XIV
KUBLAI tenía una multitud ante
sí, desde los hombres que estaban excavando las letrinas hasta los
guerreros que trasladaban caballos o las mujeres que atendían los
fuegos donde cocinarían para sus maridos e hijos. Nunca había
conocido la vida de una tribu en movimiento, pero algo dentro de él
se sentía en paz formando parte de ella. Dirigiendo su mirada hacia
la lejanía, volvió a maravillarse al contemplar aquella
muchedumbre, una auténtica nación, que le acompañaba hacia el sur.
Debía de haber medio millón de personas en la columna que descendía
por la frontera de las tierras Song. Ni siquiera estaba seguro de
su número exacto.
Estiró la espalda con un suave gemido
mientras su esposa y su hijo preparaban su ger. No es que el
pequeño Zhenjin fuera de mucha ayuda, la verdad. Las órdenes de
Mongke no se habían extendido a su familia y el chaval, de diez
años, seguía llevando una túnica de seda Chin y calzas, junto con
un par de suaves botas de piel de borrego. Su trenza de pelo moreno
se movía adelante y atrás con cada movimiento. Kublai se esforzó
por no reírse al ver que el chico birlaba un puñado de las
humeantes tiras de carne que Chabi estaba metiendo en bolsillos de
pan. Su mujer había mirado hacia otro lado solo un instante, pero
el chico tenía las manos rápidas. Zhenjin se había atiborrado los
carrillos antes de que su madre volviera la vista. Fue simple mala
suerte que eligiera ese preciso momento para hacerle una
pregunta... o quizá no. Chabi adoraba y mimaba a su primogénito,
pero eso no significaba que sus instintos se hubieran embotado.
Mientras Zhenjin se esforzaba en responder con un bocado de carne
caliente en la boca, ella le clavó un dedo en la barriga y el niño
escupió un montón de trocitos de comida, riéndose.
Kublai sonrió. Todavía podía sorprenderse
ante la intensidad de sus emociones cuando contemplaba a su
familia. No era solo que el niño le llenara de alegría, sino que un
momento con su familia podía hacerle entender de repente a sus
propios padres. Su padre había entregado su vida para salvar a un
khan y, por fin, Kublai había conseguido apreciar el alcance de ese
sacrificio. Su padre había actuado por el bien de la nación,
sabiendo que nunca volvería a ver a sus hijos o a su esposa. De un
modo extraño, su gesto había dejado una deuda pendiente que todos
ellos debían pagar, así como la certeza de que, fueran cuales
fueran sus vidas, nunca podrían igualar ese acto final de su padre.
Kublai intuía que Mongke se enfrentaba a esa misma carga. Su
hermano mayor estaba tratando de alcanzar un ideal, pero nunca
encontraría la paz buscando la aprobación de los muertos.
Al menos, Mongke no había escatimado en
hombres ni suministros. Kublai, a quien se le había asignado
Uriang-Khadai como orlok y Bayar como general en jefe, viajaba con
doscientos cañones de hierro y miles de carros llenos de pólvora y
piezas de equipamiento cubiertos por pesadas lonas. Contaba con un
personal de noventa y cuatro hombres y mujeres destinado a hacerse
cargo de las necesidades de la nación en movimiento. Mientras se
dejaba llevar por su ensoñación, vio a algunos de ellos en las
inmediaciones. Cuando hubiera terminado de comer, le visitarían en
su ger para comunicarle los detalles, las quejas y los problemas de
muchos. Suspiró ante la perspectiva, pero sabía que las tareas de
las que debía ocuparse no le sobrepasaban, todavía no. Caía como
una piedra en el sueño todas las noches, pero, aun así, seguía
levantándose antes de que amaneciera para practicar con la espada y
el arco. Cuando la armadura había dejado de resultarle pesada,
Kublai pudo incluso imaginarse dándole las gracias a Mongke por los
cambios que había propiciado en él. El khan sabía más sobre lo que
significaba ser un guerrero que su hermano menor. Por desgracia,
era lo único que sabía.
Kublai notó un picor en la axila y metió el
pulgar por debajo de las escamas de hierro para rascarse la zona
escocida, con un gruñido de placer. Era una buena vida. Había visto
los estados Chin e imaginó brotes verdes creciendo velozmente en la
negra tierra. Con solo hundir unos cuantos palos pintados en el
blando terreno, había marcado el comienzo de una nueva gran empresa
en su vida. Yao Shu había organizado el arrendamiento de miles de
parcelas, cuya renta se pagaría con las primeras cosechas. Si los
granjeros Chin prosperaban, dos quintos serían para Kublai, que
destinaría el dinero a construir una ciudad en el norte.
Era un sueño que merecía la pena, algo que
iba más allá de la masa de guerreros y caballos que ocupaban la
vista que se extendía hasta el horizonte. Aunque era poco más que
un vasto cuadrado marcado en la llanura de hierba, sus hombres ya
habían empezado a llamarlo Shangdu, la «Capital Superior». Los que
no hablaban las lenguas Chin lo llamaban Xanadú. Susurrando,
pronunció la palabra.
Con un suspiro, Chabi se pasó la mano por la
frente y le dijo a Zhenjin que llevara la bandeja dentro, para el
horno. La boca de Kublai se llenó de saliva. Esos días, tenía
hambre continuamente. Su esposa se puso en pie y enderezó la
espalda. Kublai volvió la vista hacia ella y sus miradas se
encontraron, unidos en su fatiga. La mente de Kublai estaba perdida
en visiones de palacios mientras su estómago rugía.
—¿Me has traído un odre de vino? —le
preguntó.
—Por supuesto —contestó ella—, aunque espero
que no vuelvas a vaciarlo y mañana te quejes de que te estalla la
cabeza. No encontrarás ninguna comprensión en mí.
—¡Nunca me quejo! —protestó Kublai, dolido—.
Soy como una piedra de lo calladamente que sufro.
—Ah, ¿entonces era algún otro el que rondaba
por la ger dando trompicones esta mañana? ¿Maldiciendo y exigiendo
saber quién le había robado el sombrero? Pensé que eras tú. De
hecho, espero que fueras tú, porque quienquiera que fuera se mostró
muy activo ayer por la noche.
—Estabas soñando, mujer.
Chabi le miró con una sonrisa de oreja a
oreja y se retiró la larga melena de la cara, atándosela con
rápidas y hábiles manos. Kublai le miró con deliberación los
pechos, que se balancearon bajo la tela, y ella resopló.
—A la puerta hay un cubo de agua recién
traída para que te laves, viejo chivo. No te quedes ahí
fantaseando, que se nos va a enfriar la comida. Sé que te quejarás
de todos modos, pero no pienso hacerte caso.
Entró en la tienda y Kublai la oyó
reprendiendo a Zhenjin por robarle unos cuantos bolsillos de carne.
Kublai se rio para sí. Cuando salió de Karakorum no sabía cuánto
tiempo tardarían en llegar a las tierras Song. Habían pasado casi
dos años desde que Mongke fuera nombrado khan y Kublai había pasado
un año simplemente viajando, desplazando sus enormes huestes hacia
el sur, día tras día. Sus tumanes iban acompañados de sus familias
y no había síntoma alguno de impaciencia en sus filas. No
necesitaban detenerse para vivir. Para ellos, el viaje formaba
parte de sus vidas tanto como llegar a destino. Por las noches,
jugaban con sus hijos, cantaban, apostaban, hacían el amor,
cuidaban a los animales o hacían un millar más de pequeñas cosas
que podían hacer en cualquier sitio. Para un hombre que había
vivido la mayor parte de su vida en Karakorum, era extraño
presenciar algo así.
Kublai había mantenido el juramento que le
había hecho a Mongke y no había abierto un solo pergamino o libro
desde que abandonara la ciudad. Al principio, le había costado un
gran esfuerzo y había dormido mal, soñando con textos antiguos. En
las fronteras de las tierras Song había numerosos signos de aquella
antigua cultura. Ya habían dejado atrás cientos de pueblos y aldeas
y Kublai no había podido resistirse a llevarse las obras escritas
que había encontrado en ellos. Su creciente colección viajaba con
él y era como un picor constante en el fondo de su mente.
Había sido Yao Shu el que se había ofrecido
a leérselos por las noches. Aunque Kublai se sentía incómodo por
eludir de ese modo el juramento, no podía negar que suponía un
consuelo para él. Su hijo Zhenjin parecía disfrutar de la monótona
voz del viejo y se quedaba levantado hasta tarde cuando debería
estar durmiendo, absorbiendo cada palabra que oía. La mente de
Kublai había sufrido como un desierto en tiempo de sequía y las
ideas caían sobre él como una lluvia, haciéndole revivir.
También su cuerpo se había endurecido en los
meses de viaje. Las úlceras producidas por la silla de montar no
eran más que un doloroso recuerdo. Como a los guerreros
experimentados, se le había formado una capa de callo de color
amarillo oscuro en la zona baja de la espalda, aproximadamente del
ancho de una mano de hombre. Alargó la mano hacia allí para
rascarse, frunciendo el ceño al notar el pegajoso sudor que se
mantenía en su piel por mucho que se bañara. Aunque llevaba la
armadura de escamas, Kublai sufría menos de erupciones y llagas que
sus hombres. Durante el húmedo verano, el hedor a carne podrida
superaba incluso al olor de la lana mojada y los caballos. Kublai
seguía echando de menos el frescor de las túnicas Chin, que tanto
habían llegado a gustarle.
El orlok de sus tumanes poseía una ger al
alcance de la vista de Kublai, con tres esposas y una hueste de
criadas que atendían todas y cada una de sus necesidades. Kublai
entrecerró los ojos para ver mejor a Uriang-Khadai, de pie junto a
una de ellas, dándole instrucciones sobre la mejor manera de bordar
una silla de montar. La espalda del orlok estaba recta como un
palo, como siempre. Kublai resopló. Ya había decidido que
Uriang-Khadai era el hombre de Mongke, los ojos del khan en su
expedición. El orlok era un oficial experimentado del tipo de los
que más impresionaban a su hermano. Incluso se había lacerado las
mejillas para que dejara de crecerle la barba. Los bultos queloides
de su cara proclamaban que ponía el deber por delante del ego,
aunque Kublai los consideraba un signo de una suerte de retorcida
vanidad.
Mientras Kublai le observaba, Uriang-Khadai
notó que estaba siendo escudriñado y se giró bruscamente hacia él.
Pillado espiando, Kublai levantó la mano en forma de saludo, pero
el orlok fingió no haberle visto y se volvió hacia su propia ger,
su pequeño universo personal dentro del campamento. Kublai
sospechaba que Uriang le tenía por un mero erudito, al que su
hermano había conferido autoridad sin mérito relevante por su
parte. Cuando se reunían cada día, podía percibir el sutil aire de
diversión que envolvía a Uriang-Khadai cuando Kublai exponía sus
estrategias. No habían simpatizado demasiado pero eso no importaba
realmente mientras el orlok continuara obedeciéndole. Kublai volvió
a bostezar. La brisa le trajo el olor de su comida y deseó tener un
trago de vino para apaciguar sus pensamientos, para dejar de
deshacer en pedazos cada idea y luego crear otras nuevas con los
restos. Con una última mirada a su alrededor, se dio cuenta de que
era capaz de relajarse. Parte de la tensión abandonó sus hombros y
espalda mientras se agachaba para entrar en la ger, donde, al
instante, Zhenjin, que le había esperado emboscado pacientemente,
se le echó encima.
Los tumanes nunca habían estado tan solos
como en su descenso hacia el sur. Con una hueste tan vasta y tan
lenta, era imposible sorprender a la nación Song. Siempre había
exploradores vigilando desde las colinas más próximas. La noticia
de su llegada se les había adelantado. Los últimos pueblos por los
que habían pasado estaban abandonados, y en algunos de ellos habían
hallado extrañas marcas de sangre en el camino. Kublai se preguntó
si los habitantes habrían sido masacrados antes de permitirles
servir de ayuda a un enemigo. Le parecía plausible. Aunque amaba
aquella cultura, no se hacía ilusiones; conocía su brutalidad y el
tipo de ejércitos a los que sus hombres se iban a enfrentar. Los
Song les superaban en número en una proporción de varios cientos a
uno. Poseían ciudades amuralladas, artillería y armas incendiarias,
buen acero, ballestas y una excelente disciplina. Mientras trotaba
sobre su caballo, repasó mentalmente sus puntos fuertes y sus
debilidades, como había hecho un millar de veces antes. Sus puntos
fuertes eran intimidatorios, imposibles. Las únicas debilidades que
había sido capaz de identificar era que tenían poca caballería y
que elegían a sus oficiales por nobleza de nacimiento o con
exámenes escritos celebrados en sus ciudades. Comparados con
hombres como Uriang-Khadai y Bayar, Kublai confiaba en que los
generales Song también pudieran considerarse unos eruditos
amanerados. Él podía vencer a unos eruditos.
Por el rabillo del ojo, vio que uno de sus
batidores se dirigía hacia Uriang-Khadai para presentar su informe.
Kublai siguió mirando hacia delante, aunque sintió que su corazón
se aceleraba al saber que había noticias. Cuatro días antes, la
columna mongola había atravesado la frontera Song y había
emprendido camino hacia el este. Fuera lo que fuera lo que los
ejércitos Song hubieran estado haciendo durante los meses que él
había dedicado a aproximarse, ahora tendrían que reaccionar. Había
estado esperando entablar algún tipo de contacto. Había hecho todo
cuanto había podido con sus formaciones y planes de batalla, pero
todo eso cambiaría cuando por fin se enfrentara al enemigo. Kublai
sonrió ante el recuerdo de un libro que había aparecido súbitamente
en su mente. Hacía muchos años, había memorizado la obra de Sun
Tzu. Era consciente de la ironía que suponía que se tratase de un
libro dedicado al arte de la guerra escrito por un general Chin.
Los Song lo conocerían tan bien como él.
Uriang-Khadai cabalgó con parsimonia hacia
él, tomándose su tiempo con absoluta deliberación, aunque miles de
ojos interesados observaban el progreso del orlok. Llegó a Kublai e
inclinó formalmente la cabeza.
—El enemigo ha salido al campo de batalla,
mi señor —dijo, con la voz tan segura y tan seca como si hablara de
las raciones de los guerreros—. Han tomado posiciones al otro lado
de un río, a unos treinta kilómetros al sureste. Mis exploradores
hablan de doscientos mil soldados de infantería y aproximadamente
diez mil jinetes.
El orlok ocultaba intencionadamente toda
emoción en su voz, pero Kublai notó que el sudor le brotaba de
repente debajo de las axilas, haciendo que le picaran las costras
de las úlceras. Eran unas cifras terroríficas. Por lo que sabía,
Gengis nunca se había enfrentado a tantos hombres, excepto tal vez
en la Boca del Tejón, muy lejos, en el norte.
—¿Puedo continuar, mi señor? —preguntó
Uriang-Khadai ante su silencio.
Kublai le indicó que prosiguiera con una
inclinación de cabeza, reprimiendo su irritación ante su tono
pomposo.
—Podrían haber atacado después de que
cruzáramos el río, pero, con el río todavía entre nosotros, sugiero
que sigamos cabalgando por esta orilla. Podemos obligarles a
alejarse de cualquier trampa o zanjas que nos hayan preparado. La
ciudad de Ta-li, en Yunnan, está a solo unos cientos kilómetros más
al sur. Si continuamos avanzando hacia allí, no tendrán más opción
que seguirnos.
Uriang-Khadai aguardó pacientemente mientras
Kublai reflexionaba. Al orlok no le habían importado las continuas
interferencias de Kublai en el tema de suministros y formaciones.
Ese tipo de cosas eran de esperar en un advenedizo. Sin embargo,
las batallas eran la responsabilidad del orlok. El propio Mongke lo
había dejado claro antes de que partieran.
—Cuídale —había dicho el khan—. No dejes que
mi hermano pequeño pierda la vida mientras está inmerso en una de
sus ensoñaciones—. Los dos veteranos habían intercambiado una
sonrisa de comprensión y, a continuación, Uriang-Khadai se había
marchado. Ahora había llegado el momento y estaba preparado para
guiar a Kublai a través de su primer contacto con una guerra.
Mientras esperaba, Uriang-Khadai se frotó
las abultadas cicatrices de sus mejillas. Había algunos pelos
obstinados que, de algún modo, habían sobrevivido a los años de
laceración. Nunca estaba seguro de si debía cortarse otra vez o
simplemente arrancarse esos pelos rebeldes cuando estuvieran lo
suficientemente largos. Mientras Kublai ponderaba la situación,
Uriang-Khadai se enrolló un pelo largo en el dedo y se lo quitó de
un tirón.
—Tenemos que cruzar el río Chin-sha Chiang
—dijo Kublai de repente. Había revisado los mapas en su
imaginación, recordándolos casi a la perfección. Uriang-Khadai
parpadeó, sorprendido, y Kublai asintió, tomando una decisión—. Ese
es el nombre del río que te mencioné, orlok. Está situado entre
nosotros y la ciudad que me han encargado que conquiste. Tenemos
que atravesarlo por algún punto. Ellos conocen el terreno y por eso
se han congregado en esa orilla. Están dispuestos a defenderlo por
cualquier sitio que elijamos cruzar. Si encontramos un vado, con
las líneas de nuestra formación reducidas, nos masacrarán en el
agua.
Uriang-Khadai meneó la cabeza, esforzándose
en encontrar las palabras adecuadas para persuadir a un académico
que había vivido entre algodones, sin apenas salir de Karakorum en
toda su vida.
—Mi señor, ya poseen todas las ventajas. No
podemos cederles también la elección del terreno, o nos arriesgamos
a ser aniquilados. Déjame que les haga seguirnos a lo largo de la
ribera durante unos cincuenta kilómetros y, entretanto, ordenaré a
los batidores que busquen lugares para cruzar. Habrá más de uno.
Podemos hacer que los arqueros cubran a los que crucen y, después,
podemos aparecer a sus espaldas.
Kublai percibía claramente la silenciosa
presión ejercida por Uriang-Khadai, que aguardaba a que cediera. Su
intención era demasiado obvia e irritó a Kublai.
—Como dices, orlok, han elegido el terreno
cuidadosamente. Esperarán que nos precipitemos al otro lado del río
como la salvaje tribu que creen que somos y que luego muramos a
millares —de pronto, se le ocurrió un modo de lograr que un grupo
suficientemente grande de hombres cruzara con rapidez el río y
sonrió—. No. Les haremos frente aquí, orlok. Les
sorprenderemos.
Por un momento, Uriang-Khadai
tartamudeó.
—Mi señor, tengo que aconsejarte que no
tomes esa decisión. Yo...
—Envíame al general Bayar, Uriang-Khadai.
Vuelve con los tumanes.
El orlok inclinó la cabeza al instante y
todo rastro de su ira se esfumó como si se apagara una vela.
—Como desees, mi señor.
Se alejó con la espalda todavía más estirada
que cuando había llegado. Kublai le observó marcharse con gesto
malhumorado. Bayar no tardó en ocupar el lugar del orlok, con
expresión preocupada. Era un hombre de treinta y pocos años,
relativamente joven para la autoridad que tenía. A diferencia de
Uriang-Khadai, su rostro estaba liso, a excepción de un mechón de
pelo negro en la barbilla. Le rodeaba un poderoso olor a podrido,
pero hacía mucho que Kublai se había habituado a eso. Aceptó el
saludo de Bayar sin más. No estaba de humor para calmar los recelos
del general.
—Tengo una tarea para ti, general. Te ordeno
que la lleves a cabo sin quejas ni discusiones, ¿entiendes?
—Sí, mi señor —contestó Bayar.
—Cuando era niño, leí la historia de unos
guerreros de Gengis que cruzaron un río utilizando una balsa hecha
con piel de borrego. ¿Habías oído hablar de ello?
Bayar bajó la cabeza, sonrojándose
ligeramente.
—No sé leer, mi señor.
—No importa. Me acuerdo de la idea que
tuvieron. Tendrás que sacrificar a unas seiscientas ovejas para lo
que tengo en mente. Recuerda clavar el cuchillo en la parte alta
del cuello para que la piel quede intacta cuando se la quitemos.
Creo que hay que afeitar la lana. Es un trabajo delicado, Bayar,
así que encárgaselo a los hombres y mujeres más cuidadosos que
tengas bajo tu mando.
Bayar se le quedó mirando con expresión
vacía y Kublai suspiró.
—No hay nada malo en saber un poco de
historia, general. No deberíamos tener que reaprender todas
nuestras habilidades a cada generación. No cuando el trabajo más
duro ya ha sido hecho. La idea es coser los orificios de la piel
dejando únicamente uno cerca del cuello. Un grupo de hombres
fuertes pueden hinchar la piel soplando y utilizar brea o savia de
árbol para sellar las rendijas. ¿Entiendes? Da orden de que pongan
a hervir varias cubas con ambas sustancias. No sé cuál funcionará
mejor. Cuando estén tirantes y llenas de aire, las pieles flotarán,
general. Entonces las ataremos a una estructura de palos delgados y
ya tendremos unas balsas capaces de transportar a muchos hombres al
mismo tiempo. —Hizo una pausa para calcular las cantidades en su
cabeza, algo que siempre hacía con gran rapidez—. Con tres balsas,
digamos mil ochocientas pieles de oveja, deberíamos poder llevar al
otro lado del río a... mil doscientos guerreros cada vez. En medio
día podríamos tener a unos veinte mil hombres al otro lado.
Pongamos que se tarda otro medio día para hacer que crucen los
caballos, utilizando las balsas para guiarlos. Sí, con cuerdas
atadas al cuello para ayudarles a nadar contra la corriente. Un día
en total, si no surge ningún contratiempo. ¿Cuánto tiempo necesitas
para fabricar las balsas?
Los ojos de Bayar se agrandaron cuando notó
que el príncipe dejaba de mirar hacia su interior y volvía a
centrarse en él.
—Dos días, mi señor —respondió con falsa
confianza. Necesitaba impresionar al hombre que le comandaba y
Uriang-Khadai ya había quedado mal. Bayar no quería provocar él
también el disgusto del hermano mismo del khan.
Kublai inclinó la cabeza mientras
pensaba.
—Muy bien. Esa es tu única tarea hasta que
la hayas llevado a término. Entonces tienes dos días, general.
Ahora, da la orden de que la columna se detenga. Haz que los
exploradores vuelvan a la zona donde espera el enemigo. Quiero
conocer cada detalle del río: sobre su corriente, las orillas, el
terreno. Ningún dato es demasiado trivial. Diles que me informen
después de la cena.
—Sí, mi señor.
Nervioso, Bayar tragó saliva mientras Kublai
le daba permiso para retirarse. Nunca había oído hablar de pieles
de oveja utilizadas de esa manera. Iba a necesitar ayuda y
sospechaba que Uriang-Khadai no era el hombre a quien debía
preguntar. Cuando los cuernos dieron la señal de parar y los
tumanes empezaron a desmontar y a ocuparse de sus caballos, Bayar
vio el carro en el que viajaba el principal consejero de Kublai,
Yao Shu. El anciano monje Chin sabría algo de cosas extrañas como
balsas de piel de borrego, Bayar estaba casi seguro.
Cuando el sol salió al día siguiente, Bayar
ya se había entregado por completo a la difícil tarea. Las primeras
pieles bulbosas estaban preparadas desde la noche anterior y habían
sido trasladadas a caballo hasta el cercano río. Con gran
ceremonia, las bamboleantes plataformas habían sido colocadas en el
agua y dos voluntarios se habían subido a ellas para intentar
cruzar el río. Ambos hombres se habían hundido antes de llegar a
medio camino y habían tenido que ser sacados tirando de las cuerdas
que llevaban atadas a la cintura. Parecía una empresa imposible
pero, según afirmaba Yao Shu, realmente se había hecho en el
pasado, aunque a menor escala. Probaron a frotar las pieles con
aceite justo después de afeitarles la lana y luego inflarlas y
sellarlas enseguida, antes de ponerlas a secar. Cuando Bayar
regresó a la orilla, recitó mentalmente una oración a la madre
tierra. Había apostado por la idea del aceite y había puesto a
miles de familias a trabajar en ello. Si la última tanda fallaba
también, no cumpliría el límite que él mismo se había impuesto. De
pie en la penumbra matutina, Bayar miró de reojo a Yao Shu y su
calma le infundió confianza. Estaban uno junto al otro mientras dos
guerreros se ataban sendas cuerdas a la cintura y, tras tenderse
sobre las pieles flotantes, se empujaban para alejarse de la
orilla. Ninguno de los dos guerreros sabía nadar y, mientras
atravesaban las oscuras aguas ayudándose con las manos, se les
notaba muy incómodos.
A medio camino, la corriente del río era muy
fuerte y los hombres que sujetaban las cuerdas desde la orilla
fueron arrastrados curso abajo junto con los guerreros de las
balsas. Aun así, continuaron avanzando y Bayar lanzó un grito de
alegría cuando vio que uno de ellos se ponía en pie y levantaba el
brazo desde la ribera opuesta antes de trepar de nuevo a la balsa
para emprender el viaje de vuelta, que fue mucho más rápido,
ayudado por la fuerza de muchas manos tirando de las cuerdas.
Bayar dio unas palmadas en la espalda de Yao
Shu, notando los huesos debajo de la colorida túnica.
—Nos arreglaremos con eso —dijo el general,
tratando de disimular su alivio. Uriang-Khadai no estaba allí. El
orlok había decidido hacer como si no hubiera notado que, de
repente, todo el mundo se había puesto manos a la obra en el
campamento. Mientras las familias trabajaban las pieles,
aceitándolas y cosiéndolas a toda marcha, el orlok puso a sus
hombres a practicar con el arco y a los equipos de artilleros a
sudar para mejorar su velocidad en el manejo de los cañones. A
Bayar le daba igual. Había descubierto que la tarea que le habían
encomendado la resultaba fascinante y por la tarde del segundo día
se dirigió con amplias zancadas a la tienda de Kublai, incapaz de
reprimir una ancha sonrisa mientras esperaba a que le diera permiso
para entrar.
—Está hecho, mi señor —dijo con
orgullo.
Para su alivio, Kublai sonrió, uniéndose a
la evidente satisfacción de Bayar.
—Nunca dudé de que sería así, general.