XIX
LAS enormes puertas, empujadas
por equipos de hombres dirigidos con látigos, se abrieron con un
crujido ante Hulegu. Ya estaba sudando y notaba el sol calentando
su piel mientras iba aumentando de intensidad. Moreno de
nacimiento, nunca se había quemado con el sol antes de aquellas
interminables semanas de asedio sobre Bagdad. En aquel momento,
hasta la primera tibieza del día le quemaba la piel como un hierro
candente. Le escocía su propio sudor, que goteaba sobre sus cejas y
pestañas irritándole los ojos y cegándole. Había hecho cuanto había
podido para mantener a los tumanes en forma y alerta, pero el
profundo aburrimiento de un asedio era como una de esas erupciones
que se extendían poco a poco a través de la piel de hombres que,
por lo demás, estaban completamente sanos. Se rascó la entrepierna
al pensarlo, notando los quistes. Era peligroso permitir que su
chamán se los extirpara, porque a menudo se manifestaba una
infección, pero todas las noches, en la intimidad de su propia ger,
Hulegu se abría los peores con los dedos, estrujando y reduciendo
los duros bultos hasta que el dolor le obligaba a parar. La
sustancia blanquecina y aceitosa se le quedaba pegada a los dedos
y, mientras esperaba, inmóvil, a que apareciera el califa, todavía
percibía su olor acre.
Al menos, dentro de poco todo habría
acabado. Se habían producido dos tentativas de escapar a su cerco,
ambas a través del río. La primera se había servido de unas
barquitas construidas dentro de las puertas de hierro del río. Las
habían destruido con nafta: desde las orillas, habían arrojado
jarras de barro llenas de ese aceite inflamable sobre los
impotentes hombres de su interior y, a continuación, les habían
prendido fuego con flechas ardientes. Hulegu no sabía quiénes
habían muerto ese día. No habría habido forma de identificar los
cadáveres, aunque hubiera querido hacerlo.
El segundo intento había sido más sutil,
perpetrado por solo seis hombres con los cuerpos ennegrecidos con
hollín y aceite. Habían llegado a los pontones que sus hombres
habían construido a través del Tigris y que habían anclado
hundiendo varios pesados troncos en el blando lecho del río. La
aguda vista de uno de sus exploradores los había descubierto
deslizándose por las aguas y sus guerreros habían sacado los arcos,
afinando cada disparo mientras se reían y se señalaban los blancos
unos a otros. Puede que aquel hubiera sido el golpe de gracia a las
esperanzas del califa, Hulegu no lo sabía. Al día siguiente, había
sido informado de que al-Mustasim se reuniría con él en el exterior
de la ciudad.
Hulegu frunció el ceño al ver a un largo
séquito saliendo a pie de la ciudad. Había solicitado una vez más
la rendición, pero el califa ni siquiera había respondido,
prefiriendo esperar a la reunión. Hulegu fue contando a medida que
la pequeña columna se alargaba. Doscientos, trescientos, quizá
cuatrocientos. Por fin la comitiva terminó y las puertas se
cerraron tras los soldados del califa, encomendados con la misión
de acompañar a su amo hasta Hulegu.
Hulegu no había permanecido ocioso la noche
anterior. No contaba con ninguna tienda suficientemente amplia para
albergar al séquito del califa, pero había despejado una zona del
pedregoso terreno y la había cubierto de gruesas alfombras tomadas
de las ciudades conquistadas a su paso. Los límites del lugar
habían sido marcados con mullidos cojines y Hulegu le había añadido
unos toscos bancos de madera, muy similares a los de las iglesias
cristianas que había visto en Rusia. No había altar, solo una
simple mesa y dos sillas para que se sentaran los dos líderes. Los
generales de Hulegu permanecerían de pie, listos para desenvainar
las espadas al primer signo de traición.
Hulegu sabía que los hombres del califa le
habrían puesto al corriente de todas sus acciones, visibles desde
las murallas de la ciudad. La pequeña columna se dirigió hacia el
lugar con paso certero, haciendo que Hulegu sonriera ante el
perfecto avance de los soldados en marcha. No había puesto límite
alguno a los soldados que el califa podía traer consigo. Diez
tumanes circundaban la ciudad y se había asegurado de que la ruta
del califa estuviera flanqueada por sus propios jinetes,
fuertemente armados y con gesto adusto. El mensaje era lo bastante
claro.
El califa iba montado en un carro tirado por
dos enormes caballos castrados. Al ver el tamaño del califa que
gobernaba la ciudad y se hacía llamar la luz del islam, Hulegu
parpadeó. No era un guerrero, pues, no alguien así. Las manos que
se agarraban a la parte delantera del carro estaban hinchadas y los
ojos que buscaban a Hulegu estaban casi ocultos por la carne
abotagada. Hulegu guardó silencio mientras el califa descendía
asistido por uno de sus criados. El general Kitbuqa estaba allí
para guiarle hacia su puesto y, entretanto, Hulegu repasó los
objetivos que esperaba alcanzar con esa reunión. Se mordió el
interior del carrillo mientras los hombres del califa se
acomodaban. Todo aquello era una farsa, una máscara para permitir
que aquel hombre conservara un resquicio de dignidad cuando no
merecía ninguna. Aun así, Hulegu no había rechazado la oferta, ni
había puesto ninguna objeción respecto a los detalles. Lo
importante era que el califa estaba dispuesto a negociar. Solo él
podía hacerlo y Hulegu se preguntó por enésima vez cuáles serían
las dimensiones de la fortuna que encerraba aquella ciudad
considerada por muchos el centro del mundo. A lo largo de miles de
kilómetros había oído historias sobre Bagdad, cuentos de antiguas
armaduras de jade y lanzas de marfil, de reliquias sagradas y
estatuas de oro macizo más altas que tres hombres subidos uno
encima de otro. Ansiaba poder ver esas maravillas. Hasta ahora
había convertido el oro capturado en lingotes y toscas monedas,
pero anhelaba encontrar piezas que impresionaran a sus hermanos,
tanto a Mongke como a Kublai. Se sentía incluso tentado de
conservar las bibliotecas, para que Kublai supiera que eran suyas.
Un hombre nunca podía amasar suficiente riqueza, pero, al menos,
podía tener más que sus hermanos.
Cuando el califa depositó su mole en la
silla, Hulegu apretó y aflojó las manos, aferrándose con un gesto
inconsciente a lo que se le debía. Se sentó a su vez y clavó su
fría mirada en los ojos llorosos de al-Mustasim. Hulegu notó la
picadura del sol en la nuca y se planteó pedir un toldo hasta que
se dio cuenta de que los rayos del sol caían directamente sobre la
cara del califa. A pesar de su sangre persa, el rollizo caudillo no
estaba cómodo en el calor. Hulegu le saludó con la cabeza.
—¿Qué piensas ofrecerme, califa, a cambio de
tu ciudad y de tu vida? —le preguntó.
Kublai cabalgaba hacia el este a través de
un tupido bosque que parecía interminable. Sabía que no tenía
motivos para temer un ataque: sus batidores se habían repartido en
todas direcciones en un radio de casi cincuenta kilómetros. Aun
así, los árboles crecían muy juntos, creando una oscuridad
antinatural que hacía que su caballo se encabritara ante las
sombras. Le habían informado de que había un claro natural más
adelante, pero el sol se estaba poniendo y todavía no podía ver ni
la enorme roca ni el lago que sus exploradores habían
descrito.
El general Bayar cabalgaba justo delante de
él, un jinete experto que atravesaba el espeso follaje con pasmosa
facilidad. Kublai carecía de la sencilla pericia de Bayar, pero no
lo perdía de vista, rodeado por sus guardias personales. Sus
hombres y él habían encontrado una aldea abandonada perdida en la
espesura y a varios kilómetros del camino más cercano. Quienquiera
que hubiera construido las miserables casas se había esfumado mucho
tiempo atrás.
Durante la mitad del día, el terreno había
ido subiendo suavemente y, cuando el sol rozaba el horizonte,
Kublai alcanzó un risco elevado. Desde allí se divisaba un
escarpado valle con un perfecto cuenco de aguas negras a sus pies.
Su caballo, tan sediento y lleno de arañazos como el propio jinete,
relinchó agradecido al verlo. Kublai dejó que Bayar encabezara la
marcha, dispuesto a seguir sin reparos el sendero que eligiera.
Juntos condujeron a los caballos pendiente abajo, viendo unas
lámparas encendidas frente a ellos como una hueste de
luciérnagas.
Bayar no parecía tan cansado como Kublai se
sentía. No era mucho más joven que él, pero estaba más en forma que
lo que la vida de Kublai entre los libros de Karakorum había
permitido. No importaba cuánto ejercitara su cuerpo, nunca parecía
capaz de adquirir la fácil resistencia de los guerreros y hombres
de poder. La mitad de sus tumanes habían partido antes que él y
muchos estarían ya dormidos en los estrechos confines de las gers,
o durmiendo bajo las estrellas si no había ningún sitio apropiado
para montarlas.
Kublai suspiró al pensarlo. Casi no podía
recordar la última vez que había dormido toda la noche seguida:
soñaba y se despertaba con bruscos sobresaltos, sintiendo cómo su
agitada mente se alejaba aleteando como si tuviera existencia
propia. Chabi le calmaba poniéndole una mano fresca sobre la
frente, pero volvía a quedarse dormida enseguida, dejándole insomne
y pensando. Se había visto obligado a mantener un libro de piel con
las páginas en blanco junto al lecho, para poder escribir las ideas
que se presentaban justo en el momento en que por fin se estaba
adormeciendo. Con el tiempo, copiaría su diario en un papel mejor y
tendría un registro del periodo que había pasado entre los Song. Si
continuaba como había comenzado, sería un volumen digno de las
estanterías de Karakorum.
Después de que la ciudad de Ta-li cayera
ante él, otras tres la habían seguido en el plazo de un mes. Había
dado orden a sus exploradores de que se adelantaran muchos
kilómetros a sus huestes para difundir la noticia de su clemencia.
Eligió para la tarea a hombres Chin entre los que se habían ido
uniendo a sus tumanes a lo largo de los años. Comprendían lo que
pretendía y, por supuesto, lo aprobaban, por lo que Kublai no tenía
ninguna duda de que hablarían bien del líder mongol que se
comportaba como un auténtico señor Chin.
Había habido un momento en aquellos primeros
meses en el que había sido capaz de soñar que atravesaría como una
ola todas las tierras Song, que los ejércitos y las ciudades se
rendirían sin necesidad de dar un solo golpe hasta que, por fin, se
encontraría ante el propio emperador. El sueño había durado hasta
la siguiente ocasión en que Uriang-Khadai se había decidido a
aproximarse a él. Kublai frunció el ceño al recordarlo, seguro de
que el maduro general había disfrutado con su papel de portador de
malas noticias.
—Los hombres no están recibiendo paga alguna
—le había sermoneado Uriang-Khadai—. Has dicho que no están
autorizados a saquear las ciudades y se están encolerizando. Nunca
antes había visto este nivel de descontento, señor. Tal vez no
fuiste consciente de que les desagradaría la compasión y la
amabilidad que has mostrado ante nuestros enemigos —Kublai recordó
el brillo de ira contenida que había visto en los ojos del orlok
antes de seguir hablando—. Creo que resultará complicado manejarlos
si continúas manteniendo esa medida. No la entienden. Todo lo que
los hombres saben es que les has arrebatado sus baratijas y sus
recompensas.
Mientras guiaba a su caballo a través de una
zona de tupido matorral, Kublai soltó aire lentamente. Las buenas
decisiones nunca se toman en un momento de ira. Yao Shu le había
enseñado esa verdad años atrás. Puede que Uriang-Khadai se hubiera
deleitado diciéndole algo tan obvio, pero el problema que describía
era un problema real. Por su khan, o por aquel que los comandara en
su nombre, los tumanes entregaban sus vidas y su fuerza sin
preguntar. A cambio, se les permitía llevarse consigo riqueza y
esclavos allí donde los encontraran. Kublai podía imaginarse su
codicia al pensar en todas esas orondas ciudades Song, a las que la
guerra nunca había llegado y que se habían enriquecido a lo largo
de siglos de comercio. Sin embargo, Kublai se había negado a
quemarlas y poco más de una docena de funcionarios Song habían
muerto, solo los que se habían negado a rendirse. En la última
ciudad, la población había sacado a su prefecto por la puerta y le
habían arrojado al polvo ante los ojos de Kublai. Habían
comprendido la elección que les brindaba: vivir y prosperar en vez
de resistirse y ser destruidos.
Kublai desmontó con movimientos rígidos,
saludando a Bayar con una inclinación de cabeza mientras el general
se llevaba a los caballos. Era una noche apacible y solo se oía el
ulular de un búho en algún lugar de las inmediaciones, sin duda
molesto al ver a tantos hombres pasar a través de su territorio de
caza. Kublai se agachó, alargando la mano ahuecada para recoger un
poco de agua fría, que se restregó por la cara y el cuello con un
gruñido apreciativo. Tenía una solución al problema: pagaba a
muchos de los hombres que acompañaban a los tumanes y poseía
cientos de miles de monedas de plata y oro. Podía pagar también a
los guerreros, al menos por el momento. Kublai torció el gesto y
tomó un poco más de agua para peinarse hacia atrás los cabellos.
Vaciaría el cofre de guerra que Mongke le había dado, y que ya no
era tan pesado como al principio, en cuestión de meses. Después ya
no le quedaría dinero para sobornos ni contaría con ninguna nueva
fuente de ingresos. Yao Shu le había garantizado que los granjeros
de las tierras septentrionales tendrían cosechas en los campos,
pero no podía decidir sobre el futuro a partir de cantidades
desconocidas. Los ejércitos tenían que recibir comida y
suministros. Añadir más plata a sus reservas parecía bastante
lógico, si supiera dónde encontrar toda la que necesitaba.
Allí de pie, observando el agua, Kublai se
quedó inmóvil, luego levantó los ojos al cielo y se echó a reír a
carcajadas. Estaba en una tierra donde a los soldados se les pagaba
como a cualquier comerciante. Tenía que encontrar las minas de
donde se sacaba el metal. Estaba fatigado y hambriento, pero, por
primera vez ese día, no lo notó. Un año antes, habría considerado
esa empresa como una tarea imposible, pero, en el tiempo
transcurrido desde ese momento, había visto cómo las ciudades Song
abrían sus puertas y se rendían ante un señor Chin. Para cuando la
plata de Mongke se hubiera acabado, estaría recibiendo tributos de
sus nuevas tierras, aunque no consiguiera dar con las reservas del
emperador. ¡Podía hacer que las ciudades financiaran su propia
conquista!
No oyó a Yao Shu llegar por su espalda. A
pesar de su edad, el anciano seguía moviéndose con extremo sigilo.
Kublai dio un respingo cuando le habló, y luego sonrió.
—Me complace verte de buen humor —dijo Yao
Shu—. Estaría más contento si Bayar no hubiera elegido un lugar con
tantos mosquitos para acampar.
Todavía inmerso en su idea, Kublai le
comunicó sus pensamientos. Habló a toda velocidad en mandarín, sin
darse cuenta de que su perfecta fluidez hacía que el viejo se
enorgulleciera de él. Yao Shu asintió con la cabeza cuando
concluyó.
—Creo que es un buen plan. Una mina de plata
requiere muchos trabajadores. No debería ser demasiado difícil
encontrar a alguien que haya oído hablar de una mina, o incluso que
haya trabajado en una. Mejor todavía si podemos conseguir que la
paga de los soldados Song quede interrumpida. Además de
encontrarnos con las monedas ya acuñadas, sufrirían mientras
nosotros nos beneficiamos y puede que perdieran un poco de fe en
los hombres que les pagan.
—Mañana mismo encomendaré esa misión a unos
exploradores —prometió Kublai, bostezando—. Hasta entonces, tengo
suficiente dinero para pagar a nuestros hombres en buena moneda
Chin. ¿Podrías calcular las cantidades por mí?
—Por supuesto. Tendré que averiguar el
precio de una puta barata en una ciudad pequeña para usarlo como
base. Creo que un hombre debería tener que ahorrar durante un día o
dos para poder permitirse ese lujo. Como mínimo, eso les enseñaría
disciplina —respondió Yao Shu, y sonrió—. Es un buen plan,
Kublai.
Se sonrieron el uno al otro, conscientes de
que Yao Shu solo utilizaba su nombre personal cuando nadie más
podía oírle.
—Vete a ver a tu esposa, ahora —le instó Yao
Shu—. Come, engendra bebés o descansa. Tienes que mantenerte sano
—su tono severo despertó en Kublai los recuerdos de las clases de
su infancia—. En algún lugar lejos de aquí, el emperador de los
Song se está enfureciendo al recibir sus informes. Ha perdido un
ejército y cuatro ciudades. No esperará a que vayas a por él. Puede
que confiara en que tus hombres se agotaran recorriendo sus tierras
y, sin embargo, las noticias que recibirá son que prosperas y cada
vez eres más fuerte, que comes bien pero que todavía estás
hambriento.
Kublai esbozó una ancha sonrisa ante la
imagen pintada por Yao Shu.
—Estoy demasiado cansado para preocuparme
por él esta noche —dijo, dando un bostezo tan grande que notó cómo
su mandíbula crujía—. Creo que por una vez voy a dormir bien.
Yao Shu le miró con expresión escéptica.
Rara vez descansaba más de cuatro horas al día y consideraba que
dormir más era de una haraganería espantosa.
—Mantén tu libro cerca de la cama. Me gusta
leer lo que escribes.
La boca de Kublai se abrió.
—Es un diario privado, viejo. ¿Te ha dejado
Chabi que lo leas? ¿Es que no hay respeto en este mundo?
—protestó.
—Te sirvo mejor si sé cómo piensas, mi
señor. Y considero que tus observaciones sobre Orlok Uriang-Khadai
son extremadamente interesantes.
Kublai resopló al ver la plácida expresión
del anciano monje.
—Ves demasiado, viejo amigo. Ve a descansar
tú también. ¿Te has parado a pensar en cómo se dice «banco» en
mandarín? Se dice «movimiento de plata». Vamos a descubrir el lugar
de dónde la sacan.
Hulegu estaba disfrutando de la sensación de
poder que tenía ante el califa de Bagdad. Las pretensiones de aquel
viejo quedaron destrozadas durante las horas de la mañana. Hulegu
observó con paciencia cómo al-Mustasim hablaba con su consejeros y
comprobaba interminables listas de cantidades escritas en fino
pergamino, haciendo ofertas y contraofertas, la mayoría de las
cuales Hulegu, sencillamente, ignoró hasta que el califa comprendió
cuál era la verdadera situación. A lo largo de la mañana, Hulegu
hizo que los equipos encargados de los cañones y las catapultas
practicaran sus rutinas en las inmediaciones, poniendo nerviosos a
los escribas. El califa contempló con gesto de desagrado las
móviles filas de guerreros y las incontables gers que se extendían
en todas direcciones en un radio de varios kilómetros. El vasto
ejército mantenía la ciudad en un férreo cerco y él ni contaba con
una fuerza capaz de romper el asedio, ni tenía ninguna esperanza
que le diera un poco de paz. Nadie iba a llegar a salvar Bagdad: la
certeza que tenía de ello se percibía en su rostro y en su postura
al sentarse, con los hombros hundidos en los gruesos rollos de
carne.
Resultaba embriagador haber reducido a un
orgulloso líder a ese estado de total desaliento, observar cómo el
califa cobraba consciencia lentamente de que todo lo que valoraba
estaba en manos de hombres a quienes no les importaba nada su
pueblo o su cultura. Hulegu rechazó con un ademán la última de sus
ofertas. Sabía que a la gente de aquella región le gustaba
negociar, pero aquello no era más que el espasmo final de un
cadáver. Todo cuanto podían ofrecer estaba contenido en la propia
Bagdad y la ciudad abriría sus puertas ante los mongoles. Podría
saquear a voluntad las cámaras del tesoro y los templos. Aun así,
aguardó a que al-Mustasim perdiera hasta el último resquicio de
esperanza.
Hicieron una pausa a mediodía durante la
cual los miembros de la comitiva del califa desenrollaron las
alfombras para la oración y agacharon las cabezas, entonando juntos
unos rezos. Hulegu empleó ese tiempo para caminar hasta sus
generales de más rango y asegurarse de que estuvieran alerta. No
podía haber sorpresas, estaba seguro. Si otro ejército se acercaba
a menos de cien kilómetros, lo sabría mucho más deprisa de lo que
la esperanza podía renacer en el califa. Hulegu había tomado la
decisión de que el hombre que gobernaba Bagdad sería asesinado si
recibía esa noticia. Al-Mustasim era más que un señor para su
pueblo, por su estatus espiritual. Podía ser un símbolo, o incluso
un mártir. Hulegu sonrió ante la idea. Los musulmanes y los
cristianos daban mucho valor a sus mártires.
Se puso a escuchar su letanía y meneó la
cabeza, divertido. Para él el padre cielo estaba siempre encima de
su cabeza y la madre tierra a sus pies. Si es que estaban vigilando
lo que sucedía en el mundo, desde luego no interferían en la vida
de los hombres. Ciertamente, los espíritus de la tierra podían ser
malignos. Hulegu no podía olvidar el destino de su propio padre,
que había sido elegido para reemplazar la vida de Ogedai Khan,
reclamada por los espíritus. Bajo la luz del sol, se estremeció al
pensar en los millones de espíritus que le estarían observando en
aquel lugar.
Levantó la cabeza, negándose a tener miedo.
Nunca habían atacado a Gengis y su abuelo había sido responsable de
una importante dosis de destrucción: había arrancado a más hombres
del mundo iluminado por el sol que la mayoría. Si los espíritus
furiosos no se habían atrevido a tocar a Gengis, no le inspirarían
terror a su nieto.
El momento que había estado esperando llegó
bien entrada la tarde, cuando incluso Hulegu había permitido a sus
criados que le cubrieran la nuca quemada con un paño humedecido.
Las magníficas túnicas del califa estaban salpicadas de amplias
manchas oscuras y parecía exhausto, aunque no había hecho más que
estar sentado y sudar durante todo el día.
—Te he ofrecido las riquezas de Creso —dijo
el califa al-Mustasim—. Más riquezas de lo que ningún hombre haya
visto jamás. Me has pedido que valore mi pueblo, mi ciudad, y lo he
hecho. Aun así, ¿vuelves a rechazar mi oferta? ¿Qué más querrías de
mí? ¿Por qué estoy aquí siquiera si no vas a aceptar nada a cambio
de ellos?
Tenía la vista cansada y Hulegu tomó asiento
una vez más, apoyando la espada sobre sus muslos.
—No consentiré que me traten como a un
tonto, califa. No aceptaré unos cuantos carros llenos de cosas
bonitas, ni permitiré que los hombres digan que no sabía que la
antigua ciudad encerraba mucho más. No, no te reirás cuando me haya
ido.
El califa le miró, absolutamente
confundido.
—¡Has visto las listas, los registros
oficiales del tesoro!
—Listas que tus escribas muy bien podrían
haber redactado en las semanas previas a este momento en que sales
armado con ellas. Yo elegiré el tributo de Bagdad, no me lo
concederás tú a mí.
—¿Qué...? —el califa se interrumpió y meneó
la cabeza. Una vez más, miró al ejército que le rodeaba, tan
extenso que las últimas filas se perdían en un borrón reluciente.
No dudaba de que pudieran destruir la ciudad si les daba la
oportunidad. Su corazón latía dolorosamente en el pecho y a sus
narices llegaba el penetrante olor de su propio sudor—. Estoy
intentando negociar un final pacífico al sitio. Dime lo que quieres
y empezaré de nuevo.
Hulegu asintió como si el califa hubiera
dicho algo acertado. Se rascó la barbilla, notando los pelos que
estaban volviendo a crecer.
—Ordena a tu pueblo que entregue las armas.
Que arrojen cada espada, cada cuchillo, cada hacha fuera de sus
casas, para que mis hombres puedan recogerlas. Entonces, tú y yo
entraremos juntos en Bagdad, acompañados únicamente de una guardia
de honor para mantener a raya al populacho. Cuando eso se haya
cumplido, volveremos a hablar.
Con cansancio, el califa se puso en pie. Las
piernas se le habían quedado dormidas y, al dar el primer paso, se
tambaleó. Recuperó el equilibrio.
—Me pides que deje indefenso a mi
pueblo.
—Ya están
indefensos —respondió Hulegu, con un ademán. Puso las botas sobre
la mesa y se echó para atrás en la silla—. Mira a tu alrededor otra
vez, califa, y dime si no es así. Estoy tratando de buscar una
solución pacífica. Cuando mis hombres hayan registrado tus
palacios, sabré que no se trata de alguna artimaña. No te
preocupes, te dejaré un poco de oro, suficiente para comprarte
túnicas nuevas, al menos.
Los presentes se rieron entre dientes y el
califa se quedó mirando a Hulegu con furia impotente.
—¿Me das tu palabra de que no habrá
violencia?
Hulegu se encogió de hombros.
—A menos que me obligues. Te he comunicado
mis condiciones, califa.
—Entonces, regresaré a la ciudad —contestó
al-Mustasim.
Hulegu se quedó pensando un momento.
—Eres mi huésped. Envía a un hombre para que
transmita la orden. Esta noche te quedarás en una ger, para
aprender nuestras costumbres. Tenemos musulmanes en el campamento.
Tal vez agradezcan tu guía.
Sus miradas se encontraron y fue el califa
el primero que retiró la vista. Sabía que no tenía ninguna
elección, se sentía como un pez atrapado al final de un sedal que
Hulegu se divertía recogiendo a su propio ritmo. Todo cuanto podía
hacer era tratar de aferrarse a la más leve oportunidad de alejar
al mongol de Bagdad sin que se derramara sangre por las calles.
Asintió.
—Será un honor para mí —dijo con
suavidad.