XXXVII
ARIK-BOKE tensó su arco y
volvió a intentar controlar sus latidos y su respiración. No podía
hacerlo. Cada vez que sentía que la calma empezaba a aparecer, se
apoderaba de él una furia rabiosa que le aceleraba el pulso y hacía
que le temblaran las manos.
Soltó con un grito de frustración y vio cómo
la saeta golpeaba demasiado alto en la diana de paja. Con disgusto,
arrojó el arco al suelo, ignorando el gesto de dolor de su maestro
de armas al ver cómo trataba un arma tan valiosa. Tellan tenía más
de sesenta años y había servido a tres khanes antes que a
Arik-Boke, a uno de ellos en el campo de batalla. Había tres chicos
barriendo en torno al perímetro del cuadrado de entrenamiento y
todos ellos se quedaron paralizados al ver ese acto que a ellos les
habría costado unos cuantos azotes con el látigo.
Tellan no dejó traslucir sus emociones
mientras, lleno de paciencia, recogía el valioso arco, aunque sus
manos recorrieron la madera con deliberada atención, buscando
alguna grieta o daño. Cuando se dio por satisfecho, volvió a
tendérselo a su khan. Pero Arik-Boke lo rechazó con un gesto de la
mano.
—Vamos a dejarlo. No puedo mantener la mente
despejada —dijo.
A su lado, entretanto, el orlok de sus
ejércitos había tensado ya su propio arco. Alandar se encontró ante
una elección delicada. Su propio corazón latía lentamente y sus
manos y brazos eran firmes como la madera. Podría haber clavado su
flecha en cualquier lugar que eligiera, pero, bajo la malhumorada
mirada del khan, Alandar decidió no disparar. Dejó salir la tensión
poco a poco, sintiendo cómo los músculos de su pecho se contraían
provocándole una sensación incómoda.
Alandar desató el carcaj de su hombro y le
entregó el equipo al maestro de armas del campo de entrenamiento de
Karakorum. Había pensado que a Arik-Boke le vendría bien una mañana
de sudor y de práctica, pero cada disparo errado no había hecho más
que aumentar la ira del khan.
—¿Preferirías trabajar con las espadas, mi
señor khan? —preguntó.
Arik-Boke resopló. De lo que tenía ganas era
de despedazar a alguien a hachazos, no de seguir una serie de
rutinas y posiciones que acabarían causándole dolor en los
músculos. Asintió de mala gana.
—Muy bien —dijo.
—Vete a buscar las espadas de entrenamiento
del khan, Tellan.
Cuando el maestro de armas dio media vuelta,
Arik-Boke levantó la cabeza, con una súbita inspiración.
—Trae la espada con la cabeza de lobo
también —murmuró—. Y el traje de entrenamiento.
Tellan salió al trote con los arcos en
dirección a los edificios que circundaban el campo de
entrenamiento. Volvió con dos espadas en sus vainas y un bulto de
rígido cuero entre las manos. Arik-Boke cogió las espadas y las
sopesó una a una.
—Ponte el traje, Tellan. Me apetece cortar
algo.
El maestro de armas era un guerrero
veterano. Había luchado junto a Tsubodai y se había ganado su
puesto en la corte del khan. Sus cejas descendieron ligeramente y
su expresión se tornó adusta. Para uno de sus alumnos, ese habría
sido un signo de que se acumulaban nubes de tormenta, pero
Arik-Boke no se dio cuenta de nada.
—¿Le digo a uno de los chicos que se lo
ponga, mi señor khan? —preguntó Tellan.
Arik-Boke casi ni le miró.
—¿Te he pedido que hicieras venir a uno de
los chicos? —soltó en tono brusco.
—No, mi señor.
—Entonces, haz lo que te han dicho.
Tellan empezó a abrocharse las tiras de
cuero. El traje de prácticas había nacido como una versión del
delantal del herrero con mangas largas, una prenda compuesta de
unas capas de cuero cosido tan rígidas que casi no se doblaba en la
cintura. A eso se le había añadido un casco acolchado con piezas
para el cuello y unas pesadas protecciones que se abrochaban bajo
las mangas y a las espinillas. Tellan se colocó la parte principal
por la cabeza y se mantuvo inmóvil mientras Alandar empezaba a
cerrar las hebillas.
Arik-Boke desenfundó una espada de prácticas
y la agitó en el aire. Era más pesada que una hoja normal, se le
había añadido plomo para que las muñecas y los antebrazos de los
guerreros se fortalecieran. No tenía demasiado filo y la punta era
redondeada. Al verla, frunció el ceño y sacó su propia espada,
recuperada del cadáver de Mongke.
Las miradas de Alandar y de Tellan se
deslizaron hacia él al oír el sonido del resplandeciente acero al
ser desenvainado. No se trataba solo de que ambos hombres fueran
unos veteranos. La espada había pertenecido a la familia del khan
durante varias generaciones. La empuñadura tenía la forma de una
esquemática cabeza de lobo y, a su manera, era uno de los más
potentes símbolos de la nación. Gengis la había llevado, como
también su padre antes que él. La espada estaba pulida y
terriblemente afilada: carecía de cualquier tipo de mella o
desperfecto. Parecía exactamente lo que era, un tramo de afilado
metal diseñado para cortar la carne. Arik-Boke la sacudió en el
aire con un gruñido.
Alandar y Tellan intercambiaron una mirada y
el orlok sonrió con ironía al ver la expresión de su cara. Le
gustaba Tellan y había pasado unas cuantas noches bebiendo con él.
El maestro de armas no era alguien que se desmayara ante unas gotas
de sangre o la perspectiva de recibir una paliza, pero se veía que
no estaba contento. Alandar acabó de abrochar las hebillas y dio un
paso atrás.
—¿Le doy una espada? —preguntó.
Arik-Boke dijo que sí con la cabeza.
—Dale la tuya.
Los tres sabían que eso no cambiaría
demasiado las cosas. El traje había sido diseñado para resistir
ataques múltiples, para permitir que un joven guerrero intentara
conservar la calma y se centrara mientras media docena de sus
amigos le maltrataba. No permitiría que Tellan se moviera con la
suficiente agilidad como para poder defenderse.
Alandar le entregó su espada al maestro de
armas y esbozó una gran sonrisa durante el breve instante que le
dio la espalda al khan. Como respuesta, Tellan alzó los ojos al
cielo, pero aceptó el arma.
Cuando Alandar se retiró, Arik-Boke se
adelantó y golpeó el cuello de Tellan con todas sus fuerzas. La
sonrisa de Alandar se desvaneció y Tellan trastabilló hacia atrás.
La parte del traje que protegía la cabeza contaba con varias
pesadas piezas que se solapaban sobre la zona del cuello, pero la
espada con cabeza de lobo casi las había cercenado y una de ellas
colgaba, unida precariamente por unos pocos hilos.
Haciendo un enorme esfuerzo, utilizando toda
su energía para doblar lo suficiente los brazos de cuero, el
maestro de armas bloqueó el siguiente golpe. Arik-Boke gruñó y su
rostro se cubrió de sudor, pero avanzó, golpeando arriba y abajo,
la ingle y el cuello. Su espada dejó unos brillantes tajos en el
traje y, a través de las aberturas, Alandar alcanzó a ver la ropa
de Tellan. El orlok se planteó hacer un comentario al respecto,
pero decidió permanecer callado. Arik-Boke era el khan.
Tellan pareció darse cuenta de que estaba
inmerso en una pelea y, cuando Arik-Boke se acercó demasiado,
invirtió su movimiento de retroceso, empleando la envergadura del
traje para lanzar su cadera contra el khan y hacer que se
tambaleara. La respuesta fue otro golpe plano en el cuello que
acabó de arrancar la pieza de cuero, que cayó al suelo. La garganta
de Tellan, atravesada de abultadas venas, había quedado expuesta y
él lo sabía, notando el aire en su carne en cuanto la protección se
desprendió. Trató de echarse hacia un lado y hacia atrás, pero
Arik-Boke le presionó a cada paso, agitando la espada como si fuera
un garrote en vez de un arma blanca. Varios de sus salvajes golpes
resbalaron contra el cuero, retorciéndole los dedos y haciéndole
soltar un bufido de dolor.
Parecía que había pasado un siglo hasta que
Arik-Boke por fin se detuvo. El traje de cuero estaba hecho
jirones, la mitad de él colgaba a trozos y el resto había caído a
los pies de Tellan. La sangre goteaba por las piernas del maestro
de armas y, poco a poco, fue formando un charco mientras Arik-Boke
jadeaba, vigilándole a la espera de un movimiento repentino.
Horrorizando por igual a Tellan y a Alandar, Arik-Boke apoyó la
punta de la espada en el suelo, dejando caer su propio peso sobre
ella como si fuera un simple palo en vez de la espada más famosa de
la historia de la nación. El khan sudaba a chorros y respiraba
tomando largas y roncas bocanadas de aire.
—Basta por hoy —dijo, enderezándose con
esfuerzo y lanzándole la espada a Alandar, que la cogió con
facilidad—. Dile a mi chamán que te mire esos cortes, Tellan.
Alandar, sígueme.
Sin decir una palabra más, salió a grandes
zancadas del cuadrado de entrenamiento. Alandar recogió la vaina y
apenas tuvo tiempo de dirigirle una breve mirada de disculpa a
Tellan antes de marcharse tras él.
El maestro de armas se quedó solo, jadeando,
en el centro del cuadrado. Llevaba algún tiempo sin moverse cuando
uno de los muchachos que barrían se atrevió a aproximarse a
él.
—¿Te encuentras bien, maestro? —le preguntó,
captando con una mirada circular los restos esparcidos del
protector de la cabeza.
Los labios de Tellan estaban ensangrentados
y le sonrió al chico mientras intentaba dar un paso.
—Coge mi brazo y ayúdame, chico. No puedo
regresar por mí mismo.
Admitirlo le dolía tanto como las propias
heridas, pero su orgullo impedía que se desplomara. El chico llamó
a un amigo y entre los dos ayudaron a Tellan a salir tambaleándose
del soleado campo de entrenamiento.
Arik-Boke recorrió a buen paso los pasillos
del palacio. Parecía que la tensión provocada por su ira se hubiera
suavizado ligeramente y movió en círculos sus hombros mientras
caminaba. Mientras le daba una paliza al maestro de armas, se había
imaginado que era Kublai a quien tenía ante sí y, durante un
momento, su rabia había perdido parte de terrible intensidad.
Mientras avanzaba, fue volviendo a crecer en su interior, como una
roja espiral que le llenaba de ganas de golpear.
Llegó hasta unas pulidas puertas de cobre y
las abrió de un empellón sin mirar siquiera a los guardias que las
custodiaban. Alandar le siguió al interior de la sala de reuniones,
viendo cómo los hombres de más rango se ponían de pie de repente,
como si alguien hubiera dado un súbito tirón a las cuerdas de unas
marionetas. Desde que el khan se marchara hecho una furia unas
horas antes, habían estado aguardando su regreso en la propia sala,
de la que no podían salir sin su permiso. Al hacer una reverencia
ante él, sus gestos no mostraron ningún signo de impaciencia.
Alandar se fijó en que la única jarra de vino estaba completamente
vacía, pero nada más indicaba que Arik-Boke había tenido a una
docena de hombres esperando durante la mayor parte de la
mañana.
Arik-Boke caminó entre ellos hacia la mesa y
lanzó una maldición al ver que la jarra estaba vacía. La agarró y
la llevó hasta las puertas de cobre, donde la puso con brusquedad
en las manos de uno de sus guardias de día.
—Trae más vino —dijo, haciendo caso omiso
del hombre, que intentaba hacer una reverencia y sostener la jarra
al mismo tiempo. Cuando se volvió de nuevo hacia sus oficiales, en
sus ojos brillaba una ira latente y todos evitaban su mirada.
—Bien, caballeros —dijo, con voz crispada—.
Habéis tenido tiempo para pensar. Sabéis cuánto está en juego
—esperó un instante antes de continuar—. Mis exploradores han
encontrado varias estaciones del yan destrozadas. Mis órdenes no
reciben respuesta. Los suministros han dejado de llegar desde el
norte y, a menos que mis espías se hayan vuelto contra mí, mi
hermano Kublai ha librado una guerra en un khanato. Mi propia
sangre ha vuelto a sus tumanes contra su
legítimo gobernante. —Hizo una pausa, recorriendo sus rostros con
la mirada—. ¿El mundo se ha quedado tan callado como un conejo con
una serpiente en su madriguera y vosotros no tenéis nada que
ofrecerle a vuestro khan? ¿Nada?
—Pronunció la última palabra como un rugido, salpicando saliva. Los
hombres presentes en la sala eran guerreros experimentados, pero se
echaron hacia atrás. Su aliento jadeante resonaba en la habitación
y la cicatriz que atravesaba el arruinado puente de su nariz se
había teñido de rojo.
—Decidme cómo es posible que un ejército
entre en mis khanatos sin que hayamos sabido nada al respecto hasta
ahora. ¿Es que mi abuelo estableció las líneas del yan para nada?
Llevo meses preguntándoles a mis consejeros por qué han dejado de
llegar las cartas, por qué llegan tarde los informes. Les he
preguntado a mis oficiales superiores qué fallo pensaban que podría
haber provocado que Karakorum haya quedado aislada de ese modo del
resto del mundo. Ahora decidme vosotros a mí cómo ha podido suceder
algo así a mil quinientos kilómetros de esta ciudad sin que
nosotros nos hayamos enterado de nada.
Por precaución, su guardia regresó con dos
jarras rebosantes de vino, prefiriendo pasarse a quedarse corto.
Arik-Boke esperó a que le sirvieran una copa y luego se la bebió en
un par de tragos. Cuando había apurado una segunda copa, pareció
más calmado, aunque un intenso rubor había ido cubriéndole el
cuello, donde las venas resaltaban con claridad.
—Eso forma parte del pasado. Cuando esto
haya acabado, mandaré decapitar a aquellos que me dijeron que las
líneas del yan no podían ser interrumpidas, que me brindaban una
seguridad y una alerta anticipada como ningún otro khan los había
disfrutado jamás. Haré que decapiten al príncipe Alghu y le daré a
su hija a mis vasallos para su diversión —respiró hondo nuevamente,
consciente de que el mero hecho de despotricar ante sus hombres no
produciría el efecto deseado—. Quiero que las reconstruyan. Orlok
Alandar se reunirá con vosotros para que le cedáis vuestros mejores
exploradores y serán ellos quienes se ocupen de las líneas.
Necesito saber dónde están los tumanes de mi hermano, para poder
responder a su traición con la mayor contundencia posible.
Miró a los hombres que llenaban la estancia,
asegurándose de que notaran su desprecio.
—Alandar, dame un recuento de nuestros
efectivos —dijo por último.
—Sin los tumanes del khanato ruso, o del de
Chagatai... —empezó a decir.
—Dime lo que tengo, orlok, no lo que no
tengo.
—Veinte tumanes, mi señor khan. Dejando solo
a la guardia para mantener la paz en la ciudad.
—¿Y mi hermano?
Alandar titubeó, sabiendo que, en todo caso,
sería un cálculo aproximado.
—Puede tener hasta dieciocho tumanes, mi
señor, aunque lleva años guerreando con los Song y habrá perdido
muchos, tal vez seis o siete.
—O más, orlok. Mi hermano el estudioso
fácilmente podría haber perdido la mitad de sus huestes mientras
leía sus libros Chin, mientras aprendía a vestirse como una puta
Chin.
—Es como dices, mi señor. No podemos saberlo
con certeza hasta que las líneas yan sean reestablecidas.
—No venció a los Song, Orlok Alandar.
Simplemente mantuvo su posición durante cinco años, esperando a que
Mongke Khan llegara en su auxilio. Ese es el tipo de hombre al que
nos enfrentamos. Ese es el falso khan, mi hermano, que ha cortado
nuestras líneas de suministros y cabalga por el mundo con
despreocupada confianza, haciendo que el khan de la nación de
Gengis no tenga más opción que reaccionar. ¡Eso se acabó, Alandar!
Me he hartado de esos andrajosos jinetes que me dicen,
aterrorizados, que todos los khanatos se están desmoronando.
Saldremos a buscar a mi hermano el erudito. Y haré que se arrastre
a mis pies antes de acabar con él.
—Como desees, mi señor —dijo Alandar,
inclinando la cabeza.
—Podemos situar al traidor en Samarcanda
hace dos meses —dijo Arik-Boke, haciendo una seña a uno de los
veinte generales que aguardaban sus órdenes, rígidos y nerviosos—.
Traedme mis mapas, caballeros. Veremos cuánta distancia podría
haber recorrido desde ese momento.
Algunos de los hombres intercambiaron una
mirada, sabiendo por experiencia que un tumán mongol descansado
podría haber cubierto mil quinientos kilómetros o más en ese
tiempo. Alandar decidió hablar, sabiendo que, de todos ellos, él
era el más inmune a la ira de Arik-Boke.
—Mi señor, podría estar prácticamente en
cualquier sitio. Sospechamos que envió unos tumanes contra Batu
hacia el norte, así que es probable que ya haya dividido sus
fuerzas. Pero sabemos que vendrá a
Karakorum.
—Esto es solo una ciudad —dijo
Arik-Boke.
—Es la ciudad que alberga a las mujeres y
los hijos de sus tumanes, mi señor. Kublai vendrá a por ellos. ¿O
acaso tiene elección?
Arik-Boke se quedó callado, pensando. Por
fin, asintió.
—Sí, al menos tenemos eso. Sabemos hacia
dónde se dirige y tenemos algo que es muy valioso para él. Eso nos
servirá como punto de partida, orlok. Pero no quiero librar una
batalla defensiva. Nuestra fuerza reside en el movimiento, en la
velocidad. No permitiré que me inmovilice. ¿Entiendes? Así es como
piensan nuestros enemigos. Quiero salir de Karakorum y encontrarle
mientras está avanzando. Quiero abalanzarme sobre él como si
estuviéramos en una cacería en círculo, cerniéndome poco a poco
sobre sus hombres hasta que no tengan ningún lugar adonde
huir.
—Las estaciones del yan más próximas ya
están en funcionamiento, mi señor —respondió Alandar—. Estamos
reponiendo una docena al día, ahora que sabemos lo que les ocurrió.
Nos alertarán en cuanto avisten a sus tumanes.
—Ya me dijeron eso antes, Alandar. No
confiaré en ellos de nuevo —Arik-Boke inspiró una honda bocanada de
aire—. Envía a los tumanes hacía el khanato de Chagatai, con
exploradores corriendo entre ellos. Cinco grupos de batalla de
cuarenta mil para cubrir el terreno. Que los exploradores
permanezcan adelantados, listos para entablar el primer contacto.
Cuando avisten al enemigo... —Hizo una pausa, saboreando el hecho
de utilizar esa palabra en relación con su estúpido hermano—.
Cuando le vean, no entablarán batalla hasta que toda la fuerza se
haya reunido. Aplastaremos a ese falso khan. Y yo estaré allí para
verlo.
—Como desees, mi señor. Dejaré a mil hombres
para patrullar los campos y custodiar Karakorum y les daré orden de
que establezcan antes de nada las estaciones del yan entre la
ciudad y las líneas de Chagatai —Aquella era una reinterpretación
de las órdenes recibidas y Arik-Boke, irritado, saltó al
instante.
—Esto es solo una ciudad, orlok. Ya lo he
dicho. Soy el khan de la nación. Una ciudad no significa nada para
mí.
Alandar vaciló. El khan no estaba de humor
para escuchar sus argumentos, pero tenía que hablar. Su posición lo
exigía con el fin de atemperar la furia, justificada a entender del
khan, con la lógica estratégica.
—Mi señor, si tu hermano ha enviado algún
tumán hacia el norte, se encontrarían a nuestras espaldas mientras
avanzamos hacia su fuerza principal. Karakorum podría ser
destruida...
—Tengo rehenes para conseguir que se
muestren pacíficos, Alandar. Haré que les pongan un cuchillo en la
garganta a sus esposas e hijos si tocan siquiera la primera piedra
de Karakorum. ¿Te das por satisfecho con eso? ¿Qué general de mi
hermano daría una orden así? No atacarán la ciudad por miedo a la
matanza que se produciría a continuación.
Alandar tragó saliva, incómodo. No estaba
seguro de que Arik-Boke llegara a cumplir la amenaza y sabía que
era mejor no presionarle respecto a ese punto. Ningún khan había
considerado jamás masacrar a su propia gente, pero, al mismo
tiempo, nunca antes se había producido una guerra entre ellos, no
desde que Jochi traicionara a Gengis. Eso no era nada en
comparación con lo que le esperaba a Arik-Boke y el orlok no
manifestó en voz alta ninguna de sus dudas, prefiriendo mantenerse
en silencio.
Arik-Boke asintió como si el orlok le
hubiera dado la razón.
—Dejaré suficientes hombres para llevar a
cabo mis órdenes, orlok, hombres que me hayan jurado lealtad y
comprendan el significado de su juramento. Es suficiente por hoy.
Mi sangre está clamando a gritos poder responder a estos insultos.
Envía unos mensajeros a Hulegu. Dile que apelo a su juramento. Y
reúne a mis tumanes en la llanura. Saldré a buscar a mi hermano
Kublai y elegiré la forma de su muerte cuando esté en mi
poder.
Alandar inclinó la cabeza. No podía
deshacerse de la sensación de que el khan estaba subestimando los
tumanes enemigos. Eran tan rápidos como sus propios hombres y, pese
a las bravuconerías de Arik-Boke, no podía conseguir creerse que
estuvieran lideradas por un necio, por un erudito. Un necio no
habría interrumpido la entrada de suministros en Karakorum antes
del ataque. Un erudito no habría eliminado a los señores más
poderosos del bando de Arik-Boke antes siquiera de que hubiera
empezado la verdadera lucha. Aun así, le habían inculcado la
obediencia desde una temprana edad.
—Como desees, mi señor khan —dijo.