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Poco después del amanecer del veintiuno de junio, el solsticio de verano, casi un millar de personas se concentraban frente al Palacio de Justicia y en el césped con la esperanza de ser elegidos por la suerte para asistir al juicio. Se veían relámpagos hacia el norte y se respiraba una fragancia húmeda en el ambiente, pero el sol venció a las nubes y la lluvia se alejó de Chadbury, para dejar una atmósfera sofocante a su paso.
Conor Devon entró en el edificio por una puerta trasera y ocupó su lugar muy temprano. Pocos minutos antes de las diez comparecieron Martin y Louise Vale, escoltados por Tommie Harkrider. Martin Vale miró a Conor; lo reconoció, pero no dijo nada. Se había pasado el fin de semana navegando y estaba bronceado por el sol, pero aún se le veía demacrado. Su esposa lucía un sombrero con velo, y asumía una actitud de profunda aflicción. Se llevó una mano a la garganta para tratar de reprimir una palpitación incontrolada. Mantenía los ojos fijos en las banderas de la nación y el Estado situadas detrás del estrado.
Los espectadores que habían conseguido una plaza entraron una vez que la prensa hubo ocupado la primera fila. A las diez y diez, Knox Winford tomó posesión de su asiento en el estrado e hizo un gesto con la cabeza al escribano forense, quien declaró abierta la sesión.
—Estamos dispuestos, señoría —dijo Tommie Harkrider en nombre de Gary Cleves.
Gary empezaba a recobrar la voz, pero sólo podía comunicarse en un áspero susurro. Gary, sentado al lado de Tommie, asintió.
—La defensa está lista, señoría —dijo Adam Kurland en representación de Richard Devon, quien vestía el mismo traje azul que había llevado en las sesiones de selección del jurado.
El acusado parecía un tanto aturdido por el resplandor del sol que incidía sobre él a través de una ventana situada sobre la tribuna del jurado. Lindsay pidió a un alguacil que modificara la posición de las persianas.
Knox Winford se aclaró la garganta y se dirigió al jurado.
—De entre unos cuatrocientos candidatos les ha correspondido a ustedes, damas y caballeros, emitir un veredicto cuyas consecuencias pueden trascender bastante más lejos de los confines de esta sala. No sólo es deseable, sino esencial, que dejen de lado cualquier consideración de compasión y simpatía, olviden los prejuicios que puedan tener ahora, mantengan su buen criterio durante todo el tiempo que dure este juicio y basen su veredicto con solidez en lo que su sentido común considere válido. El planteamiento de la cuestión es muy simple: ¿Es Richard Devon culpable del cargo de homicidio en primer grado? La respuesta a esta cuestión puede residir en un terreno todavía inexplorado. Mi responsabilidad es también la de ustedes, señores miembros del jurado. En todo momento, nuestro criterio será el razonamiento claro.
Instantes después, Tommie Harkrider se levantó y se encaminó hacia el atril instalado delante de la tribuna del jurado para iniciar su discurso inaugural, que se prolongaría durante una hora y tres cuartos.
Habló sin recurrir a anotaciones. Se había aprendido, de memoria, detalles de la vida de Richard Devon que ni siquiera Conor conocía. Esa preparación representaba varios centenares de horas de trabajo por parte del equipo de investigadores de Tommie.
Trazó un hábil retrato psicológico de Rich que lo describía como un chico de la calle, achaparrado y agresivo en su adolescencia, exaltado e impulsivo a veces, siempre con ganas de discutir, capaz de algún arranque violento ocasional. Habló de los tropiezos de Rich con la ley, y de la severa disciplina a que le había sometido Conor, que, además de su hermano, era sacerdote y, en ocasiones, encarnaba una figura autoritaria y temible para el muchacho en los primeros tiempos de orfandad. Tommie insistió en el hecho de que si bien Rich había tenido una formación católica convencional, se sentía atraído y repelido por su religión a la vez, particularmente susceptible a las pesadillas inspiradas a sus temores a un infierno presidido por demonios, un lugar de sufrimiento eterno. Para cuando ingresó en la universidad de Yale, Rich ya se había apartado de la Iglesia. Lo había superado con la edad. Pero Tommie se preguntaba si, al mismo tiempo que Richard Devon se había liberado de las cadenas psicológicas que lo esclavizaban, no habría desarrollado un sentimiento de culpa por el hecho de renunciar a la fe de su niñez.
Llegado a este punto, Tommie introdujo a Karyn, y durante los quince minutos siguientes la elogió con tal dulzura, fidelidad y dolor por su pérdida que dio la impresión de haberla conocido más íntimamente que sus propios padres o el último de sus amantes. Louise Vale prorrumpió en silenciosos sollozos en su asiento. En un determinado momento, Rich se cubrió el rostro con ambas manos, a tientas, como si tratara de identificarse a sí mismo a través de una máscara ajena, y luego dejó caer las manos sobre su regazo con desesperación al tiempo que agachaba la cabeza. Tommie no ahorró detalles sobre la relación amorosa entre Rich y Karyn: las risas, la magia, las discusiones. Porque, tal como Tommie señaló con solemnidad, sus discusiones eran inevitables. Procedían de «dos mundos muy diferentes». Rich, de las «calles principales del sur de Boston»; Karyn, de los «prados y parajes esplendorosos» del próspero Rye, Nueva York. Cuanto más se intensificaba su intimidad de pareja (como Tommie presumía), más se acrecentaba la distancia entre ambos. Karyn había tenido otros amoríos antes de conocer a Rich. Él lo sabía. Pero… ¿hasta qué punto había aceptado este hecho?
Tommie sacudió la cabeza, sombrío, y miró a los doce miembros del jurado uno por uno. Todos le dedicaban una profunda atención. Dijo que Rich no había llegado a aceptarlo nunca y se volvió un instante para desviar su atención hacia el acusado.
Rich miró a los miembros del jurado y apartó la vista, incapaz, en apariencia, de enfrentarse a los ojos de nadie.
Tommie volvió a sacudir la cabeza y se sumergió en un relato de las desdichadas horas de las vacaciones del mes de enero que habían culminado en el brutal asesinato. Narró su discusión en público cerca del telesilla de la Montaña de la Ermita, presenciada por una veintena de personas, incluidos varios amigos de la víctima. Karyn ya había transmitido a su madre algunas dudas respecto a esa relación, y confió su deseo de terminar con Rich a un antiguo amante: Trux Landall.
—Una ruptura definitiva —dijo Tommie, e hizo una pausa para que sus palabras calaran hondo en el jurado—. Karyn no quería volver a ver a Rich nunca más. Y cuando él lo averiguó…
El viejo abogado procedió a facilitar una detallada y aterradora descripción del asesinato, golpe a golpe, que logró conmover a los presentes.
Louise Vale tuvo que abandonar la sala en brazos de su marido.
Dos de los miembros del jurado no pudieron reprimir el llanto.
Los demás contemplaban al acusado con expresiones que abarcaban desde una hosca aversión hasta el odio más enconado.
Tommie se secó los ojos con un pañuelo, miró a la tarima del juez, hizo un gesto hacia Edith Leighton con la actitud de un hombre destrozado, y se sentó para recobrar el dominio de sí mismo.
Edith se incorporó con calma tras la mesa de la defensa y se dirigió hacia el atril. Quizá en su trayectoria profesional, hubiese tenido que representar algún papel más comprometido que el que ahora le aguardaba, pero no recordaba cuándo.
Era demasiado inteligente como para intentar contrarrestar las emociones que Tommie había orquestado con su dramática elocuencia. En lugar de ello, optó por alimentar el sentir popular.
Se oyeron algunas toses dispersas por la sala, y el ruido de carboncillos y tizas sobre el papel mientras los artistas sentados en el banco de la prensa trataban de reflejar las principales expresiones del juicio. Edith habló en voz baja para asegurarse la atención de los miembros del jurado al esforzarse por oírla.
—Se ha cometido un asesinato. Aterrador en su irracionalidad, como lo demuestra la reiteración casi desapasionada de un golpe tras otro. Un asesinato inhumano, incluso bestial, en su despliegue de violencia. Había cinco testigos de este ataque, que parecía interminable, robótico, contra una vida humana. Cinco jóvenes que presenciaron con impotencia cómo Karyn Vale era golpeada hasta la muerte. Disponemos de sus declaraciones pero, por desgracia, ninguno de ellos está aquí, porque tan sólo uno de los cinco sigue con vida hoy, apenas cinco meses después de la muerte de Karyn Vale. El único superviviente, Warren Hasper, está cursando estudios en Europa y se ha negado a regresar a este país para prestar testimonio de lo que vio porque ha admitido que tiene miedo de no vivir lo suficiente como para subir al estrado. ¡Tiene miedo! Pero ¿de qué? Ésa es una pregunta que no debemos pasar por alto.
»Cuatro muertes grotescas e inexplicables de otras tantas personas jóvenes, sanas y llenas de vitalidad en un lapso de tiempo tan breve no pueden ser consideradas a la ligera como una “coincidencia”. Al igual que la desaparición del agente Norm Granger, de la Policía Estatal de Vermont, uno de los dos primeros policías que se personaron en el escenario del crimen. Como tampoco la muerte por suicidio de su compañero, Pete Raff, de veintiséis años de edad, que se quitó la vida la misma noche en que el agente Granger desapareció.
»Antes de que este juicio concluya, todos ustedes sabrán que su desaparición, así como todas esas extrañas muertes, están directamente relacionadas con la muerte de Karyn Vale; y sabrán también por qué. Sabrán que el motivo de la muerte de Karyn no coincide con el motivo que el ministerio fiscal ha sugerido de una forma tan exhaustiva. Conocerán la escalofriante historia de lo que aconteció a Richard Devon desde el momento en que llegó a Chadbury la noche del dieciocho de enero.
»“Una persona es culpable de homicidio en primer grado cuando, con la intención de propiciar la muerte de otra persona, causa la muerte a esa persona”.
Edith se concedió una larga y estudiada pausa. Pero ya se los había metido en el bolsillo.
—«Intención de propiciar la muerte» —repitió—. Les exhorto a ponderar el significado de esta frase.
»Damas y caballeros del jurado, una vez les hayamos presentado la totalidad de las pruebas, tengo el convencimiento de que sabrán que Richard Devon no sólo careció de esa intención sino que, de hecho, no mató a la muchacha a quien amaba.