XXIV

 

XUAN, Hijo del Cielo y heredero del imperio Chin, contempló la especular superficie del lago de Hangzhou y escuchó las risas de sus hijos, que estaban jugando a salpicarse unos a otros bajo el sol. Podía ver cómo las ondas que producían en la orilla se extendían hacia aguas profundas, donde un barquero pescaba truchas y observaba con demasiada desfachatez a la familia del emperador Chin. Xuan suspiró para sí. Era poco probable que un hombre tan humilde fuera un espía de la corte Song, pero nunca se podía saber. En sus años de apacible cautiverio, Xuan había aprendido a no confiar en nadie aparte de su mujer y sus hijos. Siempre había alguien vigilando e informando de todas sus palabras y actos. En el pasado había creído que con el tiempo llegaría a acostumbrarse, pero, de hecho, era justo al contrario. Cada vez que sentía unos ojos posarse sobre él, era como si clavaran una aguja una y otra vez en una piel ya sensible hasta que sentía unos deseos irrefrenables de increpar al espía y de gritarle. En una ocasión lo había hecho y el desafortunado escriba que le había enfurecido había sido retirado sigilosamente de su puesto, solo para ser reemplazado por otro antes de que acabara el día. No disfrutaba de una auténtica privacidad. Xuan había entrado en tierras Song para escapar de un ejército mongol y los Song nunca habían tenido demasiado claro qué debían hacer con él. Era primo carnal del emperador Song y tenía que ser tratado con respeto. Al mismo tiempo, las ramas gemelas de la familia llevaban siglos sin ser amigas ni aliadas y, lo que era más importante, Xuan había perdido sus tierras, su riqueza y su poder: un signo seguro de que la mala suerte acechaba su casa. La verdad era que la suerte había desempeñado un papel muy pequeño en las tragedias que había sufrido. Los ejércitos de Gengis habían conquistado Yenking, su capital. Xuan había sido traicionado por sus propios generales y le habían obligado a hincar la rodilla ante el khan. Incluso décadas más tarde, los recuerdos se agitaban inquietos bajo la expresión de calma que mostraba al mundo. Yenking había sido arrasada, pero los lobos de Gengis no habían dejado de perseguirle, nerviosos y salvajes. Había pasado su juventud huyendo de ellos, de ciudad en ciudad, año tras año. Los hijos y hermanos de Gengis habían devastado sus tierras hasta que el único lugar seguro era el territorio Song al otro lado de la frontera. Había sido la peor de todas las elecciones, pero era la única que le quedaba.
En un principio, Xuan había creído que le harían asesinar. Cuando lo trasladaron por las distintas regiones Song, de noble a noble, solía salir de un salto de la cama ante cualquier crujido que escuchara en la noche, convencido de que por fin habían llegado para matarle. Había creído firmemente que simularían un atraco para explicar su muerte y después colgarían a unos cuantos campesinos de cara a la galería. Sin embargo, la primera década había concluido sin que nadie llegara a ponerle un cuchillo en la garganta. El viejo emperador Song había fallecido y Xuan ni siquiera estaba seguro de que su hijo todavía recordara su existencia. Observó la arrugada piel del dorso de sus manos y cerró los puños, estirándolas. ¿Realmente habían pasado dieciséis años desde que cruzara la frontera con los últimos restos de su ejército? Tenía cuarenta y nueve años y aún se acordaba del muchacho orgulloso que había sido una vez, arrodillado ante Gengis delante de su capital. Aún se acordaba de las palabras que el khan le había dicho: «Todos los grandes hombres tienen enemigos, emperador. Los tuyos sabrán que te puse la espada en el cuello y que ni todos los ejércitos y ciudades de los Chin pudieron retirar ese filo».
Los recuerdos parecían formar parte de otra época, otra vida. Los mejores años de Xuan habían transcurrido mientras era un prisionero, un esclavo, esperando ser recordado y asesinado con sigilo. Había visto cómo se marchitaba su juventud, empujada por silenciosos vientos.
Una vez más, contempló el lago y a los jóvenes hombres y mujeres que se estaban bañando. Sus hijos e hijas, que habían alcanzado la edad adulta. Su vista ya no era tan aguda como antaño y veía las figuras borrosas. Xuan suspiró para sí, inmerso en una melancolía que parecía arrebatarle los días y alejarlos girando de él, de modo que rara vez se sentía en el mundo y, en ocasiones, lo percibía solo de manera vaga. Los destinos de sus hijos le entristecían más que el suyo propio. Después de todo, él había conocido la libertad, al menos durante un tiempo. Su hijo mayor, Liao-Jin, era un joven amargado, de espíritu ruin, que constantemente ponía a prueba la paciencia de su hermano y hermanas. Xuan no culpaba a Liao-Jin por sus defectos. Recordaba cómo le había consumido su propia frustración, antes de conseguir por fin ser indiferente al paso de las estaciones. Leer le ayudaba. Había encontrado un pergamino recién copiado de las Meditaciones de Marco Aurelio en la biblioteca. Aunque no comprendía todo lo que decía, había algo en su mensaje de aceptar el propio destino que se ajustaba a su situación.
Xuan seguía echando de menos a su esposa, muerta diez años atrás de una enfermedad que la devoró por dentro. En aquellos días había escrito numerosas cartas, rompiendo su silencio para suplicar a la corte Song que le enviaran médicos que pudieran salvarla. Nadie había llegado y cada vez que le habían permitido visitarla, la había encontrado un poco más débil. Su mente se alejó bruscamente de aquel tema, como hacía con tantas otras cosas. No se atrevía a dejar que sus pensamientos deambularan por los airados caminos de su interior.
Una bandada de patos pasó volando por encima de su cabeza y Xuan alzó la vista para mirarlos, envidiando su capacidad para volar y aterrizar allí donde querían. Era algo tan sencillo, la libertad, y tan escasamente apreciado por aquellos que la tenían. Xuan recibía un estipendio mensual para ropa y manutención. Tenía criados que le atendían y sus habitaciones estaban siempre bien amuebladas, aunque rara vez se le permitía permanecer en un lugar durante más de un año. Tras la muerte de su esposa, le habían permitido incluso vivir con sus hijos, aunque descubrió que, por decir poco, la situación tenía sus pros y sus contras. Aun así, no sabía nada del mundo exterior, o de la política de la corte Song. Vivía en un aislamiento casi absoluto.
Liao-Jin salió del lago, su esbelto cuerpo chorreando agua. Su pecho desnudo estaba bellamente musculado y llevaba unos pantalones de lino con cinturón que se le pegaban a las piernas. Al salir del agua empezó a temblar, la piel del joven se erizó en la brisa y sacudió su larga melena negra. Se secó con la toalla con una brusca eficiencia y miró hacia su padre, recuperando su habitual ceño. Con veinte años, era el mayor de sus hijos, uno de los tres que Xuan se había llevado consigo cuando cruzó la frontera Song tantos años antes. La última, ahora una niña de doce años, había nacido sin conocer ningún otro modo de vida. Xuan le sonrió cuando la saludó con la mano desde el agua. Con sus hijas era un padre indulgente y cariñoso, pero le costaba serlo con sus dos hijos.
Liao-Jin se metió una prenda sencilla por la cabeza y se ató el pelo hacia atrás. Podría haber sido un joven pescador, sin signo alguno de rango o de riqueza. Xuan le observó, preguntándose cuál sería su humor después del baño. Por el rabillo del ojo, miró a su hijo subir hacia él por la pequeña playa de guijarros. En ocasiones, Xuan apenas podía recordar al muchacho brillante y alegre que había sido Liao-Jin. No había olvidado el momento en que su hijo comprendió su situación por primera vez. A partir de entonces, había habido lágrimas y ataques de furia y silencios enfurruñados casi a diario. Xuan nunca sabía qué se podía encontrar.
Liao-Jin se sentó en las piedras y recogió las rodillas, rodeándolas con las manos para mantenerse caliente.
—¿Le has escrito al prefecto, como dijiste que harías? —preguntó de repente.
Xuan cerró los ojos un instante, cansado de la conversación aun antes de que empezara.
—No dije que fuera a escribirle. Lleva mucho tiempo sin contestarme.
La boca de Liao-Jin se torció en una mueca desagradable.
—Bueno, ¿por qué iba a hacerlo? ¿Acaso le sirves para algo?
El muchacho agarró un puñado de guijarros y los arrojó al agua con un gesto destemplado. Una de sus hermanas chilló, aunque no le había dado. Cuando vio quién había lanzado las piedras, meneó la cabeza con gesto reprobatorio y avanzó unos pasos, adentrándose un poco más en el mar.
Cuando Liao-Jin volvió a hablar, su tono era casi un gemido.
—Sabes que no hay ninguna ley que me prohíba unirme al ejército Song, padre. Piensen lo que piensen de ti, podría ascender. Con el tiempo, tal vez podría tener una casa propia. Podría casarme.
—Eso me gustaría —coincidió Xuan, con voz distante.
—¿Te gustaría? No has escrito al único hombre que podría estar de acuerdo. No has hecho nada, como siempre, y entretanto los días pasan tan despacio que no puedo soportarlo más. Si mi madre estuviera viva...
—Pero no lo está —repuso Xuan, y su propia voz se endureció en consonancia con la de su hijo—. Y no hay nada que yo pueda hacer hasta que este prefecto se traslade a otro puesto, o se muera. Ahora mismo, no creo que lea mis cartas siquiera. ¡Hace ocho, no, diez años que no responde a ninguna! —Su humor se había agriado, la paz del día se había evaporado bajo la feroz mirada de su hijo.
—Preferiría estar en prisión que estar aquí contigo —le dijo Liao-Jin entre dientes—. Al menos allí podría soñar con la liberación. Aquí, no tengo ninguna esperanza. ¿Me haré viejo? ¿Esperas que te cuide cuando pierdas la cabeza y yo esté todo arrugado y no sirva para nada? No lo haré. Antes me sumergiría en el lago, o me ataría una cuerda al cuello. O al tuyo, padre. Quizá entonces me liberarían de este cautiverio.
—Tengo sirvientes que me cuidarían si enfermara —dijo Xuan con voz débil.
Odiaba la amargura que percibía en su hijo, pero la comprendía bien. Él había sentido lo mismo durante mucho tiempo; parte de él todavía la sentía. Liao-Jin era como un palo que removía el fondo fangoso de su alma y Xuan se resistió, retirándose físicamente y poniéndose en pie para no tener que escuchar nada más. Levantó la cabeza para llamar a sus otros hijos y se detuvo. Las torres distantes de Hangzhou se elevaban a su alrededor, un lago que había sido creado por alguna dinastía antigua más de mil años antes. En los escasos días en que le daban permiso para visitarlo, casi nunca le molestaba nadie y, sin embargo, distinguió una tropa de caballería descendiendo al trote hacia las riberas del lago. Mientras los observaba con vago interés, el grupo se desvió dirigiéndose hacia él. Xuan volvió en sí, sobresaltado.
—Salid del agua, todos —dijo—. Daos prisa, vienen unos hombres.
Sus hijas emitieron un breve chillido y Chiun, el hermano de Liao-Jin, salió a la carrera, salpicando las secas piedras de la orilla. Los jinetes rodearon la ribera en curva: Xuan cada vez estaba más seguro de que venían a por él. No pudo contener el espasmo de miedo que agitó su corazón. Incluso Liao-Jin se había quedado callado, y sus rasgos habían adoptado una expresión severa. No era imposible que los soldados hubieran recibido orden de hacerlos desaparecer por fin y ambos lo sabían.
—¿Has escrito a alguien por tu cuenta? —le preguntó Xuan a su hijo, sin retirar la vista de los desconocidos que se aproximaban a caballo. Liao-Jin vaciló lo suficiente para que su padre supiera que lo había hecho. Xuan soltó una maldición entre dientes.
—Espero que no hayas llamado la atención de alguien que desee nuestra desgracia, Liao-Jin. Nunca hemos estado entre amigos.
Los soldados pararon a solo veinte pasos de las temblorosas muchachas, que se desplazaron para acercarse más a su padre y hermanos. Xuan ocultó su miedo cuando el oficial, una figura baja y fornida de pelo canoso y rostro rubicundo y ancho, casi cuadrado, que rebosaba salud, desmontó, tiró las riendas por encima de la cabeza de su caballo y, bajo la mirada de toda la familia, avanzó con amplias zancadas hacia el pequeño grupo.
Cuando se inclinó ante él, Xuan se fijó en el diminuto símbolo del león grabado en la armadura de escamas del oficial. No conocía todos los rangos del ejército Song, pero sabía que aquel hombre había demostrado su valía como arquero y espada, además de haber aprobado un examen de táctica en uno de los cuarteles de la ciudad.
—Este humilde soldado es Hong Tsaio-Wen —dijo el oficial—. Tengo orden de escoltar a su majestad Xua, Hijo del Cielo, al cuartel Leopardo para equiparle con una armadura.
—¿Qué? ¿Qué ha pasado? —exigió saber Xuan, incrédulo.
Tsaio-Wen le miró fijamente a los ojos, sin pestañear.
—Los hombres de su majestad se han reunido allí —contestó, manteniendo la jerga formal que le impedía dirigirse a Xuan directamente—. Su majestad querrá unirse a ellos —levantó un brazo para señalar a sus hombres y Xuan vio que habían traído un caballo extra, que le esperaba ensillado—. Su majestad deseará venir conmigo ahora.
Xuan notó cómo una aguja de hielo le atravesaba el corazón y se preguntó si había llegado el momento en el que el emperador Song finalmente se había cansado de su existencia. Era posible que le llevaran a algún lugar para ser ejecutado y que le hicieran desaparecer sin ruido. Sabía que discutir no serviría de nada. Xuan había conocido a muchos soldados y oficiales Song durante los dieciséis años de cautividad. Si pedía una explicación o los motivos de aquel viaje, Tsaio-Wen simplemente repetiría sus órdenes con plácida indiferencia, siempre con una cuidada educación. Xuan se había acostumbrado a los muros de piedra de las maneras Song.
Para su sorpresa, fue su hijo el que habló.
—Me gustaría acompañarte, padre —dijo Liao-Jin con voz suave.
Xuan hizo una mueca de dolor. Si se trataba de la orden de ejecutarle, la presencia de su hijo significaría únicamente que habría un segundo cadáver junto al suyo cuando se pusiera el sol. Negó con la cabeza, esperando que su gesto fuera respuesta suficiente. Sin embargo, Liao-Jin avanzó dos pasos, situándose frente a él.
—Han permitido que tus hombres se reúnan después de ¿cuánto tiempo? Esto es importante, padre. Déjame ir contigo, pase lo que pase.
El oficial Song podría haber estado hecho de piedra, tal fue su falta de reacción ante lo que había oído. Sin poder contenerse, Xuan le miró por encima del hombro de su hijo y habló.
—¿Por qué se me necesita ahora, después de tanto tiempo?
El soldado permaneció callado mirando al frente con unos ojos que parecían de cristal negro. Con todo, su actitud no era en absoluto agresiva. Hacía mucho tiempo que Xuan no tenía la oportunidad de juzgar el ánimo de los hombres que se dedicaban a la lucha, pero tampoco percibía violencia alguna en el resto de la reducida tropa. Se decidió.
—Liao-Jin, te nombro oficial yinzhan de segundo grado. Te explicaré tus deberes y responsabilidades más adelante.
Su hijo se ruborizó de placer e hincó una rodilla en el suelo, agachando la cabeza. Xuan apoyó la mano en la nuca de su hijo durante un momento. Años antes, habría reprimido cualquier tipo de gesto afectuoso, pero ahora le daba igual que un puñado de indignos soldados Song le estuviera mirando.
—Estamos listos —le dijo Xuan a Tsaio-Wen.
El oficial negó brevemente con la cabeza antes de hablar.
—Solo tengo un caballo de refresco y mis órdenes son llevar a su majestad al cuartel. No tengo orden de llevar a nadie más.
Habló con un tono desabrido y Xuan notó que la antigua ira se removía en él, una ira que, durante años, no se había permitido sentir. Un hombre de su posición no podía tener honor, no podía permitirse ser orgulloso. Y, sin embargo, dio un paso hacia el soldado y se inclinó, con los ojos chispeantes de furia.
—¿Quién eres para hablarme de esa manera? ¿Tú, un soldado comeperros sin linaje? Lo que yo decida hacer no es asunto tuyo. Dile a uno de tus hombres que desmonte y regrese a pie, o cédeme tu propia montura.
Hong Tsaio-Wen había vivido toda su existencia sometido a una rígida jerarquía. Reaccionó ante la seguridad de Xuan como lo habría hecho ante cualquier otro oficial superior. Agachó la cabeza y el brillo desafiante desapareció de sus ojos. En aquel momento Xuan supo con certeza que no se trataba de un destacamento de ejecución. Un remolino de ideas empezó a girar en su cabeza mientras Tsaio-Wen, en tono seco y brusco, transmitía las órdenes a sus hombres y uno de ellos desmontaba.
—Dile a tu hermano que se lleve a sus hermanas a casa —dijo Xuan en voz alta a Liao-Jin—. Tú me acompañarás al cuartel. Así sabremos qué es eso tan importante que les ha movido a molestarme.
Liao-Jin apenas consiguió ocultar sus emociones mixtas de regocijo y pánico cuando les transmitió el mensaje a sus hermanos. Había cabalgado unas cuantas veces en su vida, pero nunca había montado un caballo entrenado para la guerra. Mientras corría hacia su montura y se encaramaba a la silla de un salto, temió avergonzar a su padre. El animal bufó al notar a un jinete desconocido y la cabeza de Xuan giró de repente, con gesto meditabundo.
—Espera —le dijo a su hijo. Recorrió con la vista los demás caballos y encontró uno que aguardaba la marcha plácidamente, sin rastro de la tensión acumulada de la primera montura. Xuan lanzó una mirada de reojo a Tsaio-Wen y percibió su disimulada rabia. Tal vez el oficial no hubiera escogido deliberadamente al animal menos dócil de su tropa, pero lo dudaba. Habían pasado muchos años desde la última vez que Xuan había tratado con soldados, pero enseguida recuperó los antiguos hábitos. Se dirigió con amplias zancadas hacia otro jinete y levantó la vista hacia él con absoluta certidumbre de que sería obedecido.
—Desmonta —ordenó.
El soldado casi ni miró a Tsaio-Wen antes de levantar una pierna y descender de un salto al suelo.
—Este —indicó Xuan a su hijo.
Liao-Jin no había entendido lo que su padre estaba haciendo, pero él también desmontó y se aproximó a la nueva montura, tomándola de las riendas.
Xuan asintió sin darle ninguna explicación y luego alzó la mano brevemente para despedirse del resto de su familia. El pequeño grupo parecía desamparado, con la mirada clavada en su padre y su hermano, que montaron y se alejaron por la orilla del lago, emprendiendo el regreso a la ciudad de Hangzhou.