116

En la sala del tribunal al que Zarach Bal-Tagh había sido citado, el tiempo carecía de todo sentido.

En el preciso instante en que se paró el reloj, la luz del día, oculta en sus matemáticas, se invirtió y giró en espiral hacia el centro del febril eclipse.

La luz cambió con rapidez. En la desorientadora intensidad de un tono bermejo los rostros resplandecían como lingotes rosados. Una perturbación magnética los peinaba, uno por uno, enorme como una marea estelar.

En cada ventana oscilaban unas alas diminutas. La sala se había convertido en un nido, y sus ocupantes constituían el alimento.

El acusado se levantó en el estrado de los testigos y bajó la mirada hacia los espectadores cautivos. Miró al jurado compuesto por aquellos que ya no eran sus semejantes. El fulgor de sus ojos pintaba la sala con sombras magenta.

A todos ellos les concedió clarividencia, y de todos, salvo unos pocos, recibió razón.

Se vieron trasladados al extremo opuesto del universo, el nido suspendido sobre un abismo terrorífico en su inmensidad, ardiente en su oscuridad. Allí, el alma de un hombre no tenía más esperanza de sobrevivir que una gota de agua en un desierto, y todos gritaron telepáticamente embargados por el terror.

El acusado sonrió ante ese tributo a la efectividad de su ejercicio inicial. Luego, su magia se tornó más violenta.

Aquellos que trataban de escapar de sus asientos, y que al hacerlo pisoteaban a los demás sin consideración y se debatían contra puertas y paredes inquebrantables, se encontraron inmovilizados por métodos harto ingeniosos.

Tommie Harkrider sólo había dado dos pasos cuando sintió un dolor penetrante en el tobillo izquierdo. Bajó los ojos y vio que había caído en un cepo formado por las mandíbulas de un cráneo humano. Unos afilados dientes le cortaban la carne hasta el hueso.

En la mesa del ministerio fiscal, Gary Cleves podía mover manos y pies, pero no la cabeza. Su barbado mentón permanecía pegado a la mesa, y tenía la lengua fuera de la boca y clavada con una estaca de madera. Mientras luchaba por liberarse, la estaca crecía como un árbol de la raíz de su lengua, a la vez que su cuerpo se descomponía para alimentarla. Y en las ramas del árbol que se erguía sobre él, unas figuras deformes se agitaban y extendían sus alas.

Delante del acusado, Edith Leighton tenía la cabeza gacha, casi pegada al pecho. Sola en medio de la atmósfera rojiza, del fulgor de color sangre que había convertido los otros rostros en máscaras angustiadas sumidas en sombras, Edith resplandecía como una linterna. La antaño relajada carne de su cuerpo palpitaba ahora con frenesí. Era insensible a los horrores que la acosaban, a la mordaz vanidad del maestro de ceremonias, su opresor. Los ojos de la abogado estaban entornados, pero asumían una firme profundidad. Su interior era una maraña ardiente de nervios, un rompecabezas de impulsos, un transmisor psíquico.

Louise Vale, la afligida madre de Karyn, se encontró tendida sobre la espalda con las rodillas levantadas y el vientre convertido en una agitada montaña mientras concebía… incesantes camadas de roedores que, nada más ver la luz, empezaban a penetrarle las venas con sus voraces incisivos para nutrirse.

Los ojos del opresor caían sobre todos los presentes uno por uno. Su espeluznante alquimia hervía en el interior de aquella mente secreta.

Algunos resistían el ataque con sorprendente entereza; sus mentes se mostraban sólidas. El padre James Merlo, acostumbrado a toda suerte de horrores, rezaba con insistencia en apoyo de Edith Leighton, rezaba por una involución del torrente negro.

Y todavía no habían visto nada del enorme poder del opresor. Ya no tenían que mirar al rostro de Zarach Bal-Tagh.

Gina Devon, con la mente serena como un estanque helado bajo la amenaza de una luna fugitiva, buscó la fuerza de su marido. Al volverse hacia Conor, constató que se había partido por la mitad a la altura de la cintura para convertirse en dos feroces lobos de ojos amarillentos que trataban de morderse uno a otro.

Lindsay Potter, violada una vez más por el día del juicio final, aceptaba su dolor y se estremecía en orgasmos que herían sus entrañas. Con los nervios desbocados y la carne cayendo de sus huesos como gotas de lluvia oscura, añoraba un amor más poderoso y verdadero.

«¿QUIÉN ME BUSCA?», susurró una voz en sus mentes.

Edith sentía las convulsiones, la lucha por entregarse en los tres miembros del jurado que también ella codiciaba: Mary Adelaide Hotchkiss, Ivan Mandelko y Gerald Aughtman. Percibía la confusión de sus almas desnudas. Luchó contra la intrusión de Zarach Bal-Tagh, quien se arrastraba como la serpiente y la adulaba con un ojo inmóvil. Los rasgos del rostro de Edith resplandecían en los destellos del reloj de sol que colgaba sobre su pecho.

Su propio poder obligó al opresor a tomarse un respiro. Pero entonces, enriquecido por la violencia que se desataba a su alrededor, por un miedo primario y por la sangre, descendió del estrado de los testigos. Y, a cada uno de sus majestuosos pasos, se agrandaba cada vez más.

Tommie Harkrider cayó temblando a los pies del opresor, quien no obstante miraba a Edith. Los ojos de Edith, por su parte, escrutaban la lejanía desde el halo de luz blanca que la protegía.

Él sabía que la mujer no podía, por sí sola, detener su transformación, su tumultuoso desarrollo.

En un bello gesto de desarme, Zarach Bal-Tagh se reveló a sí mismo.

En el idioma en que todos podían entenderle —y expresarse—, lo escucharon. Habló con la seductora lira de su paladar, con el gracioso silbido de su lengua.

Su mirada se equiparaba a su voz. En medio del caos rojizo, de la anarquía de los sentidos, de la autosugestión, relucían los ojos dorados del redentor.

SOY ZARACH —anunció—. SÓLO YO PUEDO SALVAROS.

—¡Sí, sálvanos! ¡Zarach! ¡Zarach! ¡Sálvanos!

Amenazados, humillados, le pedían una chispa de compasión.

Edith emitió un gruñido, como sumida en un sueño propiciado por la administración de narcóticos.

—¿QUIÉN SOY YO? —preguntó Zarach.

—¡Tú eres el Señor! —le respondieron, olvidando el dolor, obsesionados por su esplendor.

Él asintió, complacido. Con sus dos metros y medio de estatura, ataviado con el plumaje del ave fénix, extendió los brazos para abrazarles.

—¡No! —gritó Edith, en la única lengua que no podían comprender.

Casi nadie la oyó.

ENTONCES SERÉIS SALVADOS —dijo Zarach—, Y TODOS LOS DE VUESTRA ESTIRPE.

—¡Todos! ¡Todos!

Y TODOS LOS MORADORES DE LA TIERRA QUE VENGAN A MÍ Y SE ENTREGUEN A MÍ, TAMBIÉN SERÁN MIS HIJOS.

—¡Todos vendremos a ti, Señor! ¡Te seguiremos!

—Él no es un salvador —les advirtió Edith—. Es peor que la muerte. ¡Es la Noche Infinita!

Pero ya habían sufrido demasiado; daban crédito a las mentiras de Zarach. Muchos de ellos se recreaban en su incontestable majestad: las fosas de luz en las sienes, la blancura láctea y la sangre de sus mejillas, la piedad en la palma de su mano extendida. Su fornido cuerpo los atraía como el cielo atrae al pájaro.

Aun cuando seducía a los demás, Edith sentía la fuerza de Zarach crecer como la marea de un mar embravecido, cernirse sobre la luz del reloj de sol que con tanto celo había conservado. La amplitud y negrura de la ola que se aproximaba la caló hasta la médula espinal. En medio de aquella mortaja de sal se abrían unas bocas que aspiraban la luz que emanaba de su pecho… y después sus huesos, debilitados y vacíos.

«Ten coraje», se dijo a sí misma, cegada por la tempestad que estallaba en torno a su cabeza, y fatigada por los aullidos de las casi enloquecidas almas que debía apartar del dominio de Zarach.

Edith levantó las manos a la altura del pecho, con los dedos extendidos hacia fuera. El reloj de sol relucía entre sus manos como un lucero.

Luego concentró la luz en un rayo blanco y volátil. A continuación, relajada, Edith proyectó la refracción de la luz a la tribuna del jurado, hacia las oscurecidas mentes de Hotchkiss, Mandelko y Aughtman.

Al primer intento por conquistar la tétrada, antes de que liberara su poder, la voz cantarina de Zarach Bal-Tagh se interrumpió, y el opresor montó en cólera. Volvió a hacer acopio de sus facultades mágicas y atormentó con ellas a todos los presentes. Nuevos horrores abundaron en la sala.

En un paisaje invernal, Martin Vale sollozaba rodeado por la carne mutilada de su hija. Seleccionaba pedazos de pies, manos y cabello tratando de juntarlos mientras muy cerca, en cuclillas, Richard Devon, con los ojos embrutecidos por la locura, devoraba el corazón que sostenía entre sus manos chorreantes de sangre. El sol proyectaba rayos oscuros como los pétalos de una rosa negra.

—¿QUIÉN ME BUSCA? —preguntó Zarach.

—¡Zarach! —gritaron de nuevo en un gemido.

Las manos del juez Winford contenían los rostros de sus hijos, con las gargantas hinchándose entre los crueles tendones de sus muñecas, los ojos de un tono azulado. Empezó a aplaudir con tristeza, ignorando sus gritos y el crujido de sus huesos. No se cansó de dar palmadas hasta que los rostros quedaron aplastados, mezclados, irreconocibles.

La población de la sala del tribunal se duplicaba a cada momento. Había hormigas, serpientes con forma de abanico y una enorme profusión de bestias repugnantes de especies desconocidas. Había mujerzuelas con aguijones de escorpión enroscados sobre los hombros y ojos pérfidos como el oro. Un tropel de jóvenes de rostros tersos y caderas peludas se tambaleaban sobre sus patas. Gatos desmesurados, marfileños y encolerizados, batían lentamente sus alas de chova. Viejos demonios pintados con colorete hundían las largas uñas de sus manos como estoques en las almas desprevenidas. Antiguos moradores de este mundo, eran los descarriados, los traidores, los corruptos. Contribuyeron al tumulto hasta que la luz pura y fina de la cruz de la tétrada brilló entre aquella confusión rojo sangre.

Los demonios menores huyeron espantados ante la visión de la cruz que brotaba de la punta del esternón de Edith y atravesaba toda la sala para ir a reflejarse en la tribuna del jurado. Regresaron con rapidez, mientras gritaban y aullaban a la Noche Infinita. Corrían con las manos vacías en tanto Zarach tronaba. El opresor fijó su atención en Edith, fuente de su potencial derrota. Sus ojos asumían el peso de rocas que cayeran en el vacío; su continencia se equiparaba a la del volcán que se erguía sobre el reloj de sol de Heraclio.

Alentada por la ley de la luz, confiada en sus energías, Edith se estremeció, se aferró a la vida con la misma solidez con que una hoja húmeda se pega al cristal de una ventana.

«TÚ ERES QUIEN ME BUSCA, EDITH».

Ella había estado preparándose para el dolor, para el tormento de sentir su mente presionada hasta filtrarse gota a gota a través de los huesos del cráneo. Pero no se había preparado para soportar la humillación de esa confianza.

«Yo, no».

Su odio hacia Zarach casi la dejaba exhausta; nunca antes había experimentado tanta debilidad.

Él se acercó a la luz tanto como se atrevió. Espiaba a Edith como un gigante a través de una cerradura. Ella parpadeó, sus pupilas se oscurecieron ante la belleza de su cabeza.

«YA LO VEREMOS».

Zarach se retiró a una distancia más prudencial, al tiempo que se encogía de hombros. En el momento siguiente, con un chasquido de sus dedos, se desprendió de su ardiente plumaje de resurrección y se mostró desnudo ante los fascinados ojos de Edith. Su cuerpo estaba formado por una torre de espejos, prismas resplandecientes de magia donde ella vio (con los ojos cerrados pero viendo a través de los párpados) lo que más temía ver:

Ella misma.

«¡No!».

Pero percibió una agitación en el aire, en aquellos fríos espejos de velatorio: sus venas desgarraban la carne y se retorcían en torno a la luz.

El poder de la tétrada empezó a remitir; la luz se desvanecía.

En el cuerpo esclavizador y cubierto de espejos del demonio, Edith se sumergió en las profundidades donde se pierde el dolor.

«No debo fallar».

Otra demostración de su magia: Zarach le mostró el lado gemelo de su propia naturaleza, con todas sus flaquezas y defectos magnificados por el mal.

JUNTOS PODRÍAMOS HACER GRANDES COSAS, EDITH.

Quedaba ya muy poca luz; su sombra se intensificaba con celeridad y de un modo inexorable.

Era voluntad de Dios que la sombra existiese. Y Zarach era una parte de Dios; poderosa, sí, pero imperfecta. Podía atormentarles, hacerles sufrir; pero en su sufrimiento eran redimidos. En ello consistía el poder que tenían sobre Zarach, e incluso cuando ella se sabía más débil y dispuesta a sucumbir bajo la losa de sus ilusiones demoníacas, persistía un último y exultante destello del espíritu de Edith Leighton.

Edith buscó el reloj de sol que llevaba sujeto por la cadena alrededor de su cuello blanquecino, y encontró la fuerza necesaria para romper la cadena.

Se volvió y lanzó el pequeño reloj de sol hacia los rojos y humeantes ojos del demonio-mago en los espejos.

En el aire, el reloj de sol empezó a brillar de nuevo, y fue a impactar en el cuerpo de Zarach con la fuerza y luminosidad de un cometa. La luz estalló de un modo penetrante, intensificada por las caras hechas añicos de los espejos. Lanzas de luz incidieron sobre todos los rincones de la sala del tribunal a medida que el ardiente reloj de sol iba penetrando nuevas paredes de cristales que caían en forma de cascada. Zarach se debatía, se desmoronaba a trozos, y rugía como un tornado mientras los cristales volaban por los aires hacia un pozo distante de oscuridad, siguiendo la trayectoria del reloj de sol. La sala estaba iluminada como un mediodía tropical, pero sin calor. Sólo el pozo de oscuridad, el acceso a la Noche Infinita, persistía, convertido en una vorágine de tinieblas estigias espantoso de contemplar.

«Devuélvenoslo —rezó Edith—. Devuélvenoslo. Ahora».

Del pozo de oscuridad emergió algo volando, al principio casi demasiado pequeño como para ser captado por el ojo. Luego Edith observó que era un cuerpo humano, pequeño pero bien formado, que giraba en la luz. Poco antes de tocar el suelo, adoptó las dimensiones de un hombre.

Richard Devon estaba tendido en el suelo boca abajo, crispado, aturdido, exhalando un grito por toda respiración. En ese mismo instante, el negro acceso se redujo al tamaño de un punto, y, acompañado de un alarido sobrecogedor procedente de una garganta no humana, se cerró.

El reloj de sol apareció en la mano extendida de Rich. Su luz seguía fluyendo sobre ellos como un mar cálido y nutritivo. Bálsamo para los ojos, para la mente. Nadie se movió. Nadie conservaba la facultad de hablar, o de pensar con excesiva claridad. Pero ya no había necesidad de pensar. Todos compartían la misma necesidad insaciable de bañarse en la luz purificadora y limpiarse en ella.

El hijo de la noche infinita
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