III
HACÍA muchos años que no se
veía una asamblea tan multitudinaria en Karakorum. Todo lo que
alcanzaba la vista, la tierra estaba cubierta de tiendas y de
caballos propiedad de las familias de la nación, que se habían
acercado para ver la ceremonia de juramento de lealtad al nuevo
khan. Baidar había traído consigo dos tumanes de guerreros desde el
oeste, veinte mil hombres que levantaron un campamento junto al río
Orkhon y aseguraron sus fronteras. El campamento de los cuatro
hijos de Sorhatani estaba cerca, con otras treinta mil familias.
Las verdes llanuras habían quedado ocultas bajo las huestes
mongolas y los últimos en llegar tuvieron que levantar las gers en
lo alto de las colinas para encontrar buenas tierras.
Con una aglomeración tal, era imposible
tener un momento de paz: grandes rebaños de ovejas, cabras,
camellos y yaks deambulaban balando o mugiendo alrededor de la
ciudad, saliendo todas las mañanas a tierra abierta, donde podían
pastar y beber hasta saciarse. Las orillas del río se habían
transformado en una masa de fango marrón durante las pasadas
semanas y las rutinas se habían ido estableciendo. Ya se habían
producido varias peleas e incluso algún asesinato. Era imposible
reunir a tantas personas en un solo lugar sin que alguien
desenfundara su espada. Aun así, los días transcurrían en una paz
relativa y todos aguardaban con paciencia, comprendiendo que el
mundo era vasto. Algunos de los hombres más respetados de la nación
llegarían a casa desde tierras tan lejanas como Koryo, al este del
territorio Chin. Otros habían partido de nuevos asentamientos en
Persia tras haber sido convocados desde Karakorum. En total, la
quiriltai, la gran asamblea nacional,
tardaría casi tres meses en formarse. Hasta el día del juramento,
los miembros de la nación se contentaban con vivir de la comida que
iba saliendo de la ciudad para alimentarles.
Torogene apenas conseguía recordar cuándo
había sido la última vez que había dormido. Había logrado descansar
unas pocas horas el día anterior, ¿o quizá hacía dos días? Sus
pensamientos avanzaban con lentitud y le dolían todas las
articulaciones del cuerpo. Sabía que pronto tendría que dormir o
acabaría convirtiéndose en un ser inútil. A veces, creía que lo
único que la mantenía en pie era su estado de nervios y
expectación. Había invertido años de su vida en organizar la
reunión y, sin embargo, todavía quedaban mil cosas por hacer. El
mero hecho de alimentar a la nación con la inmensa cantidad de
alimentos que habían almacenado requería poner en marcha a un
ejército de criados. A cada príncipe o líder de un clan, de los
cuales había más de cuatrocientos, se le había asignado una
cantidad de grano y carne seca.
Se pasó la mano por la frente, mirando con
afecto a Guyuk, que estaba mirando por la ventana abierta. Las
murallas de la ciudad eran más altas de lo que lo fueran
originalmente, pero el joven podía ver el mar de gers, cuyos
límites se difuminaban en la distancia.
—Hay tantos
—murmuró para sí.
—Ya solo faltan unos pocos por llegar
—asintió Torogene—. Chulgetei no ha aparecido todavía, aunque creo
que era el que tenía más trecho que recorrer. Batu no puede estar
lejos. Tal vez una docena de nombres menos importantes estén
todavía en camino, hijo mío. He enviado a unos exploradores para
que les insten a avanzar más deprisa.
—Ha habido veces que pensaba que jamás
sucedería —dijo—. Nunca debería haber dudado de ti.
Torogene sonrió y el cariño y la indulgencia
iluminaron su semblante.
—Bueno, has aprendido a tener un poco de
paciencia. Es una buena cualidad en un khan —Torogene sintió una
leve sensación de mareo y se dio cuenta de que no había comido en
todo el día. Ordenó a sus sirvientes que fueran rápidamente a
buscar algo con lo que romper su ayuno.
—La clave está en Baidar —dijo Guyuk—. Estoy
seguro de que ha sido su presencia lo que ha hecho que Batu
cambiara de idea. ¿Me dirás por fin qué fue lo que le prometiste a
mis queridos primos?
Torogene dudó unos instantes, pero luego
asintió con la cabeza.
—Cuando seas khan, tendrás que saberlo todo
—dijo—. Le ofrecí a Baidar diez mil lingotes de plata.
Guyuk se volvió hacia ella, con los ojos
desorbitados. Una suma así representaba la producción total de
todas las minas que conocían, posiblemente durante varios
años.
—¿Es que me has dejado sin nada? —exigió
saber Guyuk.
Torogene se encogió de hombros.
—¿Qué importa? La plata seguirá saliendo de
la tierra. Cuando está almacenada en cámaras cerradas bajo el
palacio no sirve para nada.
—¡Pero diez mil lingotes! No sabía que
hubiera tantos en el mundo.
—Entonces, muéstrate educado cuando te jure
lealtad, Guyuk —respondió su madre con una sonrisa cansada—. Es más
rico que tú.
—¿Y Batu? Si las cámaras del tesoro están
vacías, ¿qué quiso a cambio de su precioso juramento?
Torogene vio la mueca que se dibujaba en el
rostro de su hijo y frunció el ceño.
—Tendrás que mostrar dignidad cuando te
reúnas con él también. No dejes que lea nada en tus ojos, hijo mío.
Un khan no le muestra a los hombres menores que significan algo
para él.
Suspiró mientras su hijo continuaba
mirándola fijamente.
—Intercambiamos unas cartas a través de los
jinetes yan. No podía negarse cuando le dije que Baidar había
prometido jurarte lealtad a ti. No habría sido necesario ofrecerle
nada, creo. Solo lo hice para no herir su orgullo.
—Tiene demasiado orgullo, pero da igual.
Haré que se hunda delante de toda la nación.
Torogene alzó la vista hacia el techo,
súbitamente frustrada. ¿Cuántas veces tendría que explicarle a su
hijo las cosas antes de que por fin empezara a entender?
—Si haces eso, tendrás un súbdito y un
enemigo —alargó la mano hacia Guyuk y le agarró por el hombro
cuando empezaba a alejarse—. Tienes que entender esto, a menos que
pienses que he gobernado Karakorum solamente gracias a la buena
suerte. Cuando eres khan, debes congraciarte con los hombres de
poder. Si arruinas a alguien, pero le dejas con vida, te odiará
hasta el final de sus días. Si le robas su orgullo, no
desperdiciará ninguna oportunidad para vengarse.
—Gengis hizo caso omiso de este tipo de
tejemanejes políticos —contestó Guyuk.
—Pero tu padre no. Él comprendía mucho mejor
que Gengis cómo había que gobernar una nación. Gengis solo
consiguió conquistar un imperio. Nunca habría podido ser la mano
segura que necesitaba una vez había sido creado. Yo he sido esa
mano, Guyuk. No desprecies con tanta facilidad lo que te estoy
diciendo.
Su hijo la miró sorprendido. Torogene había
gobernado la nación durante más de cinco años, desde la muerte de
su padre. Durante dos de esos años, había estado casi a solas con
Sorhatani, mientras el ejército permanecía en tierras distantes. No
se había parado a pensar demasiado en su esfuerzo.
—Te estoy escuchando —le dijo—. Supongo que
volviste a prometerle que respetaría el territorio que recibió, ¿o
le ofreciste la posición de orlok en el ejército?
—Le ofrecí ambas cosas, pero rechazó el
cargo de orlok. Entonces supe que no sería khan. La ambición no
arde en su interior, hijo mío, y por eso no representa ninguna
amenaza para nosotros. No sé si se debe a la debilidad o a la
cobardía, pero no importa. Cuando te haya jurado lealtad, puedes
alejarlo de aquí con caros regalos. No volveremos a oír hablar de
él.
—Es el único al que temo —dijo Guyuk, casi
para sí mismo. Fue un momento de rara honestidad y su madre le
aferró por el hombro.
—Es un descendiente directo de Gengis, el
primogénito de su primogénito. Tienes motivos para temerle, pero
eso se acabó, ¿entiendes? Cuando llegue el último de ellos,
convocarás a los príncipes y generales en tu tienda de la llanura,
a Batu entre ellos. Te prestarán juramento de lealtad y a lo largo
de la siguiente semana irás visitando todos y cada uno de los
campamentos y todos se arrodillarán ante ti. Hay medio millón de
personas que tienen que verte. Demasiadas para traerlas a la
ciudad. Eso es lo que te he dado, hijo mío. Eso es lo que has
conseguido con tu paciencia.
Sorhatani, montada detrás de su hijo mayor,
descendió con cuidado de la silla. Mongke alargó el brazo para
ayudarla y ella alzó la mirada hacia él, sonriéndole. Se alegraba
de ver Karakorum de nuevo. Su hogar en las montañas Altai estaba
lejos de la sede del poder, pero eso no significaba que no hubiera
seguido cada tira y afloja de la negociación por el poder de
Torogene y Guyuk. Cuando miró a Mongke, deseó que no hubiera jurado
lealtad a Guyuk tan pronto, pero las aguas habían seguido su curso.
Su hijo mayor había visto cómo su padre, Tolui, mantenía su
palabra, incluso cuando estaba a las puertas de la muerte. Mongke
no podía romper su palabra después de eso; no estaba en su
naturaleza. Sorhatani observó a su hijo mientras desmontaba con
dignidad y, una vez más, vio al guerrero mongol tradicional en todo
cuanto hacía. Mongke era perfecto para el papel, con su ancha cara
y sus amplias espaldas. Llevaba una sencilla armadura y ya era
conocido como alguien a quien le irritaban las cosas Chin. Esa
noche no habría comidas elaboradas en las gers. Una lástima, se
dijo. Su hijo era un devoto de la simplicidad, veía en ella una
nobleza que Sorhatani no lograba percibir. Lo irónico era que había
muchos en la nación que habrían seguido a un hombre como él, en
especial los generales de más edad. Algunos de ellos susurraban
entre sí que Guyuk no era un varón entre varones, que hacía el
papel de una mujer en el palacio de su padre. Todavía había más que
criticaban con desagrado el hecho de que Guyuk mantuviera la
costumbre de su padre de rodearse de perfumados eruditos Chin y sus
incomprensibles garabatos. Si Mongke hubiera levantado una mano,
habría tenido a la mitad de la nación bajo sus estandartes antes de
que Guyuk supiera siquiera que estaba siendo amenazado. Sin
embargo, su hijo nunca faltaba a su palabra y había prestado
juramento de lealtad a Guyuk hacía siete años. Ya ni siquiera
discutía la cuestión con su madre.
Sorhatani se volvió al oír un grito de
alegría a sus espaldas y extendió los brazos al ver a sus demás
hijos avanzar cabalgando hacia ella. Kublai fue el primero en
llegar y su madre se echó a reír cuando bajó de su poni de un salto
y la abrazó, dando una vuelta con ella en vilo. Era raro ver a sus
niños convertidos en hombres adultos, aunque Hulegu y Arik-Boke
seguían siendo unos jóvenes guerreros.
Sorhatani percibió un delicado aroma a
manzana en Kublai cuando la dejó en el suelo y dio un paso atrás
para dejar que abrazara a sus otros hermanos. Era un signo más de
la influencia que ejercían los Chin en él y el contraste con Mongke
no podría ser más grande. Kublai era más alto y de constitución
nervuda, aunque sus hombros se habían ensanchado durante los
pasados meses. Iba peinado al estilo Chin, con una larga coleta que
le caía por la espalda y el resto del pelo muy tirante y pegado al
cuero cabelludo. La coleta se movía adelante y atrás cuando se
movía, como el rabo de un gato enfadado. Al menos, llevaba un deel
sencillo, pero nadie que mirara a Kublai y a Mongke pensaría que
eran hermanos.
Sorhatani dio un paso atrás, llenándose de
orgullo mientras observaba a aquellos cuatro jóvenes a los que
amaba a cada uno a su modo. Entonces vio cómo Kublai saludaba con
una inclinación de cabeza a Mongke y cómo su hermano mayor apenas
respondía a su gesto. Mongke no aprobaba las maneras de Kublai,
aunque probablemente eso sucediera siempre entre los hermanos más
próximos en edad. Por su parte, a Kublai le molestaba la manera en
que Mongke asumía que, por el hecho de ser el mayor, tenía
autoridad sobre los otros tres. Sorhatani suspiró y su buen humor
se evaporó bajo el sol.
—Hay una ger preparada para ti, madre —dijo
Mongke, levantando un brazo para guiarla hasta ella.
Sorhatani le miró dirigiéndole una ancha
sonrisa.
—Luego, Mongke. He hecho un largo viaje para
presenciar el juramento de fidelidad, pero todavía no estoy
cansada. Dime cómo están las cosas en los campamentos.
Mongke hizo una pausa antes de responder,
sopesando sus palabras. Durante esa breve vacilación, Kublai
contestó.
—Baidar ya está aquí, muy estirado y
cuidadosamente formal. Dicen las malas lenguas que jurará lealtad a
Guyuk. La mayoría de los príncipes mantienen la boca cerrada
respecto a sus intenciones, pero la impresión general es que Guyuk
y Torogene han hecho suficiente. Cuando Batu y los demás lleguen,
creo que tendremos un nuevo khan.
Mongke clavó una mirada hostil en su hermano
por haber hablado antes que él, pero Kublai no pareció darse
cuenta.
—¿Y tú, Kublai? —preguntó su madre— ¿Le
jurarás lealtad a Guyuk?
Kublai frunció la boca en un gesto de
disgusto.
—Tal y como me has ordenado, madre. No
porque pienso que sea lo correcto, sino porque no deseo enfrentarme
solo contra él. Obedeceré tus deseos.
—Es lo que debes hacer —continuó Sorhatani,
en un tono del que había desaparecido toda ligereza—. Un khan no
olvidará a aquellos que estuvieron a su lado... o a aquellos que se
le opusieron. Ya cuenta con el apoyo de tu hermano. Si Batu y
Baidar se arrodillan ante él, yo también le juraré fidelidad, en
nombre de las tierras de tu padre. No debes ser una voz solitaria
entre las otras. Eso sería... peligroso. Si lo que dices es verdad,
sospecho que no habrá ningún oponente de importancia. La nación le
elegirá por unanimidad.
—Qué lástima que Mongke le jurara lealtad
durante la gran marcha —dijo Kublai, lanzando una mirada a su
hermano—. Esa fue la primera piedra de la avalancha —vio que Mongke
le miraba enfadado—. Venga, hermano. ¡No puedes sentirse satisfecho
con tu elección! Te precipitaste, en cuanto oíste que el khan había
muerto. Todos lo comprendemos. Pero sé honesto: ¿es Guyuk el hombre
que elegirías si fueras libre?
—Es el hijo del khan —replicó Mongke y miró
hacia otro lado con expresión tensa, como si la cuestión hubiera
quedado zanjada.
—Un khan que ni siquiera nombró a su hijo
como heredero en su testamento —dijo Kublai al instante—. Eso es
muy revelador, ¿no crees? Te lo juro, Mongke, la verdad es que creo
que eres tú el que nos has reunido a todos aquí hoy. Te
comprometiste con él en un arrebato, antes de que ninguno de
nosotros supiera nada. Guyuk empezó esta carrera un paso por
delante de ti. Espero que estés contento. Haga lo que haga Guyuk
como khan, será responsabilidad tuya.
Mongke se debatía consigo mismo, intentando
decidir si era indigno de él discutir lo que afirmaba su hermano.
Como siempre, Kublai consiguió hacerle entrar al trapo.
—Tal vez si hubieras comandando algún
ejército en batalla, hermanito, sabrías lo importantes que son la
autoridad y el rango. Guyuk es el primogénito de Ogedai. Él
es el heredero del khanato. No necesito
uno de tus documentos Chin para saberlo.
Aquel era un punto delicado entre ambos y
Mongke no pudo resistir la tentación de provocar a su hermano.
Mientras él había peleado junto a Tsubodai, Batu, Guyuk y el resto,
Kublai había permanecido en la ciudad aprendiendo diplomacia e
idiomas. Ambos eran hombres muy distintos y Mongke se burlaba de
las habilidades de su hermano.
—¿Y su padre también había sido el
primogénito, esa posición tan importante? —respondió Kublai—. No,
Mongke, era el tercero de sus hijos. Prestarás juramento de lealtad
por algo que el resto de nosotros ni siquiera reconocemos. ¿Por
qué? ¿Porque tú eres el primogénito de esta familia? ¿Crees que eso
te convierte en un padre para el resto de nosotros?
—Si es necesario, sí —dijo Mongke
sonrojándose—. Tú no estabas allí cuando nuestro padre entregó su
vida.
En aquel momento estaban ya uno frente al
otro, cada vez más furiosos.
—¿Y te dijo nuestro padre que lideraras
nuestra pequeña familia, Mongke? ¿Te dijo: «Guía a tus hermanos,
hijo mío»? No lo habías mencionado nunca.
—Me cedió a sus otras mujeres —contestó
Mongke con frialdad—. Creo que está claro...
—No, no está claro, idiota —soltó Kublai—.
Nada es tan simple. Nada es tan simple como tú.
Mongke estuvo a punto de pegarle. Su mano
tembló y se movió hacia la espada que pendía de su cintura. Kublai
se puso tenso y en su mirada apareció un brillo desafiante. De
niños se habían peleado miles de veces, pero los años los habían
cambiado a los dos. Si volvían a enzarzarse en una pelea, era
posible que acabara en algo más grave que unos meros
moretones.
—Dejadlo ahora mismo —dijo Sorhatani—. ¿Vais
a pelearos ante los ojos de la nación? ¿Estáis dispuestos a
deshonrar a vuestro padre, vuestro nombre? ¡Parad! Los dos.
Hubo un momento de silencio y, a
continuación, Mongke saltó hacia adelante, levantando el brazo
derecho para golpear y derribar a Kublai. Kublai calculó las
distancias y le dio una patada a su hermano en la entrepierna con
todas sus fuerzas. La armadura no cubría esa parte y Mongke se
derrumbó sin emitir ni un solo sonido, chocando contra el suelo con
violencia. Había sido un golpe tremendo y en el pequeño grupo se
hizo el silencio. Cuando Sorhatani se volvió hacia él furiosa, los
ojos de Kublai se agrandaron. Mongke gruñó y empezó a levantarse.
El dolor tenía que ser terrible, pero la ira que sentía su hermano
corría también por sus venas. Mientras se ponía en pie
tambaleándose, pequeños espasmos sacudían sus piernas. Kublai,
nervioso, tragó saliva mientras Mongke avanzaba vacilante hacia él
con la mano aferrada a la empuñadura de su espada.
Sorhatani se interpuso entre ambos, apoyando
las manos desnudas en el pecho blindado de Mongke. Durante un
instante, estuvo a punto de empujarla. Su enorme mano izquierda se
elevó hasta el cuello del vestido de su madre y agarró la tela,
pero, a pesar de su dolor, fue incapaz de arrojarla a un lado.
Jadeando, Mongke miró con furia a Kublai por encima de la cabeza de
Sorhatani con los ojos húmedos e inyectados en sangre.
—He dicho que lo dejéis —dijo Sorhatani con
suavidad—. ¿Es que me vas a tirar al suelo para atrapar a tu
hermano? ¿Ya no haces caso a tu madre?
Los ojos de Mongke empezaron a aclararse y
bajó la vista para mirar a Sorhatani y luego de nuevo a Kublai, que
aguardaba listo para reaccionar si le atacaba. La boca de Mongke se
curvó en un gesto de desdén al reconocer la postura de combate Chin
que el antiguo canciller del khan les había enseñado de niños.
Soltó el cuello del traje de su madre cuando esta le puso la mano
en la mejilla para reclamar su atención.
—No vais a pelear, Mongke. Todos vosotros
sois hijos míos. ¿Qué tipo de ejemplo estarías dándoles a Hulegu y
a Arik-Boke? Fijaos en cómo os están mirando.
La dura mirada de Mongke se posó en sus
hermanos, que les observaban con la boca abierta. Volvió a gruñir y
dio un paso atrás, controlándose.
—Guyuk será khan —aseguró Mongke, con voz
ronca pero sonora—. Su padre gobernó bien y su madre ha mantenido
unida a la nación. Ningún otro puede decir lo mismo. El idiota eres
tú, Kublai, al menos si crees que algún otro debería
gobernar.
Kublai decidió no responder. Su hermano
tenía la fuerza de un toro furioso. No quería provocarle de nuevo,
así que se encogió de hombros y se alejó. En cuanto se hubo
marchado, Mongke relajó los músculos y estuvo en un tris de caerse.
Intentó mantenerse erguido, pero el dolor se expandió en oleadas
desde la entrepierna hacia su estómago, haciendo que sintiera ganas
de vomitar. Solo la presencia de su madre evitó que ahuecara las
manos y se cubriera el sexo con ellas como hacían los niños.
—A veces, me siento desolada —dijo Sorhatani
con pena—. ¿Creéis que viviré para siempre? Habrá un momento en el
que tus hermanos serán todo cuanto tengas, Mongke. Serán los únicos
hombres en los que podrás confiar sin reservas.
—Se comporta y se viste como una puta Chin
—espetó Mongke—. ¿Cómo puedo confiar en un hombre así?
—Kublai es tu hermano, tu propia sangre. Tu
padre está en él, Mongke, igual que está en ti.
—Me pincha siempre que puede. No soy ningún
tonto, madre, solo porque no conozca los veintisiete pasos de sus
absurdos rituales Chin.
—¡Pues claro que no eres ningún tonto! Os
conocéis lo suficiente como para haceros verdadero daño cuando os
enfadáis, eso es todo. Él y tú cenaréis juntos esta noche y
compartiréis una copa de airag. Por vuestra madre, volveréis a ser
amigos.
Mongke hizo una mueca, pero no dijo nada,
así que Sorhatani continuó.
—Porque me duele pensar en que mis hijos
están tan enfadados entre sí. Pensaré que he fracasado como madre.
Haz las paces con él, Mongke, si es que te importo en algo.
—Por supuesto que me importas —respondió
Mongke. Sabía muy bien que le estaba manipulando, pero cedió a
pesar de todo—. De acuerdo, pero puedes decirle que...
—Ni amenazas ni bravuconerías, Mongke. Si me
quieres, harás las paces con él. En unos pocos días o en unas pocas
semanas, tendrás al khan que deseas. Todo cuanto Kublai puede hacer
es ceder ante la necesidad. Muéstrate digno en tu victoria.
La expresión de Mongke se suavizó al pensar
en lo que le decía su madre. Podía ser magnánimo.
—Me culpa del ascenso de Guyuk
—murmuró.
—Y otros hombres te honrarán por ello.
Cuando Guyuk sea khan, seguro que te recompensará por haber sido el
primero que se unió a sus estandartes. Piensa en eso la próxima vez
que Kublai y tú riñáis como un par de críos.
Mongke sonrió, temblando ligeramente
mientras el agudo dolor de su ingle se convertía en una sorda
molestia.
—De acuerdo, madre. Las cosas se harán a tu
manera, como siempre.
—Bien. Tal vez deberías enseñarme dónde está
mi ger. Parece que sí que estoy cansada, después de todo.
El jinete de los yans estaba totalmente
cubierto de polvo. Mientras seguía a un criado a través de los
pasillos del palacio, sentía su peso en cada arruga y costura de
sus ropas, incluso de su piel. Dio un pequeño traspié al dar la
vuelta a una esquina y su fuerza se desvaneció, convirtiéndose
súbitamente en fatiga. Había cabalgado a máxima velocidad durante
todo el día y le dolían los riñones. Se preguntó si le permitirían
lavarse en uno de los baños del palacio. Durante unos cuantos
pasos, se dejó llevar por una fantasía de agua caliente y jóvenes
criadas secándole con briosos masajes... pero sabía que la fantasía
no se haría realidad. A los jinetes de las líneas de posta se les
abrían las puertas allá donde iban. Si decían que llevaban un
mensaje personal del propio khan, les dejaban pasar incluso en
medio de una batalla. Pero el jinete estaba seguro de que esa noche
se estaría bañando en el río para después alojarse en un campamento
espartano y calentarse frente a un fuego que encendería él mismo.
Los jinetes de los yans no transportaban tiendas o gers sencillas,
ni ningún otro peso que pudiera ralentizar su avance. Se tendería
boca arriba bajo las estrellas y metería los brazos en las anchas
mangas de su deel. Los jinetes de más edad le habían dicho que, en
un plazo de unos veinte años, los días húmedos le dolerían las
articulaciones, pero abrigaba la secreta convicción de que eso a él
no le sucedería. Era joven y estaba absolutamente en forma, con
toda la vida por delante. A lo largo de sus viajes, había visto
suficientes veces cómo comerciaban las gentes entre sí para saber
cuáles eran los artículos que más codiciaban. Se dijo que, en unos
pocos años, habría ahorrado suficiente dinero para comprar el
cargamento de una de las caravanas que se dirigían a Bujará. Él no
sufriría de dolor de articulaciones y, además, amasaría una
fortuna. Mientras caminaba, se estremeció ligeramente cuando
levantó la vista hacia el techo abovedado que se alzaba sobre su
cabeza. No soñaba con poseer un palacio. Tal vez una casa en la
ciudad sería de su agrado, con una esposa que cocinara para él,
unos cuantos niños y un establo lleno de buenos caballos para
entrenar a sus hijos para el servicio en el yan. No era una mala
vida.
El sirviente se detuvo delante de unas
relucientes puertas de cobre. Dos guardias diurnos del antiguo
regimiento del khan, vestidos con una armadura roja y negra que les
daba un aspecto de coloridos insectos, las protegían con expresión
impasible.
—Mensaje de los yans para la regente
—anunció el criado.
Uno de los guardias rompió su perfecta
inmovilidad y giró la cabeza hacia el polvoriento jinete, que
todavía apestaba a caballos y a sudor de varios días. Le
registraron con rudeza y le quitaron su yesquero y un cuchillito
que llevaba. Cuando intentaron coger el fardo de los papeles, el
joven lo apartó con brusquedad, maldiciendo por lo bajo. El mensaje
que contenía no había sido escrito para sus ojos.
—Quiero que me devolváis el resto cuando
salga —dijo.
El guardia le echó una mirada sin dignarse
responder y guardó los objetos mientras el criado llamaba a la
puerta y la abría, haciendo que la luz inundara el oscuro
pasillo.
Al otro lado había habitaciones dentro de
habitaciones. El correo de los yans había visitado antes el
palacio, pero nunca había llegado tan adentro. Se fijó en que cada
una de las habitaciones exteriores contaba con su propio encargado
y uno de ellos se levantó al verle entrar y le condujo a la
siguiente. Poco después, se encontró ante una mujer robusta rodeada
de consejeros y de escribas que iban anotando cada palabra que ella
pronunciaba. Cuando entró, la regente alzó la vista y él hizo una
profunda reverencia, dejando atrás a su último guía para
aproximarse a ella. Para su sorpresa, vio que en el grupo había dos
hombres que conocía, jinetes del yan como él mismo. Sus miradas se
encontraron y le saludaron con una breve inclinación de
cabeza.
Otro sirviente de algún tipo tendió la mano
hacia él para recoger los papeles que transportaba.
—Deben ser entregados directamente a la
regente —dijo el jinete, repitiendo sus instrucciones.
El criado frunció la boca como si hubiera
comido algo amargo, pero retrocedió. Nadie se interponía ante un
jinete del yan.
Torogene había reanudado su conversación,
pero la interrumpió de nuevo al oír sus palabras y aceptó el
paquete de sus manos. Era un fardo delgado, envuelto en cuero.
Deshizo los nudos con rapidez y sacó una única hoja doblada. El
jinete la observó mientras sus ojos se movían adelante y atrás,
leyendo. Podría haberse marchado inmediatamente, pero sentía
curiosidad. Esa era la maldición de su oficio: transportaban las
noticias más interesantes, pero casi nunca llegaban a saber cuáles
eran.
Consternado, vio que el semblante de
Torogene empalidecía. A continuación, la regente levantó la vista
hacia él, repentinamente irritada al ver que el joven seguía allí,
expectante, como si fuera a compartir las nuevas con él.
—Ya es suficiente por hoy —le dijo a todo el
grupo—. Dejadme, todos, y decidle a mi hijo que venga. Despertadle
si es necesario. —Tamborileó con los dedos de una mano en el dorso
de la otra y luego arrugó el papel que el jinete acababa de
entregarle.