24

A los ojos del Poseedor, el mundo al que acababa de regresar era un lugar odiado.

Era cierto que se trataba de un mundo bañado en la sangre de las matanzas acontecidas durante decenas de siglos, un mundo en el cual hombres libres se condenaban al infierno día tras día por actos de codicia, traición, sadismo, esclavitud y asesinato, a menudo en nombre de un bien superior, en nombre de dioses desde Él e Ishtar hasta Baal y Jehová. Pero nunca habría suficiente sangre derramada y huesos corrompidos como para satisfacer el apetito del Poseedor, nunca se precipitarían suficientes almas a sus tinieblas. Porque el Poseedor era insaciable.

Esta noche, sus ansias eran bastante modestas. Se las había comunicado al poseído, sofocando todos sus escrúpulos hasta que la resistencia era tan débil que no importaba lo más mínimo.

«Richard».

—Los veo.

El poseído veía, de hecho, con los perfectos ojos de un animal. Figuras de juguete a la luz de la luna, siluetas negras recortadas sobre la resplandeciente nieve, que pasaban por debajo de la torre terminal de los telesillas dobles. Se detenían, cara a cara, cogidos de las manos. Y, dotado con los poderes aumentados de un animal, el poseído sentía el flujo eléctrico entre el hombre y la mujer, una comunicación sensual. Sus instintos de celo y de odio hacia el rival se intensificaban. Respondía con los celos de un hombre al esclavizador apetito del Poseedor.

—Pero no puedo…

La resistencia había sido prácticamente suprimida.

«Ella es infiel». Eran palabras pronunciadas en una lengua antigua, sonidos discordantes, casi exclusivamente consonánticos, que reververaban en la mente cautiva. «Pero ¿crees acaso que sólo es infiel?».

—Es una mentirosa, una zorra, una furcia, una puerca.

Cada una de esas palabras abrasaba la lengua y los labios como nodulos de fósforo, quemándole la sangre. El cuerpo del animal se crispaba expectante, el cazador instintivo estaba al mando.

«¿Qué quieres hacer, Richard?».

La respuesta fue silenciosa, pero intensa como un orgasmo.

«Deberás invertir un cierto tiempo con él. Quiero decir que tal vez no te resulte fácil. Es mucho más grande que tú. Y fuerte. No queremos que te ocurra nada, porque eso desbarataría nuestra causa».

—Lo sé.

«Piensa qué otra cosa puedes hacer. Es a Karyn a quien de verdad te interesa hacer daño, ¿no es cierto?».

Karyn y Trux estaban juntos en la ladera, casi fundidos con la columna negra del soporte del telesilla, inmóviles, ahora cara contra cara, y se besaban apasionadamente. El ojo del animal era grande y miraba con fijeza, sin un parpadeo. Vio el modo de deslizarse solapadamente sobre la nieve y atacarles por sorpresa. Pensó en los besos largos y juguetones de Karyn, en su lengua aventurera, en esa boca capaz de extasiar cualquier otra. Su mano buscó el tirador de la puerta del Porsche.

«No. Espera. Todavía no».

La mano de Rich se relajó. Cerró la portezuela del coche.

¿Cuándo?

«Ya lo sabrás».

El hijo de la noche infinita
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