XXXIX

 

EN lo alto de las colinas verdigrises, Kublai era incapaz de descansar. Se levantó y se asomó a las espaciosas llanuras del valle, que aparecía engañosamente calmo y apacible desde aquella altura. El delgado hilo de un arroyuelo pasaba por su derecha, de modo que podía sacar el brazo y ahuecar la mano para beber cuando sentía sed. Era un día caluroso y el cielo estaba azul y sin una sola nube. Conocía aquella tierra y, después de haber pasado tanto tiempo en territorios Song, estar en casa todavía le conmovía en lo más profundo de su ser.
Detrás de él, oyó jurar a uno de sus hombres, un guerrero que estaba trepando con esfuerzo por rocas resbaladizas, pero no se volvió, deleitándose en la contemplación de aquella cálida vastedad, absorbiendo la sensación de espacio y de silencio. Tras días y noches de duras cabalgadas, estaba cansado, pero era presa de una febril expectación y le temblaban las manos. Arik-Boke estaba en algún lugar ahí fuera, donde no podía verle. Kublai había elaborado sus planes y preparado a sus hombres, pero por ahora todo se reducía a esperar. Si Arik-Boke salía de Karakorum en su busca estarían preparados. Si permanecía en la ciudad, lo aplastarían como a una pulga atrapada en la costura de una prenda.
Después de haber pasado tanto tiempo junto a ellos, era raro no tener a sus hombres de más rango a su lado. Bayar seguía en el norte ruso, mientras que Uriang-Khadai se hallaba en las distantes colinas, tras regresar de su misión con Hulegu. Los echaba de menos a ambos, pero a ninguno tanto como a Yao Shu. Debido a su avanzada edad, el monje Chin era demasiado frágil y delicado para cabalgar con los tumanes. Yao Shu había partido por fin hacia su monasterio. El tiempo y la edad nos arrebatan hasta las llamas más luminosas, se dijo Kublai. Elevó una plegaria silenciosa pidiendo al cielo que le permitiera volver a ver a su amigo.
Por primera vez en años, Kublai estaba solo con sus guerreros. Contra él, Arik-Boke contaba con los tumanes de Mongke, que habían jurado prestarle leal servicio. Kublai hizo una mueca al pensarlo. La fuerza no haría que su hermano entrara en vereda, no por sí sola.
Había corrido un gran riesgo al ponerse en contacto con Hulegu. Su hermano mayor podría haber escuchado lo que Uriang-Khadai tenía que decir y haber partido de inmediato a defender el khanato de Arik-Boke. Uriang-Khadai le había transmitido las palabras de Hulegu, pero Kublai era consciente de que no podía confiar en ellas ciegamente. Si Hulegu prestaba su apoyo a Arik-Boke, otro año más y otro hermano muerto se sumarían al costo de la guerra. Kublai había perdido toda ilusión. En el silencio, mientras sus tumanes se desperezaban y descansaban y comían a su alrededor, rezó por que su hermano mayor conservara el sentido común y se mantuviera bien lejos.
Kublai alzó la cabeza al oír el tintineo de unas campanas, perceptible en la quietud de las montañas pese a la lejanía. En esta ocasión, no era un correo de los yans, sino el pequeño rebaño que había enviado a pastar con un par de exploradores. A pie, confiaba que serían capaces de aproximarse a Karakorum sin que nadie los interpelase. No esperaba su regreso hasta un mes después y había emplazado su campamento en los collados, lejos de la ciudad de su hermano. Durante un momento, trató de adivinar lo que podría significar ese retorno anticipado, pero enseguida lo dejó. Observó la empinada pendiente de rocas herbosas que llevaba hasta su elevada posición y vio las figuritas de unos hombres arreando a unas cabras y ovejas. Tendría que esperar un tiempo todavía hasta saber qué información tenían para él.
Kublai se giró y vio a su hijo inclinado sobre las rocas en una postura precaria para tomar un trago de agua.
—Cuidado —advirtió—. Esto es muy resbaladizo.
El rostro de Zhenjin adoptó una expresión desdeñosa ante la sugerencia de que pudiera caerse. Sorbió un poco de agua del arroyuelo, recibiendo más en su túnica que en su garganta. Kublai le sonrió, pero cuando recuperó su mirada de centinela, Zhenjin se quedó donde estaba, echándose hacia atrás lo bastante como para apoyarse en las rocas con algo parecido a la comodidad.
—He oído a los hombres hablar sobre lo que vas a hacer —dijo Zhenjin.
Kublai no le miró.
—Estoy seguro de que sabes que no me gustan las habladurías —contestó.
El joven se revolvió en su asiento, doblando una pierna, que apoyó en la roca, para descansar los codos en la rodilla elevada.
—No se están quejando —dijo—. Solo están hablando, eso es todo.
Kublai se armó de paciencia. Al fin y al cabo, no tenía nada que hacer hasta que sus espías le informaran.
—¿Qué están diciendo, entonces? —preguntó.
Zhenjin le miró con una sonrisa de oreja a oreja.
—Dicen que, cuando todo esto termine, serás emperador.
—Si sobrevivo, eso... es cierto —respondió Kublai—. Seré khan de la nación y emperador de China.
—¿Significa eso que yo seré emperador después de ti? —inquirió el joven.
Al oírle, Kublai le miró, con la boca temblándole de ganas de reír.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Gobernar el mundo?
—Creo... Creo que sí, que me gustaría —dijo Zhenjin, con expresión reflexiva.
—Entonces haré lo que pueda para que eso suceda, hijo mío. Eres sangre de mi sangre, huesos de mis huesos. Le daré nombre a una dinastía y tú la continuarás.
—¿Por eso vamos a luchar, entonces? ¿Para ser emperadores?
Kublai se rio entre dientes.
—Hay cosas peores por las que luchar —miró por encima de su hombro a los vasallos que reposaban en los riscos de la montaña, la gran mayoría de ellos ocultos en los valles y grietas que había a sus espaldas—. Creo que sería mejor khan que Arik-Boke, Zhenjin. Esa es otra de las razones. Pero un padre trabaja por sus hijos e hijas. Dedica su fuerza y juventud a criarlos, a proporcionarles cuanto puede. Cuando tengas tus propios hijos, lo entenderás.
Zhenjin consideró la idea con gran seriedad.
—Ofreceré la amnistía a las ciudades cuando sea emperador. Seré amado y no temido.
Kublai asintió.
—O ambas cosas, hijo mío, si tienes suerte.
—Me gustaría cambiar el mundo, como has hecho tú —dijo Zhenjin.
Kublai sonrió, pero había una sombra de amargura en su sonrisa.
—Solía hablar sobre estas cosas con tu madre, Zhenjin. Es una mujer de una rara capacidad —por un momento, recordándola, sus ojos se perdieron en la distancia—. ¿Sabes? Una vez le dije algo parecido y ella me respondió que cualquiera podía cambiar el mundo, pero que nadie podía cambiarlo para siempre. Dentro de cien años, nadie que conozcas estará vivo. ¿Qué importará entonces si luchamos o si simplemente pasamos los días durmiendo al sol?
Zhenjin le miró parpadeando, incapaz de comprender el extraño estado de ánimo de su padre.
—Si no importa, entonces, ¿por qué vamos a luchar contra tu hermano? —preguntó.
—Tal vez no me haya expresado bien. Quiero decir que no importa si cambiamos el mundo. El mundo seguirá adelante y nuevas vidas llegarán y partirán. El propio Gengis dijo que sería olvidado y, créeme, dejó una larga sombra. ¡Sí importa cómo vivimos, Zhenjin! Importa que, durante nuestro breve momento bajo el sol, usemos lo que se nos ha dado —sonrió al ver que su hijo se esforzaba por asimilar la idea—. Es todo lo que puedes decir, cuando llega el final: «No desperdicié mi tiempo». Creo que eso importa. Creo que tal vez sea lo único que importa.
—Entiendo —dijo Zhenjin.
Kublai alargó una mano y le revolvió el pelo con rudeza.
—No, no lo entiendes. Pero lo entenderás, quizá, dentro de unos años —miró por encima de los peñascos hacia donde estaban sus pastores, progresando lentamente—. Disfruta de los momentos apacibles, Zhenjin. Cuando comience la lucha, este será un recuerdo agradable.
—¿Puedes derrotarles? —preguntó Zhenjin, mirando a su padre a los ojos.
Kublai se dio cuenta de que su hijo tenía miedo y se obligó a sí mismo a relajarse.
—Creo que sí, sí. No existen las certezas.
—Tienen más tumanes que nosotros —continuó Zhenjin, insistiendo para provocar una reacción en su padre.
Kublai se encogió de hombros.
—Los enemigos siempre nos superan en número. No creo que supiera qué hacer si me topara con un ejército más pequeño que el mío —se percató de que aquella forzada despreocupación no estaba sirviendo para tranquilizar a su hijo y su tono se tornó serio—. No soy el primer hombre que intenta discurrir cómo contrarrestar las ventajas de un tumán mongol en batalla. No obstante, soy el primero de nosotros que lo intenta. Conozco nuestras tácticas mejor que ningún otro hombre vivo. Creo que puedo idear unos cuantos trucos nuevos. Los guerreros de mi hermano han pasado los últimos años ablandándose en las inmediaciones de la capital. Mis tumanes están habituados a luchar todos los días, a cada paso. Y están habituados a ganar. Nos los comeremos vivos.
Su hijo esbozó una ancha sonrisa ante su bravuconada y Kublai se rio con él.
—Ahora, vete a practicar tus movimientos, Zhenjin. No vamos a ir a ninguna parte durante un tiempo.
Su hijo refunfuñó un poco, pero, bajo la mirada de su padre, encontró un espacio llano entre las rocas y empezó la fluida serie de movimientos y posturas que había aprendido de Kublai. Yao Shu le había enseñado las secuencias años atrás, cada una de ellas con su propio nombre e historia.
Kublai le observaba con mirada crítica, recordando a Yao Shu, que nunca se había dado por satisfecho. La perfección en una secuencia de movimientos, sencillamente, no existía, pero la meta era siempre aproximarse a ella lo más posible en cada patada, bloqueo o giro.
—Gira la cabeza antes de moverte —indicó Kublai. Zhenjin titubeó.
—¿Qué? —preguntó sin mover la cabeza.
—Tienes que imaginarte que tus oponentes te atacan desde más de una dirección. No es una danza, recuérdalo. El objetivo es romper un hueso cada vez que des un golpe o lo rechaces. Imagínatelos a todos ellos rodeándote y responde a la amenaza.
Kublai gruñó, aprobador, al ver que su hijo giraba la cabeza con rapidez y luego rechazaba una patada imaginaria con un amplio bloqueo circular. Bajo la atenta mirada de Kublai, su hijo clavó una mano-cuchillo con los dedos estirados y rígidos en una garganta invisible.
—Mantente ahí y fíjate en tu pierna retrasada —dijo Kublai. Observó cómo Zhenjin ajustaba su postura, agachándose ligeramente antes de continuar. Una oleada de afecto por su hijo atravesó a Kublai. Sería estupendo poder darle un imperio.

 

Mientras cabalgaba, Arik-Boke podía oler su propio sudor, el agrio olor de un animal saludable. No se había permitido debilitarse durante su periodo como khan. Su cuerpo, achaparrado, nunca había poseído gracia, pero era fuerte. Se enorgullecía de ser capaz de agotar a hombres más jóvenes en cualquier competición. Desde temprana edad, había sido consciente de una gran verdad, que la resistencia residía tanto en la voluntad como en la condición física. Emitió un gruñido entre dientes, resoplando a través de su destrozada nariz. Poseía la voluntad, la capacidad para hacer caso omiso del dolor y la incomodidad, para llevarse a sí mismo más allá de los límites de hombres más débiles. La justificada ira que había sentido cuando le informaron de la traición de Kublai no le había abandonado ni por un solo momento desde ese día. Los sufrimientos y las quejas de la carne no le importaban nada mientras su hermano estuviera atravesando las llanuras para desafiarle.
Sus tumanes se habían contagiado de su ánimo y cabalgaban con adusta determinación mientras recorrían por separado la tierra en busca de cualquier rastro del traidor. Arik-Boke apenas conocía a los hombres que le seguían, pero le era indiferente siempre que obedecieran a su khan. Sus oficiales superiores estaban distribuidos a lo largo de una inmensa línea, cada uno de ellos al mando de su propia fuerza de cuarenta mil. Dos de ellos igualarían a cualquier ejército que Kublai pudiera llevar al campo de batalla, estaba seguro. Cuando los cinco se reunieran como dedos formando un puño, Arik-Boke aplastaría la arrogancia de su hermano.
Resultaba placentero planear su venganza mientras cabalgaba. Había habido demasiados hombres en la nación que creían que podían gobernar. Incluso los hijos de Gengis se habían declarado la guerra entre ellos. Guyuk Khan había sido asesinado en una cacería, aunque Arik-Boke sospechaba que Mongke había preparado su muerte. Ese tipo de cosas ya eran historia, pero podía emplear la muerte de Kublai como un hoja candente para sellar una herida. Podía crear una historia que propagara el miedo allí donde sus enemigos se reunieran a conspirar. Sería bueno darle a Kublai un castigo ejemplar. Sus rivales dirían que el khan había destruido a su propio hermano y sentirían miedo. Arik-Boke asintió para sí, saboreando las sensaciones que estaba experimentando. Kublai tenía esposa e hijos. Todos ellos seguirían a su hermano a la muerte cuando la rebelión hubiera sido sofocada.
Cuando distinguió a sus batidores, que llegaban a galope tendido desde el oeste, se enderezó sobre la silla. Los tumanes que acompañaban al khan eran el núcleo central de un total de cinco, mientras que su orlok, Alandar, comandaba el ala derecha en dirección al sur. Arik-Boke empezó a respirar más deprisa y sintió cómo subía la temperatura de su cuerpo. Alandar conocía las órdenes. No habría enviado a los exploradores a menos que hubiera avistado por fin al enemigo.
Los veloces jinetes atravesaron por delante de la primera fila de los tumanes, desviándose para penetrar entre los hombres hacia el lugar donde ondeaban los estandartes de Arik-Boke. Miles de guerreros les observaban mientras se acercaban al khan y maniobraban con sus monturas entre las líneas. Los vasallos del khan utilizaron sus caballos para bloquear su paso e impedir que llegaran demasiado cerca, un signo del nuevo miedo que había nacido en la nación desde la muerte de Mongke.
Arik-Boke no necesitaba esperar a que les registraran y les hicieran pasar hasta él. El explorador más próximo estaba a solo un par de caballos de distancia y le gritó una pregunta.
El explorador asintió.
—Les hemos visto, mi señor khan. A unos sesenta y cinco kilómetros, más o menos.
Era todo cuanto necesitaba oír y despidió al batidor con un gesto de la mano, enviándole de vuelta con su jefe. Sus propios exploradores habían estado esperando a que les diera la orden. En cuanto la oyeron, espolearon a sus monturas para que iniciaran el medio galope. Las noticias serían retransmitidas a través de distintos puntos, haciendo que todos los tumanes se congregaran: un martillo formado por las más peligrosas fuerzas de combate que nadie hubiera reunido jamás. Arik-Boke esbozó una ancha sonrisa mientras desviaba a su caballo hacia el oeste y le hincaba los tacones. Tras él, los bloques de guerreros girarían también, transformándose en una lanza que se hundiría de lleno en las esperanzas de su hermano.
Alzó la vista hacia el sol, calculando el tiempo que tardarían en establecer contacto con Kublai. La llamarada de entusiasmo se apagó tan rápido como se había encendido. El explorador había recorrido ya sesenta y cinco kilómetros, lo que significaba que las fuerzas de Kublai habían actuado con libertad durante medio día. Para cuando los tumanes de Arik-Boke le alcanzaran, habría caído la tarde o incluso la noche.
Arik-Boke empezó a sudar otra vez, preguntándose qué orden debería dar para atacar a una fuerza que todavía no podía ver, una fuerza que, sin lugar a dudas, se habría movido para cuando llegara a la zona. Cortó por lo sano sus dudas. El plan era bueno y, si no conseguía que su hermano entrara en batalla hasta el día siguiente, al final tampoco importaría.

 

Kublai fijó la mirada en un único punto de las distantes colinas, esperando confirmación. Allí. Una vez más, vio el fugaz destello amarillo, apareciendo y desapareciendo en un instante. Dejó salir el aire lentamente. Estaba sucediendo, por fin. Las tabas habían sido lanzadas y él tendría que observar cómo caían.
—Responde con una bandera roja —le dijo a su explorador. A kilómetros de distancia, aquel que había enviado la señal estaría aguardando una respuesta. Kublai mantuvo la vista fija en el borroso punto mientras su hombre desplegaba una tela roja tan larga como él mismo y la agitaba durante un momento.
—Espera... espera... ahora, amarillo —ordenó Kublai. Ahora que sus planes realmente iban a ser puestos en práctica, sintió que se liberaba de parte de la tensión. Las banderas de señales no eran una herramienta nueva para comunicarse a larga distancia, transmitiendo el mensaje de valle a valle mediante hombres situados en las cumbres de las colinas. Con todo, Kublai había refinado la técnica, utilizando un sistema de cinco colores que podía combinarse para enviar una sorprendente cantidad de información. El lejano observador habría visto las banderas y habría transmitido el mensaje, cubriendo los kilómetros con más celeridad de lo que podía hacerlo un caballo.
—Bien —dijo Kublai. El explorador alzó la vista, pero Kublai estaba hablando consigo mismo—. Ahora, veremos si los hombres de mi hermano tienen estómago para luchar por un khan débil.