53
El último día del mes de febrero, Adam Kurland se encontró con el fiscal del Estado por el condado de Haden, Gary Cleves, en el Palacio de Justicia. Cleves era un hombre pequeño y delgado que lucía una barba negra y bien cuidada. Tenía unos dientes desmesurados y unos labios demasiado finos para cubrirlos completamente; la dentadura resultante le confería una engañosa imagen de simpatía. Pero Gary, a pesar de su escasa corpulencia, se había convertido en un tipo duro. Estaba en posesión del cinturón negro de karate y llevaba siempre una pistola consigo para disuadir a los ex condenados que había mandado a la prisión en el pasado de tomarse cumplida venganza sobre él. Era uno de esos hombres con los que nadie puede entablar una conversación fortuita a menos que se establezca un contacto físico con el interlocutor: hombro con hombro, codo con codo, a modo de contraseña. Pero nunca mediante un contacto visual: Gary siempre estaba demasiado ocupado intuyendo la presencia de enemigos potenciales o matones a sueldo. Sin más formalismos, Gary tomó a Adam del codo y lo guió hasta un solitario rincón del vestíbulo. Todo cuanto dijo, vigilando absorto por encima del hombro de Adam, fue:
—¿Ya has desayunado?
—No.
—¿Me dejas invitarte a un café con pastas danesas en el Café Alemán? —Al ver que Adam vacilaba, Gary le dio un golpecito en las costillas—. Tenemos que hablar.
—No creo que sea necesario discutir el caso antes de ir al tribunal, Gary.
—¿Eso crees? He oído rumores de que has considerado la retirada como abogado defensor.
—Oh, sólo son estupideces.
Pero Gary había tomado la iniciativa sobre él. Con la sonrisa fija en sus labios, llevó a Adam calle abajo hasta el célebre café, donde se sentaron a la mesa favorita del fiscal. Adam inició una conversación intrascendente, a la cual Gary replicaba con monosílabos y leves asentimientos con la cabeza, hasta que se hubo tomado medio tazón de café y creyó llegado el momento de entrar en materia.
—Hasta ahora no has invertido demasiado tiempo con tu cliente —espetó a Adam, dándole un golpecito de reproche en la cintura. La mano de Gary era gruesa como si llevara un guante hasta las uñas de los dedos—. Casi diría que estás tratando de evitarle. Nadie ha ido a verle esta semana a excepción de ese cura de la parroquia Pío XII, y tengo entendido que tu cliente consiguió que el pobre padre se cagara de miedo. ¿Puedes explicarme qué ocurre?
—No te entiendo, Gary.
—El padre Gregus ha dicho que Richard Devon está poseído por el demonio.
Adam se restregó los ojos, que le escocían debido a que la luminosidad del sol se reflejaba en la empañada ventana que presidía la mesa.
—El padre Gregus es un viejo senil. Lo jubilarán este mismo año. Pero no tenía por qué visitar a Rich sin consultarme antes.
—Supongo que sólo pretendía ofrecerle un poco de auxilio espiritual. Tu cliente es católico, ¿verdad? Pero debo advertirte, Adam, que es una táctica muy rastrera. ¿Adonde quieres ir a parar con eso?
—¿Con qué?
Sus rodillas se tocaron bajo la mesa. Gary se encorvó sobre sus codos. Miró fijamente de lado, aguardando a que una camarera que se encontraba detrás de la barra se volviera de espaldas a ellos.
—Con lo de la posesión demoníaca.
—No sé de qué estás hablando —repuso Adam con firmeza.
Gary asintió con la cabeza gacha, como si esperase que Adam cambiara de actitud. Adam no se rindió.
—Piensas alegar no culpabilidad esta semana, por supuesto —dijo Gary.
—Por supuesto —repitió Adam.
—Y presentarás una petición de absolución por causa de enajenación o disfunción mental.
—Gary, sabes de sobra lo que pienso presentar.
El fiscal se encogió de hombros y se reclinó sobre el respaldo de su asiento.
—Claro. Tómate tiempo. A mí no me importa. Sólo pretendo ser útil, Adam. Al fin y al cabo, los dos compartimos la misma cama.
Adam tuvo que esforzarse para no echarse a reír.
—Nunca has tenido un don especial para las metáforas, Gary.
—Ya sabes a qué me refiero. Acepta un buen consejo y trata de que tu cliente se quite de la cabeza esta historia de que el diablo le impulsó a hacerlo.
—Yo no soy responsable de todo lo que Devon dice.
Ésa era una declaración absurda. A tales alturas, sabía que debía responsabilizarse. Gary resistió la oportunidad de reprenderle por ello. Le sirvieron una pasta de frambuesa caliente con un montón de mantequilla derritiéndose encima. Adam experimentó los síntomas de una indigestión sólo con verlo. Su estómago no funcionaba demasiado bien últimamente. Dormía poco. Deseó que su padre estuviese allí para poder hablar con él.
Gary hundió una cucharilla en la pasta.
—Tu cliente está sano, y tú lo sabes. Soy sincero cuando te digo que no me gustaría verte demasiado afectado por el resultado de este proceso, Adam. Pero lo estarás si no te muestras prudente… y honesto contigo mismo respecto a tus perspectivas. Por cierto que fue una auténtica tragedia lo que les ocurrió a esas dos chicas en la autopista de Jersey.
—Sí.
—Y ese otro testigo que murió en el acto. Trágico…, una trágica coincidencia. Tres testigos oculares muertos, la misma noche.
—Pero hay dos testigos más: Donald Ray Stemmons y Warren Hasper. Y también están los policías estatales que llegaron los primeros al escenario del crimen: Granger y Raff. No son sólo los testigos quienes van a hacerme ganar este caso, Gary.
—De hecho, los testigos harán que lo pierdas. Ya sé lo que vas a intentar. Te dio resultado con Brodkey, pero éste no es el mismo baile. No podrás vender a Devon como la víctima emocionalmente desquiciada de una historia pasional que le volvió loco al descubrir que ella le engañaba. Adam, no fue como en una película de ésas que proyectan los sábados por la noche. Golpeó a Karyn Vale hasta matarla, y disfrutó con ello. Y hasta el momento no ha demostrado ni un ápice de remordimiento por la pobre muchacha. Los carceleros dicen que se muestra frío como el hielo. Un asesino nato. Les causa muchos problemas, y eso que han pasado elementos muy conflictivos por esa cárcel.
—Pero está condenadamente asustado.
—¡Ja! —exclamó Gary sin hilaridad. Entonces miró con intensidad a alguien que acababa de entrar en el café. Una vez convencido de que no iban a asaltarle, sus ojos volvieron a centrarse en Adam—. Tienes un caso difícil, defensor. El eslabón más frágil es el propio Devon. El jurado lo odiará antes de que hayan transcurrido los dos primeros días del juicio. Ni siquiera le hubiera gustado a Atila, el huno. Creo que tú mismo le odias…, algo chispea en tus ojos cada vez que lo menciono. No creas que no me he dado cuenta de ello. Hay muy pocos detalles que se me escapen.
—Ya lo sé, Gary —dijo Adam, paciente.
—La cuestión es que, si no deseas retirarte, lo cual constituiría mi más sincera recomendación, puedo ofrecerte una alternativa que redundaría en beneficio de tu carrera.
—¿Qué tienes en la cabeza?
—Un juicio a dos niveles.
—Eso pensé que tenías en la cabeza. ¿Has estado hablando mucho con Tommie Harkrider últimamente?
—Estuvo aquí hace unos días. Desde entonces, he hablado con él varias veces por teléfono. Representa a la familia de Karyn Vale.
—Lo sé. Y no hace mucho ha estado abogando por la celebración de juicios a dos niveles en casos de alegatos de enajenación mental.
—También a mí me seduce la idea —reconoció Gary, como si fuese el titular de una licencia para el Estado de Vermont—. El alegato de enajenación mental se ha convertido en un cáncer instalado en el vientre del sistema legal. Nosotros…, quiero decir, tú, yo y el Estado, tenemos ocasión de hacer algo significativo al respecto. «Vermont contra Devon» podría ser más que uno de tantos procesos por homicidio, Adam. Sería un hito en la historia del Derecho. ¿No crees que eso es más importante que precipitar a Devon a una condena en primer grado? ¿O que una reclusión de dos años en el hospital del Estado?
—El juicio a dos niveles sería un experimento, y constituiría un perjuicio para mi cliente el mero hecho de considerar esa posibilidad. En cuanto al alegato de enajenación mental, los dos hemos seguido este camino en alguna ocasión y ninguno tiene idea de cuál puede ser la reacción del jurado. A estas alturas, estoy seguro de dos cosas: Rich se hallaba fuera de control cuando mató a Karyn Vale y aún hoy requiere desesperadamente… ayuda profesional. Tengo la obligación de intentar procurarle lo antes posible la ayuda que necesita.
Adam bajó los ojos hacia la mesa, como si calculase de nuevo las probabilidades de las cartas que el fiscal le había mostrado, y, a continuación, alzó la vista de repente, y sorprendió la mirada de Gary. Este parpadeó, levemente ofuscado por una amenaza de genuina intimidad.
—Mira, Gary, hemos tenido algunas diferencias en los tribunales, pero debes admitir que siempre he jugado limpio contigo.
—Casi siempre —precisó el fiscal, con un dejo de petulancia.
—Tal vez podríamos llegar a un acuerdo aquí y ahora.
—No pienso negociar el alegato.
—Estoy dispuesto a aceptar la posibilidad de un juicio a dos niveles sujeto a un fallo apropiado por parte del tribunal.
—Ahora empiezas a mostrarte sensato, Adam.
—A cambio, quiero que suelten a mi cliente. Una fianza razonable y una custodia adecuada.
—¿Custodia de quién?
—En un sanatorio privado de confianza.
—¡Ja! Ni pensarlo. Es demasiado peligroso.
—¿Qué me dirías si pudiera garantizar la seguridad?
—Dadas las circunstancias, yo ni siquiera aceptaría encerrarle en un hospital. Es imposible. Pídeme otra cosa.
—Richard Devon precisa atención ahora, Gary. ¿No te parece obvio a partir de lo que ha estado ocurriendo?
—Lo que me parece obvio es que se trata de un asesino a sangre fría. Si quieres que lo vean más psiquiatras, allá tú. Es tu problema. Pero debe ser examinado en la cárcel.
Adam se levantó y dejó un billete sobre la mesa para pagar el café que había dejado intacto.
—Nos veremos en el juicio, Gary.
—Espera un momento, Adam. Ni siquiera hemos empezado a discutir esto.
—No habrá discusión. Ya sabes lo que quiero. Llámame esta tarde a las cinco, Gary.
Adam regresó al Palacio de Justicia pisando la crujiente nieve, con la cabeza gacha para proteger su cara del frío viento. No había vuelto a mirar al fiscal desde el momento de abandonar la mesa, pero no confiaba demasiado en que su ultimátum fuera atendido. Ahora era competencia de Gary sacar a Rich de la cárcel, y Adam lo sabía. Otra petición de libertad bajo fianza sería en vano, aun contando con el respaldo de la Iglesia católica.
Pensó que Gary Cleves había tenido razón en una cosa. El jurado, cualquier jurado, odiaría a Richard Devon. Adam no odiaba a su cliente…, sólo le tenía miedo, y sentía pánico ante la necesidad de compartir la misma estancia con él. Pero hoy no tenía más remedio que verle.
El preso fue escoltado a la sala de entrevistas por el pequeño Duke y dos guardias más. Adam les pidió que se quedaran, y se mantuvo tan lejos de su cliente como pudo.
El preso volvía a llevar puesta la camisa de fuerza. Se sentó con despreocupación en una silla, con la barbilla baja y los ojos fríamente insolentes. Adam miró esos ojos y no advirtió en ellos ningún vestigio de Rich. El preso le sonrió. Su voz, por lo menos, era casi familiar.
—No puedes sacarme de aquí, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué no abandonas el caso, Adam?
—¿Es eso lo que quieres?
—Necesito un abogado. Tú eres tan bueno como el que más.
—¿Por qué necesitas un abogado? Yo no puedo ayudarte a menos que tú quieras ser ayudado. ¿Qué es lo que quieres? ¿Que Richard Devon pase el resto de su vida entre rejas? ¿Cómo te sentaría eso?
El preso no respondió. Su sonrisa crispaba los nervios de Adam. El abogado tenía las manos frías y húmedas, y el sudor le resbalaba por la nuca.
—¿Por qué estás tan complacido hoy? —preguntó Adam, presa de exasperación.
—Porque va a haber una muerte en la familia —respondió el preso, sin dejar de sonreír.