la boca dispuesto a llamarla. Pero ¿cuál era su nombre?
Se preguntó si habría esquiado hasta el bosque y decidido no continuar. Debía de estar allí escondida, sonriendo después de decidir caprichosamente que no merecía la pena perder el tiempo con él. No había sido más que una broma. De pronto, se sintió irritado. Lamentó todo el tiempo que había invertido en especulaciones sobre ella, el arrebato de deseo experimentado un minuto antes, cuando contemplaba sus grandes ojos, oscuros como el brandy viejo, humeando sutilmente. «Hay muchas formas de decir te quiero…».
«Bueno, que te folle un pez, guapa. Ya no quiero jugar más».
Stemmons volvió a impulsarse ladera abajo. Se deslizó por un paso estrecho, demasiado resbaladizo para su gusto, cada vez más peligroso a medida que caía la noche. Describió un giro a la izquierda y entró en un estrecho altiplano, casi llano por completo y desprovisto de vegetación.
Fue entonces cuando volvió a verla, a lo lejos: una diminuta figura en medio del crepúsculo. Estaba parada con los brazos en jarra y los bastones clavados en la nieve en sendos ángulos de cuarenta y cinco grados, y miraba el tramo por el que ella había bajado. Le observaba a él, con la cabeza ladeada de un modo sarcástico.
A pesar del susto que le había dado, y que le había obligado a una breve detención un poco más arriba, Stemmons no podía creer que ella hubiese completado todo ese tramo con tanta rapidez. Vaciló un instante, a continuación se precipitó hacia adelante ferozmente y se encogió sobre sus esquís deslizándose sobre la depresión.
La mujer se encogió también, aunque seguía encarada a él. Hundió sus bastones en la nieve y se impulsó hacia adelante.
«Ladera arriba».
Ella estaba esquiando ladera arriba, en dirección a Stemmons, a la misma velocidad que él había alcanzado.
Durante unos segundos, la mente de Stemmons se negó a creer lo que sus ojos veían. Era un fenómeno físicamente imposible. Y sin embargo, allí estaba ella, toda vestida de negro, con la inscripción rosada brillando sobre uno de sus pechos como un sol diminuto y romántico, los ojos escondidos tras las gafas oscuras, la pálida superficie de la cicatriz amenazadoramente encendida pese a la distancia que aún les separaba. A esa velocidad chocarían al cabo de unos segundos, sin poder hacer nada por evitarlo más que salirse del camino para ir a impactar contra las rocas. «Los hombres tienen que ganarme, Donald». Su cabello ondulaba como si fuera humo, agitándose en el aire sobre su cabeza gacha. Ahora todo su cuerpo había adoptado un resplandor oscuro y se hacía amorfo a medida que su velocidad iba en aumento. No había nada que pudiera detener su avance sobre la superficie helada, y nada podía detener tampoco a Stemmons salvo una caída deliberada. Había visto algunos amigos suyos hendidos del ano hasta el ombligo por efecto de una de esas caídas, con las astillas sangrientas de vértebras y costillas asomando por la carne desgarrada.
Donald Stemmons gritó. Sus esquís dejaron la pista allí donde ambos se encontraron de frente. Pero no era una mujer de carne y hueso aquello contra lo que chocó, sino una nube negra en movimiento rotatorio, agitada y densa, una oscuridad más impenetrable de lo que había visto en su vida, incluido el seno materno. La nube le asimiló y le hizo girar a una velocidad vertiginosa que le arrancó la respiración de los pulmones y los esquís de sus botas antes de arrojarle a casi veinte metros más allá del límite de la pista. En un momento salpicado de luz crepuscular, fue a caer de cabeza contra una roca tenuemente recubierta de hielo con tal fuerza que todas las vértebras de su columna quedaron trituradas, su cráneo fragmentado, y los globos oculares fuera de sus órbitas. La mayor parte de su cerebro se desprendió hacia la boca y la garganta.
Incluso antes de que Donald Ray Stemmons expirara, la nube negra había empezado a disiparse sobre la superficie blanca y resbaladiza del Rabo del Diablo. Algunas listas brumosas flotaron hacia las copas encendidas de los árboles y se desvanecieron, en el aire puro y oscuro, sobre la cumbre de la Montaña de la Ermita.