34
Conor regresó al Hotel Waites. Eran poco más de las seis, y la hora del cóctel había terminado. Una campanita llamaba a la bulliciosa multitud de esquiadores al comedor para la cena. Percibió el sugerente olor a asado y a pan cocido y sintió hambre, pero el acto de comer suponía un ritual que le exigía una cierta preparación. Pidió un whisky en el pequeño bar ubicado en un rincón del amplio vestíbulo, donde el humo de los cigarrillos flotaba espectralmente en el ambiente, y se sentó en un sofá situado ante el fuego para degustar su bebida. Sabía que debía llamar a Gina, pero no tenía idea de qué decirle.
—¿El señor Devon?
Conor se volvió, disgustado. Vio a un hombre de unos treinta años de edad que vestía un traje marrón de tejido de lana, camisa azul con el cuello desabrochado y corbata de reps. Tenía el cabello castaño, cortado a navaja, y un espeso bigote que amenazaba con ocultarle el labio superior. La mujer que estaba junto a él aparentaba la misma edad, y era bastante bonita. Sus incisivos superiores, separados de una manera frívola, compensaban en parte el peso de sus pobladas cejas. Ambos lucían la sonrisa reglamentaria de los mormones, o de los periodistas de la prensa sensacionalista.
Conor quiso mostrar rudeza con ellos, pero se limitó a encogerse de hombros y a desviar el rostro en dirección al fuego. Un tronco se partió, desprendiendo chispas incandescentes que volaron como meteoritos hacia la negrura de la chimenea. El joven rodeó uno de los brazos del sofá y le ofreció su mano.
—Me llamo Adam Kurland. Y ésta es mi asociada, la señorita Lindsay Potter.
—Encantado —dijo Conor sin ningún entusiasmo, demostrando un cierto esfuerzo al estrecharles la mano.
El joven no se amilanó. Era más musculoso y robusto de lo que Conor había creído a primera vista. Decidió dejar de ser descortés, relajó su mano y saludó amablemente a la chica con la cabeza.
—¿Son periodistas?
—Abogados —respondió Kurland, al tiempo que le pasaba su tarjeta, grabada en relieve en dos colores: azul marino y oro. Asumía una digna presencia entre los dedos de Conor, sugiriendo formalidad y confianza—. Somos de la Kurland Bates Harpold, de Braxton. ¿Conoce Vermont?
—He luchado aquí algunas veces, en Burlington y Rutland.
—Oh —dijo Lindsay Potter, arqueando levemente sus pobladas cejas—, ¿es usted profesional?
—En efecto. Utilizo el nombre de Bob O’Hooligan «el Irlandés».
Debería encargar sus propias tarjetas: «Rompedor de huesos y espectáculos diversos».
Ella asintió, pero era evidente que el nombre no le decía nada. Conor advirtió que la chica le gustaba. Tenía el cuello largo y adoptaba una postura de marimacho. Sus ojos eran vivos e inteligentes, de color de avellana, aunque tendían a un tono cobrizo por la incidencia de la luz del fuego. Los huesos de las muñecas, los lóbulos de las orejas, perfectamente vulgares, el triple collar de cuentas azules…, todo en ella revelaba el mismo origen social que Conor. Él había conocido muchas mujeres como ésa, nacidas con la suficiente vitalidad intelectual como para escapar de su barrio en Dorchester, que acababan comprometiéndose en un sofocante matrimonio con muchos niños. Algunas se metían a monjas. La que tenía ante él, concretamente, había estudiado en un buen colegio, lo cual había contribuido a mejorar su acento. Sin embargo, nadie le había enseñado aún cómo debía vestirse. Llevaba un discreto traje, demasiado pardo para el tono de su piel. El color de labios resultaba inadecuado. La elección de su atuendo, no obstante, no limitaba sus encantos, sino que incluso la hacía más interesante.
—Braxton es la tercera ciudad de Vermont —le explicó Kurland—. Está a unos veinticinco kilómetros de aquí, en la orilla del río Connecticut.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Conor, no muy interesado.
Kurland no vaciló:
—Quiero defender a su hermano.
Conor respiró profundamente y se acomodó mejor en el sofá. Decidió ignorar las punzadas de dolor procedentes de su región renal. Alzó su vaso, miró el fuego a su través, ahora de color ámbar, y bebió un trago.
—Parece usted muy joven para dirigir su propio bufete.
—Fueron mi abuelo y mi padre quienes fundaron la sociedad. Pero ahora soy el único Kurland que trabaja en ella. Tengo treinta y dos años de edad. Mi oficio se restringe al derecho criminal.
—¿Traficantes de droga? ¿Violadores?
—También he defendido a tres supuestos homicidas en los últimos dos años. Dos de ellos fueron absueltos, el tercero está internado en el hospital psiquiátrico.
—Este caso podría escaparse de su jurisdicción, señor Kurland. ¿Sabe quién era Karyn? Me refiero a si conoce a su familia.
Esta pregunta no desconcertó al joven abogado.
—He reunido bastante material sobre los Vale desde las ocho y media de esta mañana. —Miró hacia el comedor, donde se estaba sirviendo el primer turno de la cena—. ¿Ha cenado ya, señor Devon?
—Todavía no.
—Linds y yo conocemos un buen restaurante en Talbot especializado en bistecs. Se llama Morecambe’s. ¿Ha comido allí alguna vez?
—No.
—Le ruego que acepte ser nuestro invitado. Me gustaría convencerle de que soy el hombre más adecuado en todo el estado de Vermont para defender a su hermano. Estoy dando por supuesto que no ha consultado a ningún otro abogado.
—Acabo de llegar.
Conor observó a Kurland, quien se mostraba serio y sosegado, excepto por el hábito de hacer girar su reloj de correa elástica alrededor de su muñeca, como si estuviera dándose cuerda a sí mismo para afrontar una nueva fase de su metódica estrategia de venta. Miró también a la joven Lindsay, que sonreía con amabilidad y parecía solidarizarse con Conor en su dilema.
Aunque no contratara los servicios de Kurland, pensó que podía obtener algunas orientaciones gratuitas acerca de lo que debía hacer y a quién podía consultar sobre las condiciones mentales de Rich. Conor se incorporó del sofá y les acompañó fuera del hotel.
Morecambe’s no era más que una cervecería cuyas paredes estaban chapuceramente decoradas con revestimientos de madera, sin ventanas ni apenas luz suficiente para leer la carta. Pero el caso es que ni siquiera había carta. El cliente elegía su bistec de un aparador, lo hacía asar o freír, se servía una guarnición de arroz si lo deseaba y lo acompañaba de una ensalada escogida de la variedad que ofrecía un mostrador situado al final del local. Todo el mundo tomaba whisky mientras esperaba su bistec.
—Ahora, convénzame —dijo Conor.
—Fui el tercero de mi promoción en la facultad de Derecho de Georgetown. Allí me inscribí en todos los cursillos de derecho criminal que se ofrecían. Ya sé que eso no basta para formar a un buen profesional. En primer lugar hay que tener talento, y en segundo lugar es necesario perfeccionarlo en la sala de un tribunal. Yo he tenido la ventaja de crecer viendo cómo trabajaba mi padre en los tribunales. Era uno de los mejores abogados criminalistas de Nueva Inglaterra. Cualquiera podría garantizárselo a usted.
—¿Cuánto tiempo lleva en esto?
—Ocho años.
—¿Y usted, Lindsay? ¿Es también abogada?
—Sí. Me licencié en la universidad de Boston. He trabajado con Adam, quiero decir, en la Kurland Bates Harpold, durante cuatro años.
En el centro de la mesa había una enorme vela. La chica se hallaba sentada delante de Conor. Sus ojos, como los de una adivina, estaban iluminados mientras que la mayor parte del rostro persistía en la vacilante penumbra. Empezaba a sentirse un adicto a esos ojos. Eran tan poderosos como la mostaza china.
—¿Por qué quiere defender a Rich? —preguntó Conor a Adam—. ¿Cree que tiene alguna opción a ser defendido?
—Por supuesto. Antes de explicarle el cómo y el porqué de mi interés por defenderle, quiero hacerle saber que existe una posible alternativa al juicio. Considerando la violenta naturaleza del crimen, Richard será acusado sin duda de homicidio en primer grado. Si le condenan, no hay una sentencia obligatoria, sino una sentencia mínima de treinta y cinco años de reclusión, que el juez responsable de la sentencia puede incrementar de manera considerable. Pero una vez que su hermano haya sido acusado, podemos recurrir a la negociación del alegato. ¿Sabe lo que es?
—No estoy muy seguro.
—Nosotros acordaríamos presentar un alegato de culpabilidad a cambio de una recalificación de la acusación, que pasaría de homicidio en primer grado a serlo en segundo grado, lo cual en Vermont está penado con diez años de reclusión, con opción a la libertad condicional al cabo de seis años y ocho meses.
—Eso no está tan mal —dijo Conor, esperanzado—. Ahora sólo es un niño. Dentro de seis, siete años…, sólo tendrá treinta cuando…
—Por desgracia, mucho me temo que no obtendríamos gran cosa si negociáramos el alegato. El fiscal del Estado probablemente no accedería, pese a los costes que ello pueda implicar para su bufete, a rebajar la acusación de primer grado, sobre todo si consideramos que puede haber mucha publicidad en torno a este caso. Existe otro factor a tener en cuenta. Vermont dispone de un sistema digno de elogio para elegir a los magistrados que deben asistir a los jueces principales en nuestros tribunales supremos, que les autoriza a fallar en cuestiones de hecho y sentencia en los procesos criminales. Y estos «jueces secundarios», como los llamamos aquí, han tenido enorme influencia a la hora de desalentar la negociación de alegatos en casos capitales.
—Entonces…, ¿qué puede usted hacer por Rich?
—A partir de lo que he averiguado sobre el caso, el único alegato lógico es la enajenación mental temporal. Cabe tomar todas las precauciones posibles para que no llegue al tribunal supremo. En el tribunal del distrito no hay jueces secundarios que puedan complicarnos las cosas. Tengo plena confianza en que puedo obtener la absolución de Rich, siempre que el caso no trascienda más allá del tribunal del distrito.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque sé que deberé enfrentarme a Gary Cleves como fiscal del distrito. Gary es un profesional competente. Trabaja muy duro. Pero la verdad es que yo soy mejor que Gary en la sala de un tribunal, en especial cuando se trata de un caso de enajenación mental.
Lindsay asintió demostrando su aprobación después de hacer una mueca cuando el nombre de Gary Cleves fue mencionado. Conor admiraba cada vez más a Lindsay, y le gustaba que le manifestara sus impresiones. También le gustaba la manera como bebía su whisky, sin mezclar. Ella escuchaba atentamente, y era obvio que no sentía ninguna necesidad de hacerse publicidad ni de matizar las explicaciones de Adam Kurland. Hasta este momento, a Conor le gustaba todo de ella. Conor estaba experimentando, después de un día de tensión, dolor y desconcierto, una creciente atracción hacia Lindsay. Eso le ocurría a veces, con la misma intensidad: un despertar inmediato de su deseo. Pero nunca lo daba a entender a las mujeres que le estimulaban. Y tampoco insinuaría nada a Lindsay Potter, a menos que ella le pidiera explícitamente que lo hiciera.
—De todos modos —prosiguió Adam—, me interesa el caso no sólo porque creo que su hermano es inocente en cuanto a premeditación, sino porque considero que estamos corriendo el riesgo de perder el alegato de enajenación mental en muchos casos capitales. Muchos Estados han enmendado ya sus leyes con el fin de desautorizarlo. Este retroceso procede en parte de Hinckley. Pero entiendo que es un alégalo válido y necesario. Hay personas mentalmente enfermas que cometen crímenes porque son incapaces de controlar sus actos, pero es posible que no constituyan más del dos por ciento del conjunto de criminales que son procesados. La utilización de este recurso por parte de la defensa no supone en modo alguno un abuso de nuestro sistema legal. El caso de su hermano podría constituir un buen ejemplo para un libro de texto.
—Así pues, ¿Rich no tendrá que ir a la cárcel? —preguntó Conor, un poco aturdido por las emociones vividas en un solo día.
—Sabemos que su comportamiento fue del todo incoherente una vez cometida la fatal agresión. Al menos cinco testigos lo corroborarán así. Creo que podré demostrar que en el momento de la agresión, Rich actuaba bajo un impulso psicopático. Sí, quería castigarle, ése era su móvil. Pero una vez consumada la acción, tengo entendido que ni siquiera era consciente de que la había herido de consideración.
—¿Cree que Rich está enajenado ahora?
Adam extendió las manos.
—No he hablado con él. Usted sí lo ha hecho.
—Está realmente desconcertado. Desequilibrado, tal vez. No sé qué decirle. No es el Rich que yo conozco.
Adam se inclinó hacia adelante en una actitud confidencial.
—Yo de usted haría que fuese examinado por un psiquiatra. Hoy mejor que mañana.
—¿Por qué dice usted que quería castigar a Karyn?
—En el Refugio Davos hay varios testigos que la vieron a solas con otro chico.
Conor apuró su whisky e inmediatamente pensó en pedir otro. Lindsay leyó su deseo e hizo una seña a la camarera. Él le sonrió. Ella le miró directamente a los ojos. Esto molestó a Conor y le hizo ruborizarse.
—Es difícil de creer, tratándose de Karyn.
—El chico, lo crea o no, se llama Trux Landall.
—Es un inmigrante —murmuró Lindsay, haciendo pequeños nudos en la pajita que habían servido con el whisky sour de Adam.
—Karyn conoció a Trux y es probable que tuviera una aventura con él cuando ella era estudiante de primer año en Smith. Luego, Trux se dejó caer por Vermont, y Rich tuvo una disputa con él la noche anterior al crimen: sorprendió a Trux besándola en el pasillo que conducía a su habitación. Intentó darle un escarmiento, pero quien se llevó la peor parte fue él.
Conor le miró con admiración.
—¿Cómo ha descubierto todo eso?
—Hay que dar crédito a quien le corresponde —sugirió Lindsay.
Adam esbozó una sonrisa y levantó la mano derecha de la chica por encima de su cabeza. Lindsay apretó el puño en señal de triunfo.
—Lindsay es una investigadora excelente. Es obvio que Rich no podía tolerar esa competencia. Y estalló.
—¿Un crimen pasional? Resulta difícil de creer. Es cierto que Rich quería a Karyn. Pero no puedo imaginar que se volviera loco sólo porque había otro chico.
—Loco es la única forma de describir su comportamiento. Y ya conocemos los resultados.
—Sí —admitió Conor, sombrío.
Llegó el whisky que había pedido, y otro para Lindsay. Ella bebió del suyo al mismo tiempo que él. En la máquina de discos sonaba Misty Blue. Los tres se olvidaron del tema de Rich por unos minutos. Adam les amenizó con algunas anécdotas de su abuelo, un hábil magistrado que seguía la tradición de Daniel Webster. Les sirvieron los bistecs. Conor devoró el suyo y sintió la tentación de encargar otro. Consumieron más whisky durante la cena; Lindsay no hacía más que pedir uno tras otro y, algo increíble, Conor constató que la chica aguantaba tanto o más que él.
Al cabo de un rato, Conor no tenía ojos más que para el rostro de ella: sus marcados pómulos, el precioso intersticio entre sus dientes… Se imaginó el contacto de sus labios alrededor de su miembro viril. Había de ser un placer supremo. Algunas veces, después de luchar una noche tras otra durante semanas, con sólo algún domingo ocasional libre, se había sorprendido en medio de un cuadrilátero en una ciudad de la cual ni siquiera recordaba su nombre, exhausto, sudoroso, ensangrentado, magullado, mirando a su alrededor durante largos instantes y pensando: «Esto no tiene ningún sentido». Ahora experimentaba la misma desorientación. Estaba a punto de contratar a un equipo de abogados, crucial para el futuro de Rich, básicamente porque quería volver a ver a Lindsay Potter al día siguiente después de una noche vacía, y porque le obsesionaba el reto de imaginar su sexo y sus senos desnudos en su propia cama.
—No dispongo de mucho dinero —dijo Conor, consciente de que su voz no sonaba muy nítida—. La gente cree…, bueno, que soy un luchador. Y es cierto, pero también es cierto que somos los deportistas profesionales peor pagados de este país. Me arriesgo cada noche a sufrir una hernia o una fractura discal por poco más de doscientos pavos.
—La forma de pago no tiene importancia alguna para mí —dijo Kurland—. Dejémoslo en cinco mil dólares por el contrato, gastos aparte.
—Cinco mil. Bueno, creo… que debería discutirlo con mi esposa.
—Lo entiendo perfectamente. ¿Quiere que le llame mañana por la mañana?
—De acuerdo.
Se estrecharon la mano por encima de la mesa. Conor derribó torpemente un vaso de agua mineral, que empapó el vestido de Lindsay.
Ella le dijo que no tenía por qué preocuparse. Conor estaba tan nervioso que empezó a gritar. No pudo evitarlo. Lindsay entendió que era un hombre muy emotivo. Él se sintió reconfortado por su comprensión.
Una vez que el vestido de la chica se hubo secado, se encaminaron hacia el coche de Kurland, un Sevilla de color blanco, si bien Conor hacía denodados esfuerzos por mantener el equilibrio durante todo el trayecto sin ayuda de nadie. En el asiento posterior del vehículo, adormecido por la calefacción y el olor a coche nuevo, se tendió y se durmió en un par de minutos. Al cabo de breves instantes roncaba ruidosamente.
Lindsay sintonizó una música suave y relajante en el excelente aparato de radio del coche y se arrimó a Adam.
—Pobre diablo —dijo.
—¿Conor? ¿Por qué?
—Es probable que hoy haya sido el peor día de toda su vida. Y todavía no tiene ni idea del suplicio que le espera.
—Mañana puede levantarse de distinto humor y despedirnos.
—No, no lo hará. Es leal a sus amigos. Y nosotros nos hemos convertido en los mejores amigos que haya tenido nunca.
Adam le presionó la rodilla.
—Eso espero. Esto no va a resultar nada fácil, Linds.
—Estoy un poco asustada. —Se echó a reír, insegura—. En realidad, estoy muy asustada. ¿Cómo vamos a conseguir la astronómica cifra que necesitamos para montar una defensa decente? No creo que Conor disponga de mucho dinero.
—Lo primero que haremos mañana será poner un cerrojo a los derechos de publicación.
—¿Servirá de algo?
—¡Quién sabe! La profesión de Conor le conviene en un tipo interesante. La chica era adorable. Contactaremos con un buen agente de Manhattan. Más vale que convoquemos una rueda de prensa para el lunes al mediodía.
—¿En el despacho o en el Palacio de Justicia?
—En el Palacio de Justicia —respondió Adam—. Después de que hayamos hablado con nuestro nuevo cliente. Llama a Maggie Renquist y pregúntale cuándo podría venir desde Hartford para hacer unos tests psicológicos.
Silbó unas notas discordantes y deslavazadas, suavemente, como siempre que se disponía a anunciar una idea extravagante.
—Si nos damos prisa, podríamos conseguir que declaren a Devon incompetente para prestar declaración ante el jurado.
Lindsay sonrió, escéptica.
—La parte contraria solicitará la intervención de su propio psiquiatra tan pronto como presentemos nuestra petición. Y tal vez sea Ingersoll. No ha colaborado con un abogado defensor desde hace años. ¿Recuerdas ese pobre chico que fue encontrado masturbándose sentado sobre la cabeza de su madre muerta? Ingersoll consideró su comportamiento como neurótico, no como psicopático.
—Ah, aquí es donde reside el verdadero interés de este caso —sentenció Adam, flexionando los dedos al volante.
Adam Kurland era un conductor rápido y seguro. Había una sonrisa en su rostro mientras escrutaba la oscuridad que se perdía a ambos lados del resplandor de los faros, camino a Chadbury.