XL

 

ALANDAR murmuró para sí, irritado, al ver a sus exploradores regresar a la carrera. Era evidente que esperaban que él partiera al galope de inmediato, nada más oír las noticias que traían. Pero no lo haría, tenía que mantener el equilibrio entre obedecer sus órdenes y adoptar las mejores decisiones tácticas sobre el terreno. No era una posición agradable y no estaba disfrutando de la mañana. Karakorum se encontraba a más de trescientos kilómetros a sus espaldas y ya se había hartado de dormir bajo las estrellas y despertarse tieso y congelado. Su bloque de tumanes había avanzado a buena velocidad, cubriendo una amplia extensión de terreno y manteniéndose en contacto con Arik-Boke, pero Alandar no lograba deshacerse de la sensación de desazón que le reconcomía. Todo lo que sabía de Kublai le decía que no era ningún tonto y, sin embargo, Arik-Boke estaba convencido de que podría atraparlo como a un ciervo en una caza en círculo. Los propios hombres de Alandar esperaban que empezara a rugir órdenes de batalla al primer signo de contacto y, mientras le informaban, podía sentir los ojos de los exploradores posados en él, inquisitivos. Clavó la mirada en el horizonte mientras cabalgaba.
Sus cuatro generales estaban cerca y silbó para llamar a su oficial de más rango. Ferikh era un oficial sólido, con los cabellos blancos y veinte años de experiencia bajo tres khanes distintos. Se dirigió hacia él trotando entre las filas con expresión circunspecta.
—¿Tienes nuevas órdenes, orlok? —preguntó mientras se aproximaba.
—Todavía no. Me da la impresión de que es una trampa, Ferikh.
El general se giró automáticamente hacia el lugar donde los tumanes de Kublai habían sido avistados, galopando a través de un puerto entre dos valles. El contacto había sido breve, pero había durado el tiempo suficiente para que los batidores de Alandar regresaran a toda velocidad con la noticia. De posición en posición, las nuevas estarían siendo retransmitidas por todos los bloques que formaban la amplia línea de ataque de Arik-Boke.
—No tienes que responder, orlok —dijo Ferikh. Alandar hizo una leve mueca al ver la decepción en el rostro de su veterano oficial—. El khan puede decidir cuándo avanzan los tumanes intermedios.
—Lo que no sucederá hasta la noche —dijo Alandar.
Ferikh se encogió de hombros.
—Un día más no supondrá ninguna diferencia.
—¿Crees que se trata de una trampa? —preguntó Alandar.
—Tal vez. Un fugaz avistamiento de un grupo pequeño... no eran más de seis o siete mil. Podrían querer que cargáramos tras ellos y luego tendernos una emboscada. Es lo que yo haría.
Alandar se estiró cuanto pudo sobre la silla de montar, escudriñando las colinas que los circundaban.
—Si se trata de una emboscada, contarán con una fuerza numerosa en algún lugar cercano, lista para saltar sobre nosotros en cuanto nos movamos.
Se encontraba en una posición difícil y Ferikh comprendía su dilema. Los hombres esperaban que sus oficiales mostraran valor y pensaran con rapidez. Habían oído las noticias y estaban aguardando la orden de cabalgar lo más rápido que pudieran, pero Alandar no la había dado. Si caía en algún tipo de estratagema, pondría en peligro a los tumanes que comandaba y se arriesgaría a sufrir la ira de Arik-Boke. Ahora bien, si se había topado con la cola del ejército de Kublai y no había aprovechado la oportunidad para atacarle, parecería un estúpido o un cobarde. Estaba atrapado entre dos elecciones imposibles y, en consecuencia, no hacía nada, dejando que el tiempo tomara la decisión por él.
A lo lejos, a su izquierda, su atención se vio atraída por un borrón en el aire. Alandar se dio media vuelta para mirarla directamente y su expresión fue cambiando poco a poco a medida que comprendía qué era lo que estaba viendo.
—Dime si tengo razón: veo polvo al otro lado de aquellas colinas, Ferikh.
El general entornó los ojos. Su larga vista no era tan aguda como lo fuera una vez, pero, utilizando un viejo truco de explorador, formó un tubo con las manos y se centró en aquel punto.
—Tiene que ser una fuerza de grandes dimensiones para levantar un nube como esa —dijo—. Calculando a partir del lugar en el que vimos a los primeros, diría que se encuentran más o menos en la posición apropiada para golpear nuestro flanco.
Alandar soltó aire, aliviado. Después de todo, tendría una victoria que presentar al khan.
—En ese caso, creo que hoy tendremos un poco de acción. Envía a cinco mil a internarse entre las colinas para perseguir a los que vimos primero. Déjales pensar que nos han engañado. Los principales tumanes pueden atravesar por... aquí —señaló una abertura en las verdes colinas que le permitiría dar un rodeo y atacar al ejército, levantando su propia nube de polvo—. Ve despacio, general. Si es la principal fuerza de Kublai, nos mantendremos fuera de su alcance, listos para alejarnos a voluntad. Bastará con inmovilizarlos en un lugar hasta que el khan nos alcance.
Alandar miró hacia el este, a sus espaldas, de donde llegaría para respaldarles el resto del ejército de Arik-Boke.
—Cuatro tumanes deberían llegar dentro de poco y, después, los tumanes del propio khan. El último estará aquí en algún momento después del mediodía, mañana. Daré nuevas órdenes cuando lleguen.
Ferikh percibió el alivio que sentía el orlok al ser capaz de adoptar al fin una decisión. Inclinó la cabeza brevemente, disfrutando ya de la idea de confundir a aquellos que habían intentado engañar al propio ejército del khan.
Cinco minghaans avanzaron hacia el primer valle y, a continuación, Alandar dio la orden de que sus tumanes principales giraran y se lanzaran a toda velocidad hacia la abertura en las colinas. Se alejaron al galope y en las alegres expresiones de los guerreros se leían sus deseos de entrar en combate. Para entonces, todos ellos habían visto el tenue rastro de polvo y habían empezado a imaginarse la confusión del falso khan cuando les viera aparecer desde una dirección diferente, cayendo como lobos sobre su flanco.
Alandar se encontraba en la primera línea que penetró en la grieta, con sus tumanes cabalgando con estruendo detrás de él. Se dijo que, aunque había adivinado que Kublai les había preparado una treta y se le había adelantado, no debía olvidar que la fuerza completa de Kublai superaba en número a la suya. Aun así, no podía dejar de sentirse satisfecho por poder tenderle una trampa a aquellos que habían intentado tomarle el pelo. No había ascendido hasta obtener el mando de los ejércitos del khan cometiendo errores. Por un momento, pensó en el orlok de Mongke, Seriankh. Se le había retirado la autoridad por haber perdido a su amo y ahora luchaba en la tropa. Con todo, Alandar creía que había tenido suerte de conservar la vida.
Alandar entró en el terreno en sombra, formado por pronunciadas pendientes a ambos lados. En algún lugar más adelante y a la derecha habría un contingente de guerreros avanzando con la intención de sorprender a sus tumanes. Se inclinó hacia delante en la silla de montar, dejando caer la mano hasta la larga espada que golpeaba el flanco de su montura. La abrupta brecha entre los riscos estaba terminando y, bajo la luz del sol, vio un valle verde abrirse ante él. En la distancia, creyó oír los sonidos de batalla producidos por el encontronazo entre sus minghaans y el falso grupo que se suponía que debía atacar. Los arcos se tensaron a su izquierda y derecha y sus guerreros prepararon una arrolladora descarga de flechas. Durante un tiempo, cabalgarían a galope tendido sin riendas, empleando solo las rodillas para guiar a los ponis. Alandar percibía ese momento en el que los cuatro cascos abandonaban el suelo como un ritmo bajo su cuerpo. No utilizaría el arco ese día, aunque llevaba uno sujeto a su silla de montar. Notó la exaltación de los hombres que le rodeaban, las respiraciones cortas de un aire que, de repente, cuando su primera fila salió de las colinas y se sumergió en el sol, pareció más frío. Sus tumanes no temían a nada en el mundo y él les lideraba. Cuando alargó el cuello para captar la primera visión del enemigo, le pareció que la gloria iluminaba.

 

La sorpresa y la decepción atravesaron como un rayo los tumanes de Alandar cuando rodearon la falda del monte y pudieron observar el valle que se extendía hacia el este. Gritaron y se señalaron unos a otros lo que veían mientras seguían avanzando, y miles de gargantas emitieron un bronco lamento que fue apagándose poco a poco.
Había caballos en el valle, miles de ellos. Pero no hacía falta ser un soldado de la experiencia de Alandar para darse cuenta de que los que estaban sobre sus lomos no eran guerreros mongoles. El orlok se quedó boquiabierto al ver a un montón de críos árabes gritando alborozados y repartiendo patadas entre los ponis de la gigantesca manada para que no dejaran de moverse. Cada animal parecía llevar algún tipo de rama ancha atada a la cola, que arrastraba sobre el polvoriento terreno cuando el caballo avanzaba.
Alandar sintió que el estómago se le encogía de miedo. Si aquello era una mera distracción, ¿dónde estaban los tumanes de Kublai? Casi sin pensar, aminoró el paso y los tumanes le imitaron, pasando al galope medio y después al trote. Tras haber descubierto la trampa, estaban nerviosos, sabiendo que habían caído en ella, pero sin poder ver todavía el peligro.
Alandar se giró bruscamente sobre la silla al oír gritos y el aviso de los cuernos de batalla a sus espaldas. Sus tumanes no habían acabado de salir de la grieta entre las colinas y sus guerreros seguían formando una larga fila. Algo estaba ocurriendo a apenas un kilómetro de él y lanzó una maldición en voz alta, tirando violentamente de las riendas para frenar a su caballo. Percibió el sonido de numerosos arcos disparando a la entrada del valle y también el eco del sonido, semejante al zumbido de las abejas.
Durante un momento, fue incapaz de pensar. El valle era demasiado estrecho para que sus tumanes dieran la vuelta. El enemigo les estaba atacando y Alandar no podía utilizar a sus hombres. Levantó el brazo y ordenó a los tumanes que avanzaran. Si podía sacarlos a todos del valle, podrían maniobrar de nuevo. Las líneas se lanzaron hacia delante con él a la cabeza, haciendo caso omiso de los muchachos, que les gritaron y les abuchearon, burlones. Sus líneas se extendieron y Alandar vio movimiento a su izquierda. Al identificar la posición, estuvo a punto de gritar de frustración. Junto con una docena de hombres de su guardia personal, sacó a su caballo de la fila. Dejando a un lado al pequeño núcleo de hombres, sus tumanes siguieron avanzando, vaciando el valle poco a poco mientras a Alandar se le caía el alma a los pies.
Desde aquellas colinas, un contingente de guerreros mongoles descendía a galope tendido en dirección a su flanco. Todo cuanto Alandar pudo hacer fue avisarles con un bramido, pero, aun alertados, la posición de sus hombres era altamente vulnerable, atacados desde la retaguardia y el flanco al mismo tiempo. Enseñó los dientes en una terrible mueca y, a continuación, desenfundó la espada. El enemigo le había llevado al lugar que quería, pero el juego no había terminado y era el momento de pelear. Sus generales empezaron a dar órdenes a pleno pulmón y las primeras descargas de flechas se elevaron en dirección a la fuerza atacante como una mancha borrosa. Aquella era su única ventaja sobre una columna volante: que podía utilizar más arcos contra su fila frontal.
Cuando los primeros proyectiles les alcanzaron, ya estaban ampliando su línea a cincuenta. Alandar observó estupefacto cómo las filas del enemigo levantaban unos engorrosos escudos y parecían capturar con ellos las flechas en el aire. Nunca había visto a guerreros mongoles llevar algo tan pesado al campo de batalla. Los mongoles utilizaban el arco y este requería las dos manos a la vez. Los generales de Alandar ya habían hecho que sus hombres se volvieran hacia la amenaza: las órdenes habían sido transmitidas con celeridad a los comandantes de los minghaan y a los líderes de cada cien hombres de los tumanes. Sus hombres estaban transformando su formación de un flanco en un amplio frente, pero aquella era una de las maniobras más difíciles que había y exigía que miles de guerreros se detuvieran de un modo ordenado y preciso. Con todo, estaba empezando a suceder.
Alandar sintió que la esperanza crecía en su pecho pero, en aquel momento, los guerreros enemigos arrojaron sus escudos y tendieron sus arcos. Las flechas atravesaron vibrantes el menguante espacio entre ambos ejércitos. Alandar se dio cuenta de que sus filas no podrían formar a tiempo y su gesto se crispó mientras los arqueros rivales lanzaban cientos de saetas contra el eficiente remolino de sus líneas. Una raya negra oscureció fugazmente su visión y chocó con fuerza contra su hombro, empujándole hacia atrás en la silla antes de salir despedida dando vueltas. Otra flecha alcanzó a su caballo, hundiéndose hasta las plumas en su garganta: el animal empezó a toser y a echar sangre por los ollares.
Alandar, presa del pánico, desmontó dando un traspié justo cuando el caballo se desplomaba. Sus hombres tenían que salir del valle y el único modo que tenían de hacerlo era cabalgar deprisa y alejarse de sus atacantes. Al mismo tiempo, él debía formar una potente línea estacionaria para responder al ataque envolvente del enemigo hasta que su fuerza principal fuera capaz de finalizar el amplio giro y escapar del valle.
Podría haber bastado para salvar la batalla, pero los tumanes a los que se enfrentaban eran los veteranos del territorio Song. Cuando la fluidez de la contienda aumentó, avanzaron en líneas que se entretejían y solapaban, de manera que arrojaban siempre la máxima fuerza contra los puntos más débiles. Cuando llegó la hora de combatir con espadas y lanzas, no cedieron terreno y los tumanes de Alandar fueron rechazados con rotundidad.
Los guerreros de Alandar salieron por fin del valle y el orlok meneó la cabeza, incrédulo, cuando vio el contingente que les presionaba desde atrás. Había dado por sentado que estaría compuesto solo por los seis o siete mil que había visto en el falso avistamiento de esa mañana. Sin embargo, las colinas empezaron a vomitar más y más guerreros bajo los estandartes de Kublai, una avalancha tal que le hizo comprender que debería haberse concentrado en mantenerlos entre las colinas, donde el daño que podían hacer era menor. Les superaban en número en una proporción de al menos dos a uno y los chicos árabes encargados de levantar el rastro de polvo observaron con la boca abierta cómo sus tumanes eran atacados, encerrados y destruidos.
Todo cuanto Alandar veía era caos, demasiados grupos desplazándose a toda velocidad de un lado para otro. Ahora sabía que, desde su primera acción, había estado bailando al son de los planes de Kublai y esa certeza le quemaba las entrañas. Las flechas volaban en todas direcciones y había hombres cayendo por doquier. Apenas podía distinguir a amigos de enemigos en la aglomeración de guerreros y caballos, aunque los tumanes de Kublai parecían conocer a los suyos. Sus guardias tuvieron que defenderle de un guerrero que se había lanzado como una centella sobre él, utilizando sus espadas para detener y desviar de Alandar la embestida de su lanza. Cuando el hombre siguió adelante, Alandar se encontró pensando con claridad, a pesar de que la angustia le retorcía las tripas. No había modo de evitarlo: tendría que tocar a retirada.
Su propio cuerno se había quedado en el caballo caído y tuvo que llamar a gritos a uno de sus oficiales. Cuando este entendió lo que le ordenaba, una especie de desmayo desfiguró su expresión, pero hizo sonar la secuencia de notas descendentes, una y otra vez. La respuesta pareció perderse en la turbulenta masa de combatientes, excepto para llamar la atención sobre ese punto del campo de batalla. Nuevas saetas se elevaron en el aire con aparente lentitud para caer súbitamente sobre ellos con un zumbido. Una de ellas se clavó en lo alto del pecho del oficial que había hecho sonar el cuerno, perforando la armadura de escamas. Alandar rugió, airado, y, mientras el joven se desplomaba, volteó bruscamente a su caballo y se hizo con el cuerno de un tirón.
Resollaba con fuerza, pero levantó el cuerno y repitió la señal. Poco a poco, la reacción de sus hombres, que estaban sometidos a una presión demasiado intensa como para poder liberarse con facilidad de la lucha, fue haciéndose visible. Los tumanes empezaron a retirarse pasando por encima de los cadáveres de sus amigos, colocando las espadas y las lanzas en posición horizontal para mantener a distancia al enemigo.
Los huecos que dejaron al replegarse fueron inmediatamente ocupados por un enjambre de flechas silbantes. Otro centenar de guerreros fueron derribados y murieron asfixiados con un palo de madera atravesando su pecho o su garganta. Unas cuantas filas consiguieron llegar hasta Alandar y formaron a su alrededor, jadeantes y con los ojos vidriosos. Mantuvieron la posición el tiempo suficiente como para que sus números ascendieran a mil y, a continuación, prosiguieron la retirada, a lo largo de la cual se les fueron uniendo varios jinetes solos, hasta que fueron unos tres mil los hombres que atravesaban aquel campo de muertos.
De sus generales, al único que Alandar podía ver a su lado era a Ferikh, aunque había unos veinte oficiales minghaan en el grupo. Todos ellos habían participado en el combate y estaban maltrechos y exhibían diversas heridas y cortes. Alandar vio a varios hombres señalando hacia ellos: los tumanes enemigos habían localizado su grupo en el fondo del valle. Sintió cómo se le iba la sangre de la cara al ver que miles de ojos feroces se volvían para observar la retirada del orlok.
Su pequeño contingente seguía recogiendo rezagados que luchaban por abrirse paso hasta él, pero, para entonces, el enemigo estaba formando filas, preparándose para una nueva carga. Alandar recorrió con la vista el campo de batalla. Las pérdidas eran tan espantosas que se sintió enfermo: millares de muertos, arcos quebrados, caballos pataleando y los penetrantes alaridos de hombres heridos que vertían su sangre en la tierra. Uno de sus rivales cabalgó hasta la fila del frente y le dijo algo a los que tenía más cerca. Todos ellos gritaron un desafío al unísono y el ronco rugido hizo que Alandar diera un respingo sobre la silla.
No más de cinco mil hombres maltrechos cabalgaban junto a él. Había pensado unirlos al resto de sus tumanes, pero la lucha parecía haberse detenido en todo el valle. Cuando ochocientos pasos separaban a ambos ejércitos, sus hombres hicieron un alto, extenuados y asustados, y aguardaron expectantes sus órdenes. Frente a él, el valle se había llenado de tumanes enemigos, que mantenían su posición en sobrecogedor silencio y se volvían a observar. Alandar tragó saliva, nervioso, y sin que diera la orden, el resto de su ejército se detuvo. Oía la trabajosa respiración de sus hombres, los murmullos que intercambiaban, todavía incrédulos. Habían sido superados en la lucha y superados en la estrategia. El sol aún lucía en el cielo y Alandar no acababa de asimilar lo deprisa que había sucedido todo.
—El khan está llegando con suficientes hombres para destruir a estos —dijo, alzando la voz para que la oyeran tantos como fuera posible—. Hemos perdido solo la primera escaramuza. Confortaos con la certeza de que habéis luchado con coraje.
Mientras pronunciaba esta última palabra, el líder enemigo bramó una orden y sus tumanes se lanzaron hacia delante.
—¡En marcha! —gritó Alandar—. ¡Si caigo, buscad al khan! —Le dio la vuelta a su caballo y clavó los talones en el animal para que acelerara al máximo. Los muchachos árabes se dispersaron delante de sus hombres, chillando y mofándose de ellos mientras corrían.

 

En cuanto Alandar hubo abandonado el valle, Kublai ordenó a sus hombres que se detuvieran. Al poco, Uriang-Khadai apareció junto a él y ambos se saludaron con una inclinación de cabeza.
—Arik-Boke no mantendrá esa formación ahora que nos ha encontrado —dijo Kublai. No felicitó a su orlok, sabiendo que Uriang-Khadai se lo tomaría como un insulto. Más allá de un cierto nivel de habilidad y autoridad, el orlok no necesitaba elogios que le dijeran lo que ya sabía.
—A menudo he deseado mostrarle a Alandar los errores de su forma de pensar —dijo Uriang-Khadai—. No reacciona bien bajo presión, siempre lo he dicho. La experiencia de hoy ha estado bien como primera lección. ¿Te dirigirás ahora a Karakorum?
Kublai vaciló. Su ejército seguía estando relativamente descansado. La victoria les mantenía animados mientras desmontaban y comprobaban sus monturas y sus armas. Le había dicho a su orlok que intentaría asestar un rápido golpe en la cabeza de la línea de barrido de Arik-Boke en el momento en que se convirtiera en una columna y se volviera hacia ellos. Después de eso, el plan había sido cabalgar lo más deprisa posible hacia la capital e ir a buscar a las familias que se habían refugiado allí.
Uriang-Khadai notó su indecisión y puso su poni junto al de su khan, para evitar que pudieran oírles.
—Quieres continuar —dijo, afirmándolo más que preguntándolo.
Kublai asintió con recelo. Su propia esposa e hija se encontraban a salvo en Xanadú, a miles de kilómetros al este. No era ninguna menudencia pedirles a sus hombres que siguieran luchando mientras la incertidumbre respecto a la suerte de sus familias seguía pesando sobre sus hombros.
—Disponemos de muy poco tiempo antes de que mi hermano vuelva a reunir sus tumanes en un solo ejército. Podemos arrollarlos, orlok. Si las mujeres y los niños no estuvieran en las inmediaciones de Karakorum, ¿no sería ese tu consejo? ¿Atacarles de nuevo, y rápido? Si nos dirigimos hacia el norte ahora, estaré desperdiciando la oportunidad de vencer. Puede que sea la única oportunidad que se nos presente.
Uriang-Khadai le escuchó con expresión impasible, sin dejar traslucir sus emociones.
—Eres el khan —dijo en voz baja—. Si lo ordenas, continuaremos.
—Necesito que me des algo más en este momento, Uriang-Khadai. Nunca hemos luchado contra un enemigo que tuviera las vidas de nuestras esposas e hijos en su poder. ¿Me seguirán los hombres?
Durante un tiempo que pareció prolongarse infinitamente, el experimentado guerrero guardó silencio. Por fin, contestó:
—Por supuesto que te seguirán. Saben tan bien como tú que los planes cambian. Es posible que continuar y volver a luchar, mientras todavía conservemos la ventaja, sea la mejor opción.
—Pero tú quieres avanzar hacia el norte, a pesar de todo.
El orlok se encontraba visiblemente incómodo. Había prestado un juramento de obediencia, pero la idea de que su mujer y sus hijos estuvieran en manos de la guardia de Arik-Boke suponía un constante desgaste de sus fuerzas.
—Yo... acataré las órdenes, mi señor khan —dijo, formalmente.
Al principio, Kublai apartó la mirada. Había pasado por numerosos momentos en los que, al mirar hacia atrás, la perspectiva de la experiencia le había mostrado una opción, una oportunidad para llevar su vida por un camino o por otro. Era extraño sentir que se encontraba en un momento así al mismo tiempo que estaba sucediendo. Cerró los ojos, dejando que la brisa le acariciara. Sintió la muerte en el norte, pero el olor de la sangre se percibía con intensidad en el aire y no sabía si se trataba de un auténtico augurio o no. Cuando se giró hacia el este para encarar los distantes ejércitos de su hermano, sintió el mismo escalofrío. La muerte les esperaba en todas direcciones, de repente estaba seguro de ello. Sacudió la cabeza como para arrancar las telarañas de su pensamiento. Gengis no habría malgastado ni un momento. Sus hombres conocían la muerte, vivían con ella todos los días. Sacrificaban animales con sus propias manos y sabían reconocer en un niño el tipo de tos que podía significar que se lo encontrarían frío y quieto por la mañana. No temería a una compañera tan constante. No podía permitir que le influyera. En aquel momento él era el khan y tomó una decisión.
—Mis órdenes son continuar, orlok. Recoged todas las flechas que podáis y perseguid a Alandar hasta que nos encontremos con los tumanes que vienen hacia aquí. Atacaremos al siguiente grupo de combate con todo cuanto tenemos.
Uriang-Khadai dio media vuelta a su caballo sin decir una palabra más y empezó a dar órdenes a gritos a los tumanes, que aguardaban. Sus expresiones reflejaron su confusión, pero montaron con presteza y formaron, ignorando a los heridos y moribundos que les rodeaban. El sol se estaba poniendo, pero por delante aún había varias horas de gris luz estival. Tiempo suficiente para volver a luchar antes de que oscureciera.