I
LA tormenta bramaba sobre la
ciudad de Karakorum y, en la oscuridad, la intensa lluvia había
transformado en torrentes sus calles y avenidas. Al otro lado de
las gruesas murallas, miles de ovejas se apiñaban en sus rediles.
El aceite de su vellón las protegía de la lluvia, pero sus dueños
no las habían dejado ir a pastar y, acuciadas por el hambre,
emitían quejosos balidos. A intervalos, una o varias ovejas se
subían sin darse cuenta sobre sus compañeras, creando un montón de
pezuñas pataleantes y ojos desorbitados que, al poco, volvía a
deshacerse de nuevo en la masa temblorosa del rebaño.
Numerosas lámparas chisporroteantes,
colocadas sobre las murallas exteriores y las puertas de entrada,
iluminaban el palacio del khan. En el interior, el sonido del
aguacero era como un grave rugido cuya intensidad crecía y
disminuía en oleadas. Cortinas de agua inundaban los claustros,
mientras los sirvientes, reunidos en grupos, se asomaban a los
patios y jardines, atrapados en la muda fascinación que despierta
la lluvia. Habían abandonado sus tareas hasta que amainara la
tormenta y sus ropas empezaban a despedir un desagradable olor a
lana y seda mojadas.
Guyuk estaba irritado, y el sonido de la
lluvia no hacía más que incrementar su agitación, como si alguien
hubiera interrumpido sus pensamientos tarareando una canción. Con
cuidado, le sirvió una copa de vino a su invitado y se alejó de la
ventana abierta, donde la humedad ya había oscurecido el alféizar.
El hombre que había hecho venir ante él, nervioso, recorría con la
mirada la sala de audiencias. Guyuk supuso que su tamaño resultaría
imponente para una persona más habituada a las bajas gers de las
llanuras. Se acordó de sus primeras noches en el silencioso
palacio, abrumado por la idea de que un peso tan enorme de piedra y
tejas a la fuerza acabaría derrumbándose sobre él y aplastándole.
Ahora se reía de ese tipo de cosas, pero notó cómo, en varias
ocasiones, la mirada de su invitado se alzaba un instante hacia el
techo. Guyuk sonrió. Su padre, Ogedai, había soñado el sueño de un
gran hombre cuando construyó Karakorum.
Mientras Guyuk depositaba la jarra de vino
de piedra en la mesa y regresaba junto a su invitado, la intensidad
de sus pensamientos transformó su boca en una fina línea. Su padre
no había tenido la necesidad de halagar a los príncipes de la
nación, de sobornar, rogar y amenazar solo para que le concedieran
el título que era suyo por derecho.
—Prueba esto, Ochir —dijo Guyuk,
entregándole a su primo una de las dos copas—. Es más suave que el
airag.
Estaba tratando de mostrarse cordial con un
hombre al que apenas conocía. Pero Ochir era uno de los cientos de
sobrinos y nietos del khan, hombres cuyo respaldo Guyuk necesitaba.
El padre de Ochir, Kachiun, había sido un personaje de renombre, un
general cuyo recuerdo todavía se reverenciaba.
Ochir le hizo la cortesía de beber sin
vacilar, apurando la copa en dos grandes tragos y eructando al
final.
—Es como agua —respondió Ochir, pero volvió
a alargar la copa hacia Guyuk.
La sonrisa de Guyuk se convirtió en una
mueca tensa. Uno de sus compañeros se alzó en silencio y trajo la
jarra de vino, rellenando las copas de ambos. Guyuk se acomodó en
un diván alargado enfrente de Ochir, haciendo un esfuerzo por
relajarse y ser agradable.
—Seguramente te imaginas por qué te he
pedido que vengas a visitarme esta tarde, Ochir —dijo Guyuk—.
Perteneces a una buena familia, una familia influyente. Estuve
presente en el funeral de Kachiun allá en las montañas.
Ochir, interesado, se echó hacia delante en
su asiento.
—Mi padre habría lamentado no ver las
tierras a las que fuisteis —dijo Ochir—. Yo no... no le conocía
demasiado bien. Tenía muchos hijos. Pero sé que quería estar junto
a Tsubodai en la gran marcha hacia el oeste. Su muerte fue una
terrible pérdida.
—¡Por supuesto! Era un hombre de honor
—coincidió Guyuk enseguida. Quería tener a Ochir de su parte y un
par de cumplidos vacíos no le hacían daño a nadie. Respiró hondo—.
En parte, es debido a tu padre por lo que te he pedido que
vinieras. Esa rama de las familias te considera su líder, ¿no es
así, Ochir?
Ochir desvió la mirada hacia la ventana,
donde la lluvia seguía tamborileando sobre los alféizares como si
no fuera a cesar jamás. Estaba vestido con un simple deel, que
llevaba sobre unas calzas y una túnica. Sus botas estaban gastadas
y desprovistas de ornamentos. Incluso su sombrero resultaba
inapropiado para la opulencia del palacio. Manchado del aceite de
su pelo, su gemelo podría haberse hallado sobre la cabeza de un
pastor cualquiera.
Con cuidado, Ochir posó su copa en el suelo
de piedra. Su semblante poseía una determinación que a Guyuk
realmente le recordaba a su difunto padre.
—No sé lo que quieres, Guyuk. Lo mismo les
he dicho a los hombres de tu madre cuando han venido a cubrirme de
regalos. Cuando se celebre la reunión, daré mi voto en el momento
en que lo hagan los otros. No antes. No voy a precipitarme o
dejarme persuadir para hacer una promesa. He intentado dejárselo
claro a todo aquel que me ha preguntado.
—Entonces, ¿no prestarás juramento ante el
propio hijo del khan? —preguntó Guyuk. Su voz se había tornado
áspera. El vino tinto había sonrojado sus mejillas y Ochir vaciló
al notarlo. A su alrededor, como perros inquietos ante una amenaza,
los compañeros de Guyuk se removieron en sus asientos.
—No he dicho eso —contestó Ochir con
precaución. Estaba empezando a sentirse cada vez más incómodo
rodeado por aquellos hombres y decidió marcharse en cuanto se le
presentara la ocasión. Al ver que Guyuk permanecía callado, siguió
explicándose.
—Tu madre ha gobernado bien como regente.
Nadie se atrevería a negar que ha mantenido a la nación unida,
mientras que muchos otros habrían tenido que ver cómo se rompía en
mil pedazos.
—Ninguna mujer debería gobernar la nación de
Gengis —respondió Guyuk con sequedad.
—Quizá. Aunque lo ha hecho, y bien. Las
montañas no se han derrumbado —Ochir sonrió ante sus propias
palabras—. Estoy de acuerdo en que con el tiempo tenemos que
nombrar un khan, pero debe ser alguien que cuente con las lealtades
de todos. No debería haber ninguna lucha por el poder, Guyuk, como
la que hubo entre tu padre y su hermano. La nación es demasiado
joven para sobrevivir a una guerra entre príncipes. Cuando haya un
hombre a quien la nación prefiera de forma clara, le daré mi
voto.
Guyuk estuvo a punto de ponerse de pie,
incapaz de controlarse. ¡Tener que soportar que le dieran un sermón
así, como si no entendiera nada, como si
no llevara dos años esperando lleno de frustración!
Ochir le estaba observando y lo que vio le
hizo fruncir el ceño. Una vez más, lanzó una mirada disimulada al
resto de hombres que ocupaban la estancia. Eran cuatro. Tras haber
sido cacheado minuciosamente a la entrada, no llevaba armas. Ochir
era un joven serio y no se sentía a gusto entre los compañeros de
Guyuk. Había algo en la forma en que le miraban... como un tigre
miraría a una cabra amarrada a una estaca.
Guyuk se puso en pie despacio y se dirigió
hacia la jarra de vino, que seguía en el suelo. La levantó,
sintiendo su peso.
—Estás sentado en la ciudad de mi padre, en
su hogar, Ochir —dijo—. Soy el hijo primogénito de Ogedai Khan. Soy
el nieto del gran khan y, aun así, te niegas a prestar tu juramento
de lealtad ante mí, como si estuviéramos regateando por una buena
yegua.
Le tendió la jarra, pero Ochir cubrió su
copa con la mano, negando con la cabeza. Era evidente que tener a
Guyuk tan cerca, de pie junto a él, había puesto nervioso al joven
mongol. Sin embargo, habló con firmeza, sin dejarse
intimidar.
—Mi padre sirvió al tuyo con lealtad, Guyuk.
Pero hay otros. Está Baidar en el oeste...
—Baidar, que gobierna sus propias tierras y
no tiene ningún derecho sobre estas —le cortó Guyuk con
hosquedad.
Ochir dudó un momento y luego
continuó:
—Si tu padre te hubiera nombrado en su
testamento, sería más fácil, amigo. La mitad de los príncipes de la
nación ya te habría jurado lealtad.
—Era un testamento antiguo —dijo Guyuk. De
modo apenas perceptible, su voz sonó un tono más grave y sus
pupilas se agrandaron, como si solo viera oscuridad. Se le aceleró
la respiración.
—También está Batu —añadió Ochir, con la voz
cada vez más tensa—, el mayor de los descendientes del linaje de
Gengis, o incluso Mongke, el hijo mayor de Tolui. Hay otros que
también tienen derecho al khanato, Guyuk, no puedes
esperar...
Con un movimiento destemplado, Guyuk levantó
la jarra de piedra y sus nudillos se tornaron blancos alrededor de
la pesada asa. Ochir alzó la vista hacia él, repentinamente
asustado.
—¡Espero lealtad! —gritó Guyuk y golpeó
fuertemente a Ochir en la cara con la jarra, haciendo que su cabeza
girara con brusquedad hacia un lado. Por encima de los ojos de
Ochir, empezó a manar sangre de un corte en la carne y este levantó
las manos para defenderse de nuevos golpes. Guyuk avanzó hacia el
bajo diván, poniéndose a horcajadas sobre Ochir, y volvió a dejar
caer la jarra sobre él. Con el segundo golpe, se abrió una grieta
en las paredes de piedra y Ochir gritó pidiendo ayuda.
—¡Guyuk! —exclamó uno de sus compañeros,
escandalizado.
Todos ellos se habían puesto en pie, pero no
se atrevían a intervenir. Los dos hombres luchaban sobre el sofá.
La mano de Ochir había encontrado la garganta de Guyuk. Tenía los
dedos resbaladizos de sangre y Ochir no pudo mantener la presión
mientras la jarra caía una y otra vez, hasta que se rompió y, de
pronto, todo cuanto Guyuk sostenía en la mano era el óvalo del asa,
mellado y con picos. Guyuk jadeaba como un animal, eufórico. Con la
mano libre, se limpió la sangre de la mejilla.
El rostro de Ochir era un amasijo rojo y
tenía solo un ojo abierto. Sus manos volvieron a levantarse, pero
ya sin fuerza. Riéndose, Guyuk las retiró con un manotazo,
fácilmente.
—Soy el hijo del khan —dijo Guyuk—. Di que
me darás tu respaldo. Dilo.
Ochir no podía hablar. La sangre le había
obstruido la garganta y se atragantó con violencia, mientras su
cuerpo se agitaba, sacudido por terribles espasmos. De sus labios
entreabiertos brotó un estertor gorgoteante.
—¿No? —continuó Guyuk—. ¿Ni siquiera eso me
vas a dar? ¿Algo tan pequeño como eso? Entonces, tú y yo hemos
terminado, Ochir —y dejó caer la dentada asa sobre Ochir mientras
sus compañeros observaban horrorizados. El sonido gorgoteante se
desvaneció y Guyuk se levantó, soltando el trozo de piedra. Bajó la
vista y se miró la ropa con asco, dándose cuenta de repente de que
estaba cubierto de la sangre de Ochir, que le había salpicado el
pelo y le había dejado una gran mancha viscosa en el deel.
Sus ojos enfocaron, regresando de muy lejos.
Entonces vio las bocas abiertas de sus compañeros, tres de los
cuales estaban de pie con cara de bobos. Solo uno de ellos se había
quedado pensativo, como si hubiera presenciado una discusión en vez
de un asesinato. La mirada de Guyuk se posó en él. Gansukh era un
guerrero alto y joven del que se decía que era el mejor arquero
entre los hombres de Guyuk. Él fue el primero en hablar, con voz y
expresión serenas.
—Le echarán de menos, mi señor. Déjame que
me lo lleve antes de que se haga de día. Si lo dejo en algún
callejón de la ciudad, su familia pensará que ha sido atacado por
algún ladrón.
—Mejor sería que no le encontraran jamás
—dijo Guyuk. Se frotó las salpicaduras de sangre de la cara, pero
sin mostrarse irritado. Su ira se había evaporado y se sentía
completamente en calma.
—Como desees, mi señor. Están construyendo
un nuevo alcantarillado en el barrio sur...
Guyuk alzó la mano para atajarle.
—No necesito saberlo. Haz que desaparezca,
Gansukh, y tendrás mi gratitud —se volvió hacia los demás hombres—.
¿Y bien? ¿Se va a encargar Gansukh de solucionarlo él solo? Uno de
vosotros tiene que hacer que se vayan mis criados. Cuando os
pregunten, diréis que Ochir se marchó pronto. —Sonrió a través de
las manchas de sangre—. Decidles que me prometió su voto en la
reunión, que hizo un juramento solemne. Quizá ese necio pueda
beneficiarme de muerto como no quiso hacer en vida.
Sus compañeros se pusieron en marcha y Guyuk
se alejó de ellos, dirigiéndose a un baño al que podía llegar sin
cruzar ningún pasillo principal. Durante un año o más, no se había
lavado sin la ayuda de sus sirvientes, pero la sangre que tenía
pegada a la piel le picaba y quería lavarse. Los problemas que le
habían enfurecido al principio de la tarde parecían haberse
volatilizado y caminaba con zancadas ligeras. El agua estaría fría,
pero era un hombre que se había bañado en ríos helados desde una
edad temprana. El frío le dejaría la piel tersa y le tonificaría,
recordándole que estaba vivo.
Guyuk estaba desnudo dentro de una bañera de
hierro de diseño Chin en cuyo borde se retorcían unos dragones
ornamentales. Mientras levantaba un cubo de madera lleno de agua y
se lo vaciaba sobre la cabeza, no oyó cómo se abría la puerta. El
agua estaba helada: soltó un grito ahogado y, sacudido por un
escalofrío, notó cómo se le encogía el pene. Cuando abrió los ojos,
dio un respingo al ver a su madre de pie en la habitación. Giró la
vista hacia el montón de ropa que había dejado tirada en el suelo.
La sangre de la ropa ya se había mezclado con el agua y por el
suelo de madera corrían varios hilos teñidos de rojo.
Guyuk depositó el cubo con cuidado. Torogene
era una mujer alta y fuerte, y parecía llenar por completo la
pequeña estancia.
—Si deseas verme, madre, estaré limpio y
vestido en unos momentos. —Guyuk vio que su mirada se posaba en el
remolino de agua ensangrentada del suelo y retiró la vista, cogió
el cubo y lo volvió a llenar con el agua rosada de la bañera. El
palacio contaba con sus propios desagües, que habían sido
especialmente construidos por expertos Chin con cañerías de
cerámica endurecida al fuego. Cuando quitara el tapón, el
incriminatorio líquido se perdería por debajo de la ciudad,
mezclándose con las heces y la inmundicia de las cocinas y nadie
sabría nada jamás. Un canal discurría junto a Karakorum y Guyuk
suponía que sería allí adonde iría a parar el agua, o a algún
profundo hoyo donde podría ser absorbida por la tierra. Ni conocía
los detalles ni le importaban.
—Pero ¿qué has hecho? —preguntó Torogene. Su rostro empalideció
mientras se paraba junto al montón de ropa y recogía su túnica,
empapada y arrugada.
—Lo que tenía que hacer —contestó Guyuk.
Todavía estaba temblando y lo que menos le apetecía era que le
interrogaran—. No es nada que te ataña. Haré que quemen estas
ropas. —Guyuk alzó el cubo una vez más, pero se cansó del
escrutinio de su madre. Lo soltó y salió del baño.
—He pedido que me traigan ropa limpia,
madre. Ya la deben haber llevado a la sala de audiencias. A menos
que pienses quedarte ahí parada mirándome todo el día, a lo mejor
podrías ir a recogerla.
Torogene no se movió.
—Eres mi hijo, Guyuk. Me he esforzado por
protegerte, por conseguir aliados para tu causa. En una sola noche,
¿cuántos de mis logros has anulado? ¿Acaso crees que no sé que
habías invitado a Ochir a venir aquí? ¿Que nadie le ha visto
marcharse? ¿Es que eres un idiota, Guyuk?
—Así que me has estado espiando —replicó
Guyuk. Intentó erguirse y parecer despreocupado, pero los temblores
se acrecentaron.
—Saber lo que sucede en Karakorum forma
parte de mis funciones. Conocer cada trato y cada pelea... o cada
error, como el que has cometido tú esta noche.
Exasperado por su altivo tono de
reprobación, Guyuk renunció a seguir fingiendo.
—Ochir nunca me habría apoyado, madre. No
perdemos nada con su desaparición, al contrario, puede que con el
tiempo llegue a beneficiarnos.
—¿Eso crees? —preguntó Torogene—. ¿Crees que
me has facilitado el trabajo, eh? Entonces, ¿es que he criado a un
idiota? Sus familias, sus amigos, sabrán que se presentó desarmado
ante ti y que ha desaparecido.
—No encontrarán el cadáver, madre.
Supondrán...
—¡Supondrán la verdad, Guyuk! Que eres un
hombre en el que no se puede confiar. Que eres el único de toda la
nación cuya oferta de hospitalidad no garantiza la seguridad del
invitado. Que eres un perro salvaje capaz de matar a un hombre que
ha bebido té contigo en tu propia
casa.
Abrumada por la ira, Torogene abandonó la
habitación. Guyuk apenas tuvo tiempo de reflexionar sobre lo que le
había dicho antes de que regresara y, con brusquedad, le pusiera en
las manos un montón de ropa seca.
—Durante más de cuatro años —prosiguió—, he
dedicado cada día a congraciarme con todo el que pudiera
convertirse en tu seguidor. Los tradicionalistas a quienes podía
apelar para defender que deberías ser tú quien gobernara la nación
basándome en que eres el hijo mayor del khan. He sobornado a
hombres con tierras, caballos, oro y esclavos, Guyuk. He amenazado
con revelar sus secretos a menos que recibiera sus votos en una
reunión. Y todo eso lo he hecho para honrar a tu padre y todo lo
que construyó. Su linaje debería heredar
el khanato, y no los hijos de Sorhatani o Batu o cualquiera de los
demás príncipes.
Guyuk se vistió a toda prisa, colocándose el
deel con brusquedad sobre la túnica y ciñéndoselo con un
cinturón.
—¿Quieres que te dé las gracias? —respondió
él—. Tus planes y tus ardides todavía no me han hecho khan, madre.
Tal vez si hubieran funcionado, no habría actuado por mi cuenta.
¿Es que creías que iba a quedarme esperando eternamente?
—No creí que pudieras matar a un buen hombre
en la casa de tu padre. No me has ayudado esta noche, hijo mío.
Estoy tan cerca. Todavía no sé cuánto perjuicio has causado, pero
si esto sale de aquí...
—No saldrá.
—Pero si sale, habrás fortalecido las
pretensiones al khanato de todos los demás hombres en la línea de
sucesión. Dirán que no posees más derechos sobre este palacio,
sobre esta ciudad, que Batu.
Guyuk apretó los puños, lleno de
frustración.
—Siempre él. Oigo su nombre todos los días.
Ojalá hubiera estado aquí esta noche... Habría quitado una piedra
de mi camino.
—Él nunca se presentaría ante ti desarmado,
Guyuk. No sé lo que le dijiste o hiciste en el camino de vuelta a
casa, pero es evidente que ahora me resultará más difícil lograr
que recibas tu herencia.
—No hice nada. ¡Y no es mi herencia! —rugió
Guyuk—. Todo esto habría sido mucho más fácil si mi padre me
hubiera nombrado en su testamento. ¡Ese es el origen de todos estos
problemas! En vez de eso, no me dejó más opción que competir con
todos los demás, como una jauría de perros peleando para conseguir
un trozo de carne. Si no hubieras asumido la regencia, estaría ahí
fuera, en las gers, contemplando con envidia la ciudad de mi propio
padre. A pesar de todo, le admiras. ¡Soy el primogénito del khan,
madre! Y, sin embargo, tengo que regatear y sobornar para conseguir
lo que es mío por derecho. Si hubiera sido la mitad del hombre que
tú crees que fue, habría tenido eso en cuenta antes de su muerte.
Tuvo suficiente tiempo para incluirme en sus planes.
Torogene percibió el dolor en el rostro de
su hijo y su ira desapareció. Suavizó su actitud y avanzó hacia él,
abrazándole con un gesto automático para aliviar su pena.
—Tu padre te quería, hijo mío. Pero estaba
obsesionado con su ciudad. Vivió con la muerte sobre los hombros
durante mucho tiempo. Luchar contra ella agotó sus fuerzas. No
tengo ninguna duda de que su deseo habría sido hacer algo más por
ti.
Guyuk apoyó la cabeza en el hombro de su
madre, mientras por su mente pasaban crueles y fríos pensamientos.
Todavía necesitaba a su madre. La nación había aprendido a
respetarla durante los años de su regencia.
—Siento haber perdido los estribos esta
noche —murmuró. Emitió un sonido que imitaba un sollozo y su madre
le abrazó con más fuerza—. Es que lo deseo tanto que no puedo
soportarlo, madre. Todos los días les veo mirándome, preguntándose
cuándo podrán convocar la reunión. Les veo sonriendo mientras
piensan en mi derrota.
Torogene le acarició el pelo mojado,
alisándolo con la mano.
—Shhh. Tú no eres como ellos —dijo—. Nunca
has sido un hombre corriente, Guyuk. Como le ocurría a tu padre,
tus sueños son más grandiosos que los de los demás, lo sé. Ya
cuentas con el apoyo del hijo de Sorhatani, Mongke. Fuiste lo
suficientemente inteligente como para pedirle que prestara
juramento de lealtad ante ti en el campo de batalla. Sus hermanos
no desobedecerán a su madre. Esa es la clave de nuestra posición.
Por otro lado, en el oeste, Baidar ha recibido a mis emisarios.
Tengo confianza en que, con el tiempo, votará por ti. ¿Comprendes
ahora lo cerca que estamos? Cuando Baidar y Batu nombren a su
verdadero príncipe, convocaremos a la nación.
Torogene notó cómo el cuerpo de Guyuk se
ponía tenso al oírle mencionar el nombre que había llegado a
odiar.
—Cálmate, Guyuk. Batu es solo un hombre y no
ha abandonado las tierras que le fueron concedidas. Con el tiempo,
los príncipes que contaran con él verán que está satisfecho siendo
un señor feudal ruso, que no ambiciona gobernar Karakorum.
Entonces, vendrán a pedirte que los lideres. Te lo prometo, hijo
mío. Ningún otro hombre será khan mientras yo viva. Solo tú.
Guyuk se separó de ella y la miró a la cara.
Torogene vio que tenía los ojos enrojecidos.
—¿Cuánto tiempo más tengo que esperar aún,
madre? No puedo esperar para siempre.
—He enviado unos mensajeros al campamento de
Batu otra vez. Le he prometido que reconocerás sus tierras y sus
títulos, mientras él viva y durante las próximas
generaciones.
La cara de Guyuk se arrugó en una mueca
contrariada.
—¡Pero es que no las reconozco! ¡El
testamento de mi padre no ha sido escrito en el cielo! ¿Acaso
debería dejar a un hombre como Batu rondando libremente junto a mis
fronteras? ¿Comiendo los más ricos alimentos y cabalgando
tranquilamente sobre yeguas blancas? ¿Debería permitir que los
guerreros de su Horda de Oro engorden y tengan hijos mientras yo
entablo batallas sin ellos? No, madre. O bien está bajo mi mando o
haré que le destruyan.
Torogene le dio una bofetada en la cara. El
golpe fue tan fuerte que le echó la cabeza hacia un lado. Mientras
una mancha roja se extendía por su mejilla, Guyuk se quedó mirando
a su madre con expresión atónita.
—Por eso te dije que no debías tratar de
ganarte el favor de los príncipes tú mismo, Guyuk. Te dije que
confiaras en mí. Escucha. Y escucha con tu corazón y con tu mente,
no solo con las orejas. Cuando seas khan, tendrás todo el poder,
todos los ejércitos. Tu palabra será ley. Ese día, las promesas que
he hecho por ti serán polvo si decides hacer caso omiso de ellas.
¿Me entiendes ahora? —aunque estaban solos, el volumen de su
susurrante voz descendió todavía más para que nadie pudiera oírla—.
Le prometería a Batu la inmortalidad si
pensara que eso haría que se presentara en la asamblea. Durante dos
años, ha enviado sus excusas a Karakorum. No se atreve a negarse
ante mí abiertamente, pero me hace llegar cuentos de heridas o
achaques, diciendo que no puede viajar. Entretanto, no deja de
observar a ver qué sucede con la ciudad blanca. Es un hombre
inteligente, Guyuk, nunca lo olvides. Los hijos de Sorhatani no
tienen ni la mitad de su ambición.
—Entonces estás negociando con una
serpiente, madre. Ten cuidado de que no te muerda.
Torogene sonrió y contestó:
—Todo tiene un precio, hijo mío, y eso
incluye a todos los hombres. Simplemente, tengo que averiguar cuál
es el precio de este.
—Te podría haber aconsejado —replicó Guyuk
en tono malhumorado—. Conozco bien a Batu. Tú no estabas con
nosotros cuando cabalgamos hacia el oeste.
Torogene chasqueó la lengua,
impaciente.
—No tienes por qué saberlo todo, Guyuk. Lo
único que tienes que saber es que si Batu accede, estará en la
asamblea del verano. Si acepta la oferta, tendremos suficientes
príncipes respaldándonos para convertirte en khan. ¿Ves ahora por
qué no deberías haber actuado por tu cuenta? ¿No te das cuenta de
lo que has puesto en peligro? ¿Qué importa la vida del jefe de una
familia en comparación con esto?
—Lo siento —respondió Guyuk, bajando la
cabeza—. No me has mantenido al tanto de lo que hacías y estaba
enfadado. Deberías haberme incluido en tus planes. Ahora que los
conozco un poco más, puedo ayudarte.
Torogene contempló a su hijo, con todos sus
defectos y debilidades. Aun así, le amaba más que a la ciudad que
los rodeaba, más que a su propia vida.
—Ten fe en tu madre —dijo—. Serás khan.
Prométeme que no habrá que quemar más ropa manchada de sangre. Que
no habrá más errores.
—Te lo prometo —contestó Guyuk, aunque su
mente ya estaba repasando todos los cambios que tendrían lugar
cuando fuera khan. Su madre le conocía demasiado bien para poder
sentirse cómodo con ella cerca. Le encontraría una casita lejos de
la ciudad donde pudiera pasar sus últimos días. Guyuk sonrió al
imaginárselo y ella se animó al ver su sonrisa, reconociendo de
nuevo al muchacho que su hijo había sido una vez.