60

Gina había llegado a la escuela algunos minutos después de las doce, y encontró un sitio donde estacionar el vehículo en la calle adyacente a la rectoría. Era la hora de comer, y el patio de la escuela estaba abarrotado de niños que corrían y gritaban alocadamente, muchos de ellos en mangas de camisa debido a la elevada temperatura.

Mientras Gina atravesaba el patio, pasando ante la imagen de la Virgen erigida junto a la rectoría, escrutó con la mirada la marea de niños absortos en sus juegos, pero no vio a Dean ni a Charles. Todos los cursos tenían varias opciones para ocupar el tiempo libre que sucedía a la comida, y era probable que los niños se hallaran en algún departamento jugando con ordenadores o con animalitos.

Subió un tramo de escalera y pasó ante la puerta doble del jardín de infancia, que ya estaba cerrado. La directora del centro, Irene Wimbledon, la esperaba en los despachos situados frente a la sala de conferencias del primer piso. Era una mujer pequeña y rellenita que no hacía más que asentir y sonreír con una actitud servil. A pesar de la primera impresión, Wimbledon era una administradora inflexible que había sobrevivido cinco años en el cargo bajo la autoridad de un párroco caprichoso y temperamental que aborrecía a las mujeres a excepción de la Virgen María, por la cual sentía una especial devoción sobre la base de sus referencias.

—¿Dónde está? —gritó Gina, sin aliento—. ¿Se encuentra malherida? ¿Qué ha pasado?

Wimbledon puso una mano firme y tranquilizadora sobre el brazo de Gina.

—Hillary se ha salvado por los pelos de lo que pudo haber sido una caída fatal. Tiene algunas contusiones y erosiones, pero no está herida de gravedad, sólo terriblemente asustada por la experiencia. El padre Toomey se encuentra ahora con ella en el santuario. Me hago cargo de su impaciencia por verla pero, por favor, pase a mi despacho un momento.

Gina se dejó acompañar por un pasillo que discurría entre varias oficinas separadas por grandes cristaleras hasta un despacho con revestimientos de madera de color rosa y moqueta gris. La señora Wimbledon cerró la puerta y se sentaron frente a frente en sendas sillas de cuero con estructura metálica.

—He llamado al doctor Wersheba. Por desgracia, se halla en el hospital de San Antonio, pero me han asegurado que vendrá otro médico tan pronto como pueda.

—¿Por qué necesita un médico? —preguntó Gina.

Sentía su rostro entumecido como si se lo hubieran embardunado con una espesa capa de cola, y apenas podía mover los labios. El resto de su cuerpo temblaba visiblemente.

—Hillary se encuentra en un… estado de gran agitación. Creo que debo ser totalmente sincera con usted. Está histérica, y necesita que le administren tranquilizantes y la examinen. Existe la posibilidad de que alguien la haya atacado.

—¿Aquí? ¿En la escuela?

—Eso me temo.

—¡Yo misma la llevaré al hospital!

—Dudo mucho que Hillary quiera ir con usted. No saldrá del santuario. Cree que es el único lugar seguro para ella, al menos por ahora.

—Bueno, ¿qué le ha ocurrido?

—Sabemos que sufrió dolores de vientre durante la clase de ciencias sociales. El señor Rauscher la acompañó a la enfermería, donde la señora Groveman hizo que se tendiera en la litera. La señora Groveman dejó a Hillary sola un momento para venir al despacho a telefonearla. La línea estaba ocupada. Al terminar su clase, el señor Rauscher subió a interesarse por el estado de Hillary. Cuando abrió la puerta de la enfermería vio a Hillary muy cerca de una ventana que, creemos, ella misma había abierto. Estaba apoyada sobre el alféizar, echada hacia atrás, y el señor Rauscher asegura haber visto una expresión de pánico indescriptible en su rostro.

—¿Llevaba… puesto el uniforme?

Wimbledon asintió.

—Estaba completamente vestida. El señor Rauscher sólo dispuso de unos segundos para hacerse cargo de la situación. Su sexto sentido le indicó que iba a caer…, o saltar, desde la ventana. Usted ya conoce al señor Rauscher, ¿no es cierto? Fue un destacado atleta en su universidad, y goza de unos reflejos excelentes para un hombre de su fuerza y corpulencia. Alcanzó a Hillary en el preciso instante en que ella empezaba a caer y logró asirle por una pierna e izarle al interior de la habitación. Se libró por los pelos.

Gina permaneció inmóvil, mirando a la directora con lágrimas en los ojos.

—¿Por qué cree usted… que alguien quería raptarla?

—Yo no he hablado de rapto, he dicho que tal vez alguien la atacó. La expresión de su rostro…, bueno, más vale que la vea y juzgue por usted misma.

—Espere…, espere un momento.

Gina hurgó en su enorme bolso en busca de un pañuelo de papel, dejando a un lado el revólver Colt Python que su licencia de armas le permitía llevar. Se secó las mejillas y se miró los ojos en un espejito; decidió que no merecía la pena recomponer el maquillaje. Asintió.

—Muy bien, estoy lista —dijo.

Gina pudo oír a su hija tan pronto como abrió la puerta lateral del santuario. La voz de Hillary tronaba en el interior del templo.

—¡BENDITA TÚ ERES ENTRE TODAS LAS MUJERES Y BENDITO ES EL FRUTO DE TU VIENTRE, JESÚS!

Hillary estaba arrodillada en el primer banco a la izquierda del santuario. El jesuita recientemente asignado al Santo Sacramento, el padre Toomey, estaba sentado junto a ella. Las luces instaladas sobre el altar habían sido encendidas.

SANTA MARÍA MADRE DE DIOS

La niña hizo una pausa para respirar. Su cuerpo temblaba presa de la agonía de una compleja emoción. Tenía un rosario enrollado en un puño.

—¡RUEGA POR NOSOTROS PECADORES, AHORA Y EN LA HORA DE NUESTRA MUERTE, AMÉN!

Gina recorrió el santuario a la carrera. Hillary y el sacerdote la oyeron acercarse. Hillary alzó la vista y, en seguida, se agachó, como si se negara a reconocer a su madre. Tenía el rostro húmedo, por el sudor o las lágrimas. Había una marca rojiza en su frente semejante a una quemadura solar.

Gina, desconcertada, se detuvo junto al banco y se llevó las manos a la boca. El padre Toomey, un hombre joven y delgado, se puso en pie, rascándose perplejo el poco cabello que le quedaba.

—¿La señora Devon?

—¡NO PUEDO HABLAR CONTIGO! ¡TENGO QUE REZAR!

Gina no había visto nunca unos ojos tan cansados y torturados. Venció el irresistible deseo de desvanecerse, y supo conservar la calma. Hillary volvió la cabeza, contemplando la estatua que había a un lado del altar. Un cirio pascual de color gris había sido arrancado, tal vez por Hillary, revelando una Virgen esmaltada con un tono de piel opulento y unos ojos tristes y sombríos.

SANTA MARÍA MADRE DE DIOS

Las cuentas plateadas del rosario emitían un sonido metálico en sus manos temblorosas.

—¿Qué le ha ocurrido a Hillary en el rostro?

—No lo sabemos.

—No lo sabemos —repitió la señora Wimbledon, suavemente, a su espalda. Gina se volvió hacia ella.

—¿No pueden traer a un médico aquí?

—¡… AHORA Y EN LA HORA DE NUESTRA MUERTE, AMÉN!

Gina se arrodilló delante de su hija.

—Hillary.

Hillary interrumpió su letanía, jadeando. Sus ojos giraban con éxtasis.

—Vete. Vete. Sólo quiero hablar con la Virgen María. —Se había mordido la lengua y había sangre en el labio inferior. Levantó los ojos hacia el alto jesuita. Gina hizo lo mismo. Su sonrisa parecía desesperada, dadas las circunstancias, pero sólo estaba nervioso—. Ella me escucha, ¿no es verdad? ¡Ella me protegerá! ¡No permitirá que se me lleven!

—¿Quién quiere llevarte? —preguntó Gina.

Trató, con maternal firmeza, de coger las frías manos de su hija, encadenadas por el rosario. Hillary se puso en pie gritando, y se apartó de Gina.

—¡NOOOOOO!

Trepó sobre el banco y echó a correr hacia el altar, donde se postró ante la imagen de Cristo crucificado que había junto a la pared. Mientras Gina se incorporaba lentamente una pueta del nártex se abrió con un estruendo cavernoso. Recorrió la amplia nave con la mirada y vio una oscura figura que llevaba en la mano lo que parecía un maletín de médico.

—¡Hola! Soy el doctor Richards.

—Oh, gracias a Dios —murmuró Gina. Alzó la voz y dijo—: ¡Aquí, doctor!

Hillary se arrastraba por el suelo sin dejar de gritar. Gina se sujetó el estómago con ambas manos, sintiendo a su hija allí dentro como un peso largamente olvidado, fetal pero sereno. Eso intensificó su pánico; se sentía enferma de dolor.

El médico recorrió, desgarbado, la nave central. Llevaba un traje gris y unas enormes gafas de cristales rosados. No debía de ser mucho mayor que el padre Toomey. Apenas tenía rasgos faciales destacables: una nariz sembrada de espinillas y unas cejas finas y pálidas. En contraste, sus ojos eran de un negro intenso y parecían pegados a la superficie de los lentes, curvos y teñidos. A Gina le recordaba a algunos Teleñecos, pero éste no resultaba simpático y entrañable. Sintió repugnancia por Richards, por lo que presintió, de manera instintiva, era, en esencia, una naturaleza frígida. Con todo, se trataba de un médico.

Echó un vistazo a Hillary, quien se hallaba postrada sobre rodillas y codos, balanceándose y chillando. Luego miró a los adultos.

—¿Qué problema hay?

—Es mi hija —explicó Gina—. Alguien debió de atacarla. Actúa como si ni siquiera me conociera. ¿Puede usted hacer algo?

—¿Cómo se llama?

—Hillary Devon.

El médico asintió y abrió el maletín. Sacó de él una jeringa y un frasco precintado.

—Antes que nada tendremos que tranquilizarla.

—¿Qué es eso?

—Un sedante. Necesitaré un poco de ayuda… Usted distraiga a Hillary unos segundos. Ella tratará de resistirse. Sujétela con fuerza.

Volvió a hurgar en su maletín, esta vez en busca de un botellín de alcohol y un paquete de algodón hidrófilo. Los entregó a Wimbledon.

—Usted deberá limpiar con esto algún punto por encima del codo tan pronto como la señora Devon consiga sujetar a Hillary. Lo que menos nos interesa es asustarla más de lo que ya está.

—Yo ayudaré a sujetarle —se ofreció el padre Toomey.

—Oh, no, padre. Creo que ya habrá demasiada gente alrededor de la niña. Me hará un mejor servicio si me consigue una jarra de agua fría.

—Iré a la cafetería de la escuela por ella.

Richards observó al sacerdote con expresión pensativa mientras éste se encaminaba a la puerta lateral del santuario. A continuación, sonrió a las dos mujeres con los labios apretados, como si le dolieran los mofletes por el esfuerzo de sonreír. Los tres se dirigieron hacia el embaldosado y alfombrado altar, donde Hillary rezaba a voz en grito.

—¿Qué es lo que tiene en la mano? —preguntó el médico, deteniéndose cuando se disponía a inclinarse sobre la distraída muchacha.

—Es su rosario —respondió Gina.

Cada vez que miraba el rostro del doctor, le parecía sutilmente distinto, como si fuese una imagen en la superficie del agua y no carne lo que estaba viendo. Pensó que se debía al nerviosismo.

—Tendrá que quitárselo.

El tono de su voz resultó algo brusco, y Gina frunció el ceño. Richards retrocedió un paso y sonrió. Sus inflexibles ojos giraban sin un objetivo concreto bajo los cristales de sus gafas.

—Podría hacerse daño, o herirnos a cualquiera de nosotros con él —explicó—. Debemos ser prudentes. Usted no sabe lo que puede llegar a ocurrir cuando se encuentran en este estado. De manera que, si es usted tan amable…

—Sí, doctor.

Gina se arrodilló de nuevo frente a su hija. Hillary gritó ante esa intrusión y trató de alejarse de ella.

—Cariño, cariño…, soy mamá. Todo irá bien. Nadie va a hacerte daño.

Hillary se quedó inmóvil unos instantes, rígida, con la cabeza gacha. Seguidamente, se dejó caer en el regazo de su madre y Gina le arrebató con destreza el rosario de su mano derecha. Se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta mientras acariciaba el rostro de su hija. Hillary tenía los ojos cerrados. Estaba muy caliente, sobre todo en la frente, donde conservaba la huella de una mano diminuta y esquelética en su delgadez. Su cuerpo se convulsionó y la niña comenzó a gimotear.

—¿Puede subirle la manga, señora Devon? —Hillary llevaba una blusa azul de manga corta bajo el uniforme escolar—. Muy bien, ya es suficiente. —Richards miró a la directora—. Ahora, ¿tendrá usted la bondad de restregarle el brazo con alcohol? ¿Está preparada, señora Devon?

Los párpados de Hillary aletearon. Gina puso un brazo alrededor de su cuerpo y le sujetó la muñeca con las dos manos. El médico hundió la aguja de la jeringuilla en la carne. Hillary jadeó y arqueó la espalda, pero al cabo de unos segundos, todo hubo terminado.

—El sedante tardará unos minutos en hacer su efecto. Háblele, señora Devon, mientras yo la reconozco.

—Doctor, su frente…

—Sí, ha recibido un golpe muy fuerte. Presenta una contusión en la pierna, pero no parece reciente. Déjeme echar un vistazo a la nuca. ¡Demonio! Puede sufrir una conmoción cerebral. Algo le ha producido un chichón… Hillary. ¡Hillary! Abre los ojos, por favor.

Hillary reaccionó lentamente. Parecía desconcertada. Intentaba hablar, o rezar, pero sus palabras se hacían ininteligibles. Sus labios estaban agrietados e hinchados.

Richards había sacado una linterna de bolsillo de su maletín, y la enfocó hacia el rostro de Hillary.

—Mírame, Hillary. Eres una chica muy guapa, ¿lo sabías? Por cierto, yo soy el doctor Richards, pero todo el mundo me llama Pud. Es un nombre divertido, ¿no te parece? Puedes reírte, si quieres.

Hillary no se rió. Lo miró con fijeza, y se convulsionó aún espasmódica, mientras el médico la enfocaba con la linterna primero en un ojo, luego en el otro.

—Las pupilas son iguales y reactivas. Es un buen síntoma, pero quisiera hacerle unas radiografías. ¿Alguna de ustedes, señoras, sería tan amable de ir a llamar para pedir una ambulancia? —Gina se asustó. El médico puso una mano tranquilizadora sobre su hombro—. No quiero que Hillary se mueva más de lo estrictamente necesario. Es sólo por precaución, señora Devon.

—No funciona ningún teléfono de la escuela —dijo Wimbledon.

—¿Puede volver a intentarlo?

—Sí, claro. —La directora miró a Gina—. Hay un teléfono público en la estación de Exxon, a sólo dos manzanas de aquí. Si yo no consigo llamar…

Gina asintió.

—Entendido, yo probaré desde allí.

Hillary, la agarró de la mano.

—Mamá —dijo con una voz atona.

Al borde del llanto, Gina besó a su hija.

—Volveré en seguida. El doctor se quedará contigo.

—No se preocupe, señora Devon. El tranquilizante no tardará en hacer efecto.

Gina siguió a la señora Wimbledon a través de la puerta lateral y corrió a buscar su furgón Ford, estacionado en la calle. Al sentarse al volante y hurgar en el bolsillo equivocado en busca de las llaves del vehículo, encontró, en cambio, el rosario de Hillary; entonces, sintió que debía quedarse con su hija, aunque no tardaría más de cinco minutos en telefonear y regresar. Era un momento demasiado inoportuno para que ninguno de los teléfonos de la escuela funcionase.

Vaciló unos instantes, respirando profundamente, con una mano en la llave del contacto, pensando en lo vulnerable que le había parecido Hillary tendida cara arriba sobre el alfombrado suelo del altar, con los ojos vidriosos. «Pedid una ambulancia». Dio el contacto y apartó el vehículo del bordillo haciendo chirriar las ruedas, dobló un par de esquinas y se detuvo delante de la estación de Exxon, dejando el motor en marcha y la puerta abierta. Gina había memorizado varios números de teléfono locales, entre los cuales el de la policía, el de los bomberos y el del servicio de ambulancias. Marcó este último y habló con ellos. «Dense prisa». Volvió al Ford, hizo un cambio de sentido y regresó a la escuela. No tenía tiempo de buscar aparcamiento. Gina atravesó el patio a la carrera hacia la puerta trasera del santuario, entró y llegó al altar. La iglesia estaba desierta.

Gina gritó el nombre de Hillary.

—¿Señora Devon?

Se volvió y localizó al padre Toomey junto a la puerta del presbiterio.

—¿Dónde está?

El sacerdote parecía desconcertado.

—¿Hillary? El doctor Richards se la llevó en su coche. Dijo que no había tiempo para esperar a la ambulancia, y que les encontraría en…

—¿Les vio marcharse? ¿Qué coche lleva?

—Un…, uno de esos coches japoneses de importación. Un Toyota, creo. De cuatro puertas, azul oscuro.

—¿Hacia dónde se fueron?

—Hacia el este, a Oxendine.

Mientras Gina descendía la escalera hacia su furgón oyó la sirena de la ambulancia que se aproximaba. Se sentía enferma de terror. «No se atrevió a tocarle mientras sujetaba el rosario en la mano. ¿Por qué? ¿Adonde se lleva a mi hijita?».

El hijo de la noche infinita
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