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—Martin, todavía no te has vestido.
Louise Vale había descubierto, sin necesidad de adivinarlo, el paradero de su marido: la habitación de Karyn. Había encendido la lámpara de cristal y abierto las ventanas que ofrecían una vasta panorámica sobre el estrecho. Una gélida brisa de abril hacía oscilar las cortinas. La estrella vespertina brillaba como un solitario entre las desnudas ramas del roble. Martin Vale estaba sentado en el borde de la cama cubierta con un edredón de color rosa, los ojos fijos en la ventana y un vaso en la mano.
—Creo que no voy a salir esta noche.
—¿No quieres ir a la fiesta de cumpleaños de Bill? Es tu socio. Y éste es un hito muy importante en su vida. Si no asistes, nunca lo comprenderá.
Con la voz enronquecida por el jarabe del dolor, Vale dijo:
—¿Acaso comprende alguien lo mucho que la quería? Yo deseaba lo mejor para ella.
—Oh, Martin. Claro que sí. Todo el mundo lo comprende. —Suspiraba por sentarse a su lado, pero hubiera sido una violación de la intimidad que él intentaba restablecer con su hija en esa habitación—. ¿Qué te pasa, Martin? ¿Es el juicio lo que tanto te preocupa? El juicio no empezará hasta dentro de seis semanas, por lo menos. No puedes obsesionarte así…, sólo conseguirás acabar de hundirte.
—Algo va a ir mal. Lo presiento. Devon saldrá de la cárcel. No será castigado como se merece.
—Es esa absurda posesión demoníaca lo que te preocupa. Tommie te dijo que no debías pensar en ello. El alegato no será autorizado.
—Tommie es un buen hombre, pero tiene las manos atadas por un fiscal de pueblo que carece de la suficiente experiencia para tratar un caso como éste. Hay demasiadas puertas de escape por las que ese chico puede evadirse, y quedará libre en uno o dos años.
Vale volvió el rostro hacia su esposa con lentitud. El contorno de sus ojos, que adoptaba un color hepático cuando el ejercicio y el descanso compensaban la tensión, era ahora negro como el de un oso panda. El bronceado que lucía en el mes de enero se había tornado amarillento en las arrugas verticales que surcaban su cara. No había vuelto al club náutico para nadar sus cuarenta piscinas y charlar con los amigos en el bar. Tenía muy poco apetito.
—Daría cualquier cosa, incluso la vida, para que eso no ocurra.
Ella habló con severidad, presa de miedo:
—Debes terminar con esto. Todos sufrimos. La ley no puede ser tan cruel e indiferente como crees. Escucha a Tommie. Ahora tenemos que ir a cenar, y no aceptaré ningún tipo de excusas.
Un reloj del siglo XVIII ubicado sobre una cómoda francesa emitió un zumbido y empezó a dar campanadas. El tiempo pasaba por la habitación con la celeridad de balas de plata que se perdían en la oscuridad de las ventanas. Martin Vale extendió una mano como para pedir al reloj que se detuviera y volviera hacia atrás. La mano fue traspasada de forma invisible; Vale se la llevó a la boca, con los ojos desorbitados. Silencio. Karyn, inmaculada, lo contemplaba desde un retrato colgado en la pared. Recuerdos. Recuerdos.