XXXIV

 

—GUARDAD silencio, llega el Hijo del Cielo, emperador de los Song, el señor de la Nación Perpetua —anunció el canciller imperial. Dirigiéndose hacia las primeras filas, su amo alzó la mano para saludar a los señores Hong y Sung Win. El juvenil rostro de Huaizong estaba colorado por el placer de ir a la guerra con unas huestes tan inmensas. Cabalgaba un semental de edad avanzada, tan ancho como una mesa. La dócil montura había sido considerada apropiada para un niño de once años que no puede ser arrojado al suelo por su caballo. Era necesario fustigarlo sin piedad para que hiciera cualquier cosa que no fuera avanzar al paso, pero eso no empañó el entusiasmo del chico.
—¡Mirad cómo huyen al vernos! —les gritó a sus señores. Huaizong había salido de la seguridad del centro hacia las líneas del frente para confirmar la noticia que le habían dado sus mensajeros imperiales. A lo lejos, distinguió a los tumanes mongoles cabalgando hacia el norte, en dirección a la frontera Chin. Al verlos, sintió ganas de reír de alegría. Su primera acción como emperador había sido expulsarlos de sus tierras. En verdad, el cielo le sonreía a un reino que empezaba con tan buen pie.
No importaba que sus señores se hubieran visto obligados a acelerar el paso solo para lograr ver al enemigo. Para entonces, el emperador Huaizong era consciente de que los mongoles habían iniciado la retirada antes de que su vasto ejército hubiera estado en posición de ataque.
—Se van a casa —dijo. Ninguno de los señores más cercanos respondió a lo que no era una pregunta clara.
Huaizong se puso de pie en la silla de montar, manteniéndose allí con el despreocupado equilibrio de los muy jóvenes. Su caballo caminaba tranquilamente bajo el muchacho, al mismo paso que la multitud de soldados y jinetes que se extendía a ambos lados y por detrás, ocupando todo lo que alcanzaba su vista. Cuando se giró y echó una ojeada por encima del hombro, Huaizong no pudo evitar menear la cabeza, maravillado ante la fuerza de la nación que había heredado. Los soldados marchaban en líneas perfectas, con los vistosos estandartes ondeando en el aire. Los que estaban más próximos apartaban la mirada del emperador, mientras que los que estaban más lejos siguieron marchando impasibles, demasiado distantes para ver a la pequeña figura observando al ejército por encima de sus cabezas. Oteó más lejos aún, hasta que los colores se oscurecían y las líneas de soldados se parecían a olas distantes de un mar pardo, ondulando a través de la tierra bajo el ancho cielo azul. Una muchedumbre de campesinos avanzaba lenta y pesadamente tras ellos, a pie y en carros, transportando los víveres y el equipo que necesitaban los soldados. Huaizong no les prestó atención. Sus pueblos y ciudades estaban plagados de gentes como ellos. Cuando los veía siquiera, los miraba solo como a bestias de carga, que podía usar y desechar a voluntad.
Huaizong se volvió hacia el frente y se dejó caer en la silla de montar con un gruñido complacido. Sung Win acercó su caballo al del emperador.
—¿No van a luchar contra nosotros? —preguntó Huaizong, alargando el cuello para ver a los tumanes mongoles. Su voz revelaba que estaba contrariado.
El señor Sung Win negó con la cabeza.
—Puede que sepan que el Hijo del Cielo cabalga con nosotros hoy —dijo, aprovechando la ocasión para halagar al chico de cuyo poder dependían su casa y su linaje—. Llevan días avanzando, sin dar muestras de ir a parar.
—Es que estoy decepcionado por no haber entrado en batalla, Sung Win —dijo Huaizong.
Sung Win le lanzó una mirada fugaz, preocupado de que el muchacho pudiera ordenar que cruzaran la frontera y entraran en tierras Chin solo para saciar su inmaduro deseo de ver sangre. Sung Win, con muchos más años que él, tenía una idea muy clara sobre los costes que eso supondría. Como la mayoría de hombres que han librado guerras en su juventud, no tenía ningún problema en ver cómo se retiraba el enemigo y no hacer nada al respecto. Habló antes de que el niño pudiera sacrificar sin sentido las vidas de miles de hombres.
—El reinado del emperador Huaizong ha empezado bien —dijo—. Has expulsado al enemigo y ahora tendrás tiempo de reforzar tu posición y completar tu entrenamiento.
Tal vez no fuera el comentario adecuado para un chaval de once años. El señor Sung Win frunció el ceño al ver cómo la boca del chico se torcía en una mueca desdeñosa.
—¿Crees que debería volver junto a las antiguallas de mis tutores? Ellos no están aquí, Sung Win. ¡Me he librado de ellos! Mi ejército avanza. ¿Por qué tendría que detenerme ahora? Podría expulsarlos de las tierras Chin. Podría mandarlos derechitos a su casa.
—El Hijo del Cielo sabe que hemos dejado desprotegidas nuestras ciudades —dijo Sung Win buscando las palabras justas—. En circunstancias normales, contamos con poderosas guarniciones, pero ahora mismo o bien las hemos perdido ante el enemigo o bien se encuentran aquí con nosotros. Estoy seguro de que el Hijo del Cielo conoce las historias de esos ejércitos que se adentraron demasiado en las tierras de sus enemigos y, en un primer momento, quedaron aislados allí y, después, desaparecieron.
El emperador Huaizong le miró con expresión irritada, pero se quedó callado, mordiéndose el labio mientras meditaba. Sung Win rezó en silencio para que el muchacho no comenzara su reinado con una campaña improvisada. Con cautela, decidió volver a hablar.
—El Hijo del Cielo sabe que en sus propias tierras dispondrán de buenas líneas de suministros, mientras que nosotros tenemos que cargar con víveres y equipo durante cientos de kilómetros. Ese tipo de campañas merecen la pena en el segundo o tercer año de reinado, pero no en el primero, no sin una planificación previa. El Hijo del Cielo lo sabe mucho mejor que sus humildes sirvientes.
El chico emitió un gruñido malhumorado con la garganta.
—Muy bien, Sung Win. Empieza a trabajar en una campaña. Perseguiremos a esos hombres hasta la frontera, pero al año que viene liderarás la guerra. No soy ningún viejo enfermo, Sung Win. Recuperaré las tierras de mis antepasados.
Sung Win, sobre la silla de montar, hizo una profunda reverencia lo mejor que pudo.
—El Hijo del Cielo me honra compartiendo conmigo su gran sabiduría —añadió. Una gota de sudor resbaló por su nariz y se la limpió con discreción. Era como los chicos de pueblo que jugaban con serpientes, riendo como locos ante el peligro cuando la cobra se lanzaba hacia ellos. Un único error podía significar la muerte, pero seguían haciéndolo de todos modos, reuniéndose en círculo cada vez que encontraban una. Sung Win se sintió como uno de esos muchachos mientras mantenía la vista clavada en la tierra que pasaba bajo su caballo, sin atreverse a alzar los ojos.

 

De tanto mirar por encima del hombro desde su caballo, a Kublai, visiblemente frustrado, le había empezado a doler el cuello. Notó la mirada de Uriang-Khadai sobre él y suavizó su ceño.
—No te preocupes, no voy a ordenarles a los tumanes que den la vuelta y carguen contra ellos. Nunca he visto tantos soldados en movimiento. Teniendo en cuenta que Bayar se ha adelantado, tenemos, ¿qué?, ¿una décima parte de sus efectivos? ¿Una veinteava? Tengo suficiente experiencia como para saber cuándo atacar y cuándo meter la cola entre las piernas y correr.
Habló en tono despreocupado, pero Uriang-Khadai se dio cuenta de que las miradas que echaba hacia atrás eran calculadoras y buscaban defectos en las líneas Song. Estaban demasiado lejos para poder juzgarlos con precisión, pero Kublai había pasado mucho tiempo frente a esos mismos soldados. Conocía sus virtudes y defectos tan bien como los propios.
—¿Ves cómo protegen el centro? —preguntó Kublai—. Esa formación es nueva. ¡Son tantísimos, orlok! Tiene que ser el emperador, o al menos uno de sus parientes. Pero yo tengo que dejarlos atrás para enfrentarme a mi propio hermano —se inclinó sobre la silla de montar y escupió como si quisiera deshacerse del sabor de sus palabras—. A pesar de todo, continuaremos —dijo—. ¿Crees que se detendrán en la frontera? —En su pregunta había un deje de esperanza, pero Uriang-Khadai se apresuró a contestar.
—A menos que su líder sea un hombre como tu abuelo, casi con toda seguridad. Han reunido todas las fuerzas que tienen para emprender una campaña breve en sus propias tierras. Dudo que cuenten con comida suficiente para alimentar a tantos soldados más allá de un par de semanas.
—Si cruzan la frontera, me veré obligado a luchar contra ellos —dijo Kublai, observando a su orlok con atención. Se echó a reír al ver la mueca que hacía Uriang-Khadai—. Bueno, es verdad, ¿no? Libraré la batalla mientras avanzamos hacia Xanadú y, para cuando lleguemos a mis tierras, estarán agotados. Esquilmaré las tierras a mi paso y los obligaré a pasar hambre y a seguir avanzando. Podríamos hacerlo, orlok. ¿Qué suponen unas probabilidades de diez a uno para nosotros?
—Sospecho que la destrucción, mi señor khan —respondió Uriang-Khadai. Creía que Kublai, en realidad, le estaba tomando el pelo, pero notaba una avidez latente en él. Había entregado buena parte de los mejores años de su vida a la tarea de derrotar a los Song. A Kublai le había dolido tener que marcharse y, por mucho que bromeara, el orlok se dijo que posiblemente recibiera con alegría la oportunidad de acabar lo empezado contra el propio emperador.
Al atravesar la frontera, marcada por una serie de pequeños templos blancos, y entrar en tierras Chin, más y más hombres empezaron a mirar hacia atrás para comprobar si las fuerzas que los seguían irían tras ellos. Para Kublai, fue un momento agridulce ver cómo la vanguardia Song se detenía. Había aminorado deliberadamente la marcha, de modo que, en aquel momento, se encontraban a poco más de un kilómetro. Distinguió las filas delanteras, que se mantuvieron en perfecta quietud mientras observaban cómo se alejaban los mongoles, e imaginó su júbilo. Hacia el este y el oeste, hombres y caballos inmóviles oscurecieron la frontera a lo largo de muchos kilómetros, una clara declaración de fuerza y confianza. Estamos aquí, decían. No tenemos miedo de enfrentarnos con vosotros.
—Con un ejército así tan cerca, tendré que dejar unos tumanes aquí —le dijo Kublai a Uriang-Khadai.
—No tiene sentido. Una pequeña parte de nuestras fuerzas no podría resistir ante una hueste tan inmensa —contestó Uriang-Khadai—. El dominio Chin posee sus propios tumanes. Ahora eres su khan, mi señor. Puedes usarlos como desees. Sin embargo, si los Song emprenden una invasión mientras estamos luchando contra tu hermano, tus ciudades podrían ser saqueadas. Podrías perder Xanadú y Yenking.
—¡Soy demasiado mayor para reconquistarlo todo otra vez! ¿Qué sugieres?
—Nombra a Salsanan tu orlok en las tierras Chin. Encomiéndale la tarea de defender el territorio y dale autoridad para reunir y liderar ejércitos en tu nombre. Tienes diez veces más tierras que ese emperador Song. No le resultará fácil, si es tan necio de entrar en tus dominios.
Kublai asintió, tomando una rápida decisión.
—Muy bien. También dejaré un tumán aquí, para vigilar la frontera y dar la impresión de que estamos listos para enfrentarnos a ellos.
—O para comunicarte la noticia si el ataque comienza —dijo Uriang-Khadai, negándose a abandonar su tono severo.
Kublai suspiró mientras seguía alejándose más y más de la frontera. Era el final de su campaña contra los Song. Rezó pidiéndole al padre cielo poder ver de nuevo las tierras del sur antes de morir.
Al atravesar la frontera, Kublai sabía que había penetrado en un territorio que estaba perfectamente conectado con Karakorum. Ya no tenía ninguna posibilidad de desplazar a sus tumanes sin que los jinetes del yan informaran al respecto, partiendo al galope en la primera etapa del recorrido que les llevaría ante la presencia de Arik-Boke. Solo había hallado una forma de abordar el problema y lo había hablado con el general Bayar, además de con Uriang-Khadai. Solo Salsanan se había manifestado contrario a la idea y Kublai había hecho caso omiso de él. Salsanan no había compartido con ellos los años de guerra entre los Song y todavía no se había ganado el respeto de los demás. Kublai se dio por satisfecho con la idea de darle orden de defender el khanato Chin.
Encontraron la primera estación de posta en una encrucijada a unos quince kilómetros de la frontera. Había sido saqueada, los establos estaban vacíos y Bayar se había llevado consigo los jinetes para utilizarlos como guerreros. Kublai dejó atrás la parada de posta con una sensación de aprensión. Sería la primera de muchas: su general interrumpiría las líneas del yan de todo el territorio Chin. Esa acción, por sí sola, hizo que Kublai fuera consciente de que le había declarado la guerra a su hermano. Ya no podía echarse atrás. Había iniciado un camino que acabaría con su muerte o en Karakorum. Apretó la mandíbula mientras cabalgaba y le inundó una oleada de alivio. Xanadú estaba situada al norte, donde dejaría al resto de los seguidores de su campamento, así como a Chabi y a su hijita. Su hijo Zhenjin ya era lo suficientemente fuerte como para soportar las largas distancias y se quedaría a su lado. Kublai asintió para sí. Desde Xanadú, sus guerreros partirían cargados únicamente con provisiones para un mes y monturas de refresco. Saldrían casi como unas tropas incursoras, moviéndose tan deprisa como las fuerzas que Gengis comandaba. Coger las riendas del propio destino era una buena sensación. La elección estaba hecha; las dudas formaban parte del pasado.
Arik-Boke se llevó el arco hasta los labios, dejando que las plumas de la flecha le rozaran antes de disparar. La flecha se elevó hacia donde había apuntado, atravesando el cuello de un gamo y derribándolo al suelo, donde quedó pataleando con desesperación. Sus portadores lanzaron un grito de admiración por el disparo, hicieron avanzar a sus monturas hincándoles los talones y, una vez allí, bajaron para degollar al animal. Uno de ellos levantó al gamo por los cuernos, cuyo largo cuello se arqueó, mientras el guerrero le enseñaba a Arik-Boke la envergadura de la cornamenta. Era un animal magnífico, pero Arik-Boke ya se había vuelto a poner en marcha. La caza en círculo organizada por Alghu estaba en pleno apogeo: las bestias eran empujadas hacia el centro a lo largo de decenas de kilómetros. Había empezado antes del amanecer, ya que el calor de la región que circundaba Samarcanda y Bujará hacía que la tarde fuera un momento de quietud y descanso. El sol caía de pleno sobre ellos y Arik-Boke estaba sudando a chorros. Todo tipo de animal, desde cerdos gruñendo a una alfombra de liebres corredoras, se precipitaba bajo los cascos de su montura, pero el khan hizo caso omiso de todos ellos al oír el áspero rugido de un leopardo en algún lugar de las inmediaciones. Se giró sobre la silla y maldijo entre dientes al ver que la hija de Alghu ya había iniciado la carga, sosteniendo la lanza en la mano en posición baja y holgada. El nombre de la joven, Aigiarn, significaba hermosa luna, pero, en su interior, Arik-Boke pensaba en ella como en un hainag, un musculoso yak de mal genio y pelaje tupido y enmarañado. Como mujer, era un fenómeno de la naturaleza, tan alta y ancha de hombros que sus pechos no eran más que unos sacos planos sobre sus poderosos músculos.
Arik-Boke le gritó que se marchara cuando vio una fugaz mancha de color amarillo oscuro entre la masa de animales. Solo un leopardo persa podía moverse con tanta rapidez y a Arik-Boke se le aceleró el corazón. Se abalanzó hacia delante y estuvo en un tris de chocar con Aigiarn, cuya montura se revolvió frente a él, arruinando su disparo. El ruido de hombres y animales rugiendo les envolvía y Aigiarn no había reaccionado ante su grito. Mientras el khan volvía a chillar, la mujer bajó la lanza y atacó cuando un fogonazo de oro y negro intentó escabullirse bajo los cascos de su caballo. El leopardo gruñó y aulló, y, cuando el arma penetró en su pecho, pareció que se enroscaba en la larga lanza de abedul. Aigiarn lanzó un grito de triunfo y a Arik-Boke su voz le resultó tan fea como el resto de la joven. Mientras él soltaba un juramento, ella descendió de un salto de su montura y sacó una espada corta que se parecía más a una cuchilla de carnicero que a ninguna otra cosa. A pesar de la lanza que le atravesaba el pecho, el leopardo seguía siendo peligroso y Arik-Boke volvió a gritarle a la mujer que se separara para poder disparar, pero ella, que murmuraba para sí en tono airado mientras preparaba su arco, o bien le ignoró, o bien no le oyó. Arik-Boke se sintió tentado de clavarle una flecha a la joven yak por su insolencia, pero había recorrido un largo camino para adular y halagar a su padre y se contuvo. Disgustado, vio cómo le cortaba la garganta al leopardo; le dio media vuelta a su montura y se alejó.
El ardiente sol estaba ya muy alto y la caza en círculo estaba a punto de concluir. Ya no quedaban grandes presas en la agitada masa de pelo y garras que rodeaba a los jinetes. Arik-Boke derribó a un jabalí verrugoso con un proyectil disparado con precisión que se le clavó detrás del hombro, hundiéndose en sus pulmones, de modo que, cada vez que respiraba, una neblina rojiza salía de la boca del animal. El khan acabó con otros dos ciervos, aunque ninguno de ellos tenía la envergadura de cuernos que deseaba. Todavía estaba malhumorado cuando se oyó un grito y los niños echaron a correr entre los guerreros, matando liebres y rematando a las bestias heridas. Sus risas solo sirvieron para irritarle aún más y le pasó el arco a sus criados antes de desmontar y sacar a su caballo del ensangrentado círculo.
El príncipe Alghu había sido lo bastante listo como para no derribar a los mejores animales. Sus criados estaban ya preparando las carcasas de ciervo para el banquete que se celebraría aquella noche, pero ninguno de ellos contaba con unas astas demasiado grandes. Arik-Boke se percató de que el único leopardo había sido cazado por la hija del príncipe. La joven había alejado a los criados agitando la mano y se había sentado sobre una pila de sillas de montar para empezar a despellejar al animal con su propio cuchillo. Arik-Boke hizo una pausa al pasar por su lado.
—Pensé que el disparo era mío, para el leopardo —dijo—. Lo grité bien alto.
—¿Mi señor? —respondió ella. Estaba ya ensangrentada hasta los codos y, una vez más, Arik-Boke quedó impresionado por su enorme tamaño. Su constitución le recordaba casi a la de su hermano Mongke—. No te oí, mi señor khan —continuó—. Nunca le había quitado la piel a un leopardo.
—Sí, bueno... —Arik-Boke se interrumpió al ver al padre de la muchacha atravesar la sangrienta hierba con amplias zancadas y expresión preocupada.
—¿Disfrutaste de la caza, mi señor? —preguntó Alghu. Sus ojos se posaron un instante en su hija, claramente nervioso de que pudiera haber ofendido a su invitado. Arik-Boke tomó aire por la nariz.
—Sí, sí, Alghu. Solo le estaba diciendo a tu hija que se atravesó delante de mí cuando estaba preparándome para disparar al leopardo.
El príncipe Alghu palideció ligeramente, aunque Arik-Boke no pudo distinguir si se debía a la ira o al miedo.
—Debes quedarte con la piel, mi señor. Mi hija puede estar ciega y sorda en una cacería. Estoy seguro de que no pretendía insultarte.
Arik-Boke levantó la vista, dándose cuenta de que, realmente, Alghu temía que exigiera algún tipo de castigo. No por primera vez, sintió la emoción de su nuevo poder. Vio que Aigiarn alzaba la mirada, consternada, y abría la boca para responder antes de que la mirada de su padre la fulminara, haciéndole bajar la cabeza.
—Es muy generoso de tu parte, príncipe Alghu. Es una piel de especial calidad. Tal vez cuando tu hija haya acabado de despellejar al animal, podrían llevarla a mis aposentos.
—Por supuesto, mi señor khan. Me ocuparé yo mismo de que así sea.
Arik-Boke se alejó, satisfecho. También él había sido uno de los muchos príncipes de la nación, cada uno con sus propios pequeños khanatos. Tal vez había disfrutado de un estatus mayor que la mayoría debido a su condición de hermano del khan, pero en aquella época no había tenido la oportunidad de deleitarse en la obediencia instantánea. Era embriagador. Se volvió un momento y se encontró la hostil mirada de la joven clavada en él, pero, en cuanto se dio cuenta de que el khan la había visto, la retiró a toda prisa. Arik-Boke sonrió para sí. Haría que la piel fuera curtida y suavizada y, antes de marcharse, le haría algún regalo a la muchacha. Necesitaba a su padre y ese regalito produciría recompensas de importancia. Era evidente que Alghu adoraba a esa hija yak suya y Arik-Boke necesitaba los alimentos que generaba su khanato.
Se frotó las manos y la sangre seca empezó a caer en briznas. Había sido un buen día, el final de su recorrido de meses por los pequeños principados que componían el gran khanato. Allí donde había ido, había sido agasajado y su tren de bagaje gemía bajo el peso de los regalos de oro y de plata. Incluso su hermano Hulegu había dejado a un lado por un tiempo el conflicto de sus nuevas tierras, a pesar de que el general Kitbuqa había sido arrollado por los soldados islámicos cuando Hulegu regresó a Karakorum para participar en el funeral de Mongke. Su hermano había conquistado un khanato muy difícil, pero había hecho desfilar a sus hombres ante Arik-Boke y le había regalado una armadura de valioso jade como muestra de su afecto.
Acompañado por la corte del príncipe Alghu, Arik-Boke entró en el recinto del palacio de Samarcanda, caminando bajo la sombra de una ancha puerta. Por todos lados se veían carros cubiertos por las pesadas carcasas de los animales que habían abatido aquel día. De las cocinas salieron varias mujeres a saludarles, riendo y bromeando mientras afilaban sus cuchillos.
Arik-Boke las saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa, pero sus pensamientos estaban muy lejos. Kublai todavía no le había respondido. La ausencia de su hermano mayor era como una espina que llevara clavada en la túnica, picándole cada vez que se movía. No bastaba con tener a hombres como Alghu inclinándose ante él. Arik-Boke sabía que la continuada ausencia de Kublai era tema de conversación en todos los pequeños khanatos. Su hermano contaba con un ejército que no le había jurado lealtad al nuevo khan. Hasta que lo hicieran, la posición de Arik-Boke seguía siendo incierta. Las líneas del yan guardaban silencio. Se planteó enviar otra lista de órdenes a su hermano, pero luego meneó la cabeza, desechando la idea como un signo de debilidad. No le rogaría a Kublai que regresara a casa. Un khan no pedía, exigía. Y eso ya lo había hecho. Se preguntó si su hermano se habría quedado hipnotizado contemplando alguna ruina Chin, olvidado de las preocupaciones del khanato. La verdad es que no le sorprendería.