XLII
KUBLAI cabalgaba hacia
Karakorum a través de una noche fría y tranquila. Él y sus hombres
iban compartiendo pedacitos de carne negra mientras avanzaban y
pasándose odres de leche agria o de airag claro para aliviar las
resecas gargantas. No había tiempo para detenerse y celebrar las
victorias del día, no con los tumanes de Arik-Boke pisándoles los
talones. Kublai había visto a su hijo durante un breve momento:
Zhenjin había pasado por su lado cuando iba a hacer un recado para
su oficial minghaan. Sin duda el oficial le había sugerido que
pasara cerca del khan. Era el tipo de atención sutil que tenían sus
hombres hacia él y Kublai sabía que se sentían orgullosos de que el
hijo del khan cabalgara con ellos, con toda la confianza que eso
implicaba. Kublai se compadecía del enemigo que intentara atacar a
ese minghaan en concreto. Aniquilarían a cualquiera que se
aproximara siquiera al heredero de su khan.
Aunque sus pensamientos avanzaban perezosa y
pesadamente, Kublai repasó sus planes durante la cabalgada. Tenía
que haberse alejado lo suficiente antes de que amaneciera, pero sus
hombres habían luchado o montado durante todo el día y se caían de
cansancio. Si no les permitía reposar, les estaría arrebatando su
fuerza, inutilizando su ejército justo cuando necesitaba que sus
guerreros estuvieran lo más despiertos y en forma posible. Ya había
dado orden de que cabalgaran en parejas, con un hombre dormitando
sobre el caballo mientras el otro sujetaba las riendas, pero les
hacía falta desmontar y dormir al menos durante unas horas.
Uriang-Khadai era posiblemente el hombre de
más edad bajo su mando, pero a la débil luz de la luna, su aspecto
era tan fresco y sólido como siempre. Kublai le dirigió una sonrisa
fatigada mientras trataba de contener el blando vaivén de su
cabeza, que acababa en un sobresalto cuando, de repente, descubría
que se había dormido. Era una de las ventajas de las sillas de
perilla alta, que sostenían a un hombre dormido mejor que otros
diseños, pero seguía teniendo la impresión de que podría caerse si
el sueño le invadía. A cada rato, daba un enorme bostezo.
—¿Tenemos ya un recuento de las pérdidas?
—preguntó, más para mantenerse despierto que porque realmente
quisiera saberlo.
—No puedo estar seguro hasta que haya luz
—respondió Uriang-Khadai—. Creo que unos dos tumanes, o un poco
más.
—¿En un día?
—saltó Kublai, sin poder reprimirse.
Uriang-Khadai no bajó la mirada.
—Nosotros hemos matado más. Cuentan con los
mismos arcos y las mismas destrezas que nosotros. Era de esperar
que el número de muertos fuera alto.
El rostro de Kublai se torció en una mueca y
alzó la mirada a las estrellas. Las cifras eran espantosas, tan
altas como sus pérdidas contra los Song. Muchos de ellos estarían
con vida todavía, sintiéndose helados y solos entre los cadáveres
mientras aguardaban a que los guerreros de Arik-Boke los
encontraran y les clavaron una daga en la carne. La idea de esa
terrible vigilia final le provocó un escalofrío. Después de pasar
años con ellos en los territorios Song, le pesaba la pérdida de
todos y cada uno de sus hombres. Arik-Boke no comprendía el tipo de
lealtad que había crecido en sus tumanes a lo largo de los años.
Apartó de su mente la idea, sabiendo que lo único que conseguiría
era volver a enfadarse con el necio de su hermano. La profundidad
de su ira todavía podía sorprenderle, pero darle rienda suelta le
parecía mera autocomplacencia.
—Cuatro días y estaremos en Karakorum —dijo
en voz alta—. Y los hombres de mi hermano estarán detrás de
nosotros todo el tiempo.
Uriang-Khadai no contestó y Kublai se dio
cuenta de que no le había hecho ninguna pregunta. Después de todo
lo que habían pasado juntos, le hacía sonreír lo reservado que el
orlok podía llegar a ser.
—Todavía tengo una taba que tirar, orlok.
Cuando lleguemos a Karakorum, podemos convertirnos en los
defensores de la ciudad y de nuestro pueblo. Convertiré a Arik-Boke
en el enemigo a los ojos de la nación. Y cuando la batalla alcance
su apogeo, Bayar le atacará. —En el prolongado silencio, Kublai
suspiró—. ¿Qué opinas al respecto?
—Creo que tienes diez tumanes o menos frente
a los doce o más de tu hermano —dijo por fin Uriang-Khadai—. Creo
que se nos están acabando las flechas y las lanzas. No puedo hacer
planes contando con una fuerza de reserva que tiene que recorrer
más de tres mil kilómetros para alcanzarnos.
—Tú regresaste después de reunirte con
Hulegu. Bayar llegará hasta aquí —dijo Kublai.
—Y yo me alegraré de verle, pero debemos
prepararnos para lo peor. Necesitamos armas.
Kublai soltó un gruñido. Debería haber
previsto que no recibiría palabras de ánimo. El khanato de Chagatai
les había proporcionado gran parte de los suministros de la
campaña. Había sido el príncipe Alghu el que envió a los chicos
árabes a crear la falsa nube de polvo que había desempeñado un
papel primordial en su primera batalla, y la comida y la bebida que
todavía tenían procedía de sus ciudades. No obstante, Uriang-Khadai
tenía razón, las flechas y las lanzas eran las existencias más
importantes de un ejército y, con una sola carga, habrían acabado
con ellas.
—Si puedes hacer que aparezca un cargamento
de flechas y lanzas en los próximos días, te lo agradecería con la
rodilla hincada en el suelo, orlok. Hasta entonces, no tiene
sentido hablar sobre ello.
Uriang-Khadai se quedó callado durante largo
tiempo, pensando.
—Hay existencias en Karakorum, suficientes
para llenar todos nuestros carcajs —dijo finalmente.
Kublai se abstuvo de burlarse de la idea. El
veterano soldado conocía la situación tan bien como él.
—¿Crees que podríamos hacernos con ellas?
—preguntó.
—No, pero Arik-Boke Khan sí.
Al oírle, Kublai hizo una mueca, pero
asintió.
—La ciudad no sabe nada de las batallas que
estamos librando, todavía no. Podría enviar a unos hombres en su
nombre con orden de llevarse un cargamento de flechas y lanzas con
unos carros. Es una buena idea, creo. Podría funcionar.
—Con tu permiso, les daré la orden a unos
cuantos exploradores, hombres que sé que desempeñarán bien el
papel.
—Lo tienes —respondió Kublai. En silencio,
dio las gracias por el hombre que tenía al lado. De algún modo, en
la oscuridad resultaba más fácil hablar con él que de costumbre.
Ninguno de los dos podía ver bien al otro y Kublai se planteó
compartir el secreto que había descubierto años atrás, en los
archivos de Karakorum. Estaba tan cansado que arrastraba las
palabras al hablar pero, en un impulso, decidió hablar.
—Encontré un archivo sobre tu padre, una vez
—dijo. El silencio pareció dilatarse a su alrededor hasta tal punto
que Kublai llegó a preguntarse si Uriang-Khadai le habría oído
siquiera— ¿Sigues despierto?
—Sí. Sé quién era. No es algo que acostumbre
a... —La voz de Uriang-Khadai fue apagándose hasta
desaparecer.
Kublai pugnó por ordenar sus pensamientos,
por encontrar las palabras adecuadas. Hacía años que sabía que
Uriang-Khadai era el hijo de Tsubodai, pero nunca había hallado el
momento de traerlo a colación. Enterarse de que el orlok ya lo
sabía era extrañamente desmoralizador.
—Me gustaba, ¿sabes? Era un hombre
extraordinario.
—He... he oído contar muchas historias sobre
él, mi señor. No me conocía.
—Vivió sus últimos años como un sencillo
pastor, ¿habías oído eso?
—Sí —Uriang-Khadai se quedó pensando un
tiempo y Kublai permaneció en silencio—. Tú creciste teniendo por
abuelo a Gengis, mi señor. Supongo que sabrás lo que significa
vivir bajo la larga sombra de un hombre.
—Parecen gigantes —murmuró Kublai—. Conozco
muy bien la sensación. —Estaba conociendo un aspecto de
Uriang-Khadai que no se esperaba. Había ido ascendiendo en el
ejército sin la ayuda del nombre de nadie. Por primera vez, Kublai
sintió que comprendía qué era lo que movía a aquel hombre.
—Creo que estaría orgulloso de ti —dijo
Kublai.
Desde la oscuridad, Uriang-Khadai se rio
entre dientes.
—Y Gengis estaría orgulloso de ti, mi señor.
Ahora vamos a dejar las sombras para la noche. Tenemos que
encontrar un río para los caballos y, además, me voy a caer de la
silla si no descanso pronto.
Kublai soltó una carcajada y, solo de pensar
en dormir, volvió a bostezar.
—Como desees, orlok. Haremos que nuestros
padres y abuelos estén orgullosos, nosotros dos.
—O nos uniremos a ellos —respondió
Uriang-Khadai.
—Sí, o nos uniremos a ellos, o una cosa o la
otra —Kublai se calló un instante y se frotó los ojos,
limpiándoselos del polvo del camino—. Arik-Boke no se detendrá
ahora, no con nosotros avanzando hacia la capital. Llevará a sus
hombres al límite del agotamiento en su esfuerzo por
alcanzarnos.
—Querías que se sintiera desesperado, que
concentrara todas sus fuerzas en la ciudad. Si Bayar no
aparece...
—Aparecerá, orlok.
Los tres días que siguieron fueron de los
más extraños que Kublai hubiera vivido jamás. Había acertado al
suponer que Arik-Boke llevaría a los tumanes hasta el límite de sus
fuerzas. Al segundo día, los ejércitos dejaron atrás cuatro
estaciones del yan y supieron que habían cubierto más de ciento
cincuenta kilómetros entre el alba y el crepúsculo. Los
exploradores pululaban en los extremos de ambos contingentes,
llegando a veces a pelearse con los guerreros enemigos, o
penetrando en la zona del alcance de las flechas, donde eran
derribados de sus monturas y caían al suelo despatarrados para
regocijo de los hombres más próximos. Al atardecer del tercer día,
los dos ejércitos se encontraban a apenas quince kilómetros el uno
del otro, sin que ninguno consiguiera reducir o ampliar esa
distancia. Kublai había perdido la cuenta de los cambios de montura
que había ordenado, pues Uriang-Khadai y él hacían cuanto podían
para que los animales estuvieran frescos, aunque nunca había
suficiente tiempo para pastar y se vieron obligados a dejar atrás a
cientos de caballos por problemas respiratorios o por cojera.
Durante todo ese tiempo, podía sentir el aliento de su hermano en
la nuca, incapaz de hacer otra cosa que alargar el cuello y fijar
la vista en Karakorum.
La puesta del sol era el momento más duro
para los hombres. Kublai no podía ordenar un alto hasta estar
absolutamente seguro de que su hermano había dado el día por
terminado. Con los ejércitos a tan escasa distancia entre sí, no se
atrevía a descansar cuando Arik-Boke podía organizar un ataque y
saltar de repente sobre ellos. Sus propios batidores le comunicaban
las posiciones enemigas en cadena, una y otra vez, hasta que traían
la buena nueva de que sus perseguidores se habían detenido. Aun
entonces, Kublai insistía en continuar, sacando cada valioso
kilómetro de más solo gracias al sudor y el aguante de sus hombres.
Los guerreros dormían como muertos bajo las estrellas y los
centinelas, que cambiaban a lo largo de la noche, tenían que
despertarlos a patadas. Algunos hombres gritaban en sueños,
desgastados por la constante amenaza de sus perseguidores. A
aquellos cazadores natos les desazonaba verse convertidos en presa,
mientras que los que los seguían iban cobrando confianza, como una
manada de lobos, sabiendo que, con el tiempo, les darían
alcance.
Kublai había recibido la buena noticia de
sus exploradores mucho antes que los tumanes que comandaba, pero no
se la comunicó, sabiendo el placer que les produciría ver los
carros cargados de armas llegando desde Karakorum. Fueron
conducidos hacia el centro de su espartano campamento mientras el
sol del tercer día moría tras las montañas, y sus hombres los
acogieron con vítores y exclamaciones. Uno de ellos se subió a cada
uno de los carros y empezó a arrojar lanzas y carcajs repletos
hacia las manos extendidas, riéndose al pensar que la ciudad les
había dado ese vital regalo por error. Los hombres que guiaban los
carros no sufrieron ningún daño y, por su parte, ellos se cuidaron
bien de no protestar mientras los hacían a un lado a empujones y
los mandaban de regreso a la ciudad. Karakorum se hallaba a unos
sesenta y cinco kilómetros y Kublai sabía que la alcanzaría al
mediodía del día siguiente. Deseó haber pensado en pedir que
incluyeran unos odres de airag junto con las flechas y las lanzas,
pero era suficiente contemplar el júbilo en las caras de sus
hombres al ver lo que habían obtenido con artimañas.
Cuando se tumbó a dormir esa noche, Kublai
notó cuánto había disminuido la terrible tensión que había
soportado, y se tomó un momento para aplastar la hierba que sería
su lecho al notar un bulto clavándosele en la cadera. Sus hombres
lucharían con Karakorum a la vista. Se enfrentarían a un enemigo
que estaba tan extenuado como ellos y darían lo mejor de sí mismos,
estaba seguro. Aun así, temía por todos ellos.
Doce hombres luchando contra diez estaban
casi igualados. Los dos tumanes extra que su hermano todavía podía
llevar al campo de batalla eran una cuestión diferente. Veinte mil
hombres podrían lanzar flechas hacia sus flancos, o cargar una y
otra vez contra sus hombres mientras ellos estaban inmersos en la
lucha. Si se tratara de los Song, se habría reído de los números,
pero al enfrentarse contra su propio pueblo, tenía que hacer un
esfuerzo para no dejarse llevar por la desesperación. Había hecho
cuanto estaba en su mano y volvió a pensar en la última taba que
tenía que lanzar al aire cuando avistara Karakorum. En algún lugar
al otro lado de las colinas, Bayar tenía que estar aproximándose a
la ciudad. Sin duda, sus tres tumanes bastarían para volver las
tornas de la lucha.
Todavía le estaba dando vueltas a la batalla
cuando el sueño se lo llevó en su ola negra. Kublai no supo nada
más hasta que notó que su hijo le estaba sacudiendo por el hombro y
poniéndole en la mano un paquete de carne fría y pan duro. Todavía
no había amanecido, pero los cuernos de los exploradores estaban
anunciando que el campamento de Arik-Boke se estaba preparando para
avanzar.
Kublai se sentó, atajando un bostezo cuando
se percató de que era el último día. Independientemente de lo que
sucediera, habría un final antes de que el sol que empezaba a
asomar se pusiera tras las montañas. La idea le resultó extraña,
después de tanto tiempo.
Su adormilamiento se evaporó y se puso de
pie a trompicones, dando un bocado al pan y haciendo una mueca de
dolor cuando el mordisco coincidió con un diente que estaba suelto.
Karakorum tenía sacamuelas, recordó con un escalofrío. Tenía la
vejiga llena y sujetó el pan entre los dientes mientras se retiraba
el deel y orinaba en el suelo, emitiendo un gruñido de
satisfacción.
—Mantente a salvo hoy —le dijo a Zhenjin,
que sonrió como toda respuesta.
El joven había adelgazado en los días de
lucha y de viaje y tenía la piel más oscura de lo que Kublai la
recordaba. También él masticaba el grueso trozo de pan, duro como
una piedra y casi igual de apetecible. La espesa grasa del cordero
se convirtió en una pasta arenosa en su boca y Kublai estuvo a
punto de ahogarse hasta que Zhenjin le pasó un pequeño odre de agua
y le dio un trago.
—Lo digo en serio. Si la batalla va mal, no
vengas a buscarme. Aléjate al galope. Prefiero verte salir
corriendo y con vida a que te quedes y mueras. ¿Me has
entendido?
Zhenjin le dirigió su mirada más lograda de
hosco desdén, pero asintió. Los cuernos de los exploradores
volvieron a sonar y su campamento improvisado aceleró el ritmo, con
los hombres montando y comprobando sus armas por última vez. Los
tumanes de Arik-Boke estaban en marcha.
—Ahora, date prisa. Vuelve a tu jagun —dijo
Kublai con brusquedad.
Para su sorpresa, antes de salir como un
rayo hacia su caballo, Zhenjin se abalanzó sobre él y le dio un
breve e impetuoso abrazo.
Cabalgaron deprisa durante la larga mañana,
cubriendo kilómetros al medio galope o al trote mientras los
exploradores vigilaban a las fuerzas de Arik-Boke y traían informes
constantes sobre ellas. Sesenta y cinco kilómetros no habrían sido
nada para un grupo de caballos y hombres descansados, pero, después
de días sobre la silla, todos ellos estaban anquilosados y
fatigados. Kublai los imaginaba sangrando caballos lisiados cada
dos por tres, o soltando a los animales cuando empezaban a cojear o
se desplomaban. Pero los pequeños y resistentes ponis habían sido
criados para aguantar y continuaban avanzando, exactamente igual
que los hombres que los montaban, haciendo caso omiso de los
dolores de su espalda y sus piernas.
Para Kublai, empezar a reconocer las colinas
que circundaban Karakorum fue un momento surrealista. Las
verdigrises pendientes llamaban a gritos a sus recuerdos. Había
crecido en la ciudad y conocía sus alrededores mejor que nadie en
el mundo. Sorprendido, se quedó sin aliento ante la poderosa
emoción que le embargó al saber que había llegado a casa. En todos
sus planes y maniobras no había tenido en cuenta la fuerza de algo
tan pequeño. Estaba en casa. La ciudad
que su tío había construido se encontraba a escasos kilómetros de
allí y era el momento de enfrentarse a su hermano, de poner a
prueba a los hombres a los que había enseñado y de los que había
aprendido a lo largo de miles de kilómetros en las tierras Song.
Sintió el escozor de las lágrimas en los ojos y, echando la cabeza
hacia atrás, se rio de sí mismo.
Originalmente, Karakorum había sido
construida con una muralla de aproximadamente la altura de un
hombre. Eso había cambiado cuando la pequeña ciudad fue amenazada:
los muros habían sido elevados y reforzados, y se les habían
añadido torres de vigilancia y puertas de gran solidez. Kublai ya
no sabía cuántos habitantes acogía ni cuántas personas más se
apiñaban a su alrededor en las barriadas de tiendas. Había caminado
entre ellas más de una vez cuando era joven y los recuerdos eran, a
la vez, vívidos y tristes. A su pueblo no le iba bien cuando se
reunía en un solo lugar. Aunque acudían a Karakorum para trabajar y
hacer fortuna, no disponían de alcantarillado y las gers estaban
tan amontonadas bajo el sol que el hedor a orina y excremento podía
provocarle arcadas a un hombre fuerte. Cuando eran nómadas, sus
campamentos eran frescos y estaban llenos de verdor, pero cuando se
veían atrapados en la pobreza, construían barriadas donde ninguna
mujer y pocos hombres se atrevían a salir después del
anochecer.
Cuando por fin dio la orden de alto, podía
ver las blancas murallas a lo lejos. Había reprimido cualquier tipo
de pensamiento sobre el futuro mientras su hermano Arik-Boke
estuviera en el campo de batalla luchando contra él. Hacer planes
para años venideros cuando fácilmente podía morir en la lucha se le
antojaba una excesiva y peligrosa muestra de orgullo. Y, sin
embargo, mientras contemplaba el paisaje brumoso que quedaba a sus
espaldas, pensó en las amplias tierras Chin que circundaban Xanadú.
Podría encontrar un lugar para ellos allí. Podía darles la
oportunidad de expandirse y vivir como hombres en vez de como
animales, hacinados en un espacio demasiado pequeño, en una ciudad
demasiado pequeña. Su pueblo enfermaba cuando no podía moverse, y
no solo por las enfermedades que asolaban la ciudad todos los
veranos. Bajo un sol de justicia, le recorrió un estremecimiento al
pensar en alguna de aquellas pestilencias haciendo estragos en
Karakorum mientras esta se cocía en su propia inmundicia. Si
sobrevivía, podía hacerlo mejor, estaba seguro.
Esa tarde, Uriang-Khadai se movió como una
avispa, cabalgando de un lado a otro y repartiendo órdenes con
sequedad para que los tumanes formaran como era debido. Los
estandartes de Kublai fueron enarbolados a mucha distancia de donde
él se encontraba, rodeado por sus vasallos. Con una sonrisa
irónica, observó los muros de seda amarilla ondeando a lo lejos,
decorados con un dragón que trepaba por la tela como si estuviera
vivo. Las flechas arreciarían sobre aquellos hombres, todos ellos
voluntarios. Eran los únicos que seguían llevando los pocos escudos
que había conservado, mientras que los pechos de sus caballos iban
protegidos por paneles de escamas. El propio Kublai cabalgaría
lejos de ellos, en la cuarta fila, invisible mientras daba las
órdenes.
A pesar de las elevadas pérdidas, nueve
tumanes y unos seis minghaans aguardaban listos para enfrentarse al
ejército de Arik-Boke. La mayoría de ellos habían combatido juntos
durante años, contra ejércitos mucho mayores. Cada oficial se había
reunido con sus colegas y se había emborrachado hasta perder el
sentido un millar de veces. Conocían a los hombres que les rodeaban
y estaban más dispuestos que nunca para la lucha. La ciudad del
khan se alzaba tras ellos y tenían que conquistarla por él. El
propio khan luchaba entre las filas. Ese día habría un final.
Arik-Boke todavía debía recorrer quince
kilómetros cuando Kublai ordenó el alto. Era tiempo suficiente para
evacuar las vejigas y beber unos tragos de agua de los odres que
iban pasando entre las tropas hasta que quedaban vacíos y eran
arrojados al suelo. Cien mil arcos fueron examinados para comprobar
si tenían alguna raja, mientras que las cuerdas eran puestas a
prueba y desechadas si estaban dadas de sí o demasiado gastadas.
Los hombres frotaron con grasa la hoja de sus espadas para que
penetraran fácilmente en sus vainas y muchos de ellos desmontaron
para comprobar las bridas y las cinchas de su silla buscando puntos
débiles que pudieran soltarse bajo su peso. Se oían escasas risas y
muy pocos llamaron a sus amigos para hacer algún comentario. La
larga cabalgada hacia la ciudad les había endurecido y estaban
listos.
Kublai mantuvo su espalda tan recta como una
lanza mientras observaba a los primeros jinetes de la avanzadilla
de los tumanes de Arik-Boke. Aparecieron a lo lejos como moscas
negras, moviéndose de un lado a otro en la turbia calina. Tras los
batidores, venía el grueso de los tumanes, oscuros bloques de
jinetes que cabalgaban bajo una nube de polvo anaranjado que se
elevaba de ellos en alargadas espirales.
Volvió a comprobar su manejo de la espada,
metiendo y sacando el arma de la vaina con un chasquido. La náusea
que le encogía el estómago era una sensación familiar y dejó que su
ira se encendiera para acallarla. El cuerpo tenía miedo, pero no
permitiría que la débil carne le gobernara.
La visión del ejército de su hermano hizo
que su corazón se acelerara y la furia fluyó tumultuosa por su
sangre, convocada por su voluntad y más fuerte que el miedo. Gotas
de sudor brotaron en su frente mientras permanecía sentado como una
estatua, observando cómo se iban aproximando. Podía oler a los
caballos que le circundaban y su olor se mezclaba con el hedor
animal de hombres que no se habían bañado en meses. Sus hombres,
ligados a él por un juramento y por la experiencia. Muchos de ellos
morirían ese día y la deuda sería de Arik-Boke. Kublai se recordó
que conocía a su hermano, por mucho que hubiera cambiado en los
años que habían estado separados. La falsa posición respecto a los
estandartes provenía de ese convencimiento.
Arik-Boke no solo querría ganar la batalla.
Las pérdidas de su orlok le habían humillado. Si Kublai todavía le
conocía, estaría medio cegado por el orgullo herido y la rabia, y
ordenaría a sus arqueros que apuntaran hacia ese punto. Los
portaestandartes absorberían la lluvia de flechas. Recuerdos de la
adolescencia de ambos se sucedieron velozmente por su mente, y no
fue agradable, pero Kublai utilizaría cualquier cosa, cualquier
debilidad. En silencio, elevó una oración de disculpas hacia su
madre y su padre, confiando en que no pudieran ver la batalla que
libraría ese día.
Kublai miró a derecha e izquierda, repasando
las filas de hombres silenciosos. No llevaba ningún símbolo de su
autoridad y sus vasallos le observaban con expresiones de sereno
orgullo. Estaban listos. Rezó otra plegaria a los espíritus de sus
antepasados pidiéndoles que Bayar llegara a tiempo.
Vio que Uriang-Khadai alzaba una mano y
Kublai imitó su gesto. Había llegado la hora. Miró hacia delante,
hacia el vasto ejército que venía hacia ellos mientras su orlok
daba la orden. Los cuernos empezaron a resonar a través de las
filas, una única y larga nota que provocó un temblor en las manos
de Kublai y que solo cesó cuando aferró con fuerza las riendas.
Cien mil guerreros espolearon a sus monturas e iniciaron el trote
en dirección al enemigo, su hermano menor.