XXIX

 

MIENTRAS iba transcurriendo la tarde, los tumanes permanecieron en el mismo lugar, a unos cuantos kilómetros al este de Shaoyang. Los guerreros vieron que varios hombres empezaban a montar la ger de Kublai y la leve pero constante tensión se desvaneció. No recibirían de repente la orden de montar y marchar mientras la tienda blanca estuviera en pie. Entre ellos, los ochenta mil hombres contaban con trescientos mil caballos de refresco que corrían juntos en manada como las hojas de un bosque, marrones, grises, negros y pardos. Además de proporcionarles sangre y leche a los jinetes, todos los ponis transportaban algún artículo del equipo, desde escamas extra para las armaduras, cuerdas y cola, hasta endurecidos pedazos de queso. El secreto de su éxito era que, de entre todas las naciones, solo la suya podía emprender incursiones a cientos de kilómetros de distancia de su campamento principal.
Cuando se puso en pie en la vacía pradera, rodeado por el mar de caballos y de hombres, Kublai parecía sumido en una especie de trance. A lo lejos se veían los carros de su campamento, avanzando despacio tras ellos. Había percibido la figura de Bayar acercándose de nuevo y hablando con él, pero no contestó sino que permaneció en silencio, replegado por completo en sí mismo.
La orden de levantar la ger había sido de Bayar. Un temor aprensivo embargaba al general. Fuera lo que fuese lo que Kublai había leído le había dejado blanco y aturdido sobre la verde llanura. Cuestionar a un jinete de los yans acerca de sus mensajes era un delito penado con la flagelación, pero, aun así, Bayar observó atentamente cómo el hombre aceptaba un té y un bolsillo de pan y carne. El jinete masticaba con la misma mirada perdida que Bayar había visto en Kublai y el general estaba impaciente por llevarse a aquel hombre a dar una vuelta y descubrir la verdad.
Los carros llegaron, recibidos sin fanfarria ni una gran bienvenida ahora que las esposas y los niños ya no estaban. Los hombres soltaron a los bueyes y los camellos para que pastaran, montaron las forjas en la hierba y las alimentaron con carbón vegetal hasta que el pesado hierro relució incandescente. Los guerreros que necesitaban algo se dirigieron hacia allí sin demasiada urgencia. Dispersos por la llanura, otros se sentaron para estirar las piernas y las espaldas. Muchos de ellos aprovecharon para defecar en un lugar donde no iban a quedarse o para orinar en la hierba. Otros afilaron sus armas y comprobaron los arcos y las flechas como les gustaba hacer a la menor oportunidad. Algunos de ellos comieron, otros hablaron, pero la extraña quietud que había brotado en el centro mismo de los tumanes iba propagándose poco a poco, de manera que cada vez había más hombres que sabían que algo andaba mal.
Cuando concluyó el montaje de la ger, Bayar volvió a aproximarse a Kublai.
—Hay un lugar para descansar, mi señor —dijo.
Kublai retiró con esfuerzo la mirada de algún punto interior.
—Tráeme mis fardos —pidió con voz suave—. Hay cosas que necesito en ellos.
Bayar se inclinó y se alejó al trote. La tarde estaba siendo tan extraña que se sentía impelido a regresar junto a Kublai cuanto antes. Envió a cuatro exploradores hacia los carros del bagaje a buscar los gruesos rollos, atados con cuerda.
—Metedlos ahí —le ordenó Bayar a los hombres. Kublai no se había movido—. Mi señor, ¿tan terribles son las noticias? ¿No vas a decirme qué ha pasado?
—El khan ha muerto, general —respondió Kublai, con un hilo de voz—. Mi hermano ha muerto. Nunca más le volveré a ver.
Bayar retrocedió, conmocionado. Movió la cabeza a un lado y a otro como si con ello pudiera negar las palabras que acababa de escuchar. Observó a Kublai agacharse para entrar en la ger y desaparecer en su penumbra. Bayar sintió como si le hubieran dado una patada en el pecho, como le estuvieran sacando el aire de los pulmones a martillazos. Se echó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas mientras intentaba pensar.
Uriang-Khadai estaba lo suficientemente cerca como para ver el demoledor efecto que tenía sobre Bayar lo que Kublai le había dicho, fuera lo que fuera. Se aproximó al general con expresión recelosa: necesitaba saber pero, al mismo tiempo, le preocupaba terriblemente lo que podría oír.
Bayar se dio cuenta de que había muchos hombres cerca que habían notado su reacción ante las noticias. Casi habían dejado de fingir que no estaban escuchando. A pesar del castigo, dudaba de que los dos jinetes del yan fueran a estar tranquilos mucho más tiempo. Era imposible contener la noticia. Bayar empezó a sudar de solo pensarlo. Se extendería por todo el mundo. Las campañas se detendrían, las ciudades se pararían al escucharla. Los hombres de poder de los khanatos sabrían que volvían a estar sumidos en el caos. Algunos de ellos temerían el futuro; otros estarían afilando sus espadas.
—Mongke Khan ha muerto —informó Bayar a su superior.
Uriang-Khadai se puso pálido, pero al instante se repuso.
—¿Cómo ha sucedido? —preguntó.
Bayar levantó las manos en un gesto de impotencia. Todo lo que Kublai había logrado en tierras Song había sido arrojado al caos por un solo mensaje. Apenas podía pensar. Observándole, los labios de Uriang-Khadai se adelgazaron hasta convertirse en una costura de carne blanca.
—Contrólate, general. No es la primera vez que perdemos a un khan. La nación continúa. Ven conmigo, hablaremos con los jinetes del yan. Sabrán más de lo que nos han contado.
Bayar clavó la mirada en el orlok y le siguió cuando este se alejó a grandes zancadas en dirección al jinete que no estaba herido, que le miró como un conejo miraría a un lobo.
—Tú. Dime lo que sepas.
El jinete de los yans tragó el bocado de pan y carne que estaba masticando, arañándose el esófago, y, a continuación, se puso de pie.
—Fue un Asesino, general.
—Orlok —corrigió con brusquedad Uriang-Khadai.
Temblando, el hombre repitió el título.
—Orlok. Me enviaron junto con doce más. Otros se dirigieron al norte hacia las líneas del yan en territorio Chin.
—¿Qué? —Uriang-Khadai se acercó un paso más—. ¿Estabais en territorio Song?
—El khan venía hacia el sur, orlok —tartamudeó el jinete, cada vez más nervioso. Sabía que, en principio, los jinetes del yan eran intocables, pero, antes o después, iba a tener que decirles cómo había muerto el khan. Era un golpe en el seno mismo del estamento de los jinetes del yan. Nunca volverían a confiar en ellos.
—¿A qué distancia están? —exigió saber Uriang-Khadai—. ¿Cuántos hombres? ¿Tengo que preguntarte yo por cada detalle o vas a soltar lo que sabes de una vez?
—Lo... lo siento, orlok. Veintiocho tumanes, pero no avanzarán más. Orlok Seriankh los está llevando de regreso a Karakorum. Los demás hermanos del khan habrán sido informados ya, desde luego el señor Arik-Boke sí, ya que estaba en la capital. El señor Hulegu lo sabrá en los próximos días, si no lo sabe ya —el correo trató de encontrar algo más que decir bajo la fría mirada de Uriang-Khadai—. Yo estaba allí cuando descubrieron el cadáver de Guyuk Khan, señor. La nación se retirará a Karakorum hasta que sea nombrado un nuevo khan.
—Y yo estaba allí cuando Tsubodai recibió la noticia de la muerte de Ogedai, muchacho. No me digas lo que ya sé.
—No, orlok, lo siento.
Uriang-Khadai se volvió hacia Bayar, frustrado con el jinete de los yans y su nerviosismo.
—¿Tienes alguna pregunta que hacerle?
—Solo una —contestó Bayar—. ¿Cómo llegó un Asesino hasta el khan en medio de un ejército de tales dimensiones?
Por la cara del extenuado joven, se diría que el pan y la carne se le habían quedado atascados en la garganta.
—Se... se disfrazó de jinete de los yans. Le dejaron pasar. Le registraron, pero he oído decir que consiguió esconder una pequeña navaja.
—Por los clavos de Cristo —rugió Uriang-Khadai.
Bayar le miró, sorprendido, aunque los juramentos cristianos estaban popularizándose incluso entre aquellos que no conocían la propia fe.

 

Durante largo tiempo, Kublai se quedó en la ger, sin moverse. Deseó que Chabi estuviera junto a él, pero no conseguía reunir fuerzas para ordenar que la llamaran. Oía el ruido de los hombres moviéndose alrededor de la tienda, pero, al menos, ese pequeño espacio le protegía de sus miradas. Era un alivio estar separado de ellos, aunque no estaba llorando. Sus pensamientos avanzaban con lentitud y torpeza. Cuando era un niño, una vez que había estado nadando en un río helado sintió cómo se le entumecían los brazos y las piernas, quedando inservibles, inútiles. Creyó que iba a ahogarse. Había sido Mongke el que le sacó, el hermano mayor, que se echó a reír mientras él temblaba y se hacía un ovillo sobre la orilla.
Cientos de recuerdos, miles de conversaciones luchaban por hacerse un sitio en su mente. Recordó a Mongke enviándole a aplastar a los Song, pero también la antigua ger que habían encontrado en un valle cuando tenían unos quince años. Mientras el resto de la familia dormía, Kublai y Mongke habían cogido unas barras de hierro y la habían destruido. La madera y el fieltro podridos se habían derrumbado sobre sí mismos mientras ellos, que tuvieron suerte de no aporrearse el uno al otro en su entusiasmo, agitaban los brazos como aspas y asestaban golpes como locos.
No era una historia grandiosa como las que se cuentan en los funerales de un khan, sino solo dos chiquillos comportándose como idiotas una noche, para divertirse. Más adelante, habían sabido que la ger no estaba abandonada en absoluto. Cuando su propietario había regresado, su cólera había sido descomunal y había jurado encontrar a los responsables. Pero nunca lo logró. A pesar de todos los años de adulto que habían transcurrido desde ese día, Kublai sonrió al recordarlo. Había perdido a varios amigos, pero había creído que sus hermanos estarían allí siempre, para lo bueno y para lo malo. Perder a Mongke era recibir un hachazo en los mismos cimientos de todo cuanto era el propio Kublai.
Cuando las piernas le fallaron, Kublai casi ni se percató de que se estaba cayendo. Se encontró a sí mismo despatarrado sobre unos gruesos rollos de alfombra, mientras una nube de polvo se elevaba en el aire a su alrededor. Sintió que se asfixiaba y, de forma inconsciente, llevó las manos a los lazos de cuero de su armadura y tiró de ellos hasta que el peto de escamas lacadas se abrió. Desató el último nudo con un espasmo de ira, tirándolo al suelo. El movimiento le espabiló y se quitó con gestos bruscos el casco y las protecciones de los muslos, que cayeron con un estrépito metálico sobre las otras piezas de la armadura amontonadas en el suelo de tela. Poco después, todas las piezas estaban en la pila y Kublai se sentó, vestido con unas sencillas calzas y una rígida túnica de seda, cuyas mangas eran tan largas que le cubrían las manos y que se había recogido formando unos puños. Sin la armadura, se sintió mejor y se rodeó las rodillas con los brazos, meditando sobre lo que debía hacer.

 

Bayar localizó al explorador que llegaba al galope antes que Uriang-Khadai. Le dio una palmada a su superior en el hombro y ambos se giraron para observar cómo el jinete desviaba su montura hacia la única tienda que podía ver en aquella multitud de caballos pastando y hombres descansando.
El explorador desmontó junto a la ger, pero Bayar le interceptó cogiéndolo del brazo y alejándole de allí lo suficiente como para estar seguro de que Kublai no oiría la interrupción.
—Informa —ordenó Bayar.
El rostro del batidor estaba rojo y relucía de sudor. Había cabalgado a toda velocidad durante muchos kilómetros. Tras lanzar una sola mirada a la ger, inclinó la cabeza ante ambos hombres.
—Orlok, general. Hay un ejército Song en las inmediaciones. Diez regimientos de infantería o más. Cinco de caballería y numerosos cañones. Han adelantado a sus propios exploradores y solo tuve tiempo para hacer unos cálculos aproximados antes de regresar.
—¿A qué distancia están? —preguntó Uriang-Khadai. Su mirada se posó en la solitaria ger.
—A unos cincuenta kilómetros al este, más o menos —el batidor hizo un ademán indicando un movimiento del sol en el cielo.
—Con la artillería, no llegarán aquí hasta mañana —dijo Bayar, aliviado.
—A menos que, a raíz de haber establecido contacto, sigan adelante dejando atrás los cañones —repuso Uriang-Khadai con gesto malhumorado—. En cualquier caso, da igual. Tenemos que retirarnos.
El explorador desplazó su mirada de uno a otro con sorpresa. Se había alejado de los tumanes en su labor de reconocimiento y no sabía nada de las noticias que habían llegado durante su ausencia. Ninguno de los dos se preocupó de informarle.
—Cambia de montura y vuelve allí tan deprisa como puedas —le ordenó Uriang-Khadai al batidor—. Necesito unos ojos cerca de ellos. Mejor todavía, llévate a otros tres y vete dejando a uno de ellos en cada cuarto de la distancia para que puedan transmitirme cualquier cosa que veas con la máxima rapidez.
El explorador hizo una reverencia y se alejó a la carrera.
Bayar iba a decir algo, pero su frase quedó olvidada cuando Kublai salió de la tienda. Había dejado su armadura dentro y ambos hombres contemplaron boquiabiertos el cambio que se había producido en él. Llevaba una túnica de seda dorada con un ancho cinturón de color rojo oscuro. En el pecho llevaba bordado un dragón verde oscuro, el símbolo más alto de la nobleza Chin. De su cadera pendía una larga espada y sus nudillos se veían blancos sobre la funda cuando alzó la mirada y se acercó a sus dos hombres de más rango.
Bayar y Uriang-Khadai hincaron una rodilla en el suelo, inclinando la cabeza ante él.
—Mi señor, lamento profundamente lo sucedido —dijo Uriang-Khadai. Vio que Kublai levantaba la vista hacia los cuatro exploradores que, cerca de allí, montaban a sus caballos y partían al galope hacia el este. Uriang-Khadai decidió explicar la situación antes de que Kublai le preguntara.
—Hay un ejército Song viniendo hacia el oeste, mi señor. No llegarán a tiempo de impedir nuestra retirada.
—Nuestra retirada —repitió Kublai, como si no entendiera. Uriang-Khadai titubeó bajo la ambarina mirada.
—Mi señor, podemos mantenernos por delante de ellos. Podríamos estar de nuevo en tierras Chin en primavera. El jinete de los yans dijo que tus hermanos ya habrán recibido las noticias. Ya habrán emprendido el camino de vuelta a casa.
—Orlok, no me entiendes en absoluto —replicó Kublai con suavidad—. Estoy en casa. Este es mi khanato. No lo abandonaré.
Los ojos de Uriang-Khadai se agrandaron cuando comprendió el significado de las ropas de Kublai.
—Mi señor, habrá una quiriltari, una asamblea de príncipes. Tus hermanos...
—Mis hermanos no tienen ni voz ni voto en lo que sucede aquí —le atajó Kublai. Su voz se endureció—. Acabaré lo que he comenzado. Ya lo he dicho: este es mi khanato —pronunció las palabras con una especie de fascinación, como si solo entonces hubiera comprendido el tumulto que bullía en su interior. Mientras continuaba, a la luz del sol, sus ojos refulgían como lascas de oro—. No, este es mi imperio, Uriang-Khadai. No conseguirán que me marche. Prepara a los tumanes para la batalla, orlok. Me enfrentaré a mis enemigos y les derrotaré.
Xuan caminaba arriba y abajo en la oscuridad. Su mente funcionaba demasiado deprisa para poder descansar, abrumándole, a voz en cuello, con preguntas y recuerdos. Los ejércitos eran cosas extrañas, a veces mucho más grandes que las fuerzas individuales de los soldados que los componían. Hombres que, de estar solos, podrían haber echado a correr, resistían con valor cuando estaban junto a sus amigos y sus líderes. Y, sin embargo, todos ellos tenían que dormir y todos ellos tenían que comer. Xuan había acampado cerca de un enemigo con anterioridad y esa seguía siendo una de las experiencias más extravagantes de su vida. Los ejércitos estaban tan próximos que podía ver las fogatas mongolas como puntos de luz en la crepuscular llanura. Los dos señores Song habían apostado guardias y batidores en lugares estratégicos alrededor del campamento, pero nadie esperaba que los mongoles emprendieran un ataque nocturno. Su fuerza residía en la velocidad y las maniobras, cualidades que se perderían en la ciega oscuridad. Xuan sonrió al pensar en los hombres que dormían apaciblemente junto a aquellos a los que intentarían matar por la mañana. Solo la humanidad podría haber concebido una forma tan rara y artificial de morir. Tal vez los lobos desgarraran la carne del ciervo, pero nunca dormían y soñaban cerca de su presa.
En algún lugar de las inmediaciones, Xuan oyó el profundo ronquido de un soldado que debía de estar durmiendo boca arriba. El sonido le hizo reír entre dientes, aunque desearía poder encontrar él mismo el bálsamo del sueño. Ya no era joven y sabía que lo acusaría al día siguiente, cuando resonaran los cuernos. Lo único que podía esperar es que la batalla no fuera tan larga que su cansancio hiciera que le mataran. Era una de las grandes verdades de la batalla, que nada agotaba a un hombre tan rápidamente como la agitación y el forcejeo de las luchas cuerpo a cuerpo.
Unas sombras se movieron en la oscuridad y Xuan levantó la cabeza, súbitamente espantado. Oyó la voz de su hijo y se relajó.
—Estoy aquí, Liao-Jin —susurró.
El pequeño grupo se acercó a él y, aunque estaba oscuro, reconoció a todos ellos. Sus cuatro hijos eran toda la huella que había dejado en el mundo. El señor Jin An lo había entendido. Xuan pensó con afecto en el joven noble. Podría haber sacado a sus hijos de su cautiverio sin hablar con Jin An, pero era muy probable que les hubieran descubierto. Xuan se había arriesgado a hablar honestamente con Jin An, y no se había equivocado con él. El señor Jin An le había comprendido al instante.
Con una suave presión, Xuan puso una bolsa de monedas en la mano de su hijo. Liao-Jin le miró sorprendido, esforzándose por distinguir los rasgos de su padre a la luz de las estrellas.
—¿Qué es esto? —inquirió en voz baja.
—Un regalo de un amigo —respondió Xuan—. Suficiente para sustentaros a todos durante algún tiempo. Sobreviviréis y estaréis entre personas de vuestro propio pueblo. No tengo ninguna duda de que encontraréis a otros dispuestos a ayudaros, pero pase lo que pase, tenéis la oportunidad de vivir una vida y tener hijos propios. ¿No es eso lo que querías, Liao-Jin? Tal vez alguien estuviera escuchando aquel día... Ahora, marchaos. Os he conseguido unos caballos y solo dos hombres para acompañaros, hijo mío. Son leales y desean ir a casa, pero no quiero enviar a muchos para que no se les ocurra la idea de robaros —Xuan suspiró—. He aprendido a no confiar. Me avergüenza.
—¡Yo no me voy! —dijo Liao-Jin, elevando demasiado la voz. Sus hermanas le conminaron a bajar la voz, pero él les entregó la bolsa de monedas y se acercó a su padre, inclinando la cabeza para hablarle al oído.
—Los demás deben irse. Pero yo soy un oficial de tu regimiento, padre. Permíteme quedarme. Permite que luche a tu lado.
—Preferiría saber que vivirás —dijo Xuan con sequedad—. Muchos de los que están aquí morirán mañana. Puede que yo sea uno de ellos. Si eso sucede, déjame tener la certeza de que mis hijos y mis hijas están libres y a salvo. Como tu comandante, te ordeno que vayas con ellos, Liao-Jin, con todo mi amor y mis bendiciones.
Liao-Jin no contestó. En vez de eso, aguardó mientras sus hermanas y hermano abrazaban a su padre por última vez, manteniéndose alejado de todos ellos. Sin decir una palabra más, Liao-Jin los guio hacia la oscuridad, hacia donde esperaban los caballos. Xuan apenas veía nada, pero les oyó montar y el sollozo de su benjamina, que lloraba por su padre. El sonido le rompió el corazón.
El pequeño grupo se alejó a través del campamento y, una vez más, Xuan se alegró de haber pensado en pedirle permiso al señor Jin An. Los gritos sobresaltados de los centinelas Song no horadarían el aire nocturno. A Jin An le había complacido el plan e incluso había firmado algunos papeles para Xuan que serían de ayuda si los retoños del Hijo del Cielo eran detenidos en tierras Song. Todo lo demás estaba en manos del destino. Xuan había hecho cuanto había podido para darles una oportunidad.
Oyó unos pasos aproximándose y una triste certeza le llenó de desaliento. No se sorprendió cuando la oscura figura habló con la voz de Liao-Jin.
—Se han ido. Si has de morir mañana, yo estaré a tu lado —dijo su hijo.
—No deberías haberme desobedecido, hijo mío —contestó Xuan. Su voz se suavizó al continuar hablando—. Pero ya que lo has hecho, quédate a mi lado mientras recorro el campamento. No voy a dormir.
Para su sorpresa, Liao-Jin alargó la mano y la posó fugazmente en su hombro. Nunca habían sido una familia proclive a dar muestras abiertas de afecto, lo que hacía su gesto aún más valioso. Xuan sonrió en la oscuridad mientras empezaban a andar.
—Déjame que te hable sobre nuestros enemigos, Liao-Jin. Los conozco bien: han estado conmigo durante toda mi vida.

 

Karakorum estaba llena de guerreros, los tumanes volvían a cubrir las llanuras que se extendían frente a la ciudad y todas las habitaciones albergaban como mínimo a una familia. Doscientos mil hombres habían vuelto a casa e innumerables partidas de caza esquilmaban la tierra en un radio de más de cien kilómetros. En los abarrotados campos, la conversación giraba a menudo en torno a Xanadú, en el este, que, al parecer, estaba clamando por recibir habitantes.
Arik-Boke se encontraba en los más profundos sótanos del palacio, mientras la vida y el movimiento bullían sobre su cabeza. Hacía frío en aquel lugar y se estremeció, frotándose la piel de gallina de los brazos. El cuerpo de su hermano estaba allí y Arik-Boke no podía retirar los ojos de él. Tradicional hasta el final, Mongke había dejado instrucciones respecto a su muerte, pidiendo ser llevado a la misma montaña donde yacía su abuelo y ser enterrado con él. Cuando estuviera listo, Arik-Boke le llevaría personalmente. La patria envolvería a su hermano, devolviéndole a la tierra.
El cadáver estaba amortajado y habían cosido el terrible tajo de blancos bordes. Aun así, al encontrarse allí solo, en la mortecina luz de la estancia, frente a esa mera farsa del hermano que había conocido y amado, a Arik-Boke le recorrió un escalofrío. Mongke había confiado en él para hacerse cargo del gobierno de Karakorum durante su ausencia. Le había entregado la patria ancestral. Mongke había comprendido que la sangre y la fraternidad eran una fuerza tan poderosa que nada podía romperla, ni siquiera la muerte.
—He hecho lo que querías, hermano —le dijo Arik-Boke al cadáver—. Me confiaste tu capital y no te he decepcionado. Hulegu está de camino para honrarte y honrar todo lo que hiciste por nosotros.
Arik-Boke no lloraba. Sabía que Mongke se habría burlado si hubiera visto a sus hermanos ponerse sentimentales, con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Su intención era beber hasta perder el sentido, caminar entre los guerreros mientras ellos también se emborrachaban y cantar y vomitar y volver a beber. Tal vez entonces podría derramar algunas lágrimas sin vergüenza.
—Kublai llegará pronto a casa, hermano —dijo Arik-Boke. Suspiró para sí. Dentro de poco tendría que volver al banquete funerario que se estaba celebrando arriba. Solo había querido decirle unas palabras a su hermano. Era casi tan difícil como si Mongke hubiera estado vivo y escuchando.
—Desearía haber estado allí cuando nuestro padre dio su vida por Ogedai Khan. Desearía haber podido dar mi vida para salvarte. Ese habría sido mi propósito en el mundo. Lo habría hecho, Mongke, lo juro.
Escuchó el eco de su propia voz en el sótano y alargó la mano para tomar la de hermano, asombrándose de su peso.
—Adiós, hermano mío. Intentaré ser el hombre que deseabas que fuera. Estoy dispuesto a serlo en tu memoria.