112
A las diez y seis minutos Edith Leighton anunció al tribunal:
—La defensa llama a Richard Devon al estrado.
La soporífera pesadez de la jornada anterior había dado paso a una tensión casi mórbida. Edith reaccionó a esta carga negativa escudándose detrás de una luz blanca psíquica. Emprendió su concienzudo escrutinio de Rich en el mismo instante en que los alguaciles lo escoltaron al interior de la sala por una puerta lateral. El acusado parecía, más que nunca, abrumado por las cadenas de la culpa cuando se dejó caer en su silla en el extremo de la mesa de la defensa. Los movimientos de sus manos eran torpes; sus facciones aparecían demacradas alrededor de la boca, su rostro adormecido y pálido como la cera, a pesar del fulgor del sol que se filtraba a través de las ventanas. Edith se mostraba tan absorta como delante de una inmensa obra de arte que era a la vez una alegoría y un enigma. Podía haber estudiado con idéntica expresión un tapiz medieval que requiriera ahondar, penetrar entre espesos tejidos y lagunas de significado para vislumbrar una evasiva imagen de Dios o de Su justo castigo. Sin embargo, no advirtió indicio alguno en Rich de la personalidad que iba a ocupar el estrado: el atormentado muchacho o el consumado embaucador del infierno.
Edith había hecho lo que debía, y no consideraría el riesgo del fracaso.
Sentada al lado de su marido, en la segunda fila de la sala, Gina Devon estiró el cuello para ver mejor a Rich en los momentos de silencio previos al instante en que se levantaría de su silla para encaminarse hacia el estrado. Gina tuvo que desviar la mirada ante la inminente necesidad de echarse a llorar. Se apretó contra Conor.
—¿Qué es lo que lleva en la mano? —preguntó el juez Winford desde su tarima, antes de que el acusado alcanzara el estrado de los testigos.
Rich se detuvo como si fuera a tropezar y alzó la vista, confundido, hacia el juez.
—Yo no… ¿Me ha dicho…?
—Le he dicho que lleva algo en su mano derecha. ¿Le importaría decirnos lo que es?
Rich levantó la mano. De ella colgaba una cadena de cestitos de papel amarillo, doce en total.
—Esto son… —la voz de Rich era un susurro—… cestos que he estado haciendo.
Casi no se le oía desde la tribuna del jurado, a unos tres metros de distancia. A sus espaldas, en los bancos de los espectadores, no se le oía en absoluto. Su falta de volumen provocó un murmullo.
Edith se levantó de su asiento, fue hasta donde Rich se encontraba y le dijo:
—¿Por qué no me los das? No los necesitarás mientras testifiques.
Rich asintió y le entregó los cestos. Edith escrutó sus ojos durante unos instantes. Sintió el peso de aquellos pensamientos a pesar de su escudo psíquico: la atracción de dos puntos diminutos, casi microscópicos, de luz roja.
«Tómalos».
—Guárdalos; los he hecho para ti —dijo Rich.
Sonrió, y los dos quedaron unidos por una especie de arco siniestro, más brillante que el sol que lucía en el exterior. Pero de todos los presentes en la sala, sólo el padre James Merlo se apercibió de ello.
Edith miró en el interior de uno de los cestitos trenzados. Parecía contener, en miniatura, la figura retorcida del miembro del jurado llamado Ivan Mandelko. Estaba desnudo y cruelmente torturado. Le habían sacado los ojos; sus cuencas humeaban como si acabaran de retirarle sendos hierros al rojo vivo. En algunos sitios, la piel y la carne colgaba en tiras y pingajos de los huesos. Sus genitales habían quedado reducidos a cenizas por los mismos hierros incandescentes.
La abogado logró sofocar un grito. Alzó la vista y buscó los ojos de Ivan Mandelko entre los rostros del jurado. Estaba hidrópico por efecto de un shock. No podía establecer contacto con él.
Edith notó un peso suplementario en los cestos que sostenía en la mano, y comprendió qué vería si se atrevía a mirar en el interior de alguno más. No lo hizo. Llevó los cestos a la mesa de la defensa y colocó un pesado tratado de leyes encima. Luego regresó despacio hacia el estrado de los testigos, una distancia de pocos metros que suponía una vía de infinita dificultad para aproximarse a la furia roja que fluía de las pupilas del acusado, un ataque a su propia luz, a su fuerza de voluntad.
Y, tan pronto como había empezado, el ataque terminó. El poseedor, consciente de su superioridad en el juego, le devolvió a Rich como un triunfo con la esquina doblada y puso una cierta distancia respecto al proceso. Rich se sentó retorciéndose las manos, con la cabeza gacha. Replicó al juramento con un murmullo, y hubo que repetirle con insistencia que se acercara más al micrófono.
Había llegado el turno de Edith.
—Señor Devon, ¿podría decirnos cuándo conoció a Polly Windross?
Silencio. Rich se llevó una mano a la garganta y carraspeó con brusquedad. Edith se preguntó con pesimismo si Zarach le permitiría decir algo.
—Señor Devon, ¿está usted bien? —preguntó el juez Winford desde el estrado.
Rich seguía acariciándose la garganta. Asintió con un leve gesto.
—Permítame que le repita la pregunta —dijo Edith con calma—. ¿Cuándo conoció a Polly Windross?
—Fue… en agosto, hace… un año.
—¿Tiene usted dificultad para hablar, señor Devon?
—Sí.
—Yo estoy aquí para ayudarle. Y eso es lo que haré. Pero, como le advertí al principio, también usted debe ayudarse.
Tornmie Harkrider dio un manotazo sobre la mesa del ministerio fiscal.
—¡Protesto, señoría! ¿Qué significa todo esto? ¿Puede o no puede testificar el testigo?
—Yo… puedo testificar —dijo Rich, y sacudió la cabeza como para desalojar un obstáculo de su garganta.
Fuera lo que fuese, lo tragó y permaneció inmóvil unos instantes.
—¿Estaba Karyn Vale con usted cuando conoció a Polly Windross el año pasado?
—Sí, ella… estaba.
—Tómese tiempo para responder —le aconsejó Edith—. Disponemos de todo el tiempo que necesite, Richard.
Con exasperante lentitud, guiado por las preguntas de la abogado, Rich explicó la relación que había mantenido con Polly. Edith le hizo avanzar en el tiempo hasta el mes de enero, entonces, centró su atención en el mensaje grabado en su contestador automático. La cinta fue presentada como prueba, y los miembros del jurado oyeron la voz de Polly Windross.
Me dijiste que te llamase siempre que necesitara…
… me están haciendo daño…
… si nadie los detiene…
… Tú eres el único…
… que puede ayudarme…
… Ven, por favor…
Al oír las primeras palabras de la niña, la expresión de Rich sufrió una rápida variedad de matices, cambios que se sucedían uno tras otro como bolas multicolores en las manos indolentes de un malabarista: ansiedad, miedo, rabia, piedad, aflicción. Cuando se hubo sosegado, escuchó, la respiración contenida, con la cabeza gacha y un semblante que se oscurecía por momentos como si se ahogara. Sólo el término de la grabación lo liberó de ese suplicio.
—Señor Devon —dijo Edith—, ¿tiene alguna duda de que la voz que acaba de oír es la voz de Polly Windross?
—No. Ésa es…, era, Polly.
—Cuando llegó con Karyn al Hotel Post Road la noche del dieciocho de enero, ¿logró ponerse en contacto con Polly?
—Yo… la toqué…, de modo que… era real.
Empezó a asentir, con el entrecejo fruncido, mientras se esforzaba por concentrarse en el confuso asunto de Polly hasta que Edith se apresuró a decir:
—¿Ha entendido mi pregunta? ¿Puede…?
—Qué es real, y qué no es real. Ésa es la cuestión crucial, ¿no es verdad? Lo triste está en que lo que es real en un momento ya no es real en el momento siguiente. Depende del grado de percepción. Interviene el factor de sincronización, y…, y… la luz tiene que ser la justa, entre otras cosas…
—Richard…
—¡Está bien! Respondiendo a su pregunta, Polly… era… real, tan cierto como que estoy hablando con usted.
Alzó los ojos hacia su abogado, en espera de que reconociera su sinceridad.
Edith le sonrió de un modo alentador.
—Muy bien, Richard. Ahora, volvamos atrás. ¿Podría decirnos qué ocurrió cuando, a su llegada, preguntó por Polly?
Edith se esperaba casi cualquier cosa, pero, tras reflexionar unos instantes, Rich respondió a la pregunta de forma directa, sin un asomo de elipsis ni de perturbación mental. A instancias de Edith, con voz más fuerte, más seguro de su memoria, Rich explicó todas las dificultades que había encontrado para averiguar el paradero de la chica. Contó su escalada hasta el tejado helado, su conmoción al descubrir que Polly había sufrido malos tratos. Más tarde sobrevino la conmoción más profunda de todas: cuando regresó al edificio con la policía no había ni rastro de ella en la habitación 331.
Después de esta revelación, el humor de Rich remitió, su voz perdió volumen y se dejó vencer por el desánimo. Eran las doce y media, se había pasado dos horas agotadoras en el estrado y todavía le aguardaban algunas más. El juez Winford decretó un descanso para comer. El acusado fue sacado de la sala. Se tomó dos tazas de café pero no comió nada, y echó una cabezada en su celda, respirando por la boca con el rostro constantemente iluminado por el resplandor de sus sueños.
La vista se reanudó a la una y media. A las tres, el jurado ya conocía todos los angustiosos detalles de la cena en la residencia de los Courdewaye, en Ripington Four Corners, y el rito de posesión que siguió. Para entonces, Rich ya hacía denodados esfuerzos por continuar hablando en un hilo de voz. Conor, sudando de piedad hasta empapar la camisa que llevaba, se mordía los labios con frenesí.
Antes de formular sus últimas preguntas, Edith se volvió para echar un vistazo al reloj de la sala del tribunal. Entonces supo que el sol empezaba a ponerse en Heraclio, a cinco mil ochocientos kilómetros de distancia, frente a las costas de África. Las plegarias de los miembros de la sociedad persistían en torno al reloj de sol.
No obstante, experimentó la necesidad de apresurarse, de concluir.
—¿Recuerda cuándo abandonó la residencia de los Courdewaye y regresó en su coche al Refugio Davos?
Rich se debilitaba cada vez más, con la mirada perdida.
—No, no lo recuerdo.
—¿Recuerda haber cogido una barra de hierro del maletero del coche y haber ido en busca de Karyn?
Él respondió de manera ininteligible, pero negó con la cabeza.
—¿Y recuerda haberle golpeado con la barra de hierro?
—¡No fui yo! ¡Ya sé que todo el mundo dice que yo la maté, pero no fui yo!
Edith no hizo más preguntas. Rich se desplomó sobre el estrado de los testigos, con la cabeza entre las manos, gimiendo de forma casi inaudible. La abogado volvió a consultar el reloj de la sala. Eran las tres y veinte. Tommie Harkrider se había levantado con la intención de iniciar su interrogatorio.
Edith no vaciló al decir:
—Señoría, no creo que el testigo sea capaz de contestar muchas más preguntas en el día de hoy. Sugiero que se aplace la vista hasta mañana, cuando…
—¡Oh, ahora espere un momento! —protestó Tommie.
—Se está haciendo tarde, señor Harkrider —le recordó el juez Winford.
—No es tan tarde, señoría. No pretendo extenderme mucho. De hecho, puedo garantizar… —Tommie también se volvió para consultar el reloj—, que a las cuatro y cuarto, como muy tarde, ya habremos concluido.
Winford consideró la propuesta y miró a la barra de los testigos.
—Señor Devon —dijo—, la decisión depende de usted. Si no se encuentra bien para continuar, aplazaremos la vista.
Edith aguardó, contemplando la cabeza inclinada de Rich con emoción contenida. Luego, el acusado levantó la cabeza con lentitud y la miró, y Edith tragó un grumo de bilis al ver en sus ojos el rojo del crepúsculo, la caída de la Noche Infinita.
—Continuaré —dijo el reo con una sonrisa maliciosa—. ¿Puedo tomar un vaso de agua, por favor?
Le trajeron un vaso de agua. Bebió despacio. Transcurrió más tiempo. Tommie deambulaba por la sala. Edith palpó el pequeño reloj de sol suspendido de su cuello y escrutó a los miembros del jurado, prestando una atención especial a la presidenta, Mary Adelaide Hotchkiss, al inmigrado Mandelko y al señor Aughtman, el vendedor de automóviles de las horribles pajaritas.
—Señor Devon —dijo Tommie—, le hemos oído describir al espíritu maligno que tan ostensiblemente le ha poseído en forma de una niña con calcetines blancos; de una especie de criatura prehistórica alada, tan grande como un Cessna 150; y también como un espíritu no humano que responde al nombre de Zarach Bal-Tagh y del cual no nos ha contado gran cosa. Dado que ha estado usted en íntima asociación con ese espíritu durante los últimos meses, debe de tener una idea bastante fidedigna de su aspecto. ¿Le importaría describírnoslo?
—Se parece a mí —respondió Rich.
—¿De veras?
—O a usted. O… —escrutó las filas de espectadores— a Gina. O a cualquier persona a quien decida parecerse. O bien a nada y a nadie.
—¿Está usted tratando de decir que carece de un rostro propio?
—Yo no he afirmado tal cosa.
—Permítame advertirle, señor, que no aprecio sus bromas, y estoy seguro de que hablo en nombre de todos los presentes en este tribunal cuando digo…
—¡Protesto, señoría!
—Señor Harkrider…
—Oh, de acuerdo —dijo Tommie, irritado—. Dígame, señor Devon, ese Zarach, que usted afirma lo posee y controla todos sus actos y pensamientos, que presumiblemente le ha forzado a responder como ha respondido, ¿le habla?
—¿Habla?
—Le habla, sí, conversa con usted. ¿Le dice lo que quiere de usted en un momento dado?
—No. No tiene por qué hacerlo.
—Bien, entonces, ¿en qué consiste ese mecanismo de control? ¿Es acaso una especie de proceso mental? ¿Telepatía? No entiendo nada de nada. ¿Podría usted aclarar mis dudas?
—Yo soy él y él es yo.
—¿Se supone que implica eso una relación simbiótica?
—No.
—De modo que se trata de un desdoblamiento de personalidad, ¿no es cierto? Cuando a usted no le interesa asumir la responsabilidad sobre sus actos, Zarach tiene la culpa.
—Zarach no es susceptible de recibir la culpa, porque el concepto de culpa no existe.
—¿Cree usted que no existe culpa en el asesinato de una muchacha inocente?
—Sólo Richard se siente culpable.
—Sólo Richard… —Tommie se detuvo en seco y miró al acusado—. ¿Acaso no estoy hablando con Richard ahora?
—Sí.
—¿Con quién más estoy hablando?
Silencio.
—El testigo tiene la obligación de responder a la pregunta.
—¡Protesto, señoría!
Tommie prosiguió, como si nadie hubiese hablado:
—¿Es posible que esté interrogando al todopoderoso Zarach, del que tanto hemos oído hablar?
—¡Basta, Tommie! —exclamó Edith.
El acusado volvió la cabeza despacio, con vanagloria, hacia ella.
—Ediiiiith.
Fue un sonido seco, con vagos susurros malévolos como el de la seda antigua al rasgarse en una tumba profanada.
En un intento por recuperar la atención del acusado, Tommie Harkrider se aproximó más al estrado de los testigos y le dijo con voz fuerte e intimidadora:
—Bien, quiero hablar contigo, Zarach. ¡Porque quiero oír la verdad, y sé que no voy a oírla de labios de Richard Devon!
Golpe de martillo.
—Señor Harkrider…
—Edith —dijo el acusado, en un tono de voz gélido como la muerte—, el sol se ha puesto. Ha llegado la hora.
—¡Apártese de él, Tommie!
Hubo una nota de desesperación en esta última advertencia.
Harkrider se volvió con rapidez, ofendido por la interrupción de su colega, y acto seguido situó su cara a escasos centímetros de la del reo. Parecía una bestia que olfateara excitada la sangre que manaba de una herida en la yugular.
—¡Vamos, vamos! —le incitaba, desafiante—. ¡Vamos, háblame, Zarach Bal-Tagh!
Tommie se puso de puntillas, temblando por la intensidad de su lícito desprecio, con ambas manos aferradas a la barandilla del estrado de los testigos. El acusado parecía ausente. Había alzado los ojos hacia el reloj de la sala. Eran las tres cincuenta y uno de la tarde. Un ligero estremecimiento empezó a sacudir su cuerpo.
Y si Tommie Harkrider, o cualquiera de los presentes, hubiera podido mirarle directamente a los ojos en ese momento, habría podido ver el origen de un eclipse tormentoso.