XL
ALANDAR murmuró para sí,
irritado, al ver a sus exploradores regresar a la carrera. Era
evidente que esperaban que él partiera al galope de inmediato, nada
más oír las noticias que traían. Pero no lo haría, tenía que
mantener el equilibrio entre obedecer sus órdenes y adoptar las
mejores decisiones tácticas sobre el terreno. No era una posición
agradable y no estaba disfrutando de la mañana. Karakorum se
encontraba a más de trescientos kilómetros a sus espaldas y ya se
había hartado de dormir bajo las estrellas y despertarse tieso y
congelado. Su bloque de tumanes había avanzado a buena velocidad,
cubriendo una amplia extensión de terreno y manteniéndose en
contacto con Arik-Boke, pero Alandar no lograba deshacerse de la
sensación de desazón que le reconcomía. Todo lo que sabía de Kublai
le decía que no era ningún tonto y, sin embargo, Arik-Boke estaba
convencido de que podría atraparlo como a un ciervo en una caza en
círculo. Los propios hombres de Alandar esperaban que empezara a
rugir órdenes de batalla al primer signo de contacto y, mientras le
informaban, podía sentir los ojos de los exploradores posados en
él, inquisitivos. Clavó la mirada en el horizonte mientras
cabalgaba.
Sus cuatro generales estaban cerca y silbó
para llamar a su oficial de más rango. Ferikh era un oficial
sólido, con los cabellos blancos y veinte años de experiencia bajo
tres khanes distintos. Se dirigió hacia él trotando entre las filas
con expresión circunspecta.
—¿Tienes nuevas órdenes, orlok? —preguntó
mientras se aproximaba.
—Todavía no. Me da la impresión de que es
una trampa, Ferikh.
El general se giró automáticamente hacia el
lugar donde los tumanes de Kublai habían sido avistados, galopando
a través de un puerto entre dos valles. El contacto había sido
breve, pero había durado el tiempo suficiente para que los
batidores de Alandar regresaran a toda velocidad con la noticia. De
posición en posición, las nuevas estarían siendo retransmitidas por
todos los bloques que formaban la amplia línea de ataque de
Arik-Boke.
—No tienes que responder, orlok —dijo
Ferikh. Alandar hizo una leve mueca al ver la decepción en el
rostro de su veterano oficial—. El khan puede decidir cuándo
avanzan los tumanes intermedios.
—Lo que no sucederá hasta la noche —dijo
Alandar.
Ferikh se encogió de hombros.
—Un día más no supondrá ninguna
diferencia.
—¿Crees que se trata de una trampa?
—preguntó Alandar.
—Tal vez. Un fugaz avistamiento de un grupo
pequeño... no eran más de seis o siete mil. Podrían querer que
cargáramos tras ellos y luego tendernos una emboscada. Es lo que yo
haría.
Alandar se estiró cuanto pudo sobre la silla
de montar, escudriñando las colinas que los circundaban.
—Si se trata de una emboscada, contarán con
una fuerza numerosa en algún lugar cercano, lista para saltar sobre
nosotros en cuanto nos movamos.
Se encontraba en una posición difícil y
Ferikh comprendía su dilema. Los hombres esperaban que sus
oficiales mostraran valor y pensaran con rapidez. Habían oído las
noticias y estaban aguardando la orden de cabalgar lo más rápido
que pudieran, pero Alandar no la había dado. Si caía en algún tipo
de estratagema, pondría en peligro a los tumanes que comandaba y se
arriesgaría a sufrir la ira de Arik-Boke. Ahora bien, si se había
topado con la cola del ejército de Kublai y no había aprovechado la
oportunidad para atacarle, parecería un estúpido o un cobarde.
Estaba atrapado entre dos elecciones imposibles y, en consecuencia,
no hacía nada, dejando que el tiempo tomara la decisión por
él.
A lo lejos, a su izquierda, su atención se
vio atraída por un borrón en el aire. Alandar se dio media vuelta
para mirarla directamente y su expresión fue cambiando poco a poco
a medida que comprendía qué era lo que estaba viendo.
—Dime si tengo razón: veo polvo al otro lado
de aquellas colinas, Ferikh.
El general entornó los ojos. Su larga vista
no era tan aguda como lo fuera una vez, pero, utilizando un viejo
truco de explorador, formó un tubo con las manos y se centró en
aquel punto.
—Tiene que ser una fuerza de grandes
dimensiones para levantar un nube como esa —dijo—. Calculando a
partir del lugar en el que vimos a los primeros, diría que se
encuentran más o menos en la posición apropiada para golpear
nuestro flanco.
Alandar soltó aire, aliviado. Después de
todo, tendría una victoria que presentar al khan.
—En ese caso, creo que hoy tendremos un poco
de acción. Envía a cinco mil a internarse entre las colinas para
perseguir a los que vimos primero. Déjales pensar que nos han
engañado. Los principales tumanes pueden atravesar por... aquí
—señaló una abertura en las verdes colinas que le permitiría dar un
rodeo y atacar al ejército, levantando su propia nube de polvo—. Ve
despacio, general. Si es la principal fuerza de Kublai, nos
mantendremos fuera de su alcance, listos para alejarnos a voluntad.
Bastará con inmovilizarlos en un lugar hasta que el khan nos
alcance.
Alandar miró hacia el este, a sus espaldas,
de donde llegaría para respaldarles el resto del ejército de
Arik-Boke.
—Cuatro tumanes deberían llegar dentro de
poco y, después, los tumanes del propio khan. El último estará aquí
en algún momento después del mediodía, mañana. Daré nuevas órdenes
cuando lleguen.
Ferikh percibió el alivio que sentía el
orlok al ser capaz de adoptar al fin una decisión. Inclinó la
cabeza brevemente, disfrutando ya de la idea de confundir a
aquellos que habían intentado engañar al propio ejército del
khan.
Cinco minghaans avanzaron hacia el primer
valle y, a continuación, Alandar dio la orden de que sus tumanes
principales giraran y se lanzaran a toda velocidad hacia la
abertura en las colinas. Se alejaron al galope y en las alegres
expresiones de los guerreros se leían sus deseos de entrar en
combate. Para entonces, todos ellos habían visto el tenue rastro de
polvo y habían empezado a imaginarse la confusión del falso khan
cuando les viera aparecer desde una dirección diferente, cayendo
como lobos sobre su flanco.
Alandar se encontraba en la primera línea
que penetró en la grieta, con sus tumanes cabalgando con estruendo
detrás de él. Se dijo que, aunque había adivinado que Kublai les
había preparado una treta y se le había adelantado, no debía
olvidar que la fuerza completa de Kublai superaba en número a la
suya. Aun así, no podía dejar de sentirse satisfecho por poder
tenderle una trampa a aquellos que habían intentado tomarle el
pelo. No había ascendido hasta obtener el mando de los ejércitos
del khan cometiendo errores. Por un momento, pensó en el orlok de
Mongke, Seriankh. Se le había retirado la autoridad por haber
perdido a su amo y ahora luchaba en la tropa. Con todo, Alandar
creía que había tenido suerte de conservar la vida.
Alandar entró en el terreno en sombra,
formado por pronunciadas pendientes a ambos lados. En algún lugar
más adelante y a la derecha habría un contingente de guerreros
avanzando con la intención de sorprender a sus tumanes. Se inclinó
hacia delante en la silla de montar, dejando caer la mano hasta la
larga espada que golpeaba el flanco de su montura. La abrupta
brecha entre los riscos estaba terminando y, bajo la luz del sol,
vio un valle verde abrirse ante él. En la distancia, creyó oír los
sonidos de batalla producidos por el encontronazo entre sus
minghaans y el falso grupo que se suponía que debía atacar. Los
arcos se tensaron a su izquierda y derecha y sus guerreros
prepararon una arrolladora descarga de flechas. Durante un tiempo,
cabalgarían a galope tendido sin riendas, empleando solo las
rodillas para guiar a los ponis. Alandar percibía ese momento en el
que los cuatro cascos abandonaban el suelo como un ritmo bajo su
cuerpo. No utilizaría el arco ese día, aunque llevaba uno sujeto a
su silla de montar. Notó la exaltación de los hombres que le
rodeaban, las respiraciones cortas de un aire que, de repente,
cuando su primera fila salió de las colinas y se sumergió en el
sol, pareció más frío. Sus tumanes no temían a nada en el mundo y
él les lideraba. Cuando alargó el cuello para captar la primera
visión del enemigo, le pareció que la gloria iluminaba.
La sorpresa y la decepción atravesaron como
un rayo los tumanes de Alandar cuando rodearon la falda del monte y
pudieron observar el valle que se extendía hacia el este. Gritaron
y se señalaron unos a otros lo que veían mientras seguían
avanzando, y miles de gargantas emitieron un bronco lamento que fue
apagándose poco a poco.
Había caballos en el valle, miles de ellos.
Pero no hacía falta ser un soldado de la experiencia de Alandar
para darse cuenta de que los que estaban sobre sus lomos no eran
guerreros mongoles. El orlok se quedó boquiabierto al ver a un
montón de críos árabes gritando alborozados y repartiendo patadas
entre los ponis de la gigantesca manada para que no dejaran de
moverse. Cada animal parecía llevar algún tipo de rama ancha atada
a la cola, que arrastraba sobre el polvoriento terreno cuando el
caballo avanzaba.
Alandar sintió que el estómago se le encogía
de miedo. Si aquello era una mera distracción, ¿dónde estaban los
tumanes de Kublai? Casi sin pensar, aminoró el paso y los tumanes
le imitaron, pasando al galope medio y después al trote. Tras haber
descubierto la trampa, estaban nerviosos, sabiendo que habían caído
en ella, pero sin poder ver todavía el peligro.
Alandar se giró bruscamente sobre la silla
al oír gritos y el aviso de los cuernos de batalla a sus espaldas.
Sus tumanes no habían acabado de salir de la grieta entre las
colinas y sus guerreros seguían formando una larga fila. Algo
estaba ocurriendo a apenas un kilómetro de él y lanzó una maldición
en voz alta, tirando violentamente de las riendas para frenar a su
caballo. Percibió el sonido de numerosos arcos disparando a la
entrada del valle y también el eco del sonido, semejante al zumbido
de las abejas.
Durante un momento, fue incapaz de pensar.
El valle era demasiado estrecho para que sus tumanes dieran la
vuelta. El enemigo les estaba atacando y Alandar no podía utilizar
a sus hombres. Levantó el brazo y ordenó a los tumanes que
avanzaran. Si podía sacarlos a todos del valle, podrían maniobrar
de nuevo. Las líneas se lanzaron hacia delante con él a la cabeza,
haciendo caso omiso de los muchachos, que les gritaron y les
abuchearon, burlones. Sus líneas se extendieron y Alandar vio
movimiento a su izquierda. Al identificar la posición, estuvo a
punto de gritar de frustración. Junto con una docena de hombres de
su guardia personal, sacó a su caballo de la fila. Dejando a un
lado al pequeño núcleo de hombres, sus tumanes siguieron avanzando,
vaciando el valle poco a poco mientras a Alandar se le caía el alma
a los pies.
Desde aquellas colinas, un contingente de
guerreros mongoles descendía a galope tendido en dirección a su
flanco. Todo cuanto Alandar pudo hacer fue avisarles con un
bramido, pero, aun alertados, la posición de sus hombres era
altamente vulnerable, atacados desde la retaguardia y el flanco al
mismo tiempo. Enseñó los dientes en una terrible mueca y, a
continuación, desenfundó la espada. El enemigo le había llevado al
lugar que quería, pero el juego no había terminado y era el momento
de pelear. Sus generales empezaron a dar órdenes a pleno pulmón y
las primeras descargas de flechas se elevaron en dirección a la
fuerza atacante como una mancha borrosa. Aquella era su única
ventaja sobre una columna volante: que podía utilizar más arcos
contra su fila frontal.
Cuando los primeros proyectiles les
alcanzaron, ya estaban ampliando su línea a cincuenta. Alandar
observó estupefacto cómo las filas del enemigo levantaban unos
engorrosos escudos y parecían capturar con ellos las flechas en el
aire. Nunca había visto a guerreros mongoles llevar algo tan pesado
al campo de batalla. Los mongoles utilizaban el arco y este
requería las dos manos a la vez. Los generales de Alandar ya habían
hecho que sus hombres se volvieran hacia la amenaza: las órdenes
habían sido transmitidas con celeridad a los comandantes de los
minghaan y a los líderes de cada cien hombres de los tumanes. Sus
hombres estaban transformando su formación de un flanco en un
amplio frente, pero aquella era una de las maniobras más difíciles
que había y exigía que miles de guerreros se detuvieran de un modo
ordenado y preciso. Con todo, estaba empezando a suceder.
Alandar sintió que la esperanza crecía en su
pecho pero, en aquel momento, los guerreros enemigos arrojaron sus
escudos y tendieron sus arcos. Las flechas atravesaron vibrantes el
menguante espacio entre ambos ejércitos. Alandar se dio cuenta de
que sus filas no podrían formar a tiempo y su gesto se crispó
mientras los arqueros rivales lanzaban cientos de saetas contra el
eficiente remolino de sus líneas. Una raya negra oscureció
fugazmente su visión y chocó con fuerza contra su hombro,
empujándole hacia atrás en la silla antes de salir despedida dando
vueltas. Otra flecha alcanzó a su caballo, hundiéndose hasta las
plumas en su garganta: el animal empezó a toser y a echar sangre
por los ollares.
Alandar, presa del pánico, desmontó dando un
traspié justo cuando el caballo se desplomaba. Sus hombres tenían
que salir del valle y el único modo que tenían de hacerlo era
cabalgar deprisa y alejarse de sus atacantes. Al mismo tiempo, él
debía formar una potente línea estacionaria para responder al
ataque envolvente del enemigo hasta que su fuerza principal fuera
capaz de finalizar el amplio giro y escapar del valle.
Podría haber bastado para salvar la batalla,
pero los tumanes a los que se enfrentaban eran los veteranos del
territorio Song. Cuando la fluidez de la contienda aumentó,
avanzaron en líneas que se entretejían y solapaban, de manera que
arrojaban siempre la máxima fuerza contra los puntos más débiles.
Cuando llegó la hora de combatir con espadas y lanzas, no cedieron
terreno y los tumanes de Alandar fueron rechazados con
rotundidad.
Los guerreros de Alandar salieron por fin
del valle y el orlok meneó la cabeza, incrédulo, cuando vio el
contingente que les presionaba desde atrás. Había dado por sentado
que estaría compuesto solo por los seis o siete mil que había visto
en el falso avistamiento de esa mañana. Sin embargo, las colinas
empezaron a vomitar más y más guerreros bajo los estandartes de
Kublai, una avalancha tal que le hizo comprender que debería
haberse concentrado en mantenerlos entre las colinas, donde el daño
que podían hacer era menor. Les superaban en número en una
proporción de al menos dos a uno y los chicos árabes encargados de
levantar el rastro de polvo observaron con la boca abierta cómo sus
tumanes eran atacados, encerrados y destruidos.
Todo cuanto Alandar veía era caos,
demasiados grupos desplazándose a toda velocidad de un lado para
otro. Ahora sabía que, desde su primera acción, había estado
bailando al son de los planes de Kublai y esa certeza le quemaba
las entrañas. Las flechas volaban en todas direcciones y había
hombres cayendo por doquier. Apenas podía distinguir a amigos de
enemigos en la aglomeración de guerreros y caballos, aunque los
tumanes de Kublai parecían conocer a los suyos. Sus guardias
tuvieron que defenderle de un guerrero que se había lanzado como
una centella sobre él, utilizando sus espadas para detener y
desviar de Alandar la embestida de su lanza. Cuando el hombre
siguió adelante, Alandar se encontró pensando con claridad, a pesar
de que la angustia le retorcía las tripas. No había modo de
evitarlo: tendría que tocar a retirada.
Su propio cuerno se había quedado en el
caballo caído y tuvo que llamar a gritos a uno de sus oficiales.
Cuando este entendió lo que le ordenaba, una especie de desmayo
desfiguró su expresión, pero hizo sonar la secuencia de notas
descendentes, una y otra vez. La respuesta pareció perderse en la
turbulenta masa de combatientes, excepto para llamar la atención
sobre ese punto del campo de batalla. Nuevas saetas se elevaron en
el aire con aparente lentitud para caer súbitamente sobre ellos con
un zumbido. Una de ellas se clavó en lo alto del pecho del oficial
que había hecho sonar el cuerno, perforando la armadura de escamas.
Alandar rugió, airado, y, mientras el joven se desplomaba, volteó
bruscamente a su caballo y se hizo con el cuerno de un tirón.
Resollaba con fuerza, pero levantó el cuerno
y repitió la señal. Poco a poco, la reacción de sus hombres, que
estaban sometidos a una presión demasiado intensa como para poder
liberarse con facilidad de la lucha, fue haciéndose visible. Los
tumanes empezaron a retirarse pasando por encima de los cadáveres
de sus amigos, colocando las espadas y las lanzas en posición
horizontal para mantener a distancia al enemigo.
Los huecos que dejaron al replegarse fueron
inmediatamente ocupados por un enjambre de flechas silbantes. Otro
centenar de guerreros fueron derribados y murieron asfixiados con
un palo de madera atravesando su pecho o su garganta. Unas cuantas
filas consiguieron llegar hasta Alandar y formaron a su alrededor,
jadeantes y con los ojos vidriosos. Mantuvieron la posición el
tiempo suficiente como para que sus números ascendieran a mil y, a
continuación, prosiguieron la retirada, a lo largo de la cual se
les fueron uniendo varios jinetes solos, hasta que fueron unos tres
mil los hombres que atravesaban aquel campo de muertos.
De sus generales, al único que Alandar podía
ver a su lado era a Ferikh, aunque había unos veinte oficiales
minghaan en el grupo. Todos ellos habían participado en el combate
y estaban maltrechos y exhibían diversas heridas y cortes. Alandar
vio a varios hombres señalando hacia ellos: los tumanes enemigos
habían localizado su grupo en el fondo del valle. Sintió cómo se le
iba la sangre de la cara al ver que miles de ojos feroces se
volvían para observar la retirada del orlok.
Su pequeño contingente seguía recogiendo
rezagados que luchaban por abrirse paso hasta él, pero, para
entonces, el enemigo estaba formando filas, preparándose para una
nueva carga. Alandar recorrió con la vista el campo de batalla. Las
pérdidas eran tan espantosas que se sintió enfermo: millares de
muertos, arcos quebrados, caballos pataleando y los penetrantes
alaridos de hombres heridos que vertían su sangre en la tierra. Uno
de sus rivales cabalgó hasta la fila del frente y le dijo algo a
los que tenía más cerca. Todos ellos gritaron un desafío al unísono
y el ronco rugido hizo que Alandar diera un respingo sobre la
silla.
No más de cinco mil hombres maltrechos
cabalgaban junto a él. Había pensado unirlos al resto de sus
tumanes, pero la lucha parecía haberse detenido en todo el valle.
Cuando ochocientos pasos separaban a ambos ejércitos, sus hombres
hicieron un alto, extenuados y asustados, y aguardaron expectantes
sus órdenes. Frente a él, el valle se había llenado de tumanes
enemigos, que mantenían su posición en sobrecogedor silencio y se
volvían a observar. Alandar tragó saliva, nervioso, y sin que diera
la orden, el resto de su ejército se detuvo. Oía la trabajosa
respiración de sus hombres, los murmullos que intercambiaban,
todavía incrédulos. Habían sido superados en la lucha y superados
en la estrategia. El sol aún lucía en el cielo y Alandar no acababa
de asimilar lo deprisa que había sucedido todo.
—El khan está llegando con suficientes
hombres para destruir a estos —dijo, alzando la voz para que la
oyeran tantos como fuera posible—. Hemos perdido solo la primera
escaramuza. Confortaos con la certeza de que habéis luchado con
coraje.
Mientras pronunciaba esta última palabra, el
líder enemigo bramó una orden y sus tumanes se lanzaron hacia
delante.
—¡En marcha! —gritó Alandar—. ¡Si caigo,
buscad al khan! —Le dio la vuelta a su caballo y clavó los talones
en el animal para que acelerara al máximo. Los muchachos árabes se
dispersaron delante de sus hombres, chillando y mofándose de ellos
mientras corrían.
En cuanto Alandar hubo abandonado el valle,
Kublai ordenó a sus hombres que se detuvieran. Al poco,
Uriang-Khadai apareció junto a él y ambos se saludaron con una
inclinación de cabeza.
—Arik-Boke no mantendrá esa formación ahora
que nos ha encontrado —dijo Kublai. No felicitó a su orlok,
sabiendo que Uriang-Khadai se lo tomaría como un insulto. Más allá
de un cierto nivel de habilidad y autoridad, el orlok no necesitaba
elogios que le dijeran lo que ya sabía.
—A menudo he deseado mostrarle a Alandar los
errores de su forma de pensar —dijo Uriang-Khadai—. No reacciona
bien bajo presión, siempre lo he dicho. La experiencia de hoy ha
estado bien como primera lección. ¿Te dirigirás ahora a
Karakorum?
Kublai vaciló. Su ejército seguía estando
relativamente descansado. La victoria les mantenía animados
mientras desmontaban y comprobaban sus monturas y sus armas. Le
había dicho a su orlok que intentaría asestar un rápido golpe en la
cabeza de la línea de barrido de Arik-Boke en el momento en que se
convirtiera en una columna y se volviera hacia ellos. Después de
eso, el plan había sido cabalgar lo más deprisa posible hacia la
capital e ir a buscar a las familias que se habían refugiado
allí.
Uriang-Khadai notó su indecisión y puso su
poni junto al de su khan, para evitar que pudieran oírles.
—Quieres continuar —dijo, afirmándolo más
que preguntándolo.
Kublai asintió con recelo. Su propia esposa
e hija se encontraban a salvo en Xanadú, a miles de kilómetros al
este. No era ninguna menudencia pedirles a sus hombres que
siguieran luchando mientras la incertidumbre respecto a la suerte
de sus familias seguía pesando sobre sus hombros.
—Disponemos de muy poco tiempo antes de que
mi hermano vuelva a reunir sus tumanes en un solo ejército. Podemos
arrollarlos, orlok. Si las mujeres y los niños no estuvieran en las
inmediaciones de Karakorum, ¿no sería ese tu consejo? ¿Atacarles de
nuevo, y rápido? Si nos dirigimos hacia el norte ahora, estaré
desperdiciando la oportunidad de vencer. Puede que sea la única
oportunidad que se nos presente.
Uriang-Khadai le escuchó con expresión
impasible, sin dejar traslucir sus emociones.
—Eres el khan —dijo en voz baja—. Si lo
ordenas, continuaremos.
—Necesito que me des algo más en este
momento, Uriang-Khadai. Nunca hemos luchado contra un enemigo que
tuviera las vidas de nuestras esposas e hijos en su poder. ¿Me
seguirán los hombres?
Durante un tiempo que pareció prolongarse
infinitamente, el experimentado guerrero guardó silencio. Por fin,
contestó:
—Por supuesto que te seguirán. Saben tan
bien como tú que los planes cambian. Es posible que continuar y
volver a luchar, mientras todavía conservemos la ventaja, sea la
mejor opción.
—Pero tú quieres avanzar hacia el norte, a
pesar de todo.
El orlok se encontraba visiblemente
incómodo. Había prestado un juramento de obediencia, pero la idea
de que su mujer y sus hijos estuvieran en manos de la guardia de
Arik-Boke suponía un constante desgaste de sus fuerzas.
—Yo... acataré las órdenes, mi señor khan
—dijo, formalmente.
Al principio, Kublai apartó la mirada. Había
pasado por numerosos momentos en los que, al mirar hacia atrás, la
perspectiva de la experiencia le había mostrado una opción, una
oportunidad para llevar su vida por un camino o por otro. Era
extraño sentir que se encontraba en un momento así al mismo tiempo
que estaba sucediendo. Cerró los ojos, dejando que la brisa le
acariciara. Sintió la muerte en el norte, pero el olor de la sangre
se percibía con intensidad en el aire y no sabía si se trataba de
un auténtico augurio o no. Cuando se giró hacia el este para
encarar los distantes ejércitos de su hermano, sintió el mismo
escalofrío. La muerte les esperaba en todas direcciones, de repente
estaba seguro de ello. Sacudió la cabeza como para arrancar las
telarañas de su pensamiento. Gengis no habría malgastado ni un
momento. Sus hombres conocían la muerte, vivían con ella todos los
días. Sacrificaban animales con sus propias manos y sabían
reconocer en un niño el tipo de tos que podía significar que se lo
encontrarían frío y quieto por la mañana. No temería a una
compañera tan constante. No podía permitir que le influyera. En
aquel momento él era el khan y tomó una decisión.
—Mis órdenes son continuar, orlok. Recoged
todas las flechas que podáis y perseguid a Alandar hasta que nos
encontremos con los tumanes que vienen hacia aquí. Atacaremos al
siguiente grupo de combate con todo cuanto tenemos.
Uriang-Khadai dio media vuelta a su caballo
sin decir una palabra más y empezó a dar órdenes a gritos a los
tumanes, que aguardaban. Sus expresiones reflejaron su confusión,
pero montaron con presteza y formaron, ignorando a los heridos y
moribundos que les rodeaban. El sol se estaba poniendo, pero por
delante aún había varias horas de gris luz estival. Tiempo
suficiente para volver a luchar antes de que oscureciera.