XVIII
LOS prisioneros fueron
amarrados por las muñecas a unos postes de hierro que habían sido
hundidos en el suelo de la gran plaza de Ta-li mucho tiempo atrás,
con el fin de atar a criminales condenados. Para cuando llegó Meng
Guang, el sol estaba alto en el cielo y hacía mucho calor en la
ciudad, y una inmensa multitud se había congregado en la plaza,
llenándola en todas direcciones. Una unidad de sus guardias tuvo
que despejar el camino utilizando unos palos para que Meng Guang
pudiera supervisar el castigo y luego llevaron una confortable
silla a la plaza para que el prefecto reposara sus ancianos huesos.
Otro grupo de hombres erigió un palco para protegerle del sol y,
mientras se acomodaba, dio unos sorbos a una bebida fría. Su rostro
no revelaba ninguna emoción.
Cuando por fin estuvo listo, Meng Guang hizo
un gesto hacia los hombres situados junto a los postes, cada uno de
los cuales sujetaba un pesado látigo. Las cuerdas eran de cuero
engrasado, gruesas como el dedo de un niño, de modo que caían sobre
la carne con un golpe sordo tan doloroso como el impacto de un
garrote. Meng Guang confiaba en que los mongoles chillaran,
humillándose. Estaban hablando entre sí, animándose a mantener el
valor, supuso. Se dio cuenta asimismo de que los traductores Chin
estaban hablándole a la multitud. El más menudo, Lee Ung, se
agitaba en sus ligaduras mientras les echaba una perorata. Meng
Guang meneó la cabeza: ese traidor nunca comprendería a los
campesinos Song. Para ellos, los nobles vivían en otro plano de la
existencia, tan elevado por encima del suyo que les resultaba
incomprensible. El prefecto observó cómo su dócil pueblo miraba
fijamente a los prisioneros, con expresiones vacías. Uno de ellos
se agachó incluso para coger una piedra y la arrojó con fuerza
contra él, haciendo que Lee Ung se encogiera de dolor. Ante eso,
Meng Guang se permitió esbozar una pequeña sonrisa, que ocultó
llevándose la copa a los labios.
Los primeros latigazos comenzaron con un
ritmo regular. Como había esperado, los hombres Chin aullaron y
trataron de liberarse de sus ataduras, arqueando la espalda y
tirando de los postes de hierro como si creyeran que podían
arrancarlos del suelo. Los mongoles soportaron los golpes como
estúpidos bueyes y Meng Guang frunció el ceño. Envió a uno de sus
guardias a dar la orden de que les pegaran con más fuerza y se
relajó en su silla cuando el sonido y la velocidad se
intensificaron. Para su sorpresa, vio que uno de ellos se reía ante
un comentario de otro mongol. Meng Guang meneó ligeramente la
cabeza, pero era un hombre paciente. Había otros látigos, con
dientes de afilado metal cosidos al cuero. Haría que esas temibles
armas silbaran para ellos.
Lee Ung llevaba apenas un año al servicio de
Kublai. Se había alistado en los ejércitos del hermano del khan
cuando los tumanes atravesaron las tierras septentrionales Chin,
cubriendo miles de granjas en una vasta zona. En aquel momento
había sabido que aquella empresa entrañaba unos riesgos, pero la
paga era buena y llegaba con regularidad y, además, siempre se le
habían dado bien las lenguas. Con lo que no había contado era con
que el viejo tonto que estaba al cargo de la ciudad de Ta-li le
capturara y le torturara.
El dolor era insoportable, simplemente.
Llegó una y otra vez al punto en que ya no podía más y, sin
embargo, el castigo continuó. Estaba atado al poste y no tenía
escapatoria, no había modo de que la tortura parara. Lloró y
suplicó ante cada latigazo, haciendo caso omiso de los mongoles,
que miraban hacia otro lado, avergonzados. Alguno de ellos le gritó
animándole a que se mantuviera en pie, pero no tenía fuerza en las
piernas y colgaba contra el poste, sostenido solo por las cuerdas
de las muñecas. Anhelaba desmayarse o volverse loco, cualquier cosa
que pudiera alejarle de allí, pero su cuerpo se negaba a
desfallecer y se mantenía alerta. Si acaso, sus sentidos se
agudizaron y el dolor empeoró hasta que no podía creer que hubiera
nada que pudiera hacerle sufrir más que aquellos latigazos.
Oyó al prefecto dar una orden con voz seca y
en toda la plaza cesó el azotamiento. Lee Ung se levantó con
esfuerzo, obligando a sus rodillas a sostenerle. Miró a su
alrededor y escupió sangre: se había mordido la lengua. La plaza
era parte de un antiguo mercado situado cerca de las murallas de la
ciudad. Desde su sitio, podía ver la enorme puerta que ocultaba el
ejército de Kublai. Lee Ung gimió ante la idea de que sus
rescatadores estuvieran tan cerca y, aun así, no pudieran verles.
No podía morir. Era demasiado joven y ni siquiera se había
casado.
Vio cómo los ensangrentados látigos eran
lavados en unos cubos y luego pasaban a otros hombres que los
aceitaban y envolvían en una tela protectora. Con temor creciente,
distinguió otros rollos que unos guardias estaban sacando y
disponiendo en el suelo. Lee Ung se esforzó por ver mejor,
poniéndose de puntillas para saber qué contenían mientras los
soldados retiraban el grueso lienzo de los fardos. La muchedumbre
empezó a murmurar, expectante, y Lee Ung volvió a gritarles a voz
en cuello, ya ronco.
—¡Cientos de cañones aguardan al otro lado
de estos muros, listos para convertirlos en escombros! —bramó—. ¡Os
enfrentáis a un enorme ejército y sin embargo un noble príncipe ha
prometido que ni una sola vida se perderá en Ta-li! Os ofrece
clemencia y dignidad, pero vosotros capturáis a sus hombres y los
torturáis con latigazos. ¿Cómo reaccionará ahora, cuando vea que no
regresamos? ¿Qué hará entonces? Como nuestra sangre está siendo
derramada, así será derramada la vuestra, la de todo hombre, toda
mujer y todo niño de esta ciudad. Recordad entonces que eso es lo
que habéis elegido. ¡Que podríais haber abierto vuestras puertas y
vivir!
Entonces vio cómo su torturador desenrollaba
un largo látigo y se desmoronó, desesperado, al distinguir el
brillo del metal entre las cuerdas. En una ocasión, Lee Ung había
presenciado cómo un hombre era despellejado hasta morir, un
violador que había sido capturado por las autoridades de su ciudad
natal. Al recordarlo, se le quedó la boca seca. Su vejiga se
vaciaría, su cuerpo se convertiría en un amasijo de temblores y
espasmos incontrolables al ser fustigado. En algún lugar lejano,
Lee Ung oyó un suave silbido. El sonido se hizo más y más fuerte y
la multitud salió con un respingo de su ensoñación cuando un objeto
pesado golpeó la enorme puerta de entrada a la plaza, creando un
eco que resonó por encima de sus cabezas.
—¡Ahí viene! —les chilló Lee Ung con voz
estridente—. El destructor está aquí. Derrocad a vuestros amos y
vivid, o las calles estarán teñidas de rojo cuando se ponga el
sol.
Se oyó otro poderoso impacto y, a
continuación, dos más: los artilleros de Kublai buscaban la mejor
posición de tiro. Una bala de cañón pasó sobrevolando la plaza, sin
rozar siquiera la muralla y esfumándose antes de destrozar un
tejado justo al otro lado de la plaza. Cuando el fugaz borrón de la
bala desapareció, el gentío se estremeció.
—¡Ahí viene! —gritó Lee Ung de nuevo, loco
de alivio. Oyó a alguien dar una orden, pero seguía teniendo el
cuello estirado para mirar hacia la temblorosa puerta y no vio al
guardia llegar hasta él y cortarle la garganta con un único y
eficiente movimiento. Los mongoles de los postes bramaron
indignados mientras su sangre salpicaba el seco terreno. Empezaron
a tirar de los postes, moviéndolos adelante y atrás, arrojando todo
su peso contra lo que los sujetaba. Meng Guang volvió a hablar y
otro grupo de soldados desenfundó sus espadas en el mismo momento
en que la puerta de la ciudad se desplomaba con estrépito.
En la nube de polvo que brotó de las
murallas, la multitud pudo distinguir una línea de jinetes
mongoles, negros contra la luz del sol, y de inmediato empezó a
dispersarse, aterrorizada, mientras los jinetes penetraban en la
ciudad en filas perfectas.
Meng Guang se incorporó poco a poco mientras
la plaza se vaciaba, con el semblante de una palidez antinatural.
Tambaleándose, se puso en pie y observó cómo su mundo se
desmoronaba a su alrededor. Se había convencido a sí mismo de que
el ejército de las afueras de Ta-li no existía, de que nada que el
enemigo pudiera hacer influiría sobre él. Y, sin embargo, habían
entrado y le obligaban a verles. Meng Guang se quedó paralizado,
tan conmocionado que su mente se había quedado completamente en
blanco. Vagamente, se dio cuenta de que sus guardias abandonaban
los sangrientos postes para protegerle, con las espadas en alto.
Movió la cabeza en una lenta negación, como si pudiera denegar la
entrada a Ta-li aun entonces.
Con largos estandartes de seda ondeando a
derecha e izquierda, el enemigo cabalgaba por la ciudad en una
reluciente armadura que destellaba al sol. Meng Guang miró
boquiabierto a Kublai, que se detuvo cerca del grupo de hombres
armados, desdeñando la amenaza que representaban. Kublai sabía que
los que le rodeaban podían inundar el aire de flechas al menos
signo de agresión, pero los guardias de Meng Guang permanecieron
inmóviles. Su moroso acercamiento los amilanó, haciéndoles sentir
que era invulnerable, tan superior a ellos en estatus que les era
imposible amenazarle. Bajo su hostil mirada, muchos de los soldados
bajaron la vista, como si el propio sol les quemara los ojos.
Kublai vio a un anciano marchito de aire
desorientado, vestido con unas túnicas limpias, que se erguía ante
él con la mirada vacía. Las masas habían huido y en la plaza
reinaba un silencio absoluto.
En esa calma, uno de los mongoles atados
consiguió arrancar su poste de hierro de las piedras que lo
sujetaban. Rugió, triunfante, y, agarrándolo como un arma, se
dirigió hacia Meng Guang con intención clara. Kublai levantó una
mano y el hombre se detuvo al instante, mientras su pecho subía y
bajaba por la intensa emoción que le embargaba.
—Dije que no destruiría Ta-li —intervino
Kublai en perfecto mandarín—. ¿Por qué no me escuchaste?
La mirada de Meng Guang estaba perdida en la
distancia y su mente se había convertido en un mero bulto helado,
incapaz de responder. Había vivido largos años y había sido
prefecto de la ciudad durante décadas. Había sido una buena vida.
Oyó la voz del enemigo como juncos susurrando en la oscuridad, pero
no respondió. No podían obligarle a acusar recibo de su presencia.
Se preparó para la muerte, inspirando una larga bocanada de aire y
soltándola poco a poco de modo que los veloces latidos de su
corazón adoptaron un ritmo regular.
Al no obtener ninguna reacción, Kublai
frunció el ceño. Veía el miedo en los soldados del prefecto y la
ira en los rostros de sus propios hombres, pero el prefecto se
erguía en la plaza mirando la ciudad como si fuera el único hombre
allí. Una brisa sopló y Kublai meneó la cabeza, rompiendo el
hechizo. Había visto el cadáver de Lee Ung colgando de las muñecas
y tomó su decisión.
—Provengo de una casa noble —dijo Kublai—.
Mis tierras del norte estuvieron una vez unidas a los territorios
Song bajo el gobierno de un solo emperador. Así será de nuevo.
Reclamo esta ciudad como propia, por derecho. Mi protección, mi sombra, se extiende
sobre todos vosotros a partir de este momento. Rendíos ante mí y
mostraré clemencia, como un padre hacia sus hijos.
Meng Guang no dijo nada, aunque levantó por
fin la vista y su mirada se encontró con la de Kublai. Casi como un
escalofrío, negó con la cabeza.
—Muy bien —continuó Kublai—. Veo que tendré
que decepcionar a un amigo. Llevaos a este y colgad su cadáver de
las murallas. El resto vivirá.
Observó atentamente cómo el mongol que iba
cargado con el poste de hierro se abría paso entre los guardias y
empujaba a Meng Guang hacia la primera fila. El viejo avanzó sin
protestar y sus guardias no movieron un dedo. No se atrevían a
mirarse entre sí, comprendiendo al fin que sus vidas dependían de
una sola palabra de ese extraño príncipe que hablaba la lengua de
la autoridad.
—Nunca falto a mi palabra —dijo Kublai a los
guardias, mientras se llevaban a Meng Guang—. Vuestro pueblo
llegará a saberlo, con el tiempo.
Cuando se detuvo y le pasó su águila
cazadora a su adiestrador, Hulegu resoplaba ligeramente. El ave
chilló y batió las alas, pero el hombre la conocía bien y la calmó
poniéndole la mano en el cuello.
El general Kitbuqa llevaba un cernícalo con
manchas blancas en el brazo derecho, pero de su cinturón colgaban
solo dos palomas y en su rostro había pintada una expresión agria.
Hulegu le sonrió de oreja a oreja mientras desmontaba y descargaba
un ciervo de pequeño tamaño, cuya cabeza colgaba sin vida. Su
cocinero era persa, un hombre de la zona que afirmaba haber
trabajado en el pasado al servicio del mismo califa. Cuando le
habían capturado, en el camino de regreso a la ciudad desde algún
mercado distante, Hulegu le había incorporado a su personal. Le
complacía alimentarse con comidas que debería estar disfrutando el
califa, aunque se cercioraba bien de que alguien las probara
primero. El cocinero hizo una reverencia al recoger el cadáver del
animal, sin quitarle la vista de encima al águila, que se revolvió.
Su pueblo amaba la cetrería. Los halcones y los cernícalos eran
considerados tesoros, pero las enormes águilas eran prácticamente
desconocidas en aquella región. El ave de color dorado oscuro que
descansaba en la muñeca del adiestrador valía una fortuna.
Hulegu miró hacia Bagdad, a solo tres
kilómetros hacia el norte. Sus ejércitos habían rodeado la antigua
ciudad amurallada, hasta el punto de bloquear el Tigris con
pontones que habían construido durante su ausencia. En todas
direcciones, veía las manchas oscuras de sus tumanes, aguardando
pacientemente. El califa se había negado a destruir las murallas
como expresión de su buena fe. Hulegu todavía conservaba la carta
en algún lugar, entre sus cosas. Las palabras en sí estaban claras,
pero seguían siendo un misterio para él. El hombre había hablado
sobre los seguidores de Mahoma, seguro de que se levantarían para
defender el centro de su fe. Hulegu se preguntó dónde estarían
todos aquellos fieles mientras su ejército cercaba la ciudad. En
una generación anterior, el califa podría haber tenido razón, pero
Gengis se había abierto paso por medio de terribles masacres a
través de la región, no una vez, sino dos. A Hulegu le divertía
pensar en los supervivientes, que apenas habrían empezado a
levantarse de entre los escombros cuando se encontraron con que,
después de haber pasado por el territorio Xi Xia, Gengis volvía por
allí en su última campaña. Bagdad carecía del respaldo con el que
había contado en siglos anteriores, pero el califa parecía casi
inconsciente de su propio aislamiento.
Hulegu aceptó un zumo de naranja, que había
sido refrescado en el río durante la noche. Lo apuró de un trago y
le lanzó la copa a un criado sin volverse a mirar si la había
atrapado. El pueblo de Bagdad no compartía la confianza de su amo
en Dios. Todas las noches, algunos de ellos descendían con cuerdas
por las irregulares murallas, arriesgándose a romperse todos los
huesos. Hulegu no tenía ni idea de cuántas personas había en el
interior de la ciudad, pero cada amanecer otro centenar aparecía
ante sus ojos, empujado como ganado por sus guardias. Casi se había
convertido en un juego para ellos. Hulegu permitió que practicaran
el tiro con arco sobre los grupos, entregándoles a los hombres y
los niños para su cruento ejercicio y dejándole las mujeres y las
adolescentes a aquellos que habían complacido a sus oficiales. El
califa no se había rendido. Hasta que lo hiciera, dispondría a su
antojo de las vidas de los que capturaran.
Hulegu oyó el sonido de carne
chisporroteando en grasa caliente: su cocinero había puesto unos
filetes recién cortados de venado en la sartén. En el aroma se
percibían unas trazas de ajo y se le hizo la boca agua. Aquel
hombre era una maravilla. Las miserables palomas de Kitbuqa no
añadirían mucha carne al almuerzo del general, se dijo, pero,
claro, es que había una diferencia entre las águilas y los
halcones. Su águila podía derribar incluso a un lobo. Hulegu y ella
eran iguales, se dijo complacido. Los depredadores no necesitaban
clemencia. Envidiaba la perfecta e inquebrantable impiedad de su
ave. No tenía dudas ni miedos, nada que pudiera perturbar a una
mente dedicada solo a matar.
Una vez más, posó la mirada en Bagdad y
apretó la boca, de modo que sus labios formaron una fina línea. Sus
cañones apenas habían conseguido mellar las piedras de la muralla.
Gracias al diseño de los muros defensivos de la ciudad, construidos
en declive, las balas rebotaban sobre ellos, causando escasos
daños. Cuando la pólvora negra se terminara, solo le quedarían las
catapultas de torsión y los pesados fundíbulos. Con el tiempo, esas
máquinas de guerra también derrumbarían los muros, pero carecían de
ese terrorífico rugido, no transmitían esa sensación de poder de
los dioses. Era bien sabido que en los alrededores de Bagdad no
había grandes rocas en muchos kilómetros a la redonda, pero sus
hombres habían previsto ese inconveniente, y las habían ido
recogiendo en carros en su camino hacia el sur. En un momento dado,
se agotarían y tendría que enviar a sus tumanes a recoger
más.
Hulegu hizo una mueca, cansado de tener los
mismos pensamientos dándole vueltas en la cabeza cada día que
pasaba. Tenía la posibilidad de asaltar los muros en cualquier
momento, pero sus enemigos seguían siendo fuertes. Unos defensores
tenaces podían eliminar a cuatro o cinco de sus hombres por cada
hombre que perdieran ellos. Después de todo, ese era el propósito
de los castillos y las ciudades amuralladas. Verterían nafta y
arrojarían rocas a los que intentaran escalar. Sería una carnicería
y no quería ver cómo perdían la vida miles de sus hombres, por
mucha riqueza que, supuestamente, encerraran sus muros. Siempre
sería mejor echar abajo las murallas con sus proyectiles, o dejar
que el hambre hiciera que el califa entrara en razón.
—Si me haces esperar mucho más —murmuró
Hulegu, con la mirada fija en la distante ciudad—, lo vas a pasar
mal.
El general Kitbuqa alzó la vista al oírle
hablar y Hulegu se dio cuenta de que todavía abrigaba la esperanza
de que le invitara a compartir su almuerzo. Sonrió, recordando el
picado de su águila. Había demasiada carne para un solo hombre,
pero no se ofreció a compartirla. Los halcones y las águilas no
volaban juntos, se recordó a sí mismo. Pertenecían a razas
diferentes.
El califa al-Mustasim era un hombre
preocupado. Sus antepasados habían conseguido reunir un pequeño
imperio en torno a Bagdad que había perdurado cinco siglos, con la
ciudad como su joya más preciada. Había sobrevivido incluso a los
ataques de Gengis cuando barrió toda la zona décadas atrás. A
al-Mustasim le gustaba creer que Alá había impedido que los ojos
del khan mongol, aunque la tuviera ante sí, pudieran ver la ciudad,
haciendo que pasara junto a ella sin detenerse. Tal vez fuera
cierto. Al-Mustasim no solo pertenecía al linaje real de los
abasidas, sino que era también el líder de los miembros de la fe
musulmana en el mundo, para quienes su ciudad era una luz que los
iluminaba a todos. Seguro que había ejércitos dirigiéndose a
liberar Bagdad, ¿no? Entrelazó las manos y sintió cómo sus dedos se
deslizaban unos sobre otros por el sudor mientras los juntaba y
separaba, una y otra vez. El califa era un hombre de constitución
corpulenta, cuya carne había ido ablandándose a lo largo de años de
lujo. Sintió la pegajosa transpiración de sus axilas y chasqueó los
dedos para que unas jóvenes esclavas se aproximaran y le secaran
con unos paños. No logró apartar de su mente sus atemorizados
pensamientos mientras le atendían, levantándole los brazos y
limpiando la suave extensión morena que quedó expuesta al retirar
sus sedas y sus capas. Las esclavas habían sido elegidas por su
belleza, pero ese día no tenía ojos para ellas. Apenas se dio
cuenta de que una de ellas cogía unos pegajosos caramelos de un
cuenco y se los metía en la boca como si estuviera engordando a un
toro premiado en un concurso.
Mientras estaba tumbado sobre un diván, un
montón de niños entró riendo en la habitación y el califa los miró
con cariño. Traían consigo ruido y vida, suficiente para penetrar
en la sorda desesperación que le abrumaba.
—¡La qamara!
—exigió su hijo, levantando hacia él una mirada implorante. Los
demás niños esperaban junto a él con la esperanza de ver aquella
maravilla y la expresión de al-Mustasim se suavizó.
—Muy bien, pero solo un poco y después
regresaréis a vuestros estudios —concedió.
Agitó una mano y se dispersaron con gritos
de alborozo delante de él. El ingenio había sido construido
siguiendo las especificaciones del gran científico musulmán, Ibn
al-Haitham. «Qamara» era sencillamente la palabra árabe para
«habitación oscura», pero al final se había quedado con ese nombre.
Solo unos pocos criados le acompañaron cuando recorrió el pasillo
que conducía a la estancia donde había sido instalado. Los
chiquillos corrían frente a él, entusiasmados, contándoles a
aquellos que todavía no lo habían visto todo cuanto podían
recordar.
El ingenio era una habitación en sí misma,
una amplia estructura de tela negra cuyo interior estaba tan oscuro
como la noche. Al-Mustasim observó afectuosamente el cubo, tan
orgulloso como si lo hubiera inventado él mismo.
—¿Quién de vosotros va a ser el primero?
—preguntó.
Todos saltaron gritando su propio nombre y
el califa eligió a una de sus hijas, una niña pequeña llamada Suri.
Mientras la colocaba en el lugar adecuado, la niña temblaba de
placer. Cuando cayó la cortina, sumiéndolos a todos en la
oscuridad, los niños lanzaron chillidos nerviosos. Sus criados
trajeron una llama y pronto la pequeña Suri estuvo iluminada por la
viva luz de las lámparas. Ante la atención de la que era objeto, la
niña se atusó y al-Mustasim se rio entre dientes al verla.
—Los demás podéis atravesar ahora ese
tabique. Cerrad los ojos y no los abráis hasta que yo lo
diga.
Le obedecieron y avanzaron palpando a través
de la capa de tela negra.
—¿Estáis preparados? —preguntó.
La luz de las lámparas que iluminaban a Suri
pasaría a través de un diminuto agujero en la tela. No comprendía
del todo cómo la luz podía transportar la imagen invertida de la
niña, pero allí estaría, dentro de la habitación, con ellos, en
luces y sombras. Era un prodigio y sonrió mientras les decía que
abrieran los ojos.
Oyó cómo los niños, maravillados, soltaban
una exclamación y se instaban unos a otros a mirar.
Antes de que al-Mustasim pudiera organizar
el siguiente turno, para que Suri fuera sustituida por otro de los
niños, oyó la voz de su visir, Ahriman, hablando fuera con los
criados. Al-Mustasim frunció el ceño: su momento de simple gozo
había quedado arruinado. Ese hombre nunca le dejaba en paz.
Al-Mustasim suspiró mientras Ahriman carraspeaba desde el exterior
de la qamara, reclamando su atención.
—Lamento molestarte, califa. Traigo unas
nuevas que debes conocer.
Al-Mustasim dejó a los niños con sus juegos,
que ya habían empezado a tornarse traviesos en la oscura tienda.
Parpadeó al regresar a las habitaciones iluminadas por el sol y
dedicó un momento a enviar a un par de criados a asegurarse de que
los niños no rompían nada.
—¿Y bien? ¿Ha cambiado algo desde ayer, o
desde el día de antes de ayer? ¿Seguimos rodeados de infieles, de
sus ejércitos?
—Así es, califa. Al amanecer, enviaron otra
descarga de flechas por encima de las murallas.
Sostenía una en la mano, con el pergamino
todavía atado a su alrededor. Ya había desenrollado otro y lo alzó
para que su amo lo leyera. Al-Mustasim le detuvo con un gesto como
si su tacto pudiera contaminarle.
—Vuelven a pedirnos que nos rindamos, estoy
seguro. ¿Cuántos de estos mensajes hemos visto ya? Su líder nos
amenaza y nos hace promesas, nos ofrece la paz y luego nos asegura
la aniquilación. Nada ha cambiado, Ahriman.
—En este mensaje dice que aceptará nuestro
tributo, califa. No podemos seguir ignorándole. Este Hulegu ya se
ha hecho famoso por su codicia. En todas las ciudades que destruye,
sus hombres entran y preguntan: «¿Dónde está el oro? ¿Dónde están
las joyas?». No le importa que Bagdad sea una ciudad sagrada, solo
que posee cámaras del tesoro repletas de metales preciosos.
—¿Quieres que le entregue la riqueza de mi
estirpe?
—¿A cambio de salvar la ciudad de las
llamas? Sí, califa, sí. No va a marcharse. Lleva el olor de la
sangre pegado a los orificios de la nariz y el pueblo tiene miedo.
Por todas partes corren rumores de que los árabes ya están
negociando con él, desvelándole dónde se encuentran las entradas
secretas a la ciudad.
—¡No hay entradas
secretas! —espetó al-Mustasim. Su voz sonó chillona y petulante,
incluso a sus propios oídos—. Yo lo sabría si las hubiera.
—En cualquier caso, de eso es de lo que
están hablando en los mercados. Cada noche que pasa, creen que los
guerreros mongoles van a entrar sigilosamente en Bagdad. Dicen que
ese hombre solo quiere el oro. Dicen: «¿Por qué el califa no le da
la riqueza del mundo, para que podamos salvarnos?».
—Estoy esperando, Ahriman. ¿Es que no tengo
aliados? ¿O amigos? ¿Dónde están ahora?
El visir meneó la cabeza.
—Se acuerdan de Gengis, califa. No vendrán a
salvar Bagdad.
—No puedo
rendirme. ¡Soy la luz del islam! Solo las bibliotecas... Mi vida no
vale lo que uno solo de esos textos. Los mongoles los destruirán
todos si ponen el pie en mi ciudad.
Sintió que la ira le inundaba al ver el ceño
fruncido en el rostro de Ahriman y se alejó unos pasos más de la
qamara para que los niños no oyeran su discusión. Era exasperante.
Se suponía que Ahriman tenía que apoyar a su califa, hacer planes y
derrotar a sus enemigos. Y, sin embargo, todo cuanto el visir sabía
sugerir era que le arrojara el oro a los lobos.
Ahriman observó a su amo con frustración.
Hacía muchos años que se conocían y comprendía los temores de
al-Mustasim. Estaban justificados, pero no se trataba de elegir
entre la supervivencia y la destrucción, sino de elegir entre
rendirse y mantener una cierta dignidad o arriesgarse a despertar
la furia de la raza más destructiva que Ahriman había conocido
jamás. Había demasiados ejemplos en la historia como para
ignorarlos.
—El sah de Corasmia resistió ante ellos
hasta el final —dijo Ahriman con suavidad—. Era un hombre entre los
hombres, un guerrero. ¿Dónde está ahora? Sus ciudades son piedras
ennegrecidas, su pueblo ha sido destruido: o son esclavos o están
muertos. Siempre me has pedido que te diga la verdad. ¿La
escucharás ahora cuando te pido que abras las puertas y salves a
tantos como puedas? Cada día que le hacemos esperar bajo el calor
del sol, su furia se incrementa.
—Vendrá alguien a liberar la ciudad.
Entonces sabrán con quién están tratando —replicó al-Mustasim con
voz quejosa. No lo creía ni él mismo y todo cuanto Ahriman hizo fue
resoplar, desdeñoso.
Al-Mustasim se levantó de su diván y caminó
hasta la ventana. Hasta él llegaba el aroma de los jabones
perfumados del mercado, millares de bloques confeccionados en
talleres del barrio occidental. Era una ciudad de torres, de
ciencia y prodigios, y, sin embargo, se encontraba amenazada por
hierros afilados y pólvora negra, por hombres que ni siquiera
comprenderían qué era lo que tenían ante sí mientras lo demolían.
Al otro lado de las murallas vio a los ejércitos mongoles,
moviéndose como negros insectos. Tal era el dolor que sentía que
al-Mustasim apenas podía hablar y los ojos se le llenaron de
lágrimas. Pensó en los niños, tan felizmente ignorantes de la
amenaza que les rodeaba. La desesperación cayó sobre él como una
losa.
—Esperaré otro mes. Si nadie ha venido a
prestar ayuda a mi hogar para entonces, saldré a ver a mis enemigos
—tenía un nudo en la garganta y sentía que se asfixiaba al hablar—.
Saldré a verles y negociaré nuestra rendición.