58

Hillary empezó a sentirse mal durante la clase de ciencias sociales. Los calambres la obligaban a encorvarse sobre el pupitre cuando el señor Rauscher lo advirtió e interrumpió sus explicaciones para preguntarle amablemente si deseaba que la excusaran para ir a la enfermería. Hillary sólo pudo asentir.

El profesor entregó al resto de la clase un pequeño examen que suscitó algunas miradas lascivas hacia Hillary cuando la niña abandonaba el aula sostenida por el brazo del señor Rauscher. En la cuarta planta, la enfermera de la escuela, la señora Groveman, se hizo cargo de ella e hizo que se echara en una litera. Después, bajó las persianas de las ventanas. Hillary no podía estirar las piernas.

—¿Crees que vas a vomitar? —preguntó la señora Groveman.

La enfermera colocó un cubo de desperdicios junto a la litera.

—No lo sé —respondió Hillary.

—No has empezado a menstruar aún, ¿verdad, Hillary?

—No.

—Podría ser eso —dijo la enfermera, jovial—. ¿Quieres marcharte a casa?

—Sí.

—Deja que te coloque un paño húmedo en la frente y llamaré a tu madre.

Groveman escurrió un trapo en el lavabo y cubrió los ojos y la frente de Hillary con él. La niña tenía los puños cerrados sobre el vientre, y se quejaba de un dolor especialmente prolongado. Un par de lágrimas asomaron bajo sus apretados párpados. Groveman le puso un termómetro en la boca y le advirtió que no debía morderlo.

—Volveré en seguida —dijo.

—Está bien.

El último calambre había sido el peor, pero ya no hubo más. Hillary se estiró con precaución en la litera y respiró hondo. Se sentía débil y soñolienta, apenas consciente del fino tubo de cristal que sostenía entre sus labios y del pequeño depósito plateado escondido bajo su lengua. La señora Groveman había vuelto, silenciosa. Hillary, al menos, creía oír a la enfermera de la escuela deambulando por la estancia. El trapo, que ya había dejado de estar frío, fue retirado de su rostro. Hillary suspiró, se quitó el termómetro de la boca y abrió los ojos.

—Hola, Hillary —dijo Polly Windross, y se inclinó sobre ella con una sonrisa en el rostro.

Hillary estuvo a punto de caerse de la litera. Los ojos se le salían de las órbitas. Las pecas de su cara se oscurecieron en contraste con la extrema palidez de su piel.

El cabello rubio de Polly caía en desorden sobre una mejilla y se enredaba como un bigote postizo bajo su expresiva nariz. Vestía su habitual boina escocesa roja y el chubasquero verde claro con ribetes oscuros. Sostenía el paño húmedo en su mano izquierda. La derecha estaba escondida debajo del chubasquero.

—¿Qué te pasa? Pareces tan asustada… Sólo soy yo.

Polly tiró el paño húmedo al cubo de los desperdicios y describió con su mano un gesto autoritario.

—Vamos. Tenemos que irnos.

—Señora Grovemannnnn… —graznó Hillary, casi sin voz.

Volvió a echarse sobre la litera de imitación de cuero, lejos de los lánguidos dedos de Polly que la invitaban a salir, con la falda escocesa de su uniforme subida en torno a sus caderas. Miró, ansiosa, hacia la puerta de la enfermería, que permanecía cerrada. La sala estaba oscura en contraste con los brillantes rectángulos amarillos de las persianas de las ventanas.

—Oh, no seas tan niña —dijo Polly, torciendo ligeramente su boca infantil—. Ya te lo he dicho, tenemos que irnos.

—¿Adonde?

—Allí fuera. Todos nuestros amigos nos esperan.

—¿Quién… nos espera?

—Nuestros amigos, Hillary. Ven a ver.

Hillary no podía moverse. Estaba rígida por el pánico, pegada a la pared. Polly la observaba con un dejo de acritud en sus ojos azules. Había en ellos unas luces diminutas que jugaban en torno a sus pupilas. Hillary sintió algo, que debía de ser su tenue sombra proyectada sobre la pared, que se tornaba oscuro y musculoso, y lo bastante fuerte como para propinarle un pequeño empujón que la dejó, involuntariamente, al lado de Polly. Esta se encaminó hacia las ventanas con sus botas rojas, sin dignarse siquiera a volver la vista atrás hacia Hillary, quien seguía siendo impulsada, vacilante y a trompicones, un par de pasos detrás de ella. Cuando Hillary trataba de resistirse, la animada sombra la empujaba persuasivamente como un perro inconsistente y apremiante que le obligara a avanzar. Tenía que seguir moviéndose pese a la molesta pesadez de sus pies, la agradable sensación de quedar paralizada en la base de su espina dorsal y en la nuca.

Polly se detuvo para subir una de las persianas. Lo hizo en un abrir y cerrar de ojos. El cielo que se apreciaba en el exterior era gris, con vagas masas de nubes que flotaban en él. Hillary oyó, a través de la ventana, un clamor, un gran alboroto. Polly se hizo a un lado.

—Aquí están.

Hillary completó los dos pasos que la separaban de la ventana. Miró hacia el patio de asfalto de la Escuela del Santo Sacramento, que también se utilizaba como zona de estacionamiento de la iglesia. Una valla ele hierro de color negro rodeaba la escuela y la rectoría. No había nadie en el patio, pero la calle adyacente estaba abarrotada de gente joven. Docenas de jóvenes, entregados a una especie de danza patética. Algunos de ellos tocaban instrumentos musicales, toscos y de fabricación casera, que gemían, vibraban y gorjeaban. Unos lucían vestiduras y maquillajes multicolores (el efecto de sangre fresca resultaba muy convincente) y otros, para sorpresa suya, estaban desnudos. Hillary vio cabezas rapadas y rostros sin orejas; algunos se mostraban más espantosamente deformes. Tenían hocicos de cocodrilos, o pequeñas alas semejantes a las de los querubines.

Hillary experimentó un temblor amortiguado por el entumecimiento que se extendía por su espalda. Se volvió con lentitud hacia Polly.

—¿Ya es la víspera del Día de Todos los Santos?

—Qué boba eres.

—No me obligues a ir —sollozó la niña—. No quiero tener nada que ver con ellos.

—Tanto peor. Tu padre es incapaz de no meter las narices donde no le llaman. Es un perturbador. De modo que vendrás con nosotros para darle una lección. Todos ésos están aquí para eso.

Detrás de Hillary, la ventana empezó a abrirse con lentitud. Los oía, pero tenía miedo de volver a mirar, de apartar sus húmedos ojos de Polly.

—No. No.

—No seas tan testaruda. Mira, niña, estoy segura de que te gustará… cuando te encuentres allí. ¿Los oyes? Se están divirtiendo.

Pero Hillary sólo oía gritos atormentados, de degradación y dolor. Experimentó un acceso de rabia irlandesa.

—¡No iré!

—¡Oh, claro que irás!

Polly sacó la otra mano de debajo del chubasquero. No tenía carne. Un hueso anguloso golpeó a Hillary en la frente, propinándole una sonora bofetada. El chubasquero de Polly se agitó por efecto de una racha de viento que entraba por la ventana abierta y oscurecía su rostro. Hillary notó que el alféizar de la ventana impactaba contra sus muslos, y se encontró de repente cayendo hacia atrás. Sus manos extendidas buscaron algo a lo que asirse. Un rugido de enloquecido placer surgió de las gargantas de los seres que desfilaban obscenamente en la calle. Por encima de sus gritos, ella oyó la voz de un hombre que la llamaba con insistencia. Hillary, suspendida en el vacío, deseó no caer. Pero sus pies resbalaron y bajó en picado, de cabeza. Tuvo una borrosa e instantánea impresión de las ennegrecidas piedras del edificio de la escuela y del cielo denso y gris. Luego un fogonazo estalló entre sus ojos, y ya no sintió nada más.

El hijo de la noche infinita
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