XIX

 

LAS enormes puertas, empujadas por equipos de hombres dirigidos con látigos, se abrieron con un crujido ante Hulegu. Ya estaba sudando y notaba el sol calentando su piel mientras iba aumentando de intensidad. Moreno de nacimiento, nunca se había quemado con el sol antes de aquellas interminables semanas de asedio sobre Bagdad. En aquel momento, hasta la primera tibieza del día le quemaba la piel como un hierro candente. Le escocía su propio sudor, que goteaba sobre sus cejas y pestañas irritándole los ojos y cegándole. Había hecho cuanto había podido para mantener a los tumanes en forma y alerta, pero el profundo aburrimiento de un asedio era como una de esas erupciones que se extendían poco a poco a través de la piel de hombres que, por lo demás, estaban completamente sanos. Se rascó la entrepierna al pensarlo, notando los quistes. Era peligroso permitir que su chamán se los extirpara, porque a menudo se manifestaba una infección, pero todas las noches, en la intimidad de su propia ger, Hulegu se abría los peores con los dedos, estrujando y reduciendo los duros bultos hasta que el dolor le obligaba a parar. La sustancia blanquecina y aceitosa se le quedaba pegada a los dedos y, mientras esperaba, inmóvil, a que apareciera el califa, todavía percibía su olor acre.
Al menos, dentro de poco todo habría acabado. Se habían producido dos tentativas de escapar a su cerco, ambas a través del río. La primera se había servido de unas barquitas construidas dentro de las puertas de hierro del río. Las habían destruido con nafta: desde las orillas, habían arrojado jarras de barro llenas de ese aceite inflamable sobre los impotentes hombres de su interior y, a continuación, les habían prendido fuego con flechas ardientes. Hulegu no sabía quiénes habían muerto ese día. No habría habido forma de identificar los cadáveres, aunque hubiera querido hacerlo.
El segundo intento había sido más sutil, perpetrado por solo seis hombres con los cuerpos ennegrecidos con hollín y aceite. Habían llegado a los pontones que sus hombres habían construido a través del Tigris y que habían anclado hundiendo varios pesados troncos en el blando lecho del río. La aguda vista de uno de sus exploradores los había descubierto deslizándose por las aguas y sus guerreros habían sacado los arcos, afinando cada disparo mientras se reían y se señalaban los blancos unos a otros. Puede que aquel hubiera sido el golpe de gracia a las esperanzas del califa, Hulegu no lo sabía. Al día siguiente, había sido informado de que al-Mustasim se reuniría con él en el exterior de la ciudad.
Hulegu frunció el ceño al ver a un largo séquito saliendo a pie de la ciudad. Había solicitado una vez más la rendición, pero el califa ni siquiera había respondido, prefiriendo esperar a la reunión. Hulegu fue contando a medida que la pequeña columna se alargaba. Doscientos, trescientos, quizá cuatrocientos. Por fin la comitiva terminó y las puertas se cerraron tras los soldados del califa, encomendados con la misión de acompañar a su amo hasta Hulegu.
Hulegu no había permanecido ocioso la noche anterior. No contaba con ninguna tienda suficientemente amplia para albergar al séquito del califa, pero había despejado una zona del pedregoso terreno y la había cubierto de gruesas alfombras tomadas de las ciudades conquistadas a su paso. Los límites del lugar habían sido marcados con mullidos cojines y Hulegu le había añadido unos toscos bancos de madera, muy similares a los de las iglesias cristianas que había visto en Rusia. No había altar, solo una simple mesa y dos sillas para que se sentaran los dos líderes. Los generales de Hulegu permanecerían de pie, listos para desenvainar las espadas al primer signo de traición.
Hulegu sabía que los hombres del califa le habrían puesto al corriente de todas sus acciones, visibles desde las murallas de la ciudad. La pequeña columna se dirigió hacia el lugar con paso certero, haciendo que Hulegu sonriera ante el perfecto avance de los soldados en marcha. No había puesto límite alguno a los soldados que el califa podía traer consigo. Diez tumanes circundaban la ciudad y se había asegurado de que la ruta del califa estuviera flanqueada por sus propios jinetes, fuertemente armados y con gesto adusto. El mensaje era lo bastante claro.
El califa iba montado en un carro tirado por dos enormes caballos castrados. Al ver el tamaño del califa que gobernaba la ciudad y se hacía llamar la luz del islam, Hulegu parpadeó. No era un guerrero, pues, no alguien así. Las manos que se agarraban a la parte delantera del carro estaban hinchadas y los ojos que buscaban a Hulegu estaban casi ocultos por la carne abotagada. Hulegu guardó silencio mientras el califa descendía asistido por uno de sus criados. El general Kitbuqa estaba allí para guiarle hacia su puesto y, entretanto, Hulegu repasó los objetivos que esperaba alcanzar con esa reunión. Se mordió el interior del carrillo mientras los hombres del califa se acomodaban. Todo aquello era una farsa, una máscara para permitir que aquel hombre conservara un resquicio de dignidad cuando no merecía ninguna. Aun así, Hulegu no había rechazado la oferta, ni había puesto ninguna objeción respecto a los detalles. Lo importante era que el califa estaba dispuesto a negociar. Solo él podía hacerlo y Hulegu se preguntó por enésima vez cuáles serían las dimensiones de la fortuna que encerraba aquella ciudad considerada por muchos el centro del mundo. A lo largo de miles de kilómetros había oído historias sobre Bagdad, cuentos de antiguas armaduras de jade y lanzas de marfil, de reliquias sagradas y estatuas de oro macizo más altas que tres hombres subidos uno encima de otro. Ansiaba poder ver esas maravillas. Hasta ahora había convertido el oro capturado en lingotes y toscas monedas, pero anhelaba encontrar piezas que impresionaran a sus hermanos, tanto a Mongke como a Kublai. Se sentía incluso tentado de conservar las bibliotecas, para que Kublai supiera que eran suyas. Un hombre nunca podía amasar suficiente riqueza, pero, al menos, podía tener más que sus hermanos.
Cuando el califa depositó su mole en la silla, Hulegu apretó y aflojó las manos, aferrándose con un gesto inconsciente a lo que se le debía. Se sentó a su vez y clavó su fría mirada en los ojos llorosos de al-Mustasim. Hulegu notó la picadura del sol en la nuca y se planteó pedir un toldo hasta que se dio cuenta de que los rayos del sol caían directamente sobre la cara del califa. A pesar de su sangre persa, el rollizo caudillo no estaba cómodo en el calor. Hulegu le saludó con la cabeza.
—¿Qué piensas ofrecerme, califa, a cambio de tu ciudad y de tu vida? —le preguntó.

 

Kublai cabalgaba hacia el este a través de un tupido bosque que parecía interminable. Sabía que no tenía motivos para temer un ataque: sus batidores se habían repartido en todas direcciones en un radio de casi cincuenta kilómetros. Aun así, los árboles crecían muy juntos, creando una oscuridad antinatural que hacía que su caballo se encabritara ante las sombras. Le habían informado de que había un claro natural más adelante, pero el sol se estaba poniendo y todavía no podía ver ni la enorme roca ni el lago que sus exploradores habían descrito.
El general Bayar cabalgaba justo delante de él, un jinete experto que atravesaba el espeso follaje con pasmosa facilidad. Kublai carecía de la sencilla pericia de Bayar, pero no lo perdía de vista, rodeado por sus guardias personales. Sus hombres y él habían encontrado una aldea abandonada perdida en la espesura y a varios kilómetros del camino más cercano. Quienquiera que hubiera construido las miserables casas se había esfumado mucho tiempo atrás.
Durante la mitad del día, el terreno había ido subiendo suavemente y, cuando el sol rozaba el horizonte, Kublai alcanzó un risco elevado. Desde allí se divisaba un escarpado valle con un perfecto cuenco de aguas negras a sus pies. Su caballo, tan sediento y lleno de arañazos como el propio jinete, relinchó agradecido al verlo. Kublai dejó que Bayar encabezara la marcha, dispuesto a seguir sin reparos el sendero que eligiera. Juntos condujeron a los caballos pendiente abajo, viendo unas lámparas encendidas frente a ellos como una hueste de luciérnagas.
Bayar no parecía tan cansado como Kublai se sentía. No era mucho más joven que él, pero estaba más en forma que lo que la vida de Kublai entre los libros de Karakorum había permitido. No importaba cuánto ejercitara su cuerpo, nunca parecía capaz de adquirir la fácil resistencia de los guerreros y hombres de poder. La mitad de sus tumanes habían partido antes que él y muchos estarían ya dormidos en los estrechos confines de las gers, o durmiendo bajo las estrellas si no había ningún sitio apropiado para montarlas.
Kublai suspiró al pensarlo. Casi no podía recordar la última vez que había dormido toda la noche seguida: soñaba y se despertaba con bruscos sobresaltos, sintiendo cómo su agitada mente se alejaba aleteando como si tuviera existencia propia. Chabi le calmaba poniéndole una mano fresca sobre la frente, pero volvía a quedarse dormida enseguida, dejándole insomne y pensando. Se había visto obligado a mantener un libro de piel con las páginas en blanco junto al lecho, para poder escribir las ideas que se presentaban justo en el momento en que por fin se estaba adormeciendo. Con el tiempo, copiaría su diario en un papel mejor y tendría un registro del periodo que había pasado entre los Song. Si continuaba como había comenzado, sería un volumen digno de las estanterías de Karakorum.
Después de que la ciudad de Ta-li cayera ante él, otras tres la habían seguido en el plazo de un mes. Había dado orden a sus exploradores de que se adelantaran muchos kilómetros a sus huestes para difundir la noticia de su clemencia. Eligió para la tarea a hombres Chin entre los que se habían ido uniendo a sus tumanes a lo largo de los años. Comprendían lo que pretendía y, por supuesto, lo aprobaban, por lo que Kublai no tenía ninguna duda de que hablarían bien del líder mongol que se comportaba como un auténtico señor Chin.
Había habido un momento en aquellos primeros meses en el que había sido capaz de soñar que atravesaría como una ola todas las tierras Song, que los ejércitos y las ciudades se rendirían sin necesidad de dar un solo golpe hasta que, por fin, se encontraría ante el propio emperador. El sueño había durado hasta la siguiente ocasión en que Uriang-Khadai se había decidido a aproximarse a él. Kublai frunció el ceño al recordarlo, seguro de que el maduro general había disfrutado con su papel de portador de malas noticias.
—Los hombres no están recibiendo paga alguna —le había sermoneado Uriang-Khadai—. Has dicho que no están autorizados a saquear las ciudades y se están encolerizando. Nunca antes había visto este nivel de descontento, señor. Tal vez no fuiste consciente de que les desagradaría la compasión y la amabilidad que has mostrado ante nuestros enemigos —Kublai recordó el brillo de ira contenida que había visto en los ojos del orlok antes de seguir hablando—. Creo que resultará complicado manejarlos si continúas manteniendo esa medida. No la entienden. Todo lo que los hombres saben es que les has arrebatado sus baratijas y sus recompensas.
Mientras guiaba a su caballo a través de una zona de tupido matorral, Kublai soltó aire lentamente. Las buenas decisiones nunca se toman en un momento de ira. Yao Shu le había enseñado esa verdad años atrás. Puede que Uriang-Khadai se hubiera deleitado diciéndole algo tan obvio, pero el problema que describía era un problema real. Por su khan, o por aquel que los comandara en su nombre, los tumanes entregaban sus vidas y su fuerza sin preguntar. A cambio, se les permitía llevarse consigo riqueza y esclavos allí donde los encontraran. Kublai podía imaginarse su codicia al pensar en todas esas orondas ciudades Song, a las que la guerra nunca había llegado y que se habían enriquecido a lo largo de siglos de comercio. Sin embargo, Kublai se había negado a quemarlas y poco más de una docena de funcionarios Song habían muerto, solo los que se habían negado a rendirse. En la última ciudad, la población había sacado a su prefecto por la puerta y le habían arrojado al polvo ante los ojos de Kublai. Habían comprendido la elección que les brindaba: vivir y prosperar en vez de resistirse y ser destruidos.
Kublai desmontó con movimientos rígidos, saludando a Bayar con una inclinación de cabeza mientras el general se llevaba a los caballos. Era una noche apacible y solo se oía el ulular de un búho en algún lugar de las inmediaciones, sin duda molesto al ver a tantos hombres pasar a través de su territorio de caza. Kublai se agachó, alargando la mano ahuecada para recoger un poco de agua fría, que se restregó por la cara y el cuello con un gruñido apreciativo. Tenía una solución al problema: pagaba a muchos de los hombres que acompañaban a los tumanes y poseía cientos de miles de monedas de plata y oro. Podía pagar también a los guerreros, al menos por el momento. Kublai torció el gesto y tomó un poco más de agua para peinarse hacia atrás los cabellos. Vaciaría el cofre de guerra que Mongke le había dado, y que ya no era tan pesado como al principio, en cuestión de meses. Después ya no le quedaría dinero para sobornos ni contaría con ninguna nueva fuente de ingresos. Yao Shu le había garantizado que los granjeros de las tierras septentrionales tendrían cosechas en los campos, pero no podía decidir sobre el futuro a partir de cantidades desconocidas. Los ejércitos tenían que recibir comida y suministros. Añadir más plata a sus reservas parecía bastante lógico, si supiera dónde encontrar toda la que necesitaba.
Allí de pie, observando el agua, Kublai se quedó inmóvil, luego levantó los ojos al cielo y se echó a reír a carcajadas. Estaba en una tierra donde a los soldados se les pagaba como a cualquier comerciante. Tenía que encontrar las minas de donde se sacaba el metal. Estaba fatigado y hambriento, pero, por primera vez ese día, no lo notó. Un año antes, habría considerado esa empresa como una tarea imposible, pero, en el tiempo transcurrido desde ese momento, había visto cómo las ciudades Song abrían sus puertas y se rendían ante un señor Chin. Para cuando la plata de Mongke se hubiera acabado, estaría recibiendo tributos de sus nuevas tierras, aunque no consiguiera dar con las reservas del emperador. ¡Podía hacer que las ciudades financiaran su propia conquista!
No oyó a Yao Shu llegar por su espalda. A pesar de su edad, el anciano seguía moviéndose con extremo sigilo. Kublai dio un respingo cuando le habló, y luego sonrió.
—Me complace verte de buen humor —dijo Yao Shu—. Estaría más contento si Bayar no hubiera elegido un lugar con tantos mosquitos para acampar.
Todavía inmerso en su idea, Kublai le comunicó sus pensamientos. Habló a toda velocidad en mandarín, sin darse cuenta de que su perfecta fluidez hacía que el viejo se enorgulleciera de él. Yao Shu asintió con la cabeza cuando concluyó.
—Creo que es un buen plan. Una mina de plata requiere muchos trabajadores. No debería ser demasiado difícil encontrar a alguien que haya oído hablar de una mina, o incluso que haya trabajado en una. Mejor todavía si podemos conseguir que la paga de los soldados Song quede interrumpida. Además de encontrarnos con las monedas ya acuñadas, sufrirían mientras nosotros nos beneficiamos y puede que perdieran un poco de fe en los hombres que les pagan.
—Mañana mismo encomendaré esa misión a unos exploradores —prometió Kublai, bostezando—. Hasta entonces, tengo suficiente dinero para pagar a nuestros hombres en buena moneda Chin. ¿Podrías calcular las cantidades por mí?
—Por supuesto. Tendré que averiguar el precio de una puta barata en una ciudad pequeña para usarlo como base. Creo que un hombre debería tener que ahorrar durante un día o dos para poder permitirse ese lujo. Como mínimo, eso les enseñaría disciplina —respondió Yao Shu, y sonrió—. Es un buen plan, Kublai.
Se sonrieron el uno al otro, conscientes de que Yao Shu solo utilizaba su nombre personal cuando nadie más podía oírle.
—Vete a ver a tu esposa, ahora —le instó Yao Shu—. Come, engendra bebés o descansa. Tienes que mantenerte sano —su tono severo despertó en Kublai los recuerdos de las clases de su infancia—. En algún lugar lejos de aquí, el emperador de los Song se está enfureciendo al recibir sus informes. Ha perdido un ejército y cuatro ciudades. No esperará a que vayas a por él. Puede que confiara en que tus hombres se agotaran recorriendo sus tierras y, sin embargo, las noticias que recibirá son que prosperas y cada vez eres más fuerte, que comes bien pero que todavía estás hambriento.
Kublai esbozó una ancha sonrisa ante la imagen pintada por Yao Shu.
—Estoy demasiado cansado para preocuparme por él esta noche —dijo, dando un bostezo tan grande que notó cómo su mandíbula crujía—. Creo que por una vez voy a dormir bien.
Yao Shu le miró con expresión escéptica. Rara vez descansaba más de cuatro horas al día y consideraba que dormir más era de una haraganería espantosa.
—Mantén tu libro cerca de la cama. Me gusta leer lo que escribes.
La boca de Kublai se abrió.
—Es un diario privado, viejo. ¿Te ha dejado Chabi que lo leas? ¿Es que no hay respeto en este mundo? —protestó.
—Te sirvo mejor si sé cómo piensas, mi señor. Y considero que tus observaciones sobre Orlok Uriang-Khadai son extremadamente interesantes.
Kublai resopló al ver la plácida expresión del anciano monje.
—Ves demasiado, viejo amigo. Ve a descansar tú también. ¿Te has parado a pensar en cómo se dice «banco» en mandarín? Se dice «movimiento de plata». Vamos a descubrir el lugar de dónde la sacan.

 

Hulegu estaba disfrutando de la sensación de poder que tenía ante el califa de Bagdad. Las pretensiones de aquel viejo quedaron destrozadas durante las horas de la mañana. Hulegu observó con paciencia cómo al-Mustasim hablaba con su consejeros y comprobaba interminables listas de cantidades escritas en fino pergamino, haciendo ofertas y contraofertas, la mayoría de las cuales Hulegu, sencillamente, ignoró hasta que el califa comprendió cuál era la verdadera situación. A lo largo de la mañana, Hulegu hizo que los equipos encargados de los cañones y las catapultas practicaran sus rutinas en las inmediaciones, poniendo nerviosos a los escribas. El califa contempló con gesto de desagrado las móviles filas de guerreros y las incontables gers que se extendían en todas direcciones en un radio de varios kilómetros. El vasto ejército mantenía la ciudad en un férreo cerco y él ni contaba con una fuerza capaz de romper el asedio, ni tenía ninguna esperanza que le diera un poco de paz. Nadie iba a llegar a salvar Bagdad: la certeza que tenía de ello se percibía en su rostro y en su postura al sentarse, con los hombros hundidos en los gruesos rollos de carne.
Resultaba embriagador haber reducido a un orgulloso líder a ese estado de total desaliento, observar cómo el califa cobraba consciencia lentamente de que todo lo que valoraba estaba en manos de hombres a quienes no les importaba nada su pueblo o su cultura. Hulegu rechazó con un ademán la última de sus ofertas. Sabía que a la gente de aquella región le gustaba negociar, pero aquello no era más que el espasmo final de un cadáver. Todo cuanto podían ofrecer estaba contenido en la propia Bagdad y la ciudad abriría sus puertas ante los mongoles. Podría saquear a voluntad las cámaras del tesoro y los templos. Aun así, aguardó a que al-Mustasim perdiera hasta el último resquicio de esperanza.
Hicieron una pausa a mediodía durante la cual los miembros de la comitiva del califa desenrollaron las alfombras para la oración y agacharon las cabezas, entonando juntos unos rezos. Hulegu empleó ese tiempo para caminar hasta sus generales de más rango y asegurarse de que estuvieran alerta. No podía haber sorpresas, estaba seguro. Si otro ejército se acercaba a menos de cien kilómetros, lo sabría mucho más deprisa de lo que la esperanza podía renacer en el califa. Hulegu había tomado la decisión de que el hombre que gobernaba Bagdad sería asesinado si recibía esa noticia. Al-Mustasim era más que un señor para su pueblo, por su estatus espiritual. Podía ser un símbolo, o incluso un mártir. Hulegu sonrió ante la idea. Los musulmanes y los cristianos daban mucho valor a sus mártires.
Se puso a escuchar su letanía y meneó la cabeza, divertido. Para él el padre cielo estaba siempre encima de su cabeza y la madre tierra a sus pies. Si es que estaban vigilando lo que sucedía en el mundo, desde luego no interferían en la vida de los hombres. Ciertamente, los espíritus de la tierra podían ser malignos. Hulegu no podía olvidar el destino de su propio padre, que había sido elegido para reemplazar la vida de Ogedai Khan, reclamada por los espíritus. Bajo la luz del sol, se estremeció al pensar en los millones de espíritus que le estarían observando en aquel lugar.
Levantó la cabeza, negándose a tener miedo. Nunca habían atacado a Gengis y su abuelo había sido responsable de una importante dosis de destrucción: había arrancado a más hombres del mundo iluminado por el sol que la mayoría. Si los espíritus furiosos no se habían atrevido a tocar a Gengis, no le inspirarían terror a su nieto.
El momento que había estado esperando llegó bien entrada la tarde, cuando incluso Hulegu había permitido a sus criados que le cubrieran la nuca quemada con un paño humedecido. Las magníficas túnicas del califa estaban salpicadas de amplias manchas oscuras y parecía exhausto, aunque no había hecho más que estar sentado y sudar durante todo el día.
—Te he ofrecido las riquezas de Creso —dijo el califa al-Mustasim—. Más riquezas de lo que ningún hombre haya visto jamás. Me has pedido que valore mi pueblo, mi ciudad, y lo he hecho. Aun así, ¿vuelves a rechazar mi oferta? ¿Qué más querrías de mí? ¿Por qué estoy aquí siquiera si no vas a aceptar nada a cambio de ellos?
Tenía la vista cansada y Hulegu tomó asiento una vez más, apoyando la espada sobre sus muslos.
—No consentiré que me traten como a un tonto, califa. No aceptaré unos cuantos carros llenos de cosas bonitas, ni permitiré que los hombres digan que no sabía que la antigua ciudad encerraba mucho más. No, no te reirás cuando me haya ido.
El califa le miró, absolutamente confundido.
—¡Has visto las listas, los registros oficiales del tesoro!
—Listas que tus escribas muy bien podrían haber redactado en las semanas previas a este momento en que sales armado con ellas. Yo elegiré el tributo de Bagdad, no me lo concederás tú a mí.
—¿Qué...? —el califa se interrumpió y meneó la cabeza. Una vez más, miró al ejército que le rodeaba, tan extenso que las últimas filas se perdían en un borrón reluciente. No dudaba de que pudieran destruir la ciudad si les daba la oportunidad. Su corazón latía dolorosamente en el pecho y a sus narices llegaba el penetrante olor de su propio sudor—. Estoy intentando negociar un final pacífico al sitio. Dime lo que quieres y empezaré de nuevo.
Hulegu asintió como si el califa hubiera dicho algo acertado. Se rascó la barbilla, notando los pelos que estaban volviendo a crecer.
—Ordena a tu pueblo que entregue las armas. Que arrojen cada espada, cada cuchillo, cada hacha fuera de sus casas, para que mis hombres puedan recogerlas. Entonces, tú y yo entraremos juntos en Bagdad, acompañados únicamente de una guardia de honor para mantener a raya al populacho. Cuando eso se haya cumplido, volveremos a hablar.
Con cansancio, el califa se puso en pie. Las piernas se le habían quedado dormidas y, al dar el primer paso, se tambaleó. Recuperó el equilibrio.
—Me pides que deje indefenso a mi pueblo.
—Ya están indefensos —respondió Hulegu, con un ademán. Puso las botas sobre la mesa y se echó para atrás en la silla—. Mira a tu alrededor otra vez, califa, y dime si no es así. Estoy tratando de buscar una solución pacífica. Cuando mis hombres hayan registrado tus palacios, sabré que no se trata de alguna artimaña. No te preocupes, te dejaré un poco de oro, suficiente para comprarte túnicas nuevas, al menos.
Los presentes se rieron entre dientes y el califa se quedó mirando a Hulegu con furia impotente.
—¿Me das tu palabra de que no habrá violencia?
Hulegu se encogió de hombros.
—A menos que me obligues. Te he comunicado mis condiciones, califa.
—Entonces, regresaré a la ciudad —contestó al-Mustasim.
Hulegu se quedó pensando un momento.
—Eres mi huésped. Envía a un hombre para que transmita la orden. Esta noche te quedarás en una ger, para aprender nuestras costumbres. Tenemos musulmanes en el campamento. Tal vez agradezcan tu guía.
Sus miradas se encontraron y fue el califa el primero que retiró la vista. Sabía que no tenía ninguna elección, se sentía como un pez atrapado al final de un sedal que Hulegu se divertía recogiendo a su propio ritmo. Todo cuanto podía hacer era tratar de aferrarse a la más leve oportunidad de alejar al mongol de Bagdad sin que se derramara sangre por las calles. Asintió.
—Será un honor para mí —dijo con suavidad.