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Pero Edith fue la primera en llegar junto a él.
Recogió el reloj de sol del suelo con deliberada parsimonia. Su rostro, en medio de la constante luz (un resplandor ámbar eterno que envolvía y les confería a todos el aspecto de formas fantasmales), parecía gastada y pálida como la de una momia. Su coraje se extinguía. La enjuta y fría carne se apretaba en torno a los huesos. Las órbitas de sus ojos aparecían ensombrecidas. Lo había entregado casi todo de sí.
Los ojos de Rich, abiertos, pedían. Imploraban.
—No, Richard. Levántate. Ya no puedo hacer nada más por ti.
Él se tambaleó al tratar de incorporarse y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el suelo de mármol, pero lo consiguió. Se asentó mejor sobre sus pies cuando vio aproximarse a su hermano, seguido de Gina y Adam Kurland.
—¿Voy a morir, Conor? —preguntó Rich entre sollozos.
—No, muchacho. Ahora todo irá bien.
Edith inclinó levemente la cabeza y se dirigió hacia la mesa de la defensa para apoyarse en ella mientras Rich iba siendo rodeado por otras personas, incluidos varios miembros del jurado. Algunos, como Lindsay, que habían sentido temor de tocarle o incluso hablarle, ahora le daban ánimos. Rich, ajeno a todo, seguía llorando.
Nadie prestó atención a Martin Vale, nadie se apercibió del arma que llevaba en la mano hasta que Knox Winford, desde el estrado, le dirigió una advertencia.
Para entonces, el cañón de cinco centímetros de largo del revólver estaba ya muy cerca de la frente de Rich.
—Nada ha cambiado —gritó Vale—. Ella continúa muerta, ¿no es cierto? ¿Acaso no se dan cuenta? ¡Nada ha cambiado!
Rich apretó los dientes, cuando sintió el contacto del cañón del arma un centímetro más arriba de su ceja izquierda. Echó la cabeza hacia atrás con brusquedad, los ojos fijos en el aire. Martin Vale no representaba más que una sombra para él, una nube de odio en el límite inferior de su visión.
Rich sintió junto a él el volumen de Conor, la amplia mano de su hermano, que se deslizaba furtivamente de su brazo.
—No, Conor —dijo Rich.
El intenso, violento pulso en sus sienes desafiaba a la bala. Pero en la amenaza de la muerte encontró un ardor reconfortante, una fuerza clarificadora. «Manténte firme, Richard».
—Si nada ha cambiado, entonces, debe matarme —dijo a Martin Vale.
Su admonición a Vale no tuvo un efecto inmediato. Ambos permanecieron en equilibrio uno sobre otro en una atmósfera densa como una tempestad. El disparo fatal se negaba a producirse. Sin embargo Vale, ofuscado por lo inevitable de su acción, parecía no tener más voluntad que la contenida en su mano extendida, más deseo que el de librarse del veneno letal que se había ido escurriendo de su cuerpo con lentitud durante el juicio para, en ese momento, concentrarse en la punta de su lengua como un furúnculo.
—Martin —dijo su esposa detrás de él. Su voz sonó tan débil y familiar que no provocó cambio alguno en aquel inexpresivo rostro, ninguna onda en el mar de su concentración—. Pudo haber sido un camión sin frenos. Pudo haber sido su bote volcando en el estrecho. Pudo haber sido un coágulo de sangre, un cirujano negligente o una sobredosis de anestesia cuando le extrajeron las amígdalas. O una caída en la escalera. Una serpiente. Una enfermedad. Un secuestro. Un incendio.
La voz de Louise Vale temblaba; como también la mano que sostenía el revólver contra la pálida frente de Rich. Louise se acercó y acarició de un modo tranquilizador la nuca de su marido. El rostro de ella, medio oculto por sus largos cabellos, asumía, en su sinceridad y angustia, una mirada encendida, el fulgor de la salvación.
—Simplemente…, nos la quitaron. Ahora ya sabemos por qué. La verdad es más terrible de lo que creíamos…, pero al menos conocemos la verdad. Martin, ¿me escuchas? Por favor, ven a sentarte. No sé si lograremos superarlo algún día. Es cuestión de tiempo.
Vale se estremeció, y pareció encogerse. Nadie se movía; estaban paralizados por el miedo. Todos lo miraban. La boca de Vale se contrajo en una especie de sonrisa. La muerte sonrió a Richard Devon, y se retiró.
La mano de Vale se apartó de la frente de Rich en un lento arco que Conor interceptó al tiempo que tiraba de Rich hacia un lado para alejarle del peligro. Al coger el revólver de la mano de Vale, que no ofreció resistencia, el arma se disparó. La bala, en trayectoria ascendente, fue a estrellarse contra uno de los fluorescentes del techo, próximo al estrado del juez. Varios fragmentos de cristal cayeron al suelo y una mujer gritó; pero nadie sufrió daño alguno.
—Alguacil —dijo el juez Winford—, encienda las luces.
Al cabo de quince o veinte segundos, los fluorescentes intactos iluminaron la sala del tribunal.
Sorprendidos por el repentino resplandor, expulsados de la frontera de la irrealidad entre la Noche Infinita y el mundo donde debían reasumir sus deberes mundanos, la mayoría de los presentes pestañeó o se encogió; otros entornaron los ojos y agacharon la cabeza.
El capitán Moorman y el jefe de policía Melka entraron corriendo en la sala con las pistolas empuñadas. Tan pronto como los vio, Conor se guardó el arma que había arrebatado a Martin Vale en un bolsillo de la chaqueta. Vale, abrazado por su esposa, seguía temblando, con sus blancos cabellos erizados sobre las orejas. Una vez extinguida la mecha de su pasión, no había ni un solo destello de vida en sus ojos. Ella lo llevó hasta las filas de bancos y se sentó a su lado al tiempo que le hablaba al oído, lo consolaba, lo amaba.
—Señoría… —empezó a decir Melka.
—¿Qué significa todo esto?
—Oímos un disparo y… —trató de justificar Moorman.
Winford, tras frotarse las sienes, levantó la mirada.
—¿Se refieren al fluorescente? —preguntó—. Ha estallado. No ha habido daños. Alguacil, ¿le importaría ir a buscar una escoba y recoger estos vidrios?
—Como usted mande, señoría —respondió el perplejo alguacil.
—Caballeros —dijo Winford a los policías, sin ocultar su irritación—, se encuentran ustedes en un tribunal de justicia. Les recomiendo que guarden sus armas. Han interrumpido el proceso.
—¿Interrumpido? —exclamó Melka, incrédulo, mirando a su alrededor mientras trataba de enfundar su pistola.
Muy poca gente ocupaba sus asientos. La mayoría daba la impresión de que acabara de escapar a un accidente aéreo. Varios miembros del jurado se hallaban junto al acusado, caído en el suelo. Había una lívida señal circular en la frente de aquél, la cual parecía causada por el cañón de un revólver. Conor Devon sujetaba a su hermano del brazo. Tommie Harkrider estaba apoyado sobre la mesa del ministerio fiscal con una mano, mientras se oprimía el pecho con la otra; su semblante presentaba un tono azulado.
—Señoría —insistió Melka—, ¿se ha dado usted cuenta de la hora que es? ¿Y aún sigue el tribunal reunido? ¿No sabe lo que ha estado sucediendo allí fuera?
Winford sacudió un furioso golpe con su martillo.
—¡Sí, este tribunal sigue reunido! Y seguirá reunido hasta la semana que viene si es necesario, y sin que haya más interrupciones. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
Hubo una cierta agitación en la sala. Todos los presentes, incluido el acusado, se volvieron a mirar a Knox Winford.
Luego, de una manera espontánea, prorrumpieron en aplausos.
Winford parecía iluminado y recompensado. Permitió los aplausos durante unos segundos. Luego asintió, esbozó una breve sonrisa y golpeó con el martillo para requerir orden.
—Muy bien, quiero que todo el mundo ocupe sus asientos. ¿Tiene el acusado la bondad de subir al estrado?
Rich parecía demasiado desconcertado para moverse. Conor, tras dirigir otra mirada al juez, guió a su hermano sujetándole del codo.
Tommie Harkrider los rebasó de camino al estrado. Sus movimientos eran torpes. Su rostro seguía congestionado. Abrió y cerró la boca varias veces, como para recobrar el aliento mientras observaba al juez con fijeza.
Knox Winford se inclinó sobre la mesa hacia el abogado.
—No he podido entender lo que ha dicho, señor Harkrider.
—He dicho… —farfulló Tommie. A continuación estalló—. HE DICHO: ¿QUÉ DIABLOS ESTÁ OCURRIENDO AQUÍ?
—Está ocurriendo un juicio, señor Harkrider. Y si vuelve a dirigirse a mí en ese tono, lo expedientaré por desacato al tribunal. Por favor, proceda.
—¿Que proceda? ¿Con qué? ¡Esto es un juicio nulo! ¡Solicito que declare este juicio nulo! Todos estamos…, todos hemos estado sometidos a… ¡alucinaciones! ¡Sí! Una especie de… hipnosis colectiva, ¡por Dios!
Sentada con la cabeza gacha, Edith movió los labios.
—Por Dios no, señor mío —murmuró.
Nadie la oyó. Pero el sonido de su voz, ese tímido intento de recuperar el sentido del humor la estimuló. Se enderezó en su silla y miró a Tommie Harkrider.
—¡Mírelos! —Tommie señaló a los miembros del jurado—. ¡Usted los ha visto! ¡Felicitaban a este asesino como si fuese un héroe!
—Eso no es justo —le espetó Mary Adelaide Hotchkiss.
—Señor Harkrider, es mi última advertencia —dijo Winford, cogiendo el martillo de nuevo.
Thomas Horatio Harkrider se alejó un paso del estrado y se balanceó sobre sus frágiles pies. Le temblaban los labios. Se frotó los muslos con los puños.
—En esta sala hay un ladrón de la razón —dijo, con voz controlada—, y no permitiré que se viole la justicia también. Cómo logró… montar el espectáculo que hemos tenido que padecer es algo que ignoro, pero no estoy dispuesto, aun a riesgo de ser expedientado por desacato, a seguir participando en un festival…
—Señor Harkrider…
—Me considero, señoría, un fiel creyente en la santidad del tribunal, en la majestad de la ley. Arriesgaría la vida por mi…, mi reputación, mi veracidad, mi dedicación, mi amor, Señoría, mi amor a la profesión jurídica.
De repente, Tommie perdió el control. Su rostro se convulsionó, inundado de lágrimas. Crispado y trastornado, alzó los ojos hacia el juez con la expresión de un niño herido e indignado.
Winford se reclinó con cansancio en el respaldo de su asiento de cuero.
—Señor Harkrider.
—Yo… lo siento, señoría.
—Vamos a continuar. Trate de controlarse. Usted y sus colegas del ministerio fiscal pueden presentar todas las mociones que deseen antes de la conclusión de este juicio. Pero permítame decirle algo. Creo que mi capacidad de razonar, de discernir la fantasía de la realidad, es tan buena como la que más. No me he emborrachado desde que contaba diecisiete años de edad. Jamás he tomado una droga más fuerte que la aspirina. Nunca he sido tratado por psiquiatra alguno por problemas mentales. Duermo muy bien, no sufro pesadillas y nunca se ha dicho de mí que tenga mucha imaginación.
»Hay dos cosas de las que estoy seguro: si yo combatiera en una guerra, sabría muy bien cuándo me han herido. Y si estuviera en el infierno, reconocería al diablo nada más verlo.
Winford hizo una larga pausa, como si hubiese extraviado la voz. Cuando volvió a hablar, fue en un tono tan bajo que el micrófono instalado en su estrado apenas amplificaba sus palabras lo suficiente para llegar a todos los rincones de la sala.
—Pues bien, hoy lo he visto. Por consiguiente, y a tenor de la simple lógica, me siento obligado a decir que he estado un cierto tiempo en el infierno. Todos hemos estado allí. Algunos lo negaremos, y otros trataremos de olvidarlo. Cada uno de nosotros habrá de enfrentarse, a su tiempo y manera, a lo que ha visto y experimentado. Entretanto, tenemos un deber que cumplir. Me duele la cabeza y deseo irme a casa cuanto antes. De modo que será mejor que prosigamos.
El juez Winford miró a Edith.
—Señora Leighton, ¿está usted dispuesta a proceder en representación de la defensa?
—Sí, señoría.
—Sigue siendo su testigo, señor Harkrider.
Rich volvió el rostro hacia el fiscal. No se habría mostrado más aterrorizado o falto de esperanza sentado en la silla eléctrica. Le rechinaban los dientes.
Tommie lo estudió, confuso y desesperado. Hizo ademán de hablar. Sus hombros subían y bajaban.
—Señor Harkrider, ¿tiene más preguntas que formular al testigo?
Tommie negó con la cabeza, giró sobre sus talones y regresó a la mesa del ministerio fiscal, donde se dejó caer al lado de Gary Cleves. Gary le miró unos instantes y apartó la vista.
—Señora Leighton —dijo Winford—, ¿desea proceder a un segundo interrogatorio del testigo?
Edith se incorporó con gran lentitud, aferrada al borde de la mesa con ambas manos.
—No, señoría —respondió—. La defensa da por terminado su alegato.