XLII

 

KUBLAI cabalgaba hacia Karakorum a través de una noche fría y tranquila. Él y sus hombres iban compartiendo pedacitos de carne negra mientras avanzaban y pasándose odres de leche agria o de airag claro para aliviar las resecas gargantas. No había tiempo para detenerse y celebrar las victorias del día, no con los tumanes de Arik-Boke pisándoles los talones. Kublai había visto a su hijo durante un breve momento: Zhenjin había pasado por su lado cuando iba a hacer un recado para su oficial minghaan. Sin duda el oficial le había sugerido que pasara cerca del khan. Era el tipo de atención sutil que tenían sus hombres hacia él y Kublai sabía que se sentían orgullosos de que el hijo del khan cabalgara con ellos, con toda la confianza que eso implicaba. Kublai se compadecía del enemigo que intentara atacar a ese minghaan en concreto. Aniquilarían a cualquiera que se aproximara siquiera al heredero de su khan.
Aunque sus pensamientos avanzaban perezosa y pesadamente, Kublai repasó sus planes durante la cabalgada. Tenía que haberse alejado lo suficiente antes de que amaneciera, pero sus hombres habían luchado o montado durante todo el día y se caían de cansancio. Si no les permitía reposar, les estaría arrebatando su fuerza, inutilizando su ejército justo cuando necesitaba que sus guerreros estuvieran lo más despiertos y en forma posible. Ya había dado orden de que cabalgaran en parejas, con un hombre dormitando sobre el caballo mientras el otro sujetaba las riendas, pero les hacía falta desmontar y dormir al menos durante unas horas.
Uriang-Khadai era posiblemente el hombre de más edad bajo su mando, pero a la débil luz de la luna, su aspecto era tan fresco y sólido como siempre. Kublai le dirigió una sonrisa fatigada mientras trataba de contener el blando vaivén de su cabeza, que acababa en un sobresalto cuando, de repente, descubría que se había dormido. Era una de las ventajas de las sillas de perilla alta, que sostenían a un hombre dormido mejor que otros diseños, pero seguía teniendo la impresión de que podría caerse si el sueño le invadía. A cada rato, daba un enorme bostezo.
—¿Tenemos ya un recuento de las pérdidas? —preguntó, más para mantenerse despierto que porque realmente quisiera saberlo.
—No puedo estar seguro hasta que haya luz —respondió Uriang-Khadai—. Creo que unos dos tumanes, o un poco más.
—¿En un día? —saltó Kublai, sin poder reprimirse.
Uriang-Khadai no bajó la mirada.
—Nosotros hemos matado más. Cuentan con los mismos arcos y las mismas destrezas que nosotros. Era de esperar que el número de muertos fuera alto.
El rostro de Kublai se torció en una mueca y alzó la mirada a las estrellas. Las cifras eran espantosas, tan altas como sus pérdidas contra los Song. Muchos de ellos estarían con vida todavía, sintiéndose helados y solos entre los cadáveres mientras aguardaban a que los guerreros de Arik-Boke los encontraran y les clavaron una daga en la carne. La idea de esa terrible vigilia final le provocó un escalofrío. Después de pasar años con ellos en los territorios Song, le pesaba la pérdida de todos y cada uno de sus hombres. Arik-Boke no comprendía el tipo de lealtad que había crecido en sus tumanes a lo largo de los años. Apartó de su mente la idea, sabiendo que lo único que conseguiría era volver a enfadarse con el necio de su hermano. La profundidad de su ira todavía podía sorprenderle, pero darle rienda suelta le parecía mera autocomplacencia.
—Cuatro días y estaremos en Karakorum —dijo en voz alta—. Y los hombres de mi hermano estarán detrás de nosotros todo el tiempo.
Uriang-Khadai no contestó y Kublai se dio cuenta de que no le había hecho ninguna pregunta. Después de todo lo que habían pasado juntos, le hacía sonreír lo reservado que el orlok podía llegar a ser.
—Todavía tengo una taba que tirar, orlok. Cuando lleguemos a Karakorum, podemos convertirnos en los defensores de la ciudad y de nuestro pueblo. Convertiré a Arik-Boke en el enemigo a los ojos de la nación. Y cuando la batalla alcance su apogeo, Bayar le atacará. —En el prolongado silencio, Kublai suspiró—. ¿Qué opinas al respecto?
—Creo que tienes diez tumanes o menos frente a los doce o más de tu hermano —dijo por fin Uriang-Khadai—. Creo que se nos están acabando las flechas y las lanzas. No puedo hacer planes contando con una fuerza de reserva que tiene que recorrer más de tres mil kilómetros para alcanzarnos.
—Tú regresaste después de reunirte con Hulegu. Bayar llegará hasta aquí —dijo Kublai.
—Y yo me alegraré de verle, pero debemos prepararnos para lo peor. Necesitamos armas.
Kublai soltó un gruñido. Debería haber previsto que no recibiría palabras de ánimo. El khanato de Chagatai les había proporcionado gran parte de los suministros de la campaña. Había sido el príncipe Alghu el que envió a los chicos árabes a crear la falsa nube de polvo que había desempeñado un papel primordial en su primera batalla, y la comida y la bebida que todavía tenían procedía de sus ciudades. No obstante, Uriang-Khadai tenía razón, las flechas y las lanzas eran las existencias más importantes de un ejército y, con una sola carga, habrían acabado con ellas.
—Si puedes hacer que aparezca un cargamento de flechas y lanzas en los próximos días, te lo agradecería con la rodilla hincada en el suelo, orlok. Hasta entonces, no tiene sentido hablar sobre ello.
Uriang-Khadai se quedó callado durante largo tiempo, pensando.
—Hay existencias en Karakorum, suficientes para llenar todos nuestros carcajs —dijo finalmente.
Kublai se abstuvo de burlarse de la idea. El veterano soldado conocía la situación tan bien como él.
—¿Crees que podríamos hacernos con ellas? —preguntó.
—No, pero Arik-Boke Khan sí.
Al oírle, Kublai hizo una mueca, pero asintió.
—La ciudad no sabe nada de las batallas que estamos librando, todavía no. Podría enviar a unos hombres en su nombre con orden de llevarse un cargamento de flechas y lanzas con unos carros. Es una buena idea, creo. Podría funcionar.
—Con tu permiso, les daré la orden a unos cuantos exploradores, hombres que sé que desempeñarán bien el papel.
—Lo tienes —respondió Kublai. En silencio, dio las gracias por el hombre que tenía al lado. De algún modo, en la oscuridad resultaba más fácil hablar con él que de costumbre. Ninguno de los dos podía ver bien al otro y Kublai se planteó compartir el secreto que había descubierto años atrás, en los archivos de Karakorum. Estaba tan cansado que arrastraba las palabras al hablar pero, en un impulso, decidió hablar.
—Encontré un archivo sobre tu padre, una vez —dijo. El silencio pareció dilatarse a su alrededor hasta tal punto que Kublai llegó a preguntarse si Uriang-Khadai le habría oído siquiera— ¿Sigues despierto?
—Sí. Sé quién era. No es algo que acostumbre a... —La voz de Uriang-Khadai fue apagándose hasta desaparecer.
Kublai pugnó por ordenar sus pensamientos, por encontrar las palabras adecuadas. Hacía años que sabía que Uriang-Khadai era el hijo de Tsubodai, pero nunca había hallado el momento de traerlo a colación. Enterarse de que el orlok ya lo sabía era extrañamente desmoralizador.
—Me gustaba, ¿sabes? Era un hombre extraordinario.
—He... he oído contar muchas historias sobre él, mi señor. No me conocía.
—Vivió sus últimos años como un sencillo pastor, ¿habías oído eso?
—Sí —Uriang-Khadai se quedó pensando un tiempo y Kublai permaneció en silencio—. Tú creciste teniendo por abuelo a Gengis, mi señor. Supongo que sabrás lo que significa vivir bajo la larga sombra de un hombre.
—Parecen gigantes —murmuró Kublai—. Conozco muy bien la sensación. —Estaba conociendo un aspecto de Uriang-Khadai que no se esperaba. Había ido ascendiendo en el ejército sin la ayuda del nombre de nadie. Por primera vez, Kublai sintió que comprendía qué era lo que movía a aquel hombre.
—Creo que estaría orgulloso de ti —dijo Kublai.
Desde la oscuridad, Uriang-Khadai se rio entre dientes.
—Y Gengis estaría orgulloso de ti, mi señor. Ahora vamos a dejar las sombras para la noche. Tenemos que encontrar un río para los caballos y, además, me voy a caer de la silla si no descanso pronto.
Kublai soltó una carcajada y, solo de pensar en dormir, volvió a bostezar.
—Como desees, orlok. Haremos que nuestros padres y abuelos estén orgullosos, nosotros dos.
—O nos uniremos a ellos —respondió Uriang-Khadai.
—Sí, o nos uniremos a ellos, o una cosa o la otra —Kublai se calló un instante y se frotó los ojos, limpiándoselos del polvo del camino—. Arik-Boke no se detendrá ahora, no con nosotros avanzando hacia la capital. Llevará a sus hombres al límite del agotamiento en su esfuerzo por alcanzarnos.
—Querías que se sintiera desesperado, que concentrara todas sus fuerzas en la ciudad. Si Bayar no aparece...
—Aparecerá, orlok.

 

Los tres días que siguieron fueron de los más extraños que Kublai hubiera vivido jamás. Había acertado al suponer que Arik-Boke llevaría a los tumanes hasta el límite de sus fuerzas. Al segundo día, los ejércitos dejaron atrás cuatro estaciones del yan y supieron que habían cubierto más de ciento cincuenta kilómetros entre el alba y el crepúsculo. Los exploradores pululaban en los extremos de ambos contingentes, llegando a veces a pelearse con los guerreros enemigos, o penetrando en la zona del alcance de las flechas, donde eran derribados de sus monturas y caían al suelo despatarrados para regocijo de los hombres más próximos. Al atardecer del tercer día, los dos ejércitos se encontraban a apenas quince kilómetros el uno del otro, sin que ninguno consiguiera reducir o ampliar esa distancia. Kublai había perdido la cuenta de los cambios de montura que había ordenado, pues Uriang-Khadai y él hacían cuanto podían para que los animales estuvieran frescos, aunque nunca había suficiente tiempo para pastar y se vieron obligados a dejar atrás a cientos de caballos por problemas respiratorios o por cojera. Durante todo ese tiempo, podía sentir el aliento de su hermano en la nuca, incapaz de hacer otra cosa que alargar el cuello y fijar la vista en Karakorum.
La puesta del sol era el momento más duro para los hombres. Kublai no podía ordenar un alto hasta estar absolutamente seguro de que su hermano había dado el día por terminado. Con los ejércitos a tan escasa distancia entre sí, no se atrevía a descansar cuando Arik-Boke podía organizar un ataque y saltar de repente sobre ellos. Sus propios batidores le comunicaban las posiciones enemigas en cadena, una y otra vez, hasta que traían la buena nueva de que sus perseguidores se habían detenido. Aun entonces, Kublai insistía en continuar, sacando cada valioso kilómetro de más solo gracias al sudor y el aguante de sus hombres. Los guerreros dormían como muertos bajo las estrellas y los centinelas, que cambiaban a lo largo de la noche, tenían que despertarlos a patadas. Algunos hombres gritaban en sueños, desgastados por la constante amenaza de sus perseguidores. A aquellos cazadores natos les desazonaba verse convertidos en presa, mientras que los que los seguían iban cobrando confianza, como una manada de lobos, sabiendo que, con el tiempo, les darían alcance.
Kublai había recibido la buena noticia de sus exploradores mucho antes que los tumanes que comandaba, pero no se la comunicó, sabiendo el placer que les produciría ver los carros cargados de armas llegando desde Karakorum. Fueron conducidos hacia el centro de su espartano campamento mientras el sol del tercer día moría tras las montañas, y sus hombres los acogieron con vítores y exclamaciones. Uno de ellos se subió a cada uno de los carros y empezó a arrojar lanzas y carcajs repletos hacia las manos extendidas, riéndose al pensar que la ciudad les había dado ese vital regalo por error. Los hombres que guiaban los carros no sufrieron ningún daño y, por su parte, ellos se cuidaron bien de no protestar mientras los hacían a un lado a empujones y los mandaban de regreso a la ciudad. Karakorum se hallaba a unos sesenta y cinco kilómetros y Kublai sabía que la alcanzaría al mediodía del día siguiente. Deseó haber pensado en pedir que incluyeran unos odres de airag junto con las flechas y las lanzas, pero era suficiente contemplar el júbilo en las caras de sus hombres al ver lo que habían obtenido con artimañas.
Cuando se tumbó a dormir esa noche, Kublai notó cuánto había disminuido la terrible tensión que había soportado, y se tomó un momento para aplastar la hierba que sería su lecho al notar un bulto clavándosele en la cadera. Sus hombres lucharían con Karakorum a la vista. Se enfrentarían a un enemigo que estaba tan extenuado como ellos y darían lo mejor de sí mismos, estaba seguro. Aun así, temía por todos ellos.
Doce hombres luchando contra diez estaban casi igualados. Los dos tumanes extra que su hermano todavía podía llevar al campo de batalla eran una cuestión diferente. Veinte mil hombres podrían lanzar flechas hacia sus flancos, o cargar una y otra vez contra sus hombres mientras ellos estaban inmersos en la lucha. Si se tratara de los Song, se habría reído de los números, pero al enfrentarse contra su propio pueblo, tenía que hacer un esfuerzo para no dejarse llevar por la desesperación. Había hecho cuanto estaba en su mano y volvió a pensar en la última taba que tenía que lanzar al aire cuando avistara Karakorum. En algún lugar al otro lado de las colinas, Bayar tenía que estar aproximándose a la ciudad. Sin duda, sus tres tumanes bastarían para volver las tornas de la lucha.
Todavía le estaba dando vueltas a la batalla cuando el sueño se lo llevó en su ola negra. Kublai no supo nada más hasta que notó que su hijo le estaba sacudiendo por el hombro y poniéndole en la mano un paquete de carne fría y pan duro. Todavía no había amanecido, pero los cuernos de los exploradores estaban anunciando que el campamento de Arik-Boke se estaba preparando para avanzar.
Kublai se sentó, atajando un bostezo cuando se percató de que era el último día. Independientemente de lo que sucediera, habría un final antes de que el sol que empezaba a asomar se pusiera tras las montañas. La idea le resultó extraña, después de tanto tiempo.
Su adormilamiento se evaporó y se puso de pie a trompicones, dando un bocado al pan y haciendo una mueca de dolor cuando el mordisco coincidió con un diente que estaba suelto. Karakorum tenía sacamuelas, recordó con un escalofrío. Tenía la vejiga llena y sujetó el pan entre los dientes mientras se retiraba el deel y orinaba en el suelo, emitiendo un gruñido de satisfacción.
—Mantente a salvo hoy —le dijo a Zhenjin, que sonrió como toda respuesta.
El joven había adelgazado en los días de lucha y de viaje y tenía la piel más oscura de lo que Kublai la recordaba. También él masticaba el grueso trozo de pan, duro como una piedra y casi igual de apetecible. La espesa grasa del cordero se convirtió en una pasta arenosa en su boca y Kublai estuvo a punto de ahogarse hasta que Zhenjin le pasó un pequeño odre de agua y le dio un trago.
—Lo digo en serio. Si la batalla va mal, no vengas a buscarme. Aléjate al galope. Prefiero verte salir corriendo y con vida a que te quedes y mueras. ¿Me has entendido?
Zhenjin le dirigió su mirada más lograda de hosco desdén, pero asintió. Los cuernos de los exploradores volvieron a sonar y su campamento improvisado aceleró el ritmo, con los hombres montando y comprobando sus armas por última vez. Los tumanes de Arik-Boke estaban en marcha.
—Ahora, date prisa. Vuelve a tu jagun —dijo Kublai con brusquedad.
Para su sorpresa, antes de salir como un rayo hacia su caballo, Zhenjin se abalanzó sobre él y le dio un breve e impetuoso abrazo.
Cabalgaron deprisa durante la larga mañana, cubriendo kilómetros al medio galope o al trote mientras los exploradores vigilaban a las fuerzas de Arik-Boke y traían informes constantes sobre ellas. Sesenta y cinco kilómetros no habrían sido nada para un grupo de caballos y hombres descansados, pero, después de días sobre la silla, todos ellos estaban anquilosados y fatigados. Kublai los imaginaba sangrando caballos lisiados cada dos por tres, o soltando a los animales cuando empezaban a cojear o se desplomaban. Pero los pequeños y resistentes ponis habían sido criados para aguantar y continuaban avanzando, exactamente igual que los hombres que los montaban, haciendo caso omiso de los dolores de su espalda y sus piernas.
Para Kublai, empezar a reconocer las colinas que circundaban Karakorum fue un momento surrealista. Las verdigrises pendientes llamaban a gritos a sus recuerdos. Había crecido en la ciudad y conocía sus alrededores mejor que nadie en el mundo. Sorprendido, se quedó sin aliento ante la poderosa emoción que le embargó al saber que había llegado a casa. En todos sus planes y maniobras no había tenido en cuenta la fuerza de algo tan pequeño. Estaba en casa. La ciudad que su tío había construido se encontraba a escasos kilómetros de allí y era el momento de enfrentarse a su hermano, de poner a prueba a los hombres a los que había enseñado y de los que había aprendido a lo largo de miles de kilómetros en las tierras Song. Sintió el escozor de las lágrimas en los ojos y, echando la cabeza hacia atrás, se rio de sí mismo.

 

Originalmente, Karakorum había sido construida con una muralla de aproximadamente la altura de un hombre. Eso había cambiado cuando la pequeña ciudad fue amenazada: los muros habían sido elevados y reforzados, y se les habían añadido torres de vigilancia y puertas de gran solidez. Kublai ya no sabía cuántos habitantes acogía ni cuántas personas más se apiñaban a su alrededor en las barriadas de tiendas. Había caminado entre ellas más de una vez cuando era joven y los recuerdos eran, a la vez, vívidos y tristes. A su pueblo no le iba bien cuando se reunía en un solo lugar. Aunque acudían a Karakorum para trabajar y hacer fortuna, no disponían de alcantarillado y las gers estaban tan amontonadas bajo el sol que el hedor a orina y excremento podía provocarle arcadas a un hombre fuerte. Cuando eran nómadas, sus campamentos eran frescos y estaban llenos de verdor, pero cuando se veían atrapados en la pobreza, construían barriadas donde ninguna mujer y pocos hombres se atrevían a salir después del anochecer.
Cuando por fin dio la orden de alto, podía ver las blancas murallas a lo lejos. Había reprimido cualquier tipo de pensamiento sobre el futuro mientras su hermano Arik-Boke estuviera en el campo de batalla luchando contra él. Hacer planes para años venideros cuando fácilmente podía morir en la lucha se le antojaba una excesiva y peligrosa muestra de orgullo. Y, sin embargo, mientras contemplaba el paisaje brumoso que quedaba a sus espaldas, pensó en las amplias tierras Chin que circundaban Xanadú. Podría encontrar un lugar para ellos allí. Podía darles la oportunidad de expandirse y vivir como hombres en vez de como animales, hacinados en un espacio demasiado pequeño, en una ciudad demasiado pequeña. Su pueblo enfermaba cuando no podía moverse, y no solo por las enfermedades que asolaban la ciudad todos los veranos. Bajo un sol de justicia, le recorrió un estremecimiento al pensar en alguna de aquellas pestilencias haciendo estragos en Karakorum mientras esta se cocía en su propia inmundicia. Si sobrevivía, podía hacerlo mejor, estaba seguro.
Esa tarde, Uriang-Khadai se movió como una avispa, cabalgando de un lado a otro y repartiendo órdenes con sequedad para que los tumanes formaran como era debido. Los estandartes de Kublai fueron enarbolados a mucha distancia de donde él se encontraba, rodeado por sus vasallos. Con una sonrisa irónica, observó los muros de seda amarilla ondeando a lo lejos, decorados con un dragón que trepaba por la tela como si estuviera vivo. Las flechas arreciarían sobre aquellos hombres, todos ellos voluntarios. Eran los únicos que seguían llevando los pocos escudos que había conservado, mientras que los pechos de sus caballos iban protegidos por paneles de escamas. El propio Kublai cabalgaría lejos de ellos, en la cuarta fila, invisible mientras daba las órdenes.
A pesar de las elevadas pérdidas, nueve tumanes y unos seis minghaans aguardaban listos para enfrentarse al ejército de Arik-Boke. La mayoría de ellos habían combatido juntos durante años, contra ejércitos mucho mayores. Cada oficial se había reunido con sus colegas y se había emborrachado hasta perder el sentido un millar de veces. Conocían a los hombres que les rodeaban y estaban más dispuestos que nunca para la lucha. La ciudad del khan se alzaba tras ellos y tenían que conquistarla por él. El propio khan luchaba entre las filas. Ese día habría un final.
Arik-Boke todavía debía recorrer quince kilómetros cuando Kublai ordenó el alto. Era tiempo suficiente para evacuar las vejigas y beber unos tragos de agua de los odres que iban pasando entre las tropas hasta que quedaban vacíos y eran arrojados al suelo. Cien mil arcos fueron examinados para comprobar si tenían alguna raja, mientras que las cuerdas eran puestas a prueba y desechadas si estaban dadas de sí o demasiado gastadas. Los hombres frotaron con grasa la hoja de sus espadas para que penetraran fácilmente en sus vainas y muchos de ellos desmontaron para comprobar las bridas y las cinchas de su silla buscando puntos débiles que pudieran soltarse bajo su peso. Se oían escasas risas y muy pocos llamaron a sus amigos para hacer algún comentario. La larga cabalgada hacia la ciudad les había endurecido y estaban listos.
Kublai mantuvo su espalda tan recta como una lanza mientras observaba a los primeros jinetes de la avanzadilla de los tumanes de Arik-Boke. Aparecieron a lo lejos como moscas negras, moviéndose de un lado a otro en la turbia calina. Tras los batidores, venía el grueso de los tumanes, oscuros bloques de jinetes que cabalgaban bajo una nube de polvo anaranjado que se elevaba de ellos en alargadas espirales.
Volvió a comprobar su manejo de la espada, metiendo y sacando el arma de la vaina con un chasquido. La náusea que le encogía el estómago era una sensación familiar y dejó que su ira se encendiera para acallarla. El cuerpo tenía miedo, pero no permitiría que la débil carne le gobernara.
La visión del ejército de su hermano hizo que su corazón se acelerara y la furia fluyó tumultuosa por su sangre, convocada por su voluntad y más fuerte que el miedo. Gotas de sudor brotaron en su frente mientras permanecía sentado como una estatua, observando cómo se iban aproximando. Podía oler a los caballos que le circundaban y su olor se mezclaba con el hedor animal de hombres que no se habían bañado en meses. Sus hombres, ligados a él por un juramento y por la experiencia. Muchos de ellos morirían ese día y la deuda sería de Arik-Boke. Kublai se recordó que conocía a su hermano, por mucho que hubiera cambiado en los años que habían estado separados. La falsa posición respecto a los estandartes provenía de ese convencimiento.
Arik-Boke no solo querría ganar la batalla. Las pérdidas de su orlok le habían humillado. Si Kublai todavía le conocía, estaría medio cegado por el orgullo herido y la rabia, y ordenaría a sus arqueros que apuntaran hacia ese punto. Los portaestandartes absorberían la lluvia de flechas. Recuerdos de la adolescencia de ambos se sucedieron velozmente por su mente, y no fue agradable, pero Kublai utilizaría cualquier cosa, cualquier debilidad. En silencio, elevó una oración de disculpas hacia su madre y su padre, confiando en que no pudieran ver la batalla que libraría ese día.
Kublai miró a derecha e izquierda, repasando las filas de hombres silenciosos. No llevaba ningún símbolo de su autoridad y sus vasallos le observaban con expresiones de sereno orgullo. Estaban listos. Rezó otra plegaria a los espíritus de sus antepasados pidiéndoles que Bayar llegara a tiempo.
Vio que Uriang-Khadai alzaba una mano y Kublai imitó su gesto. Había llegado la hora. Miró hacia delante, hacia el vasto ejército que venía hacia ellos mientras su orlok daba la orden. Los cuernos empezaron a resonar a través de las filas, una única y larga nota que provocó un temblor en las manos de Kublai y que solo cesó cuando aferró con fuerza las riendas. Cien mil guerreros espolearon a sus monturas e iniciaron el trote en dirección al enemigo, su hermano menor.