57

El policía Norm Granger conducía su vehículo por el puente con el segundo coche patrulla de la policía estatal a escasos metros detrás de él, con las luces de posición encendidas, y se detuvo en un lugar situado fuera del campo visual de cualquier vehículo que circulara por la carretera de Marsham. Se apeó de su coche sin molestarse en abrocharse la cazadora de piel: hacía una noche muy benigna para la época del año en que estaban, y la temperatura era superior a los veinte grados centígrados. Caminó hacia el segundo coche policiaco, con las esposas tintineando en su cinturón.

Pete Raff había bajado el cristal de su ventanilla. La radio estaba muda. Era la noche del lunes, y su ronda, como era de prever, había sido tranquila durante las dos primeras horas. Pete observó bajo la luz de la luna la pequeña casa de campo situada a unos cincuenta metros más adelante, el resplandor de la antena de televisión instalada junto a la chimenea, el humilde porche frontal que parecía iba a ceder bajo el peso de los montones de leña almacenados sobre el tejado. Cogió su paquete de Marlboro.

—¿Es aquí donde ella vive? —preguntó a Norm.

—Sí.

Norm era un hombre corpulento y de carácter bonachón que sonreía a menudo, incluso en sueños. Tenía treinta y cuatro años de edad. Había sido un buen jugador de pelota por parejas en su juventud, aunque no podía golpear bien con los dedos para compensar la falta de velocidad y una tendencia a lanzar la pelota desviada. Ahora se estaba quedando calvo, si bien no era demasiado evidente todavía, y había desarrollado barriga. Era un entusiasta de los placeres sencillos de la vida: su mujer, sus hijos, los perros, las armas deportivas… De vez en cuando, echaba una cana al aire. Podría echar muchas más, porque las mujeres adoraban la forma como las sonreía, pero Norm era algo tímido y requería un cierto esfuerzo para relacionarse.

—No hay luces —anunció Pete—. Y no veo ningún coche.

—Tal vez se encuentre en ese cobertizo. Ella está dentro. Le dije que probablemente vendría esta noche.

—¿Cómo se llama?

—¿Lo sabes tú? Yo no se lo pregunté.

Pete encendió un cigarrillo y se reclinó en su asiento. Nueve años más joven que Norm, era rubio, delgado y de tez cetrina, y ninguna mujer le habría negado su número de teléfono tras un par de minutos de charla en la cola del supermercado. Norm era mucho más sereno y seguro de sí mismo en este sentido. Las atraía como si fueran mariposas nocturnas que pululaban, desorientadas, en torno a una luz brillante, las trataba con amabilidad y con clase, les inyectaba un renovado hálito de vida en sus aburridas existencias, y siempre las hacía sentirse mejor consigo mismas.

Norm Granger tenía una sola norma: no importaba lo tentado que pudiera sentirse, el caso es que nunca veía a la misma mujer más de una vez.

—Está bien, compañero, te cubriré.

—Gracias, Pete. Te debo una.

Norm tiró de su cartuchera y se la subió tanto como su barriga se lo permitió. A continuación emprendió el camino hacia la casa. La luna se reflejaba intensamente sobre la nieve congelada, de manera que no necesitaba su linterna.

Las ráfagas de viento silbaban en el porche mientras se encaminaba hacia la puerta. Oyó un ruido de pies diminutos que corrían por los montones de leña. Se quitó la gorra y la sostuvo bajo el brazo. Las cortinas echadas sobre una de las ventanas frontales dejaban un resquicio por el que pudo distinguir el parpadeo luminoso de una pantalla de televisión en color. Abrió la contrapuerta, de polietileno con un marco de aluminio, y llamó a la puerta. Ahora podía oír la televisión, la música que solía acompañar las secuencias de persecución en los telefilmes policíacos. Esperó, pero no hubo reacción alguna a su llamada. Y mientras aguardaba, tuvo la impresión de ser observado.

Norm volvió lentamente la cabeza. A unos cuatro metros detrás de él, al pie de los peldaños que llevaban al precario porche, había un enorme perro. Tenía el pelaje espeso y una cabeza estrecha y puntiaguda. Era una especie de perro lobo; ruso, tal vez irlandés. Superado el sobresalto inicial, Norm se dio cuenta de que el perro no tenía intención de importunarlo. Los perros o te asaltan directamente, o bien ya no lo hacen.

Mientras contemplaba al perro lobo, la puerta de la casa se abrió.

—¡Oh! Me había parecido oír que alguien llamaba.

El perro subió los peldaños y Norm se hizo a un lado para que pasara. El animal se introdujo en la casa rozando a la mujer a su paso.

—¡Hugo! —gritó ella—. ¿A qué viene esa prisa? —Miró a Norm, con las cejas levemente arqueadas, y esbozando una sonrisa—. Eres un hombre de palabra —dijo—. Pasa, por favor.

—Gracias.

Norm entró en la casa y miró a su alrededor. A tenor del lamentable aspecto externo no había esperado demasiado del interior: un mobiliario desordenado y vulgar, alguna que otra esterilla, manchas de humedad en el papel pintado, alcobas sombrías… Sin embargo, le sorprendió descubrir una habitación profusamente decorada. Un piso de relucientes baldosas mexicanas, un hogar con un reconfortante fuego encendido, paredes blancas, lienzos sin marco que representaban paisajes de cielos azules y escenas de mercados rurales, un robusto mobiliario tapizado con listas rojas, anaranjadas y doradas, jarrones y vasijas de cerámica y cobre sobre pequeñas repisas y mesas, flores y plantas por todas partes. Sobre una oreja, sujeta entre sus negros cabellos delicadamente peinados, la mujer lucía una flor encarnada de hibisco. Había visto muchas en Arizona y Florida durante su etapa de instrucción. Sus labios tenían el mismo color que la flor. Los dedos de Norm sufrieron una ligera crispación mientras sonreía.

El perro lobo se había acomodado en un sofá y tiritaba con el hocico orientado hacia el azulado fuego del hogar. La mujer apagó el televisor y cerró las puertas de oscura y recia madera, trabajada a mano. Norm la observó mientras se dirigía hacia la barra, donde ardían varias velas en un candelabro de arte popular en forma de paloma.

—Estaba tomando un vino. ¿Quieres que te sirva uno? ¿O prefieres una cerveza? Es Dos Equis.

—Tráeme una Dos Equis. No he tomado ninguna desde que estuve en Tucson con la familia. Tienes una bonita casa.

—Fue una extravagancia, pero cada vez me siento más nostálgica.

—¿Nostálgica de qué?

—De Paracuaro, en México.

—Oh, ¿naciste allí?

—En realidad, adopté mi hogar allí. Yo nací en Vermont.

—Bueno, jamás lo hubiera sospechado. Más bien pareces… española, ¿comprendes lo que quiero decir?

La conversación prosiguió por esos derroteros, con alternativas diversas entre el jugador de pelota y la mariposa nocturna.

Ella sonrió y se pavoneó como si él hubiera encendido su vanidad en los puntos clave, y le sirvió la cerveza en un vaso alto. Norm pensó que ésa era mucha mujer[1]. Ya había superado con creces la flor de la vida, pero se conservaba admirablemente. Sus caderas se marcaban bajo la seda sin revelar ni un ápice de protuberancias indeseables. Su vientre, desnudo, se mantenía plano, sin ondularse ni contraerse al andar. Los senos eran firmes para su edad, y los pezones aparecían bien definidos bajo la blusa de seda negra que llevaba anudada a la altura del esternón.

Ella se acercaba tanto a él que apenas le dejaba espacio para sorber su cerveza.

—¿Estás fuera de servicio? —le preguntó.

—Es la hora que nos conceden para cenar.

—No puedo imaginarme cómo debe de ser la vida de un policía.

—Monótona, la mayor parte del tiempo. Algunos accidentes de tráfico, coches robados, algún que otro atraco…

—Asesinatos… —dijo ella, al tiempo que se le ensanchaban las ventanas de la nariz.

—Un par o tres al año. Tuvimos uno escalofriante el pasado mes de enero. En el Refugio Davos. Raff y yo fuimos los primeros en llegar al lugar. Un chico golpeó a su novia hasta matarla sólo porque merodeaba con otro.

—Ah —dijo la mujer, mordiéndose el labio inferior—. ¿Acaso estaba loco?

—Supongo que sí. Nunca antes había visto un cuerpo tan destrozado como el de esa muchacha. Pero no creo que te interese hablar de esto.

—No —respondió ella, con un suspiro mientras se estremecía.

Puso una mano sobre la de él, la que sostenía el vaso de cerveza. Llevaba muchos anillos, con topacios y turmalinas montados en plata. Ella bebió del vaso de Norm, y unas gotas de cerveza se derramaron por la comisura de su boca dejando un rastro resplandeciente sobre la curvada cicatriz en su mejilla derecha. Él se inclinó y la besó, sorbiendo el rastro de cerveza. Ella volvió a estremecerse.

La siguiente ocasión que la besó, su mano fue hasta la flor sujeta en sus cabellos y la aplastó. Ya no podría terminar su cerveza.

Ella quería que se quitara toda la ropa salvo la cartuchera. Norm llevaba el arma reglamentaria: una pistola Smith and Wesson Highway Patrolman con un cañón de quince centímetros. Cargada pesaba casi dos kilos. La empuñadura, de madera de nogal, había sido hecha a la medida de su mano. Era la primera vez que hacía el amor a una mujer con un arma alrededor de la cintura, pero ella parecía excitarse de manera muy especial cuando sujetaba la culata de la pistola con una mano mientras le acariciaba los testículos con la otra. La mujer se había corrido ya tres veces cuando él alcanzó su primer orgasmo.

La experiencia la había dejado exhausta. Gimoteó y lloriqueó, y el perro gimoteó también, como excitado ante aquella demostración de celo humano. Norm no sabía qué debía hacer si el perro acudía a meter sus narices. Había situaciones en las que convenía trazar una línea de separación.

—Oh, cariño, cariño —murmuró ella cuando sus manos, al fin, abandonaron el cuerpo de Norm, y se quedó tendida de costado.

Él la sonrió, pero lo cierto era que no había gozado tanto como hubiera debido. Había hecho el amor a pesar de unas molestias en el estómago que ahora se traducían en retortijones.

—¿Has quedado satisfecho? —preguntó ella.

—Oh, claro, querida.

Norm se apartó de su lado y se incorporó, con ambas manos sobre el estómago.

—¡No irás a marcharte tan pronto!

—Voy al baño, si no te importa.

—Claro que no. —Ella se levantó, los senos temblorosos, y le indicó el camino—. Detrás de esa cortina, junto al dormitorio.

—Gracias…

Vaciló, como si fuera a decir su nombre y hubiese caído en la cuenta de que todavía no lo sabía. Se sintió algo violento ante la posibilidad de preguntárselo. Seguidamente, Norm dejó escapar un breve quejido al experimentar una punzada en su estómago.

Se puso en pie. El perro volvió la cabeza para mirarle con una cierta malicia. Norm advirtió que no le había caído demasiado simpático. Caminó unos pasos, todavía cargado con la negra cartuchera y la pistolera. Se detuvo para desabrochar la hebilla de la cartuchera, la dejó caer sobre una silla de mimbre con un sarape en el respaldo y prosiguió su camino. Cruzó el umbral de la puerta y recorrió el corto tramo de pasillo que conducía al dormitorio, decorado con el mismo buen gusto que el resto de la casa.

Los retortijones eran cada vez peores, y apenas le permitían andar erecto. Entró en un cuarto de baño de estilo mexicano, con una bañera embaldosada, un luminoso tragaluz y un cesto colgante lleno de erizados cactus. El retrete era una costosa obra de lo más lujosa con accesorios de oro y un asiento acolchado en rojo. Más hibisco. Se sentó sobre la taza sujetándose el vientre, mareado y paralizado por los dolorosos retortijones. La casa estaba en absoluto silencio. No oía nada a excepción de sus quejidos y gruñidos.

Precisó varios minutos para evacuar todo aquello que le había causado molestias, si bien los retortijones desaparecieron casi de inmediato. Se limpió con papel higiénico y se volvió a medias para accionar la palanca de oro del depósito.

El ruido del retrete era inopinadamente fuerte. Experimentó una corriente de aire, frío y húmedo, en sus nalgas, y una succión que la sujetaba con fuerza al asiento acolchado.

Esa sensación fue tan inesperada que se asustó un poco. Era como si hubiese una aspiradora debajo de sus testículos. Trató de levantarse, pero constató con estupor que estaba firmemente pegado, como con cola, al asiento de la taza.

—¿Qué diablos…?

Colocó ambas manos sobre el asiento y empujó con fuerza, mientras flexionaba el torso, en su intento de desatascarse, como si sus nalgas fuesen el tapón de una botella de vino, pero todo su esfuerzo fue en vano. De hecho, experimentaba un intenso dolor por efecto de la compresión; estaba siendo tragado milímetro a milímetro por aquella increíble succión hacia el agujero del fondo. Asimismo, sintió una fuerte presión sobre sus genitales. Le dolían… ¡Dios, cómo le dolían!

Desesperado, se volvió y manipuló la palanca del depósito con la esperanza de poder cerrar el paso del agua. No funcionó. El retrete lo succionaba a través de una abertura de apenas treinta centímetros de diámetro. Un dolor insoportable aquejaba los huesos de sus caderas y la pelvis. Sus rodillas estaban unidas. Sus pies ya no tocaban el suelo. El retrete rugía como un ciclón.

Norm hizo lo único que le quedaba por hacer: gritó en petición de ayuda.

Pete Raff había dejado el cristal de la ventanilla abierto unos centímetros para dejar escapar el humo de los cigarrillos. Comía patatas fritas de una bolsa mientras trataba de imaginar lo que estaba sucediendo en el interior de la modesta casa. Sabía, a partir de lo que había oído decir a otros oficiales, que a las mujeres que ligaban con policías les gustaba que las esposaran y las pegaran suavemente en el trasero con la porra; el abuso de autoridad las enloquecía.

El grito que oyó lo sobresaltó. Algo iba mal. Era la mujer quien debería gritar a esas alturas, no Norm Granger.

Pete se apeó del coche de un salto y echó a correr hacia la casa con la linterna en la mano.

La leña amontonada sobre el porche olía a podrido, como si no la hubieran tocado durante años. Las tablas del suelo se hundían. Había una puerta metálica, estropeada y oxidada, que se caía a pedazos. La puerta principal estaba cerrada con cerrojo y candado. Nadie la había abierto esa noche; Pete se dio cuenta de ello a simple vista.

Pero en el interior de la casa Norm Granger seguía gritando, presa de terror.

Con el vello erizado por el pánico, Pete dio un par de vigorosas patadas a la puerta. Después, se dirigió hacia una ventana y abrió los viejos postigos. Rompió los cristales con el mango de su linterna y accionó frenéticamente el corroído picaporte del interior, pero no consiguió abrir la ventana. Optó por no insistir más y fue en busca de un tarugo de madera que le permitiera derribar el marco. Trepó al alféizar y saltó al interior del recibidor de la casa. Los vidrios caídos crujieron bajo sus botas. Sacó su revólver y lo amartilló.

La estancia era más fría que la temperatura ambiente en el exterior. El suelo estaba recubierto de linóleo. Las paredes de yeso tenían manchas marrones de humedad. El único mobiliario lo constituían un raído sofá con suficientes agujeros como para convertirlo en un hotel para ratones, y una silla de madera con sólo tres patas recostada sobre la pared.

Vio la cartuchera y la pistolera de Norm sobre el asiento de la silla, y la camisa y los pantalones de su uniforme doblados encima de un radiador. Oyó gritar a Norm de un modo ahogado, como si le fallara la respiración.

Pete siguió el haz de su linterna hacia la parte posterior de la casa, donde encontró una puerta entreabierta. Oyó el ruido del agua de un depósito. Ahora apenas podía oír a Norm Granger. Sin embargo, percibía unos crujidos fuertes y secos, como los de un bosque de abedules tras una tempestad de nieve. Atravesó un pequeño dormitorio y localizó el cuarto de baño con la ayuda de su linterna.

Allí vio pies, tobillos, piernas; vio manos, muñecas y brazos, todo ello asomando de un viejo retrete de madera como si se tratara de una extraña y provocativa escultura viviente. Los dedos de las manos y los pies se movían. Pero el centro de la composición, aprisionado entre las blancas y velludas extremidades, era el rostro hinchado y congestionado de Norm Granger. Sus labios aparecían amoratados bajo la presión de una lengua monstruosa. Sus ojos reaccionaron a la luz, y se abrieron un poco, para luego cerrarse. El retrete rugía como un géiser, emitiendo ruidos de succión mientras los huesos de Norm seguían comprimiéndose y rompiéndose. Se hundió todavía más en el agujero de la taza.

—¡Aaahhhh! —gritó Pete Raff.

Se apartó con tal brusquedad de la escena que se golpeó el rostro contra el marco de la puerta y vio las estrellas. El impacto le hizo soltar la linterna, que se apagó al caer al suelo. Lágrimas de dolor surcaban sus mejillas cuando, en medio de la aterradora oscuridad, se agachó para recoger la linterna.

Los crujidos seguían sucediéndose. Pete sostuvo la linterna entre sus temblorosas manos y volvió a encenderla. El potente haz de luz iluminó todo el cuarto de baño. No pudo resistir la tentación de ver qué ocurría en el retrete: los dedos de las manos desaparecían lentamente, los largos dedos de los pies de Norm iban siendo engullidos, hasta que sólo asomaba la negra uña del dedo gordo que se había lastimado al dejar caer la nevera que trasladaba cuando ayudaba a su cuñado. Luego, una última y fragorosa aspiración tuvo lugar y todo desapareció. El retrete empezó a enmudecer de forma gradual, pero entonces Pete ya no podía oír nada más que los ensordecedores latidos de su corazón.

Se aproximó al agujero con exasperante lentitud. Invirtió la mayor parte de su existencia para llegar hasta él.

Miró al fondo de la ensangrentada taza, donde el agua iba perdiendo progresivamente su tonalidad rosada.

Una enorme burbuja circuló por la tubería y le salpicó de agua. Pete dio un paso atrás. Las raíces de sus cabellos se habían convertido en carámbanos. Cuando volvió a mirar, un globo ocular flotaba en el agua, con los nervios oscilando como los tentáculos de una medusa. Pete no podía dejar de observarlo.

—Oh, Pete. —Oyó la nítida voz de su madre al otro lado del pasillo—. ¿Piensas quedarte allí dentro toda la noche?

Volvió la cabeza lentamente y replicó con voz infantil:

—No, mamá. Ya he terminado de bañarme.

—¿Te has lavado las orejas?

—Sí.

—¿Te has lavado el pito?

—Sí.

—Asegúrate de desatascar el desagüe de la bañera. Tu padre llegará a casa dentro de poco, y querrá darse un baño también.

—Ya lo he hecho.

—Me ha parecido oír a King en la puerta trasera hace un rato. ¿Quieres abrir la puerta para que entre? Yo debo terminar de zurcir la ropa.

—Está bien, mamá.

—Ponte las zapatillas antes.

—¡Ya me las he puesto!

—Bueno, ya sabes que siempre tengo que recordarte las cosas —dijo su madre con suavidad.

Pete cogió su pistola de juguete y fue en busca de King. Parecía una pistola de verdad. Si la veía un ladrón, saldría huyendo. Pete tenía seis años de edad y los ladrones no le asustaban. Aun así, le gustaba llevar siempre la pistola consigo.

King no estaba en el porche trasero cuando salió a buscarlo. Pete vio huellas frescas en la nieve que se alejaban de la casa, en dirección al jardín que replantaban cada primavera.

Allí vio al perro que brincaba y retozaba, levantando cúmulos de nieve. Pero ese animal de largas patas no se parecía mucho a King, que era un rechoncho perro mestizo y con las orejas cortadas. Éste era larguirucho, lanudo y casi del tamaño de un poney, y tenía un hocico largo y puntiagudo. Llevaba una persona montada sobre su grupa, que se asía fuertemente a su espeso pelaje. Fascinado, el pequeño Pete apretó su rostro contra el frío cristal de la puerta trasera, y contuvo la respiración para no empañar el vidrio.

El jinete del perro era una señora de cabello largo y oscuro, y, mientras la contemplaba, advirtió que estaba desnuda. Se divertía de lo lindo. Pete podía oír ahogados estallidos de risa mientras el animal la llevaba fogosamente de un extremo del patio a otro, saltando con ella sobre la barbacoa de piedra cubierta de nieve. Era a la vez el príncipe de los perros y un payaso, lo cual hizo reír a Pete. No obstante, había en su hilaridad una sombra de inquietud.

Levantó la pistola de juguete hacia el cristal en un intento de ahuyentar este sentimiento.

—¡Bang! —dijo—. ¡Bang!

El peludo perro seguía, incansable, brincando de un montón de nieve a otro, iluminado por la incandescencia de sus ojos como si fueran fuegos de artificio.

La mujer advirtió la presencia de Pete, y su fascinación ante su desnudez, los grandes senos semejantes a huevos duros que dejaban la yema al descubierto, se tornó deseo y culpabilidad a la vez. No podía soportar el escrutinio de aquellos ojos negros y amenazadores. La mujer condujo deliberadamente al perro hacia la puerta trasera. Pete se dejó caer deslizándose sobre el cristal y se sentó de espaldas a la puerta.

Tendría que contar a su madre lo del ojo en el retrete. Algún día lo haría.

Había tirado de la cadena una y otra vez, pero el ojo se había negado a bajar hacia el fondo.

Su madre no se iba a creer que no había sido culpa suya que hubiera un ojo en el retrete.

Con el labio inferior salido y las mejillas ardiendo, Pete jugó con la pistola en su regazo. Le parecía más larga y pesada, desconocida. Pasó el dedo meñique por la mira y lo hizo descender hasta el agujero de la boca del arma; después, recorrió los quince centímetros del cañón hasta el seguro del gatillo. Rodeó con los dedos el hueco de la boca del largo cilindro. Tenía el mismo tamaño que la punta de su pito.

Entonces oyó los fuertes golpes de la pata del perro contra la madera de la puerta, y sintió miedo.

—¡No puedes entrar! No hasta que esté preparado.

En el lomo del animal había también espacio para él. Lo sabía. Pero si salía y montaba junto a la mujer desnuda, quién sabe si volverían a llevarle a casa.

Pete se echó a temblar. Sabía que nadie iba a creer nada de lo que pudiese contarles, sólo porque Norm tenía un inepto por compañero.

Trató de apretar el gatillo del revólver con el dedo índice, pero se le resistió.

La voz de su madre le llamaba desde la escalera, requiriendo su presencia. Ya había oído ese tono otras veces. Significaba…, significaba…

¡Estaba metido en un buen lío!

—¿De dónde ha salido el ojo que hay en el retrete, Pete Raff? No me gustaría estar en tu lugar cuando tu padre llegue a casa.

¡Pam! ¡Pam! El perro del hocico afilado quería hacerle salir. Pero Pete no necesitaba verle de cerca para averiguar que tenía dientes y garras poderosos.

—Lo que me gustaría saber —decía el capitán Moorman con severidad— es cómo estando usted allí, Raff, dejó que el pobre Norm se ahogara en ese retrete. ¿Me está escuchando, Raff? Más vale que encuentre una respuesta, y pronto.

—Oh, mierda —murmuró Pete, sabiéndose un hombre perdido.

Ya nadie lo quería. Lo mejor que podía hacer era ir a acostarse. Tal vez a la mañana siguiente las cosas volverían a ir bien.

Nunca le había gustado la oscuridad. En realidad, la odiaba. Quería luz, cuanta más, mejor. Cuando el sol resplandecía, rara vez sucedían cosas desagradables.

Su dedo volvió a apretar el gatillo de la pistola. Deliberadamente, con agresividad.

La luz del alba incidió de pleno en el rostro de Pete Raff, mientras los saludos, las despedidas y las banderas ondeaban en una brisa cálida y rojiza. Una silbante partícula de un meteorito llegado del espacio exterior describía órbitas alrededor de un ojo cansado y asombrado, en tanto que el cerebro, hirviendo con la efervescencia de un nido de avispas, entregaba sus últimos destellos de memoria y arrepentimiento en forma de estridente nota musical de corneta.

El hijo de la noche infinita
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