30
Era la una y media de la tarde cuando Caitlin Miller despertó en la calurosa habitación del refugio que había compartido durante sus vacaciones en la nieve con su prima de Biloxi (Mississippi). Unas placenteras vacaciones que habían finalizado de una forma desastrosa. Décimas de segundo después de incorporarse en la cama regresó el recuerdo, atormentándola como la escena de una truculenta película de terror que estaba condenada a seguir viendo eternamente con el ojo de la mente. Respiraba con dificultad y padecía una descomunal jaqueca. Se llevó ambas manos a la congestionada cabeza y gimió lastimosamente.
Crystal salió del cuarto de baño, todavía mojada después de ducharse. Un leve barniz de pecas se extendía sobre sus hombros; no obstante, su piel era fresca y sonrosada como el corazón de una fresa recién cortada. Tenía unas pestañas húmedas, espesas y largas, y unos ojos de color marrón claro. Por debajo de su gorro de ducha asomaban unos achispados mechones.
—¿Cómo estás, querida? —preguntó Crystal con voz cansina.
Caitlin, que hablaba y reía con un sonido nasal, lo cual la sacaba de quicio, había deseado durante mucho tiempo tener una voz parecida a la de su prima: lánguida, arrastrada, con inflexiones coquetas. Pero para eso tenía que haber nacido allí, entre los extensos maizales de Mississippi, un buen trecho al sur en la tierra del algodón.
—Hecha polvo.
—Yo también.
Pero los ojos de Crystal evidenciaban demasiada viveza para que Caitlin la tomara en serio.
—Quiero marcharme de aquí cuanto antes.
—Dijeron que podríamos irnos después de firmar la declaración. —Crystal se llevó un dedo a la sien en actitud reflexiva—. No importa lo que diga esa declaración.
Había una Crystal tímida y soñadora que los chicos perseguían en ruidosas pandillas, y por otro lado estaba la Crystal aplicada, con talento, estudiante en Rutgers, capaz de dominar desde la pizarra las mismas asignaturas que para Caitlin eran un tormento en el instituto: Química, Biología, Física…
Crystal se sentó en la cama junto a Caitlin, y apoyó las manos sobre sus rodillas.
—¿Quieres comer algo?
—No. ¿Por qué hace tanto calor en esta habitación?
—Esta mañana me he despertado tiritando, de modo que subí la temperatura del termostato. Bien, yo tengo hambre. —Miró interrogativamente a Caitlin—. ¿Por qué no nos vestimos y bajamos? Disfrutaremos de un poco de compañía, del calor del sol, de una reconfortante taza de chocolate caliente en la terraza…
—Eso si conseguimos eludir a los chicos, porque de lo único que se les ocurrirá hablar es…
Caitlin describió un trazo con el dedo índice sobre su garganta, en un gesto harto elocuente.
Crystal la miró, compasiva.
—Lo primero que debes hacer es olvidarlo. Yo lo hice.
—Pudo haber sido cualquiera de las dos —dijo Caitlin con una expresión lúgubre en su mirada, mordiéndose el labio inferior.
—¡No, Señor! Él no era un psicópata. Es decir, todas las intenciones que llevaba en la cabeza tenían que ver con su novia. Quién sabe qué es lo que ella hizo para merecerlo.
—¡Merecerlo! Su cabeza estaba partida por la mitad y los sesos le rezumaban por la cara. Tenía los huesos tan triturados que…
—¡Cálmate! Fue un crimen pasional. Ahora ya está hecho, y él recibirá su castigo. Aunque lo lamentemos no conseguiremos que esa chica regrese a la vida. Ahora, el único modo de que logres olvidarlo es haciendo meditación.
—¡Mierda! Yo no sé.
—Todo el mundo puede hacerlo.
—Tú sabes hacer todo cuanto yo no puedo hacer. Te tengo tanta envidia…
—¿Por qué me tienes envidia? Fíjate en la manera en que te deslizas por esas pistas. Dios, yo soy tan torpe con unos esquís que da risa verme. Vamos, te enseñaré a meditar. Sólo nos llevará unos pocos minutos. Te sentirás mucho mejor. Tienes la garantía de Crystal Kinsman.
Caitlin esbozó una sonrisa.
—Me gusta oírte hablar así.
—Afloja las manos y descruza las rodillas. Tiéndete y relájate.
—¿De veras te gustaba Warren? ¿Lo hice bien por esta vez, Crys?
—Lo hiciste de maravilla. Ahora escucha lo que voy a decirte. En primer lugar, ¿sabes lo que es…?
Sonó el teléfono. Caitlin se puso tensa y frunció el ceño.
—Más vale que no lo cojamos.
—¿Por qué no? Probablemente es tu familia, o la mía. Deben haberse enterado del asesinato y quieren saber si estamos bien.
Crystal se estiró sobre el cuerpo de Caitlin para descolgar el auricular y contestó al segundo timbrazo. Escuchó.
—Sí, soy yo. Sí. Sí, fuimos nosotras. ¿Quién dice? —Sus ojos se ensombrecieron por un momento—. Entiendo. Sí, señor. Créame que lo siento mucho. ¿Cómo podemos ayudarle? Bueno, ahora mismo estábamos tratando de olvidar…
Caitlin se cubrió la cabeza con las sábanas y se abandonó en la cama con un grito mudo de desesperación. Crystal escuchaba, hablaba y volvía a escuchar.
—¿Quién era? —preguntó Caitlin con voz amortiguada una vez que Crystal hubo colgado.
—Ha dicho que se llama Conor Devon. Es el hermano de ese chico. Quería saber si disponíamos de unos minutos para hablar con él.
—No me lo digas. ¡No me digas que le has prometido…!
—Pobre hombre. Estaba hecho un mar de lágrimas. Es una tragedia terrible, Caitlin. Para la familia de ella y para la de él. Nadie comprende nada acerca de por qué o cómo sucedió. Yo creo que teniendo en vista que Dios quiso que estuviésemos presentes en esa taberna anoche, es nuestra obligación ayudar en todo cuanto nos sea posible.
—¡No pienso moverme de esta cama hasta que sea la hora de regresar a Mount Holyoke!
—No seas así.
—No había ni un solo centímetro cuadrado en su cuerpo que no estuviese…
—Ya basta. Ahora, vístete.
—¿Quieres decir que vendrá aquí, al refugio?
—Nos espera abajo, querida.
Caitlin permaneció inmóvil unos instantes. Después, retiró las sábanas y se dirigió resueltamente al cuarto de baño.
—¡Voy a volverme loca!
Dio un portazo. Crystal se volvió hacia la puerta y levantó algo la voz.
—Caitlin, ¿quieres ponerte el mono de color calabaza, o prefieres una falda de lana y una blusa?