XIV

 

KUBLAI tenía una multitud ante sí, desde los hombres que estaban excavando las letrinas hasta los guerreros que trasladaban caballos o las mujeres que atendían los fuegos donde cocinarían para sus maridos e hijos. Nunca había conocido la vida de una tribu en movimiento, pero algo dentro de él se sentía en paz formando parte de ella. Dirigiendo su mirada hacia la lejanía, volvió a maravillarse al contemplar aquella muchedumbre, una auténtica nación, que le acompañaba hacia el sur. Debía de haber medio millón de personas en la columna que descendía por la frontera de las tierras Song. Ni siquiera estaba seguro de su número exacto.
Estiró la espalda con un suave gemido mientras su esposa y su hijo preparaban su ger. No es que el pequeño Zhenjin fuera de mucha ayuda, la verdad. Las órdenes de Mongke no se habían extendido a su familia y el chaval, de diez años, seguía llevando una túnica de seda Chin y calzas, junto con un par de suaves botas de piel de borrego. Su trenza de pelo moreno se movía adelante y atrás con cada movimiento. Kublai se esforzó por no reírse al ver que el chico birlaba un puñado de las humeantes tiras de carne que Chabi estaba metiendo en bolsillos de pan. Su mujer había mirado hacia otro lado solo un instante, pero el chico tenía las manos rápidas. Zhenjin se había atiborrado los carrillos antes de que su madre volviera la vista. Fue simple mala suerte que eligiera ese preciso momento para hacerle una pregunta... o quizá no. Chabi adoraba y mimaba a su primogénito, pero eso no significaba que sus instintos se hubieran embotado. Mientras Zhenjin se esforzaba en responder con un bocado de carne caliente en la boca, ella le clavó un dedo en la barriga y el niño escupió un montón de trocitos de comida, riéndose.
Kublai sonrió. Todavía podía sorprenderse ante la intensidad de sus emociones cuando contemplaba a su familia. No era solo que el niño le llenara de alegría, sino que un momento con su familia podía hacerle entender de repente a sus propios padres. Su padre había entregado su vida para salvar a un khan y, por fin, Kublai había conseguido apreciar el alcance de ese sacrificio. Su padre había actuado por el bien de la nación, sabiendo que nunca volvería a ver a sus hijos o a su esposa. De un modo extraño, su gesto había dejado una deuda pendiente que todos ellos debían pagar, así como la certeza de que, fueran cuales fueran sus vidas, nunca podrían igualar ese acto final de su padre. Kublai intuía que Mongke se enfrentaba a esa misma carga. Su hermano mayor estaba tratando de alcanzar un ideal, pero nunca encontraría la paz buscando la aprobación de los muertos.
Al menos, Mongke no había escatimado en hombres ni suministros. Kublai, a quien se le había asignado Uriang-Khadai como orlok y Bayar como general en jefe, viajaba con doscientos cañones de hierro y miles de carros llenos de pólvora y piezas de equipamiento cubiertos por pesadas lonas. Contaba con un personal de noventa y cuatro hombres y mujeres destinado a hacerse cargo de las necesidades de la nación en movimiento. Mientras se dejaba llevar por su ensoñación, vio a algunos de ellos en las inmediaciones. Cuando hubiera terminado de comer, le visitarían en su ger para comunicarle los detalles, las quejas y los problemas de muchos. Suspiró ante la perspectiva, pero sabía que las tareas de las que debía ocuparse no le sobrepasaban, todavía no. Caía como una piedra en el sueño todas las noches, pero, aun así, seguía levantándose antes de que amaneciera para practicar con la espada y el arco. Cuando la armadura había dejado de resultarle pesada, Kublai pudo incluso imaginarse dándole las gracias a Mongke por los cambios que había propiciado en él. El khan sabía más sobre lo que significaba ser un guerrero que su hermano menor. Por desgracia, era lo único que sabía.
Kublai notó un picor en la axila y metió el pulgar por debajo de las escamas de hierro para rascarse la zona escocida, con un gruñido de placer. Era una buena vida. Había visto los estados Chin e imaginó brotes verdes creciendo velozmente en la negra tierra. Con solo hundir unos cuantos palos pintados en el blando terreno, había marcado el comienzo de una nueva gran empresa en su vida. Yao Shu había organizado el arrendamiento de miles de parcelas, cuya renta se pagaría con las primeras cosechas. Si los granjeros Chin prosperaban, dos quintos serían para Kublai, que destinaría el dinero a construir una ciudad en el norte.
Era un sueño que merecía la pena, algo que iba más allá de la masa de guerreros y caballos que ocupaban la vista que se extendía hasta el horizonte. Aunque era poco más que un vasto cuadrado marcado en la llanura de hierba, sus hombres ya habían empezado a llamarlo Shangdu, la «Capital Superior». Los que no hablaban las lenguas Chin lo llamaban Xanadú. Susurrando, pronunció la palabra.
Con un suspiro, Chabi se pasó la mano por la frente y le dijo a Zhenjin que llevara la bandeja dentro, para el horno. La boca de Kublai se llenó de saliva. Esos días, tenía hambre continuamente. Su esposa se puso en pie y enderezó la espalda. Kublai volvió la vista hacia ella y sus miradas se encontraron, unidos en su fatiga. La mente de Kublai estaba perdida en visiones de palacios mientras su estómago rugía.
—¿Me has traído un odre de vino? —le preguntó.
—Por supuesto —contestó ella—, aunque espero que no vuelvas a vaciarlo y mañana te quejes de que te estalla la cabeza. No encontrarás ninguna comprensión en mí.
—¡Nunca me quejo! —protestó Kublai, dolido—. Soy como una piedra de lo calladamente que sufro.
—Ah, ¿entonces era algún otro el que rondaba por la ger dando trompicones esta mañana? ¿Maldiciendo y exigiendo saber quién le había robado el sombrero? Pensé que eras tú. De hecho, espero que fueras tú, porque quienquiera que fuera se mostró muy activo ayer por la noche.
—Estabas soñando, mujer.
Chabi le miró con una sonrisa de oreja a oreja y se retiró la larga melena de la cara, atándosela con rápidas y hábiles manos. Kublai le miró con deliberación los pechos, que se balancearon bajo la tela, y ella resopló.
—A la puerta hay un cubo de agua recién traída para que te laves, viejo chivo. No te quedes ahí fantaseando, que se nos va a enfriar la comida. Sé que te quejarás de todos modos, pero no pienso hacerte caso.
Entró en la tienda y Kublai la oyó reprendiendo a Zhenjin por robarle unos cuantos bolsillos de carne. Kublai se rio para sí. Cuando salió de Karakorum no sabía cuánto tiempo tardarían en llegar a las tierras Song. Habían pasado casi dos años desde que Mongke fuera nombrado khan y Kublai había pasado un año simplemente viajando, desplazando sus enormes huestes hacia el sur, día tras día. Sus tumanes iban acompañados de sus familias y no había síntoma alguno de impaciencia en sus filas. No necesitaban detenerse para vivir. Para ellos, el viaje formaba parte de sus vidas tanto como llegar a destino. Por las noches, jugaban con sus hijos, cantaban, apostaban, hacían el amor, cuidaban a los animales o hacían un millar más de pequeñas cosas que podían hacer en cualquier sitio. Para un hombre que había vivido la mayor parte de su vida en Karakorum, era extraño presenciar algo así.
Kublai había mantenido el juramento que le había hecho a Mongke y no había abierto un solo pergamino o libro desde que abandonara la ciudad. Al principio, le había costado un gran esfuerzo y había dormido mal, soñando con textos antiguos. En las fronteras de las tierras Song había numerosos signos de aquella antigua cultura. Ya habían dejado atrás cientos de pueblos y aldeas y Kublai no había podido resistirse a llevarse las obras escritas que había encontrado en ellos. Su creciente colección viajaba con él y era como un picor constante en el fondo de su mente.
Había sido Yao Shu el que se había ofrecido a leérselos por las noches. Aunque Kublai se sentía incómodo por eludir de ese modo el juramento, no podía negar que suponía un consuelo para él. Su hijo Zhenjin parecía disfrutar de la monótona voz del viejo y se quedaba levantado hasta tarde cuando debería estar durmiendo, absorbiendo cada palabra que oía. La mente de Kublai había sufrido como un desierto en tiempo de sequía y las ideas caían sobre él como una lluvia, haciéndole revivir.
También su cuerpo se había endurecido en los meses de viaje. Las úlceras producidas por la silla de montar no eran más que un doloroso recuerdo. Como a los guerreros experimentados, se le había formado una capa de callo de color amarillo oscuro en la zona baja de la espalda, aproximadamente del ancho de una mano de hombre. Alargó la mano hacia allí para rascarse, frunciendo el ceño al notar el pegajoso sudor que se mantenía en su piel por mucho que se bañara. Aunque llevaba la armadura de escamas, Kublai sufría menos de erupciones y llagas que sus hombres. Durante el húmedo verano, el hedor a carne podrida superaba incluso al olor de la lana mojada y los caballos. Kublai seguía echando de menos el frescor de las túnicas Chin, que tanto habían llegado a gustarle.
El orlok de sus tumanes poseía una ger al alcance de la vista de Kublai, con tres esposas y una hueste de criadas que atendían todas y cada una de sus necesidades. Kublai entrecerró los ojos para ver mejor a Uriang-Khadai, de pie junto a una de ellas, dándole instrucciones sobre la mejor manera de bordar una silla de montar. La espalda del orlok estaba recta como un palo, como siempre. Kublai resopló. Ya había decidido que Uriang-Khadai era el hombre de Mongke, los ojos del khan en su expedición. El orlok era un oficial experimentado del tipo de los que más impresionaban a su hermano. Incluso se había lacerado las mejillas para que dejara de crecerle la barba. Los bultos queloides de su cara proclamaban que ponía el deber por delante del ego, aunque Kublai los consideraba un signo de una suerte de retorcida vanidad.
Mientras Kublai le observaba, Uriang-Khadai notó que estaba siendo escudriñado y se giró bruscamente hacia él. Pillado espiando, Kublai levantó la mano en forma de saludo, pero el orlok fingió no haberle visto y se volvió hacia su propia ger, su pequeño universo personal dentro del campamento. Kublai sospechaba que Uriang le tenía por un mero erudito, al que su hermano había conferido autoridad sin mérito relevante por su parte. Cuando se reunían cada día, podía percibir el sutil aire de diversión que envolvía a Uriang-Khadai cuando Kublai exponía sus estrategias. No habían simpatizado demasiado pero eso no importaba realmente mientras el orlok continuara obedeciéndole. Kublai volvió a bostezar. La brisa le trajo el olor de su comida y deseó tener un trago de vino para apaciguar sus pensamientos, para dejar de deshacer en pedazos cada idea y luego crear otras nuevas con los restos. Con una última mirada a su alrededor, se dio cuenta de que era capaz de relajarse. Parte de la tensión abandonó sus hombros y espalda mientras se agachaba para entrar en la ger, donde, al instante, Zhenjin, que le había esperado emboscado pacientemente, se le echó encima.

 

Los tumanes nunca habían estado tan solos como en su descenso hacia el sur. Con una hueste tan vasta y tan lenta, era imposible sorprender a la nación Song. Siempre había exploradores vigilando desde las colinas más próximas. La noticia de su llegada se les había adelantado. Los últimos pueblos por los que habían pasado estaban abandonados, y en algunos de ellos habían hallado extrañas marcas de sangre en el camino. Kublai se preguntó si los habitantes habrían sido masacrados antes de permitirles servir de ayuda a un enemigo. Le parecía plausible. Aunque amaba aquella cultura, no se hacía ilusiones; conocía su brutalidad y el tipo de ejércitos a los que sus hombres se iban a enfrentar. Los Song les superaban en número en una proporción de varios cientos a uno. Poseían ciudades amuralladas, artillería y armas incendiarias, buen acero, ballestas y una excelente disciplina. Mientras trotaba sobre su caballo, repasó mentalmente sus puntos fuertes y sus debilidades, como había hecho un millar de veces antes. Sus puntos fuertes eran intimidatorios, imposibles. Las únicas debilidades que había sido capaz de identificar era que tenían poca caballería y que elegían a sus oficiales por nobleza de nacimiento o con exámenes escritos celebrados en sus ciudades. Comparados con hombres como Uriang-Khadai y Bayar, Kublai confiaba en que los generales Song también pudieran considerarse unos eruditos amanerados. Él podía vencer a unos eruditos.
Por el rabillo del ojo, vio que uno de sus batidores se dirigía hacia Uriang-Khadai para presentar su informe. Kublai siguió mirando hacia delante, aunque sintió que su corazón se aceleraba al saber que había noticias. Cuatro días antes, la columna mongola había atravesado la frontera Song y había emprendido camino hacia el este. Fuera lo que fuera lo que los ejércitos Song hubieran estado haciendo durante los meses que él había dedicado a aproximarse, ahora tendrían que reaccionar. Había estado esperando entablar algún tipo de contacto. Había hecho todo cuanto había podido con sus formaciones y planes de batalla, pero todo eso cambiaría cuando por fin se enfrentara al enemigo. Kublai sonrió ante el recuerdo de un libro que había aparecido súbitamente en su mente. Hacía muchos años, había memorizado la obra de Sun Tzu. Era consciente de la ironía que suponía que se tratase de un libro dedicado al arte de la guerra escrito por un general Chin. Los Song lo conocerían tan bien como él.
Uriang-Khadai cabalgó con parsimonia hacia él, tomándose su tiempo con absoluta deliberación, aunque miles de ojos interesados observaban el progreso del orlok. Llegó a Kublai e inclinó formalmente la cabeza.
—El enemigo ha salido al campo de batalla, mi señor —dijo, con la voz tan segura y tan seca como si hablara de las raciones de los guerreros—. Han tomado posiciones al otro lado de un río, a unos treinta kilómetros al sureste. Mis exploradores hablan de doscientos mil soldados de infantería y aproximadamente diez mil jinetes.
El orlok ocultaba intencionadamente toda emoción en su voz, pero Kublai notó que el sudor le brotaba de repente debajo de las axilas, haciendo que le picaran las costras de las úlceras. Eran unas cifras terroríficas. Por lo que sabía, Gengis nunca se había enfrentado a tantos hombres, excepto tal vez en la Boca del Tejón, muy lejos, en el norte.
—¿Puedo continuar, mi señor? —preguntó Uriang-Khadai ante su silencio.
Kublai le indicó que prosiguiera con una inclinación de cabeza, reprimiendo su irritación ante su tono pomposo.
—Podrían haber atacado después de que cruzáramos el río, pero, con el río todavía entre nosotros, sugiero que sigamos cabalgando por esta orilla. Podemos obligarles a alejarse de cualquier trampa o zanjas que nos hayan preparado. La ciudad de Ta-li, en Yunnan, está a solo unos cientos kilómetros más al sur. Si continuamos avanzando hacia allí, no tendrán más opción que seguirnos.
Uriang-Khadai aguardó pacientemente mientras Kublai reflexionaba. Al orlok no le habían importado las continuas interferencias de Kublai en el tema de suministros y formaciones. Ese tipo de cosas eran de esperar en un advenedizo. Sin embargo, las batallas eran la responsabilidad del orlok. El propio Mongke lo había dejado claro antes de que partieran.
—Cuídale —había dicho el khan—. No dejes que mi hermano pequeño pierda la vida mientras está inmerso en una de sus ensoñaciones—. Los dos veteranos habían intercambiado una sonrisa de comprensión y, a continuación, Uriang-Khadai se había marchado. Ahora había llegado el momento y estaba preparado para guiar a Kublai a través de su primer contacto con una guerra.
Mientras esperaba, Uriang-Khadai se frotó las abultadas cicatrices de sus mejillas. Había algunos pelos obstinados que, de algún modo, habían sobrevivido a los años de laceración. Nunca estaba seguro de si debía cortarse otra vez o simplemente arrancarse esos pelos rebeldes cuando estuvieran lo suficientemente largos. Mientras Kublai ponderaba la situación, Uriang-Khadai se enrolló un pelo largo en el dedo y se lo quitó de un tirón.
—Tenemos que cruzar el río Chin-sha Chiang —dijo Kublai de repente. Había revisado los mapas en su imaginación, recordándolos casi a la perfección. Uriang-Khadai parpadeó, sorprendido, y Kublai asintió, tomando una decisión—. Ese es el nombre del río que te mencioné, orlok. Está situado entre nosotros y la ciudad que me han encargado que conquiste. Tenemos que atravesarlo por algún punto. Ellos conocen el terreno y por eso se han congregado en esa orilla. Están dispuestos a defenderlo por cualquier sitio que elijamos cruzar. Si encontramos un vado, con las líneas de nuestra formación reducidas, nos masacrarán en el agua.
Uriang-Khadai meneó la cabeza, esforzándose en encontrar las palabras adecuadas para persuadir a un académico que había vivido entre algodones, sin apenas salir de Karakorum en toda su vida.
—Mi señor, ya poseen todas las ventajas. No podemos cederles también la elección del terreno, o nos arriesgamos a ser aniquilados. Déjame que les haga seguirnos a lo largo de la ribera durante unos cincuenta kilómetros y, entretanto, ordenaré a los batidores que busquen lugares para cruzar. Habrá más de uno. Podemos hacer que los arqueros cubran a los que crucen y, después, podemos aparecer a sus espaldas.
Kublai percibía claramente la silenciosa presión ejercida por Uriang-Khadai, que aguardaba a que cediera. Su intención era demasiado obvia e irritó a Kublai.
—Como dices, orlok, han elegido el terreno cuidadosamente. Esperarán que nos precipitemos al otro lado del río como la salvaje tribu que creen que somos y que luego muramos a millares —de pronto, se le ocurrió un modo de lograr que un grupo suficientemente grande de hombres cruzara con rapidez el río y sonrió—. No. Les haremos frente aquí, orlok. Les sorprenderemos.
Por un momento, Uriang-Khadai tartamudeó.
—Mi señor, tengo que aconsejarte que no tomes esa decisión. Yo...
—Envíame al general Bayar, Uriang-Khadai. Vuelve con los tumanes.
El orlok inclinó la cabeza al instante y todo rastro de su ira se esfumó como si se apagara una vela.
—Como desees, mi señor.
Se alejó con la espalda todavía más estirada que cuando había llegado. Kublai le observó marcharse con gesto malhumorado. Bayar no tardó en ocupar el lugar del orlok, con expresión preocupada. Era un hombre de treinta y pocos años, relativamente joven para la autoridad que tenía. A diferencia de Uriang-Khadai, su rostro estaba liso, a excepción de un mechón de pelo negro en la barbilla. Le rodeaba un poderoso olor a podrido, pero hacía mucho que Kublai se había habituado a eso. Aceptó el saludo de Bayar sin más. No estaba de humor para calmar los recelos del general.
—Tengo una tarea para ti, general. Te ordeno que la lleves a cabo sin quejas ni discusiones, ¿entiendes?
—Sí, mi señor —contestó Bayar.
—Cuando era niño, leí la historia de unos guerreros de Gengis que cruzaron un río utilizando una balsa hecha con piel de borrego. ¿Habías oído hablar de ello?
Bayar bajó la cabeza, sonrojándose ligeramente.
—No sé leer, mi señor.
—No importa. Me acuerdo de la idea que tuvieron. Tendrás que sacrificar a unas seiscientas ovejas para lo que tengo en mente. Recuerda clavar el cuchillo en la parte alta del cuello para que la piel quede intacta cuando se la quitemos. Creo que hay que afeitar la lana. Es un trabajo delicado, Bayar, así que encárgaselo a los hombres y mujeres más cuidadosos que tengas bajo tu mando.
Bayar se le quedó mirando con expresión vacía y Kublai suspiró.
—No hay nada malo en saber un poco de historia, general. No deberíamos tener que reaprender todas nuestras habilidades a cada generación. No cuando el trabajo más duro ya ha sido hecho. La idea es coser los orificios de la piel dejando únicamente uno cerca del cuello. Un grupo de hombres fuertes pueden hinchar la piel soplando y utilizar brea o savia de árbol para sellar las rendijas. ¿Entiendes? Da orden de que pongan a hervir varias cubas con ambas sustancias. No sé cuál funcionará mejor. Cuando estén tirantes y llenas de aire, las pieles flotarán, general. Entonces las ataremos a una estructura de palos delgados y ya tendremos unas balsas capaces de transportar a muchos hombres al mismo tiempo. —Hizo una pausa para calcular las cantidades en su cabeza, algo que siempre hacía con gran rapidez—. Con tres balsas, digamos mil ochocientas pieles de oveja, deberíamos poder llevar al otro lado del río a... mil doscientos guerreros cada vez. En medio día podríamos tener a unos veinte mil hombres al otro lado. Pongamos que se tarda otro medio día para hacer que crucen los caballos, utilizando las balsas para guiarlos. Sí, con cuerdas atadas al cuello para ayudarles a nadar contra la corriente. Un día en total, si no surge ningún contratiempo. ¿Cuánto tiempo necesitas para fabricar las balsas?
Los ojos de Bayar se agrandaron cuando notó que el príncipe dejaba de mirar hacia su interior y volvía a centrarse en él.
—Dos días, mi señor —respondió con falsa confianza. Necesitaba impresionar al hombre que le comandaba y Uriang-Khadai ya había quedado mal. Bayar no quería provocar él también el disgusto del hermano mismo del khan.
Kublai inclinó la cabeza mientras pensaba.
—Muy bien. Esa es tu única tarea hasta que la hayas llevado a término. Entonces tienes dos días, general. Ahora, da la orden de que la columna se detenga. Haz que los exploradores vuelvan a la zona donde espera el enemigo. Quiero conocer cada detalle del río: sobre su corriente, las orillas, el terreno. Ningún dato es demasiado trivial. Diles que me informen después de la cena.
—Sí, mi señor.
Nervioso, Bayar tragó saliva mientras Kublai le daba permiso para retirarse. Nunca había oído hablar de pieles de oveja utilizadas de esa manera. Iba a necesitar ayuda y sospechaba que Uriang-Khadai no era el hombre a quien debía preguntar. Cuando los cuernos dieron la señal de parar y los tumanes empezaron a desmontar y a ocuparse de sus caballos, Bayar vio el carro en el que viajaba el principal consejero de Kublai, Yao Shu. El anciano monje Chin sabría algo de cosas extrañas como balsas de piel de borrego, Bayar estaba casi seguro.

 

Cuando el sol salió al día siguiente, Bayar ya se había entregado por completo a la difícil tarea. Las primeras pieles bulbosas estaban preparadas desde la noche anterior y habían sido trasladadas a caballo hasta el cercano río. Con gran ceremonia, las bamboleantes plataformas habían sido colocadas en el agua y dos voluntarios se habían subido a ellas para intentar cruzar el río. Ambos hombres se habían hundido antes de llegar a medio camino y habían tenido que ser sacados tirando de las cuerdas que llevaban atadas a la cintura. Parecía una empresa imposible pero, según afirmaba Yao Shu, realmente se había hecho en el pasado, aunque a menor escala. Probaron a frotar las pieles con aceite justo después de afeitarles la lana y luego inflarlas y sellarlas enseguida, antes de ponerlas a secar. Cuando Bayar regresó a la orilla, recitó mentalmente una oración a la madre tierra. Había apostado por la idea del aceite y había puesto a miles de familias a trabajar en ello. Si la última tanda fallaba también, no cumpliría el límite que él mismo se había impuesto. De pie en la penumbra matutina, Bayar miró de reojo a Yao Shu y su calma le infundió confianza. Estaban uno junto al otro mientras dos guerreros se ataban sendas cuerdas a la cintura y, tras tenderse sobre las pieles flotantes, se empujaban para alejarse de la orilla. Ninguno de los dos guerreros sabía nadar y, mientras atravesaban las oscuras aguas ayudándose con las manos, se les notaba muy incómodos.
A medio camino, la corriente del río era muy fuerte y los hombres que sujetaban las cuerdas desde la orilla fueron arrastrados curso abajo junto con los guerreros de las balsas. Aun así, continuaron avanzando y Bayar lanzó un grito de alegría cuando vio que uno de ellos se ponía en pie y levantaba el brazo desde la ribera opuesta antes de trepar de nuevo a la balsa para emprender el viaje de vuelta, que fue mucho más rápido, ayudado por la fuerza de muchas manos tirando de las cuerdas.
Bayar dio unas palmadas en la espalda de Yao Shu, notando los huesos debajo de la colorida túnica.
—Nos arreglaremos con eso —dijo el general, tratando de disimular su alivio. Uriang-Khadai no estaba allí. El orlok había decidido hacer como si no hubiera notado que, de repente, todo el mundo se había puesto manos a la obra en el campamento. Mientras las familias trabajaban las pieles, aceitándolas y cosiéndolas a toda marcha, el orlok puso a sus hombres a practicar con el arco y a los equipos de artilleros a sudar para mejorar su velocidad en el manejo de los cañones. A Bayar le daba igual. Había descubierto que la tarea que le habían encomendado la resultaba fascinante y por la tarde del segundo día se dirigió con amplias zancadas a la tienda de Kublai, incapaz de reprimir una ancha sonrisa mientras esperaba a que le diera permiso para entrar.
—Está hecho, mi señor —dijo con orgullo.
Para su alivio, Kublai sonrió, uniéndose a la evidente satisfacción de Bayar.
—Nunca dudé de que sería así, general.