19
En Talbot, lo primero que Rich hizo fue consultar la guía telefónica local, pero no figuraba en ella ninguna Inez Cordway ni nadie con ese apellido. Tampoco estaba en los censos del ordenador de las oficinas de la Central Eléctrica de la Montaña Verde. Ni siquiera aparecía registrada como votante.
Compró un mapa de carreteras del condado en la librería de la universidad e invirtió media hora en una cafetería fumando y estudiando las carreteras próximas a la bifurcación donde había sufrido el accidente cuando perseguía a la mujer. No había garantía alguna de que Inez Cordway habitase en las inmediaciones; tal vez le había tendido una trampa para confundirle. Los chicos que le habían acompañado a Talbot en el jeep no la conocían, a menos que no hubiera detectado en ellos una reticencia a facilitar cualquier información sobre un vecino a un forastero. No se había fijado en la matrícula del Cadillac, de modo que no serviría de nada acudir a los archivos de la oficina de tráfico del Estado. Tenía que empezar por algo, sin importar el tiempo que pudiera llevarle.
Rich pensó en Windross. Todavía se le erizaba el vello al recordar la frustración y humillación de que había sido objeto en el ala incendiada del Hotel Post Road. Había decidido que sería inútil tratar de obtener información de Windross, quien tenía buenas razones para guardar la mayor reserva respecto al tema. Cualquier tentativa en este sentido culminaría en su confinamiento en el calabozo de Chadbury, y era posible que diera pie a un proceso legal que a él no le interesaba para nada. De esa forma, además, tampoco ayudaría a Polly.
Cuando salió de la cafetería, el cielo se había nublado y soplaba un viento gélido que arrastraba partículas de nieve por todo el pueblo. Una inminente tormenta de nieve parecía venir del este. Rich recorrió el trayecto hasta la bifurcación y empezó a explorar sistemáticamente todas las carreteras locales en un radio de quince kilómetros. Había un verdadero enjambre de caminos, y muchas casas apartadas en medio del campo, sólo confirmadas por la presencia de los frecuentemente buzones anónimos a pie de carretera. Muchos caminos resultaban intransitables para un coche tan bajo como un Porsche, y entonces tenía que dejar el vehículo pegado a la cuneta y seguir a pie hasta la puerta de la casa.
—No, no. No la conozco. Nunca he oído hablar de ningún Cordway, al menos por esta zona. Lo siento.
Nieve profunda en el terreno, ráfagas de viento, montones de leña, olor a madera en el ambiente, un cielo prácticamente oscuro a las tres de la tarde… A causa del intenso frío, no había perros sueltos en aquellos parajes, y ello constituía su única ventaja. Más caras pálidas y recelosas tras las ventanas empañadas, rostros reunidos alrededor de una estufa de leña en algún almacén aislado. Funcionarios y funcionarias de Correos negando con la cabeza.
Y, finalmente:
—Me hablaron de unos Cordway que viven en Ripington Four Corners. Pero, ahora que lo pienso, lo pronunciaban con una u y una e al final. Courdewaye. Tal vez sean los que buscas.
Veintisiete kilómetros le separaban de Ripington Four Corners. Con los primeros resplandores de un temprano crepúsculo empezó a nevar. Se dirigió a la oficina de Correos, un edificio blanco situado junto a la iglesia congregacionista. Habían cerrado a causa de las inclemencias atmosféricas. En la parte de atrás vio una luz procedente de una sala. Una silueta encorvada se movía tras el cristal translúcido de la puerta. A fuerza de llamar con insistencia, Rich logró que le abriera un empleado, un anciano octogenario y reumático que llevaba un sucio delantal de color azul. Tras un minucioso examen de la credencial de prensa del Register exhibida por Rich, el hombre le dejó pasar.
—¿Courdewaye? Sí, señor. Los Courdewaye vivieron aquí durante ciento cincuenta años, si mal no recuerdo.
—Inez Cordway —dijo Rich, impaciente—. ¿Sabe dónde puedo encontrarla?
—Le acabo de decir que vivían aquí. No ha habido ningún Courdewaye por estos contornos al menos desde que terminó la guerra.
—¿Qué guerra?
—La segunda guerra mundial —dijo el viejo, tras encender una pipa de madera de brezo.
Rich le describió a Inez Cordway con todo detalle. El empleado le escuchaba, asintiendo de vez en cuando, envuelto en un humo azulado.
—¿Qué edad le calcula usted?
—Cuarenta y tantos.
—¡Vaya! Podría ser la hija más pequeña de Matt Courdewaye, pero dudo mucho que esté tan bien conservada. Tenía veintidós o veintitrés años cuando la guerra terminó, de modo que estamos hablando de una mujer de sesenta y tantos años, si es que aún vive.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que no se sabe qué ha sido de ella. Verá, Leslie se fugó con un héroe de guerra llamado Dunstan, comandante Michael Dunstan, poco después de regresar del teatro europeo. Eso ocurrió, si mal no recuerdo, en otoño de 1945. Ella le apartó de su mujer y tres hijos pequeños y se fugaron juntos. Hubo un gran escándalo. La familia de ella, los últimos Courdewaye, repudiaron a Leslie. A partir de entonces, la mala suerte pareció cebarse en la familia. Matt fue atropellado en la carretera ese mismo invierno, y su esposa murió de cáncer el Jueves Santo del año siguiente. Los demás, los hermanos y hermanas de Leslie, se fueron yendo uno tras otro. Y, como puede usted suponer, Leslie y su héroe de guerra tampoco tuvieron una vida precisamente feliz. Él enloqueció debido a los traumas sufridos en combate. La trataba con violencia y era incapaz de conservar un trabajo estable. Recorrieron todo el país, fueron hacia el sur y cruzaron la frontera con México. Una vez allí, la «maría» se ocupó de complicarles las cosas, ya sabe a qué me refiero.
—No exactamente.
—La «maría». ¿No es así como la llaman los jóvenes? La marijuana.
—Oh, sí, claro.
—Leslie y Michael conocieron en México a gente de dudosa reputación, metida hasta el cuello en asuntos de drogas y orgías. Parece ser que Leslie había dado a luz dos niños en el camino, pero no era una madre muy ejemplar que digamos. Un caso de total negligencia. Y las condiciones mentales de su marido empeoraban. Ella debió de contagiarse ya que, según tengo entendido, se apoderó del revólver de servicio de Michael y disparó al marido y a los niños en la cabeza. Luego los roció con gasolina y les prendió fuego.
—¡Dios mío!
—Desde entonces no se ha vuelto a saber más de Leslie. Supongo que murió allí en algún cuchitril, vendiendo su cuerpo para poder vivir, cada día más desesperada. Éste es el final de su triste historia. Creo que no es a Leslie Courdewaye a quien usted busca.
—No, estoy seguro de que no. Pero tal vez sea otro miembro de la familia… Usted ha dicho que varios de ellos se fueron.
—Por lo que yo sé, ninguno de los Cordewaye ha vuelto jamás ni por un solo día.
—¿Dónde vivían?
—En la carretera de Cutler. Al llegar al cuartel de los bomberos, gire a la derecha, y aproximadamente a un kilómetro encontrará la casa. Es una edificación de ladrillos, con tres chimeneas, situada junto a la carretera, al pie de un montículo, de forma que todo cuanto se puede distinguir de ella, tanto en invierno como en verano, son las chimeneas.
—¿Está abandonada?
El viejo empleado dejó escapar un bufido.
—¿Una propiedad como ésa? La compraron los Gannaway en el año cuarenta y nueve, una familia de Nueva York. Sólo la utiliza el hijo, que suele venir a pasar el verano y algunos fines de semana.
—Pero ahora la casa está desocupada.
El hombre asintió.
—Avery Myatt se ocupa de ella. De haber sabido que vendrían de la ciudad, me lo habría dicho.
—Bueno, creo que he encontrado unos Courdewaye que no me interesan.
—Eso parece.
Rich volvió al Porsche, ya cubierto de nieve, y siguió las indicaciones del empleado de Correos para llegar hasta la casa que los Courdewaye habían habitado durante generaciones. A pesar de haber sido advertido de la escasa visibilidad del edificio, estuvo a punto de pasar por alto las chimeneas en medio de la creciente oscuridad y la tormenta de nieve.
Se vio obligado a seguir cuatrocientos metros más adelante hasta encontrar un sitio donde efectuar un cambio de sentido. De regreso hacia la casa, vio un acceso detrás de una voluminosa máquina quitanieves. El camino de entrada a la propiedad de los Courdewaye se encaramaba a una loma desde un muro de piedra con una puerta de madera abierta por los embates del viento. El camino era empinado y parecía muy transitado, como si hubieran pasado varios coches esa misma tarde. Uno de ellos, no debía hacer más de diez minutos, puesto que las huellas de los neumáticos apenas habían sido borradas por la reciente nevada.
Rich permaneció unos instantes frente al camino, reticente, por algún motivo que no acertaba a explicarse, a la idea de investigar la identidad de los recientes visitantes de la casa. La historia que había escuchado de labios del chismoso empleado de correos le había impresionado.
«Tomó prestado su revólver de servicio y disparó al marido y a los niños en la cabeza».
Lógicamente, no podía existir ninguna relación entre la lunática Leslie Courdewaye y la mujer que se había enfrentado con él en el bar la noche anterior, pero todo un día de búsqueda le había dejado agotado y con los nervios de punta. ¿Y si finalmente la había encontrado? Su advertencia había sido explícita: «No interfieras». Él no había creído la absurda versión de Inez Cordway sobre el mal que aquejaba a Polly ni por un solo instante, pero era evidente que la mujer había hablado muy en serio. Tal vez se tratara de una demente y, en consecuencia, constituía un peligro para Polly y para él mismo. Y, por supuesto, había más gente potencialmente tan peligrosa como ella: los seguidores de Cordway. Rich sabía que no tenía motivos para acudir a la policía, en el supuesto de que la mujer estuviese en el interior de la casa, pero tampoco le parecía prudente llamar a la puerta y preguntar por ella.
Debía encontrar un sitio donde dejar el Porsche sin que obstruyera el paso de alguien ni quedara medio enterrado en la nieve acumulada por las máquinas quitanieves a ambos lados de la carretera estatal. Después de considerar el tema durante un cuarto de hora, estacionó el coche junto a la pared lateral de una gasolinera fuera de servicio. El lugar distaba casi un kilómetro de la residencia de los Courdewaye, y no había otro sitio por donde caminar más que sobre la resbaladiza carretera. Por fortuna, no había demasiado tráfico.
La mayoría de los conductores se detuvo para brindarse a llevarle. Uno de ellos no lo hizo, y él se vio obligado a lanzarse sobre la nieve amontonada en la cuneta para evitar que lo atropellaran. El coche era un Oldsmobile último modelo en el que viajaban en él varios pasajeros. Creyó ver que dos de ellos volvían la cabeza para mirarle. Él llevaba una gorra marinera de punto calada hasta las cejas y una bufanda de lana, pero, al no saber quiénes podían ser, apartó la mirada.
Rich apenas si se daba cuenta del frío y de la dificultad de la marcha. Nadaba en adrenalina tras haberse convencido de que, a cada paso que daba, más se acercaba a Polly Windross. La coincidencia de los apellidos, la evidencia de actividad en una casa que solía estar deshabitada en invierno…, todo hacía presagiar que ése era el escondrijo de Inez Cordway y, por consiguiente, de Polly.
Sus sospechas se reforzaban a medida que se aproximaba a la casa por el transitado camino. Algunas ventanas, divididas con parteluces, estaban débilmente iluminadas, dos chimeneas humeaban y varios coches, incluido el Oldsmobile que le había rebasado a escasos centímetros en la carretera, aparecían estacionados ante la entrada. La residencia de los Courdewaye era una construcción atípica en aquella región: se trataba de una magnífica reproducción en ladrillo y pizarra de una casa solariega inglesa del siglo XVIII, lo bastante grande como para contener veinte habitaciones. Tenía jardines vallados, los contornos de los cuales apenas se distinguían en la nieve, un estanque helado en la parte trasera y un pequeño bosque de hayas y abedules en los terrenos de la propiedad.
Había también dos edificios anexos que imitaban el estilo de la vivienda principal. Uno era un chalé para invitados, y el otro un garaje.
No existía ninguna posibilidad de esconderse, pero Rich dudaba que alguien pudiera verle casualmente desde las ventanas de la casa, en medio de la nieve y la penumbra. No obstante, optó por seguir el desvío izquierdo del camino, en dirección al garaje, y eludir así la entrada principal.
Al alcanzar el garaje, limpió la nieve incrustada sobre el cristal de la puerta y espió el interior colocando las manos como si fueran anteojeras. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad pudo distinguir el estilizado diseño, propio de los años cincuenta, de la parte trasera del viejo Cadillac.
La confirmación del fin de su búsqueda provocó una sensación desagradable a Rich, en lugar de suscitar su alegría. Ahora que se disponía a afrontar la parte más difícil de su empresa, estaba menos seguro de sí de lo que había estado antes. La casa parecía inexpugnable a los curiosos, y era obvio que Inez Cordway estaba bien acompañada.
—Ya que has venido hasta aquí —dijo la mujer a sus espaldas—, me sentiré muy honrada si aceptas compartir nuestra cena.