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En Heraclio, la plaza estaba ahora desierta, salvo por la presencia de Sigrid Torgeson.
El reloj de sol de bronce resplandecía con los últimos rayos del sol poniente.
Las gaviotas revoloteaban por el cielo chillando con estridencia.
No soplaba viento, pero la fuerza emergente del reloj de sol levantó el cabello rubio de Sigrid hasta dejarle las sienes al descubierto. Su cuerpo, cubierto por una camiseta, fue perfilado por un aura de luz blanca centelleante e intensa.