XVI

 

CUANDO Kublai le dio el alto a sus huestes junto a la ribera del río, el atardecer pintaba franjas de oro y de rojo en el cielo. Había explorado el área y, al divisar el vado que aparecía en sus mapas, les había ordenado parar. Al otro lado del amplio tramo de oscuras aguas, el comandante Song aguardaba expectante. Sabía que Kublai tendría que cruzar el río en algún momento, quizá incluso esa misma noche. En la penumbra del crepúsculo, Kublai sonrió de oreja a oreja al ver las columnas Song maniobrando para aproximarse sutilmente al vado, listos para reaccionar ante cualquier tipo de ataque que hubieran planeado. Los dos vastos ejércitos se miraron el uno al otro a través de la caudalosa barrera. Kublai se imaginó la confusión que reinaría en las tiendas de los mandos cuando vieran que los tumanes mongoles no les atacaban. Dudaba de que consiguieran conciliar el sueño esa noche.
Antes de que la última luz hubiera desaparecido, los equipos de artilleros de Kublai terminaron sus preparativos, marcando los lugares apropiados para los cañones y colocando en el extremo de unos palos unas lámparas provistas de puertecitas que disimulaban la luz. Por la noche, antes de que saliera la luna, los cañones fueron trasladados hasta las posiciones marcadas, empujados en silencio por decenas de esforzados voluntarios. Al mismo tiempo, la fuerza principal retrocedió, alejándose del río. Kublai no había visto signos de que en el campamento Song se estuvieran llevando a cabo operaciones similares, pero no quería verse sorprendido por algún oficial emprendedor que hubiera tenido su misma idea. Por una vez, los guerreros pasarían la noche sobre las sillas o en la hierba junto a sus caballos. Las familias se encontraban otro kilómetro y medio más lejos que los tumanes, bien apartados del peligro. Kublai se preguntó qué estaría haciendo Chabi en ese momento. Sabía que esa noche sería peligrosa para él, pero no había mostrado ningún miedo, como si no hubiera hombre sobre la tierra que pudiera hacerle algún daño a su esposo. Kublai la conocía lo bastante bien para notar que, en parte, se trataba de mero fingimiento, pero aun así su actitud le resultaba extrañamente tranquilizadora. La idea de tener que decirle a su esposa y a su hijo que había fracasado era mejor motivación para él que nada que pudiera hacerle Mongke.
La luna se elevó despacio en el firmamento y Kublai se detuvo a observarla, frotándose las palmas húmedas en la armadura y deseando haberse puesto una túnica más ligera. Hasta las noches eran calurosas en un territorio tan meridional y nunca se sentía cómodo. Sus cañones estaban cubiertos por ramas sueltas para disimular sus formas y se dijo que el enemigo no sería capaz de descubrir lo que había hecho. Por sí sola, la artillería habría sido únicamente, a lo sumo, un gesto, una pequeña dosis de terror en la noche antes de que se retiraran y se reinstaurara el orden. Un comandante joven podría haber tomado esa decisión con la intención de matar a unos cuantos y hacer que el enemigo corriera de un lado para otro durante algún tiempo. Kublai se rio para sí. Él esperaba conseguir más. El cálculo de los tiempos sería decisivo y Kublai entrecerró los ojos en la oscuridad, tratando de vislumbrar una señal. Llevaba varios días sin hablar con Uriang-Khadai, aparte de las cortesías más básicas. Era evidente que el orlok estaba resentido por el modo en que Kublai había ejercido su autoridad sobre él, haciendo que una formalidad vacía se convirtiera en una realidad palpable. Kublai notaba que Uriang-Khadai se estaba conteniendo, esperando a que cometiera algún error. La batalla que tenían ante sí era importante en muchos sentidos y le preocupaba todo lo que estaba en juego. No solo tenía que vencer al ejército Song, sino que también tenía que demostrarles a sus generales que era apto para el liderazgo. Kublai sintió que un dolor de cabeza empezaba a martillearle detrás de los ojos y se planteó ir a ver a un chamán para que le diera polvo de corteza de sauce, o bien hojas de mirto. No, no se arriesgaría a estar lejos de su posición cuando llegara la hora.

 

Bayar observó la salida de la luna e inició un suave trote. Calculaba que se encontraba a menos de quince kilómetros al norte del ejército Song, al otro lado del río. Al final, Kublai y él habían acordado perder dos días más en la tarea de trasladar a suficientes hombres a la otra orilla sobre las balsas de piel de borrego. Tres tumanes habían cruzado el río en ese tiempo, la mayor parte del cual había sido destinado a la operación de trasladar sus caballos y sus armas. Las balsas funcionaban y Bayar notaba cómo la exaltación previa a la batalla embargaba a sus filas. Con un poco de suerte, los Song ni siquiera se enterarían de que se habían separado del ejército de Kublai. Bayar aceleró el paso, ajustándolo a la velocidad que estimaba que necesitaban para cubrir la distancia sin cansar en exceso a los caballos. Quince kilómetros no era un trayecto largo para los ponis mongoles. Podían recorrerlo antes de que la luna alcanzara su cénit y, al final, todavía podría ordenar que los caballos emprendieran el galope y saber que responderían.
Lejos del río, el terreno era firme y había escasos obstáculos, aunque a ningún jinete le agradaba cabalgar de noche, fueran cuales fueran las condiciones. Habría caídas y bajas, pero Bayar tenía sus órdenes y se sentía feliz. A su pueblo le encantaban los ataques sorpresa; a él, la mera idea le llenaba de regocijo. El hecho de que Uriang-Khadai se hubiera quedado en la orilla de Kublai ayudaba: el orlok se había mostrado desdeñoso al ver las grandes balsas y Bayar estaba encantado de poder alejarse de su ceñuda mirada. Por otro lado, percibía una camaradería en Kublai que no había esperado encontrar. En muchos aspectos, el hermano del khan no estaba suficientemente capacitado para enfrentarse a uno de los más poderosos enemigos que había conocido la nación en toda su historia y Bayar, sonriendo sobre su caballo, pensó que no tenía ninguna intención de defraudarle.

 

En la distancia, Kublai vio una resplandeciente chispa trazar una línea en el cielo. Desde tan lejos, era poco más que una aguja de luz, que desapareció tan pronto como había aparecido. Había tenido miedo de pasar por alto la señal y ahora intentó relajar sus agarrotados músculos, que había mantenido demasiado tiempo en tensión. Bayar estaba allí y había encendido y lanzado un cohete Chin al aire. Mientras Kublai se volvía para dar las órdenes, otra chispa apareció en el cielo, enviada por si acaso no habían visto la primera. En la otra orilla del río, se oyeron varias voces nerviosas bramando órdenes confusas.
—A mi señal, empezad a disparar —gritó Kublai. Desmontó para ocuparse de su propio artefacto, un largo tubo de pólvora negra apoyado en una estructura de hierro. Acercó una de las lámparas y encendió la mecha, retrocediendo cuando empezó a silbar y chisporrotear antes de elevarse en el aire creando una gran estela de luz.
Los equipos de artilleros habían estado esperando pacientemente a que llegara su momento y, cuando vieron la señal, las enormes máquinas de hierro empezaron a disparar, lanzando sus truenos por encima del río. Los estallidos de luz iluminaron ambas orillas durante brevísimos instantes, estampando fantasmas en la visión de todos los que observaban la oscuridad. No podían ver dónde aterrizaban las balas, pero unos gritos distantes hicieron que los artilleros se echaran a reír mientras limpiaban los tubos y volvían a cargar los cañones, introduciendo en ellos bolsas de pólvora negra y acercando las cañas a los fogones. Las bocas de los cañones vomitaban fuego, pero las propias balas ascendían sin ser vistas hacia el otro lado del curso de agua. Kublai tomó nota de las tandas de disparos con los mejores tiempos y se preguntó cómo podría mejorarlos. Se producía una pausa demasiado larga entre disparo y disparo, pero había alineado casi cien piezas de artillería pesada en las orillas, todas las que podía utilizar contra las posiciones Song. Desde luego, la descarga de artillería sería devastadora. Se imaginó los súbitos destellos y estallidos desde la perspectiva de los Song, a los que seguían el silbido de las balas de piedra destrozando su campamento. Muchos de los proyectiles se desintegraban en el momento de disparar, lo que reducía su alcance, aunque arrojaban afiladísimas esquirlas a lo largo de su trayectoria.
Cualquier otra noche, los soldados Song se habrían retirado rápidamente. Kublai deseó poder oír a los tumanes de Bayar, pero el estruendo de los continuos disparos era demasiado grande. Esperó tanto tiempo como fue capaz y luego lanzó un segundo cohete hacia el cielo nocturno. Los truenos cesaron cuando los equipos lo vieron, aunque unos cuantos disparos resonaron en el aire después de la última descarga. Tras el ruido, la noche se quedó repentinamente silenciosa y la oscuridad fue absoluta. Kublai agudizó el oído. A lo lejos, percibió un ruido nuevo que iba creciendo poco a poco. Soltó una carcajada al reconocer el sonido de los tamborcillos mongoles, que hacían restallar sus propios truenos en la oscuridad de la otra orilla.

 

Bayar nunca había entablado batalla de noche. Había visto la señal del cohete y, a continuación, había contemplado maravillado cómo, en una oleada de destrucción, la orilla del río se encendía con los estallidos dorados. En una ocasión había presenciado una tormenta de rayos sin lluvia durante la cual el denso aire iluminaba a intervalos por fuertes fogonazos de luz. Aquello era similar, pero cada estallido de luz y sonido revelaba una escena del caos que reinaba en el campamento Song. Tenía que confiar en que Kublai detuviera la descarga de la artillería antes de que los guerreros de Bayar estuvieran entre los Song. Los picos de luz le permitieron calcular la distancia de tiro y empezó a vaciar su carcaj de treinta flechas, sacándolas y colocándolas en la cuerda casi sin pensar. No podía apuntar con aquellos fogonazos como única luz, pero contaba con una amplia línea de carga formada por miles de hombres y las flechas salían sin cesar de sus filas. Perdió la cuenta de las que había disparado y solo lo supo cuando sus dedos se cerraron sobre el vacío y, con una maldición, tuvo que colgar el arco del gancho de la silla de montar. Bayar desenfundó la espada y su acción fue imitada a lo largo de la línea.
Los Song les habían oído llegar, pero, entre sus apretadas filas, había cadáveres por doquier. Kublai había tenido mucho más éxito del que podía imaginar. Los soldados Song se habían agrupado en las orillas del río, apiñándose unos junto a otros para repeler el ataque nocturno que pensaron que llegaría a través de las aguas. Las balas de cañón habían excavado senderos carmesí en esa masa de hombres expectantes. Miles habían perdido la vida. Las líneas se habían disuelto en puro pánico cuando los hombres intentaron huir de la terrible muerte invisible que estaba arrasando su campamento. Corrían para ponerse fuera del alcance de los proyectiles, y algunos de ellos arrojaron incluso sus escudos y espadas para correr más deprisa.
Brotando de la oscuridad, las flechas de los tumanes de Bayar hicieron estragos entre los soldados Song que, al verse atrapados entre las fauces mongolas, empezaron a empujarse unos a otros y a dar media vuelta, formando un enorme agolpamiento de hombres en su intento de despejar un camino para huir de la destrucción. Las primeras líneas de Bayar se abalanzaron a toda velocidad sobre un informe montón de soldados, abriendo una brecha entre ellos. Los caballos y los hombres chocaron entre sí y la propia montura de Bayar cayó al suelo tras golpear a un grueso nudo de soldados, que salieron despedidos en todas direcciones. El general se estrelló con fuerza contra el suelo y rodó por encima de alguien, que aulló en su oído. El fuego de los cañones cesó en ese momento y, en la oscuridad, Bayar se encontró luchando a brazo partido con un hombre al que no podía ver. Había perdido la espada, pero llevaba los puños protegidos hasta los nudillos por una malla y golpeó a la oscura figura una y otra vez hasta que se quedó inmóvil.
En el ejército Song reinaba un desorden absoluto. Bayar lanzó una maldición al notar que alguien más chocaba contra él, pero el hombre se levantó y siguió corriendo. Los Song no tenían ni idea de las dimensiones de la fuerza que había salido de la noche para penetrar en sus filas y los oficiales habían perdido el control sobre sus soldados. Los tumanes se mantuvieron unidos, avanzando al paso con sus caballos en formación y matando todo lo que encontraban en su camino.
Bajo la luz de la luna, Bayar vio a un poni y un jinete surgir frente a él.
—¡Dame tu caballo! ¡Y si me hieres, te corto las orejas! —gritó antes de que la espada levantada pudiera descender sobre él.
El guerrero desmontó de inmediato, entregándole las riendas. Otra fila se cernía ya sobre ambos y, de nuevo, Bayar tuvo que gritar para ser reconocido. Se dio cuenta de que no podía dejar allí al guerrero sin montura o sus propios hombres acabarían con él, así que le dijo que subiera a su caballo. El poni resopló al notar el peso extra y Bayar le calmó frotándole las orejas antes de salir trotando hacia la fila precedente. Los mongoles se dispersaron por todo el campamento Song y Bayar vio que algunos de sus hombres habían arrancado las lámparas de los mástiles de los centinelas y las estaban utilizando para prender fuego a las tiendas y los carros. La luz de las llamas empezó a restaurar su percepción del campo de batalla y lo que vio le impresionó y complació. El ejército Song huía a la carrera mientras que él mismo cabalgaba sobre una alfombra formada por miles de cadáveres amontonados unos encima de otros. Las primeras filas seguían matando y, cuando ordenó con un bramido la rotación de las filas frontales, fue más para proporcionar experiencia en batalla a los que iban detrás que para dar un descanso a los brazos de los que se encontraban delante.
Los cuernos respondieron al instante a sus órdenes. Las primeras cinco filas se detuvieron y las siguientes se adelantaron, con Bayar entre ellos. Pasó junto a hombres jadeantes, salpicados de la sangre de sus enemigos, que se encorvaban sobre la parte delantera de sus sillas, reposando los brazos con los que habían manejado la espada en la alta perilla. Muchos de ellos se dirigieron a los hombres de las filas que los adelantaban, preguntándoles dónde habían estado mientras ellos llevaban a cabo el auténtico trabajo. Estaban alegres y animados y Bayar se rio entre dientes mientras seguía avanzando. El resplandor de las llamas fue incrementándose a medida que los guerreros incendiaban más y más tiendas. Frente a él, vio una masa de hombres que se empujaban desesperadamente entre sí para alejarse de la oscura línea de caballos. Bayar vio a un poni sin jinete y paró un momento para que su desconocido compañero se hiciera con la montura. Había un cadáver cerca y descubrió, encantado, que había un carcaj con media docena de flechas junto a él. Descendió de un salto, le dio la vuelta al cuerpo y cogió también un largo cuchillo del suelo, aunque no pudo encontrar la espada. Su fila había continuado sin él y llevó su caballo al trote para ponerse a su altura mientras la matanza se reanudaba.

 

Sumido en un angustioso suspense, Kublai esperaba noticias. Podía oír los sonidos de la batalla a lo lejos, en la oscuridad, los encontronazos y los gritos lanzados por hombres y animales al morir. No tenía forma de saber cómo le estaba yendo a Bayar y deseó que hubiera luz como nunca había deseado nada antes. Se preguntó si los cohetes podrían ser disparados todos juntos para iluminar un campo de batalla, pero solo contaba con una pequeña reserva. Con todo, la idea era tentadora. Era una cosa más a tener en cuenta en el futuro.
—Ya ha pasado suficiente tiempo —dijo, casi para sí mismo. Cogió otro cohete de un montón envuelto en un trapo impregnado con aceite y lo colocó en su horquilla, apuntando hacia el cielo. Este se elevó con un largo y agudo silbido, similar al que producían las puntas de flecha talladas que a veces empleaban los mongoles. Los tumanes, en su lado del río, estaban listos para recibir la señal y empezaron a cabalgar hacia el vado. Si los Song todavía seguían defendiendo su orilla, los tumanes estarían cruzando sin una cobertura apropiada. Sus arqueros lanzarían una lluvia de flechas hacia allá, pero en la oscuridad sería imposible apuntar. Kublai desenvainó la espada, prefiriendo sentir en la mano su tranquilizador peso.
Su montura entró en las aguas del vado junto a millares de otros caballos que intentaban atravesar el río al trote. Kublai sintió cómo su caballo se tambaleaba al pisar en un agujero y enseguida enfundó la espada para no perderla. Necesitaba ambas manos y notó que las mejillas se le calentaban por la vergüenza mientras se esforzaba en mantener el equilibrio sobre la silla.
Bufando y relinchando, su caballo salió trepando por la orilla opuesta y se unió al avance con los demás. Kublai no podría haber controlado al animal ni aunque lo hubiera intentado y se encontró galopando a toda velocidad hacia los sonidos de la batalla. Todos los planes que había trazado se disolvieron en la confusión y perdió la noción de la posición de los tumanes e incluso de la dirección en la que corría. A la luz de las tiendas en llamas, percibió una inmensa masa de hombres. Solo esperaba no estar a punto de cargar contra los tumanes de Bayar. Era inútil tratar de distinguir voces mongolas o a los muchachos tocando los tambores: el ruido de los caballos que le rodeaban ahogaba todo lo demás y, no sabía cómo, se le había metido agua en el oído mientras cruzaba, por lo que estaba sordo de un lado.
Unos doscientos metros por delante de él, las primeras filas salidas del vado del río se encontraron con los soldados Song huyendo en tropel de los tumanes de Bayar. Los guerreros mongoles no habían colocado las cuerdas de sus arcos mientras cruzaban y apenas tuvieron tiempo para sacar las espadas antes de que las dos fuerzas chocaran. Kublai fue incapaz de frenar o desviarse hacia un lado. Atrapado en la melé de caballos al galope, fue arrastrado inexorablemente hacia delante. Se dio unos golpecitos en la cabeza inclinada para despejarse el oído y notó el intenso olor a sangre que flotaba en el aire. Estaba empezando a darse cuenta de que, por muchos beneficios que tuviera un ataque nocturno, tenía el peligro de inducir al caos en ambos bandos. Oyó unos gritos delante de él y el inconfundible sonido de unos guerreros mongoles felicitándose por el triunfo. Kublai trató de evaluar cuánta noche quedaba por la posición de la luna y se preguntó distraídamente dónde estaría Uriang-Khadai. No había visto a su orlok desde la primera tanda de disparos de los cañones. Los vítores se intensificaron y se dirigió hacia ellos, ayudado por el resplandor de las tiendas incendiadas, cuyas llamas habían comenzado a propagarse a través de toda la llanura.
Kublai se detuvo junto a la luz de tres carros que ardían apilados unos contra otros. Con una oleada de alivio, reconoció a Bayar en el grupo de hombres, vociferando órdenes e imponiendo un cierto orden. Cuando el general vio a Kublai, le sonrió de oreja a oreja y cabalgó hacia él.
—La mitad de ellos, como mínimo, se han rendido —le informó Bayar. Hedía a sangre y fuego, pero estaba exultante. Kublai se obligó a adoptar una expresión impasible, recordando de repente que se suponía que debía ser una figura de distante y terrorífica autoridad. Bayar no pareció notarlo—. Hemos destruido a sus mejores regimientos —continuó Bayar— y los que no han echado a correr, han arrojado al suelo sus armas. Hasta que salga el sol no podré conocer los detalles, pero no creo que vayan a contraatacar esta noche. Has obtenido la victoria, mi señor.
Kublai envainó su espada, todavía limpia. Mientras contemplaba las pilas de hombres muertos, experimentó una sensación de irrealidad. El plan había funcionado, pero su mente se llenó con una docena de cosas que podría haber hecho de modo diferente.
—Quiero que investigues la posibilidad de utilizar cohetes para iluminar un campo de batalla —dijo.
Bayar le miró con expresión perpleja, viendo a un joven que apoyaba relajado las manos en la perilla de su silla, con las calzas empapadas. Mientras Kublai recorría con mirada interesada la escena que les rodeaba, Bayar asintió.
—Muy bien, mi señor. Empezaré a hacer pruebas mañana. Primero debería acabar de reunir a los prisioneros. Tendremos que hacer jirones sus propias ropas para atarles.
—Sí, sí, por supuesto —contestó Kublai. Miró hacia el este, pero no había nada que anunciase el amanecer.
De pronto se le ocurrió algo y, sonriendo como un niño travieso, volvió a hablar.
—Envíame al Orlok Uriang-Khadai. Me gustaría oír su valoración de la victoria.
Bayar inclinó la cabeza, reprimiendo su propia sonrisa.
—Como desees, mi señor. Le diré que se presente ante ti en cuanto lo encuentre.

 

El sol salió sobre una escena de completa devastación. En su imaginación, Kublai solo podía compararlo con la descripción que había leído de la batalla de la Boca del Tejón, librada en el norte de las tierras Chin. Millones de moscas se habían congregado sobre los cadáveres de los soldados Song, que eran demasiados para considerar enterrarlos o incinerarlos siquiera. No podían hacer otra cosa que dejarlos atrás, pudriéndose y secándose al sol.
Durante un tiempo, el amanecer había infundido una cierta reanimación: los guerreros dieron caza al resto de regimientos Song y las familias mongolas atravesaron el río con lenta precaución. Los tumanes partieron con los carcajs nuevamente repletos y atraparon a sus dispersos enemigos antes de que el sol hubiera acabado de salir. Miles más fueron forzados a regresar al río, donde les despojaron de armas y armadura y fueron atados con el resto. Entre ellos caminaban algunas mujeres y niños mongoles, que se habían acercado para ver a los temibles hombres que sus maridos, hermanos y padres habían derrotado.
Yao Shu había permanecido en el campamento principal durante la batalla. Atravesó el vado con las familias cuando hubo bastante luz para cabalgar sin caerse al agua. A mediodía, se presentó en la ger de Kublai, montada en el campo de batalla por orden suya. Chabi se encontraba ya allí, mirando con ojos preocupados a su agotado esposo. Iba de aquí para allá sin parar, sacando ropas frescas y preparando suficiente comida para alimentar a cualquiera que fuera a hablar con Kublai. Yao Shu le dio las gracias con una inclinación de cabeza mientras aceptaba un cuenco de algún tipo de guiso y se ponía a comer enseguida para no ofenderla. Se le quedó mirando hasta que se lo terminó todo. Yao Shu se sentó en una cama baja en la que había unos pergaminos que el khan tenía que leer, sin poder hacer o decir nada hasta que le dieran permiso. Aun después de una batalla, las normas de cortesía de las gers se mantenían firmes.
Zhenjin entró a la carrera, derrapando un poco al detenerse, con los ojos muy abiertos. Yao Shu sonrió al niño.
—¡Hay muchísimos prisioneros! —exclamó Zhenjin—. ¿Cómo los has derrotado, padre? He visto chispazos y oído truenos durante toda la noche. No he pegado ojo.
—Sí que durmió —murmuró Chabi—. Ronca como su padre.
Zhenji posó una mirada desdeñosa en su madre.
—Estaba demasiado nervioso para dormir. ¡Vi a un hombre sin cabeza! ¿Cómo hemos podido vencer a tantos soldados?
—Planificando la batalla —respondió Kublai—. Mejores planes y mejores hombres, Zhenjin. Pregúntale a Uriang-Khadai cómo lo hicimos. Él te lo contará.
El pequeño levantó la vista con admiración hacia su padre, pero negó con la cabeza.
—No le gusta que hable con él. Dice que hago demasiadas preguntas.
—Es verdad —coincidió Chabi—. Coge un cuenco lleno y vete a otro sitio a comértelo. Tu padre tiene que hablar con muchos de sus hombres.
—Quiero oírles —dijo el niño casi gimiendo—. Estaré callado, lo prometo.
Chabi le dio un capón y le puso un cuenco en la mano. Zhenjin se marchó lanzándole una mirada furiosa que su madre ignoró por completo.
Kublai se sentó y aceptó su propio cuenco, que acabó enseguida. Cuando estuvo listo, Yao Shu le leyó el recuento de muertos y mutilados, así como el balance del botín que habían conseguido, largas listas que se prolongaron monótonas en el denso aire. Al rato, Kublai le indicó con un gesto que parara. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos y su voz sonó áspera.
—Ya basta. No me estoy enterando. Regresa por la tarde cuando haya descansado.
Yao Shu se levantó e hizo una reverencia. Había entrenado a Kublai desde que era un niño y no sabía cómo podía mostrarle lo orgulloso que se sentía de él. Habían destruido un ejército el doble de grande que el suyo, en territorio extranjero. Las noticias ya estaban viajando hacia Karakorum con los más veloces de sus exploradores. Galoparían hasta las líneas de posta de las tierras Chin y, a partir de ahí, las cartas viajarían más deprisa, llegando a Karakorum en cuestión de semanas. Yao Shu se detuvo en la puerta de la ger.
—Orlok Uriang-Khadai está esperando que decidas sobre los prisioneros, mi señor. Hemos... —consultó un grueso pergamino donde se habían anotado las cuentas, sujetándolo con el brazo totalmente extendido para poder leerlo—. Cuarenta y dos mil setecientos, muchos de ellos heridos.
Kublai hizo una mueca al oír la cifra y se frotó los ojos.
—Alimentadlos con sus propios víveres. Decidiré más tarde lo que haremos con ellos... —se interrumpió cuando Zhenjin volvió a entrar en la ger. La cara del niño estaba increíblemente pálida y respiraba con dificultad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Chabi. Zhenjin simplemente se la quedó mirando.
—¿Y bien, chico? ¿Qué pasa? —dijo Kublai. Alargó la mano y revolvió el pelo de su hijo. El gesto pareció sacarle del trance y Zhenjin habló como si se tragara cada palabra que pronunciaba entre jadeos.
—Están matando a los prisioneros —respondió Zhenjin. Parecía mareado y sus ojos se desviaron hacia el cubo que había a la puerta como si creyera que lo iba a necesitar.
Kublai soltó una maldición. No había dado esa orden. Sin decir nada más, retiró a su hijo a un lado y salió de la tienda. El general Bayar estaba allí, llegando a grandes zancadas a la ger. Pareció aliviado al ver a Kublai. Con un ademán, ordenaron a los sirvientes que les trajeran los caballos y ambos montaron con presteza, internándose al trote en el campamento.
Yao Shu echó una mirada a su propio caballo, vacilando. Nunca había sido muy buen jinete, pero Kublai y Bayar ya se habían ido. Zhenjin salió de la ger y echó a correr tras ellos sin mirar atrás. Suspirando, el anciano llamó a un joven guerrero para que le ayudara a montar.

 

Kublai empezó a pasar junto a filas de prisioneros atados mucho antes de ver a Uriang-Khadai. Ordenados en líneas que se perdían en la distancia, había cuarenta mil hombres arrodillados en el suelo, esperando con la cabeza baja. Algunos de ellos hablaban en susurros y varios alzaron la vista cuando Kublai pasó junto a ellos, pero la mayoría tenían la mirada vacía, con la desolación y la derrota pintadas claramente en sus rostros.
Kublai maldijo entre dientes al ver al orlok haciendo gestos a un grupo de jóvenes guerreros. Ya había docenas de cadáveres decapitados colocados en pulcras líneas y, mientras se acercaba, Kublai vio cómo las espadas se agitaban en el aire y más hombres se desplomaban bajo su mirada. Oyó un tenue gemido de terror brotar de los que estaban más cerca de ellos y el sonido le llenó de ira. Se contuvo cuando Uriang-Khadai alzó la mirada y le vio. No podía humillar a su orlok delante de los hombres, por mucho que lo deseara.
—No he dado la orden de matar a los prisioneros —dijo. Kublai permaneció montado intencionadamente, para poder mirar desde arriba a su general.
—No quería molestarte con pequeños detalles, mi señor —respondió Uriang-Khadai. Parecía ligeramente desconcertado, como si no pudiera entender por qué el hermano del khan le interrumpía mientras cumplía con su deber. Kublai notó cómo la ira afloraba de nuevo y volvió a controlarla.
—Cuarenta mil hombres no son un detalle, orlok. Se han rendido ante mí y me corresponde a mí ahora proteger sus vidas.
Uriang-Khadai se agarró las manos detrás de la espalda y apretó los labios.
—Mi señor, son demasiados. ¿No estarás pensando en dejarlos marchar a todos? Tendríamos que enfrentarnos a ellos de nuevo.
—Te he dicho cuál es mi decisión, orlok. Que les den de comer y atiendan sus heridas. Luego, libérales. Después de eso, te veré en mi ger. Eso es todo.
Uriang-Khadai guardó silencio mientras digería las noticias. Después de un momento demasiado largo, inclinó la cabeza, justo antes de que Kublai le relevara de su autoridad en un arrebato de furia.
—Como desees, mi señor —dijo el orlok—. Pido disculpas si te he ofendido.
Kublai hizo caso omiso de sus palabras. Yao Shu y Bayar acababan de llegar y Kublai lanzó una breve mirada a Yao Shu antes de volver a hablar. Primero en un mandarín fluido y luego chapurreando el cantonés, Kublai se dirigió a los prisioneros que podían oírle.
—Os permitiré vivir y regresar a vuestro hogar. Haced corred la voz. Llevad la noticia de esta batalla con vosotros y decidle a todo el que escuche que habéis sido tratados con clemencia. Sois súbditos del gran khan y estáis bajo mi protección.
Yao Shu asintió hacia él satisfecho y Kublai dio media vuelta a su caballo y clavó en él los talones. Notó la furiosa mirada de Uriang-Khadai posada en su espalda durante mucho tiempo, pero no le importaba. Tenía planes para las ciudades Song, planes que no podían empezar con la masacre de unos hombres desarmados.
En el camino de regreso a la ger, vio a su hijo corriendo a su lado, con la cabeza gacha y resoplando. Kublai tiró de las riendas y alargó la mano hacia él. Zhenjin se aferró a su brazo y su padre le izó y le sentó en la silla detrás de él. Continuaron así cabalgando juntos y, al rato, Kublai notó que su hijo se revolvía incómodo sobre el caballo. Zhenjin había visto cosas terribles ese día. Kublai llevó la mano hacia atrás y palmeó la pierna del chico.
—¿Les has ordenado que dejaran de matar a esos hombres? —preguntó Zhenjin con un hilo de voz.
—Sí, sí, ya han parado —respondió Kublai y, un momento después, sintió cómo el peso que se apoyaba en su espalda aumentaba: su hijo se había relajado.

 

Alamut era un lugar de quietud y de calma. A lo largo de su vida, Hulegu había encontrado escasas cosas que amar en las ciudades, pero había algo en esa fortaleza espartana que le atraía. Se sorprendió a sí mismo al notar una punzada de pesar al pensar que tenía que destruirla. Se había situado en el muro más alto, bajo la poderosa luz del día, y contemplaba el paisaje de montañas que se extendía muchos kilómetros en la distancia. Incluso se preguntó por un momento si podría dejar a cien familias allí con el encargo de mantener el lugar en funcionamiento para el khan, pero no era más que una fantasía. Había visto el arroyuelo que discurría detrás de los edificios principales. Los animales que vivían junto a él solo podían sustentar a unos pocos. La fortaleza estaba tan completamente aislada que no podía imaginar que se comerciara en ella o que se organizara cualquier otra cosa que implicara un contacto con el mundo. Alamut no custodiaba ningún paso en las montañas, no poseía ningún valor estratégico. Había sido el lugar perfecto para los Asesinos, pero no era apropiada para nada más.
Mientras caminaba por las murallas, Hulegu se tropezó con el cadáver de una joven y tuvo cuidado de no pisar el charco de pegajosa sangre que rodeaba su cabeza. La miró y frunció el ceño. Había sido una mujer hermosa. Supuso que el arquero que le había atravesado el cuello con su flecha lo había hecho desde lejos. Era una pena.
Habían invertido todo un día en introducir a doscientos hombres en la fortaleza, ya que los guerreros habían tenido que ascender a pie el difícil y estrecho sendero de uno en uno y luego sujetar la puerta al siguiente. Rukn-al-Din no pudo evitarlo y carecía del coraje necesario para arrojarse por el precipicio. Tampoco se lo hubieran permitido, pero habría sido una tentativa honorable. Los mongoles se habían desperdigado por las estancias y pasillos de Alamut con tranquila deliberación mientras los Asesinos Ismaelitas simplemente les observaban, inmóviles, respetando aún la autoridad de Rukn-al-Din. Cuando comenzó la matanza, se dispersaron para intentar proteger a sus familias. Hulegu sonrió al recordarlo. Sus guerreros habían arrasado el castillo, habitación por habitación, piso por piso, atravesando con sus espadas y sus flechas a todo lo que se movía. Durante un tiempo, un grupo de Asesinos se había encerrado en una estancia, bloqueando la entrada, pero la puerta cayó bajo las hachas mongolas y fueron arrollados. Otros habían luchado. Hulegu se asomó por encima de las almenas para observar el distante patio, donde habían depositado los cadáveres de sus propios hombres. Treinta y seis habían sido asesinados, un número mayor de lo que esperaba. La mayoría habían muerto debido a que los Asesinos empleaban hojas envenenadas, con heridas a las que, de otro modo, habrían sobrevivido. Al atardecer, solo Rukn-al-Din seguía con vida, sentado en el patio, sumido en una pesada desesperación.
Hulegu era consciente de que había llegado el momento de acabar de una vez. Tendría que dejar a algunos hombres atrás, pero para destruir, no para vivir. Les llevaría meses echar abajo la fortaleza y no podía esperar mientras Bagdad se resistía ante su ejército. Había sido un riesgo, un lujo incluso, ir en busca de los Asesinos, pero no se arrepentía. Por un breve periodo de tiempo, había caminado sobre los pasos de Gengis.
Tardó una eternidad en descender los escalones de piedra excavados en la parte interior de los muros. Por fin, Hulegu salió a la luz y, acostumbrado a la penumbra, el sol radiante le hizo parpadear. Rukn-al-Din estaba sentado con las rodillas apretadas contra el pecho, los ojos enrojecidos. Cuando Hulegu apareció ante él, alzó la vista y tragó saliva, nervioso, sabiendo con certeza que estaba a punto de morir.
—Levántate —le ordenó Hulegu.
Uno de sus guerreros le dio un fuerte puntapié y Rukn se puso en pie a trompicones, tambaleándose ligeramente debido al cansancio. Lo había perdido todo.
—Dejaré a unos cuantos hombres aquí para que destruyan la fortaleza, piedra a piedra —dijo Hulegu—. No puedo quedarme más tiempo. De hecho, no debería haber invertido tanto tiempo para venir aquí. Cuando vuelva por este camino, espero tener oportunidad de visitar las otras fortalezas que controlaba tu padre —sonrió, regodeándose en la derrota absoluta infligida sobre el enemigo que tenía en su poder—. ¿Quién sabe? Lo único que queda vivo en Alamut son las ratas, y saldrán huyendo de las llamas cuando la arrasemos.
—Tienes lo que querías —replicó Rukn con voz ronca—. Podrías dejarme marchar.
—No derramamos la sangre de la realeza —contestó Hulegu—. Era una norma de mi abuelo y yo la respeto. —Vio que un destello de esperanza se encendía en los ojos de Rukn. La muerte de su padre había quebrado el espíritu del joven. No dijo nada mientras los mongoles recorrían Alamut como una plaga de langostas, confiando en que le perdonaran la vida. Levantó la cabeza.
—¿Voy a vivir? —preguntó.
Hulegu se echó a reír.
—¿No acabo de decir que respeto al gran khan? Ningún filo te cortará, ninguna flecha atravesará tu carne —Hulegu se giró hacia los guerreros que rodeaban a Rukn-al-Din—. Sujetadle contra el suelo.
El joven chilló cuando las manos de sus enemigos le agarraron, pero eran demasiados y su resistencia fue inútil. Le cogieron de los brazos y las piernas y las estiraron, dejándole tendido e indefenso en medio del patio.
Hulegu le dio una patada en las costillas con todas sus fuerzas. Las oyó romperse pese al aullido de Rukn. Le propinó dos patadas más, notando cómo las costillas se hundían en la carne.
—Deberías haberte cortado el cuello —le dijo Hulegu mientras Rukn-al-Din jadeaba, loco de dolor—. ¿Cómo puedo respetar a un hombre que ni siquiera es capaz de hacer eso por su pueblo? —Hizo un gesto con la cabeza a un guerrero y este empezó a pisotear con violencia el destrozado pecho. Hulegu estuvo observando un rato y luego se alejó, satisfecho.