XXIX
MIENTRAS iba transcurriendo la
tarde, los tumanes permanecieron en el mismo lugar, a unos cuantos
kilómetros al este de Shaoyang. Los guerreros vieron que varios
hombres empezaban a montar la ger de Kublai y la leve pero
constante tensión se desvaneció. No recibirían de repente la orden
de montar y marchar mientras la tienda blanca estuviera en pie.
Entre ellos, los ochenta mil hombres contaban con trescientos mil
caballos de refresco que corrían juntos en manada como las hojas de
un bosque, marrones, grises, negros y pardos. Además de
proporcionarles sangre y leche a los jinetes, todos los ponis
transportaban algún artículo del equipo, desde escamas extra para
las armaduras, cuerdas y cola, hasta endurecidos pedazos de queso.
El secreto de su éxito era que, de entre todas las naciones, solo
la suya podía emprender incursiones a cientos de kilómetros de
distancia de su campamento principal.
Cuando se puso en pie en la vacía pradera,
rodeado por el mar de caballos y de hombres, Kublai parecía sumido
en una especie de trance. A lo lejos se veían los carros de su
campamento, avanzando despacio tras ellos. Había percibido la
figura de Bayar acercándose de nuevo y hablando con él, pero no
contestó sino que permaneció en silencio, replegado por completo en
sí mismo.
La orden de levantar la ger había sido de
Bayar. Un temor aprensivo embargaba al general. Fuera lo que fuese
lo que Kublai había leído le había dejado blanco y aturdido sobre
la verde llanura. Cuestionar a un jinete de los yans acerca de sus
mensajes era un delito penado con la flagelación, pero, aun así,
Bayar observó atentamente cómo el hombre aceptaba un té y un
bolsillo de pan y carne. El jinete masticaba con la misma mirada
perdida que Bayar había visto en Kublai y el general estaba
impaciente por llevarse a aquel hombre a dar una vuelta y descubrir
la verdad.
Los carros llegaron, recibidos sin fanfarria
ni una gran bienvenida ahora que las esposas y los niños ya no
estaban. Los hombres soltaron a los bueyes y los camellos para que
pastaran, montaron las forjas en la hierba y las alimentaron con
carbón vegetal hasta que el pesado hierro relució incandescente.
Los guerreros que necesitaban algo se dirigieron hacia allí sin
demasiada urgencia. Dispersos por la llanura, otros se sentaron
para estirar las piernas y las espaldas. Muchos de ellos
aprovecharon para defecar en un lugar donde no iban a quedarse o
para orinar en la hierba. Otros afilaron sus armas y comprobaron
los arcos y las flechas como les gustaba hacer a la menor
oportunidad. Algunos de ellos comieron, otros hablaron, pero la
extraña quietud que había brotado en el centro mismo de los tumanes
iba propagándose poco a poco, de manera que cada vez había más
hombres que sabían que algo andaba mal.
Cuando concluyó el montaje de la ger, Bayar
volvió a aproximarse a Kublai.
—Hay un lugar para descansar, mi señor
—dijo.
Kublai retiró con esfuerzo la mirada de
algún punto interior.
—Tráeme mis fardos —pidió con voz suave—.
Hay cosas que necesito en ellos.
Bayar se inclinó y se alejó al trote. La
tarde estaba siendo tan extraña que se sentía impelido a regresar
junto a Kublai cuanto antes. Envió a cuatro exploradores hacia los
carros del bagaje a buscar los gruesos rollos, atados con
cuerda.
—Metedlos ahí —le ordenó Bayar a los
hombres. Kublai no se había movido—. Mi señor, ¿tan terribles son
las noticias? ¿No vas a decirme qué ha pasado?
—El khan ha muerto, general —respondió
Kublai, con un hilo de voz—. Mi hermano
ha muerto. Nunca más le volveré a ver.
Bayar retrocedió, conmocionado. Movió la
cabeza a un lado y a otro como si con ello pudiera negar las
palabras que acababa de escuchar. Observó a Kublai agacharse para
entrar en la ger y desaparecer en su penumbra. Bayar sintió como si
le hubieran dado una patada en el pecho, como le estuvieran sacando
el aire de los pulmones a martillazos. Se echó hacia delante,
apoyando las manos en las rodillas mientras intentaba pensar.
Uriang-Khadai estaba lo suficientemente
cerca como para ver el demoledor efecto que tenía sobre Bayar lo
que Kublai le había dicho, fuera lo que fuera. Se aproximó al
general con expresión recelosa: necesitaba saber pero, al mismo
tiempo, le preocupaba terriblemente lo que podría oír.
Bayar se dio cuenta de que había muchos
hombres cerca que habían notado su reacción ante las noticias. Casi
habían dejado de fingir que no estaban escuchando. A pesar del
castigo, dudaba de que los dos jinetes del yan fueran a estar
tranquilos mucho más tiempo. Era imposible contener la noticia.
Bayar empezó a sudar de solo pensarlo. Se extendería por todo el
mundo. Las campañas se detendrían, las ciudades se pararían al
escucharla. Los hombres de poder de los khanatos sabrían que
volvían a estar sumidos en el caos. Algunos de ellos temerían el
futuro; otros estarían afilando sus espadas.
—Mongke Khan ha muerto —informó Bayar a su
superior.
Uriang-Khadai se puso pálido, pero al
instante se repuso.
—¿Cómo ha sucedido? —preguntó.
Bayar levantó las manos en un gesto de
impotencia. Todo lo que Kublai había logrado en tierras Song había
sido arrojado al caos por un solo mensaje. Apenas podía pensar.
Observándole, los labios de Uriang-Khadai se adelgazaron hasta
convertirse en una costura de carne blanca.
—Contrólate, general. No es la primera vez
que perdemos a un khan. La nación continúa. Ven conmigo, hablaremos
con los jinetes del yan. Sabrán más de lo que nos han
contado.
Bayar clavó la mirada en el orlok y le
siguió cuando este se alejó a grandes zancadas en dirección al
jinete que no estaba herido, que le miró como un conejo miraría a
un lobo.
—Tú. Dime lo que sepas.
El jinete de los yans tragó el bocado de pan
y carne que estaba masticando, arañándose el esófago, y, a
continuación, se puso de pie.
—Fue un Asesino, general.
—Orlok —corrigió
con brusquedad Uriang-Khadai.
Temblando, el hombre repitió el
título.
—Orlok. Me enviaron junto con doce más.
Otros se dirigieron al norte hacia las líneas del yan en territorio
Chin.
—¿Qué? —Uriang-Khadai se acercó un paso
más—. ¿Estabais en territorio Song?
—El khan venía hacia el sur, orlok
—tartamudeó el jinete, cada vez más nervioso. Sabía que, en
principio, los jinetes del yan eran intocables, pero, antes o
después, iba a tener que decirles cómo había muerto el khan. Era un
golpe en el seno mismo del estamento de los jinetes del yan. Nunca
volverían a confiar en ellos.
—¿A qué distancia están? —exigió saber
Uriang-Khadai—. ¿Cuántos hombres? ¿Tengo que preguntarte yo por
cada detalle o vas a soltar lo que sabes de una vez?
—Lo... lo siento, orlok. Veintiocho tumanes,
pero no avanzarán más. Orlok Seriankh los está llevando de regreso
a Karakorum. Los demás hermanos del khan habrán sido informados ya,
desde luego el señor Arik-Boke sí, ya que estaba en la capital. El
señor Hulegu lo sabrá en los próximos días, si no lo sabe ya —el
correo trató de encontrar algo más que decir bajo la fría mirada de
Uriang-Khadai—. Yo estaba allí cuando descubrieron el cadáver de
Guyuk Khan, señor. La nación se retirará a Karakorum hasta que sea
nombrado un nuevo khan.
—Y yo estaba allí
cuando Tsubodai recibió la noticia de la muerte de Ogedai, muchacho. No me digas lo que ya sé.
—No, orlok, lo siento.
Uriang-Khadai se volvió hacia Bayar,
frustrado con el jinete de los yans y su nerviosismo.
—¿Tienes alguna pregunta que hacerle?
—Solo una —contestó Bayar—. ¿Cómo llegó un
Asesino hasta el khan en medio de un ejército de tales
dimensiones?
Por la cara del extenuado joven, se diría
que el pan y la carne se le habían quedado atascados en la
garganta.
—Se... se disfrazó de jinete de los yans. Le
dejaron pasar. Le registraron, pero he oído decir que consiguió
esconder una pequeña navaja.
—Por los clavos de Cristo —rugió
Uriang-Khadai.
Bayar le miró, sorprendido, aunque los
juramentos cristianos estaban popularizándose incluso entre
aquellos que no conocían la propia fe.
Durante largo tiempo, Kublai se quedó en la
ger, sin moverse. Deseó que Chabi estuviera junto a él, pero no
conseguía reunir fuerzas para ordenar que la llamaran. Oía el ruido
de los hombres moviéndose alrededor de la tienda, pero, al menos,
ese pequeño espacio le protegía de sus miradas. Era un alivio estar
separado de ellos, aunque no estaba llorando. Sus pensamientos
avanzaban con lentitud y torpeza. Cuando era un niño, una vez que
había estado nadando en un río helado sintió cómo se le entumecían
los brazos y las piernas, quedando inservibles, inútiles. Creyó que
iba a ahogarse. Había sido Mongke el que le sacó, el hermano mayor,
que se echó a reír mientras él temblaba y se hacía un ovillo sobre
la orilla.
Cientos de recuerdos, miles de
conversaciones luchaban por hacerse un sitio en su mente. Recordó a
Mongke enviándole a aplastar a los Song, pero también la antigua
ger que habían encontrado en un valle cuando tenían unos quince
años. Mientras el resto de la familia dormía, Kublai y Mongke
habían cogido unas barras de hierro y la habían destruido. La
madera y el fieltro podridos se habían derrumbado sobre sí mismos
mientras ellos, que tuvieron suerte de no aporrearse el uno al otro
en su entusiasmo, agitaban los brazos como aspas y asestaban golpes
como locos.
No era una historia grandiosa como las que
se cuentan en los funerales de un khan, sino solo dos chiquillos
comportándose como idiotas una noche, para divertirse. Más
adelante, habían sabido que la ger no estaba abandonada en
absoluto. Cuando su propietario había regresado, su cólera había
sido descomunal y había jurado encontrar a los responsables. Pero
nunca lo logró. A pesar de todos los años de adulto que habían
transcurrido desde ese día, Kublai sonrió al recordarlo. Había
perdido a varios amigos, pero había creído que sus hermanos
estarían allí siempre, para lo bueno y para lo malo. Perder a
Mongke era recibir un hachazo en los mismos cimientos de todo
cuanto era el propio Kublai.
Cuando las piernas le fallaron, Kublai casi
ni se percató de que se estaba cayendo. Se encontró a sí mismo
despatarrado sobre unos gruesos rollos de alfombra, mientras una
nube de polvo se elevaba en el aire a su alrededor. Sintió que se
asfixiaba y, de forma inconsciente, llevó las manos a los lazos de
cuero de su armadura y tiró de ellos hasta que el peto de escamas
lacadas se abrió. Desató el último nudo con un espasmo de ira,
tirándolo al suelo. El movimiento le espabiló y se quitó con gestos
bruscos el casco y las protecciones de los muslos, que cayeron con
un estrépito metálico sobre las otras piezas de la armadura
amontonadas en el suelo de tela. Poco después, todas las piezas
estaban en la pila y Kublai se sentó, vestido con unas sencillas
calzas y una rígida túnica de seda, cuyas mangas eran tan largas
que le cubrían las manos y que se había recogido formando unos
puños. Sin la armadura, se sintió mejor y se rodeó las rodillas con
los brazos, meditando sobre lo que debía hacer.
Bayar localizó al explorador que llegaba al
galope antes que Uriang-Khadai. Le dio una palmada a su superior en
el hombro y ambos se giraron para observar cómo el jinete desviaba
su montura hacia la única tienda que podía ver en aquella multitud
de caballos pastando y hombres descansando.
El explorador desmontó junto a la ger, pero
Bayar le interceptó cogiéndolo del brazo y alejándole de allí lo
suficiente como para estar seguro de que Kublai no oiría la
interrupción.
—Informa —ordenó Bayar.
El rostro del batidor estaba rojo y relucía
de sudor. Había cabalgado a toda velocidad durante muchos
kilómetros. Tras lanzar una sola mirada a la ger, inclinó la cabeza
ante ambos hombres.
—Orlok, general. Hay un ejército Song en las
inmediaciones. Diez regimientos de infantería o más. Cinco de
caballería y numerosos cañones. Han adelantado a sus propios
exploradores y solo tuve tiempo para hacer unos cálculos
aproximados antes de regresar.
—¿A qué distancia están? —preguntó
Uriang-Khadai. Su mirada se posó en la solitaria ger.
—A unos cincuenta kilómetros al este, más o
menos —el batidor hizo un ademán indicando un movimiento del sol en
el cielo.
—Con la artillería, no llegarán aquí hasta
mañana —dijo Bayar, aliviado.
—A menos que, a raíz de haber establecido
contacto, sigan adelante dejando atrás los cañones —repuso
Uriang-Khadai con gesto malhumorado—. En cualquier caso, da igual.
Tenemos que retirarnos.
El explorador desplazó su mirada de uno a
otro con sorpresa. Se había alejado de los tumanes en su labor de
reconocimiento y no sabía nada de las noticias que habían llegado
durante su ausencia. Ninguno de los dos se preocupó de
informarle.
—Cambia de montura y vuelve allí tan deprisa
como puedas —le ordenó Uriang-Khadai al batidor—. Necesito unos
ojos cerca de ellos. Mejor todavía, llévate a otros tres y vete
dejando a uno de ellos en cada cuarto de la distancia para que
puedan transmitirme cualquier cosa que veas con la máxima
rapidez.
El explorador hizo una reverencia y se alejó
a la carrera.
Bayar iba a decir algo, pero su frase quedó
olvidada cuando Kublai salió de la tienda. Había dejado su armadura
dentro y ambos hombres contemplaron boquiabiertos el cambio que se
había producido en él. Llevaba una túnica de seda dorada con un
ancho cinturón de color rojo oscuro. En el pecho llevaba bordado un
dragón verde oscuro, el símbolo más alto de la nobleza Chin. De su
cadera pendía una larga espada y sus nudillos se veían blancos
sobre la funda cuando alzó la mirada y se acercó a sus dos hombres
de más rango.
Bayar y Uriang-Khadai hincaron una rodilla
en el suelo, inclinando la cabeza ante él.
—Mi señor, lamento profundamente lo sucedido
—dijo Uriang-Khadai. Vio que Kublai levantaba la vista hacia los
cuatro exploradores que, cerca de allí, montaban a sus caballos y
partían al galope hacia el este. Uriang-Khadai decidió explicar la
situación antes de que Kublai le preguntara.
—Hay un ejército Song viniendo hacia el
oeste, mi señor. No llegarán a tiempo de impedir nuestra
retirada.
—Nuestra retirada —repitió Kublai, como si
no entendiera. Uriang-Khadai titubeó bajo la ambarina mirada.
—Mi señor, podemos mantenernos por delante
de ellos. Podríamos estar de nuevo en tierras Chin en primavera. El
jinete de los yans dijo que tus hermanos ya habrán recibido las
noticias. Ya habrán emprendido el camino de vuelta a casa.
—Orlok, no me entiendes en absoluto —replicó
Kublai con suavidad—. Estoy en casa. Este
es mi khanato. No lo abandonaré.
Los ojos de Uriang-Khadai se agrandaron
cuando comprendió el significado de las ropas de Kublai.
—Mi señor, habrá una quiriltari, una
asamblea de príncipes. Tus hermanos...
—Mis hermanos no tienen ni voz ni voto en lo
que sucede aquí —le atajó Kublai. Su voz se endureció—. Acabaré lo
que he comenzado. Ya lo he dicho: este es mi khanato —pronunció las
palabras con una especie de fascinación, como si solo entonces
hubiera comprendido el tumulto que bullía en su interior. Mientras
continuaba, a la luz del sol, sus ojos refulgían como lascas de
oro—. No, este es mi imperio,
Uriang-Khadai. No conseguirán que me marche. Prepara a los tumanes
para la batalla, orlok. Me enfrentaré a mis enemigos y les
derrotaré.
Xuan caminaba arriba y abajo en la
oscuridad. Su mente funcionaba demasiado deprisa para poder
descansar, abrumándole, a voz en cuello, con preguntas y recuerdos.
Los ejércitos eran cosas extrañas, a veces mucho más grandes que
las fuerzas individuales de los soldados que los componían. Hombres
que, de estar solos, podrían haber echado a correr, resistían con
valor cuando estaban junto a sus amigos y sus líderes. Y, sin
embargo, todos ellos tenían que dormir y todos ellos tenían que
comer. Xuan había acampado cerca de un enemigo con anterioridad y
esa seguía siendo una de las experiencias más extravagantes de su
vida. Los ejércitos estaban tan próximos que podía ver las fogatas
mongolas como puntos de luz en la crepuscular llanura. Los dos
señores Song habían apostado guardias y batidores en lugares
estratégicos alrededor del campamento, pero nadie esperaba que los
mongoles emprendieran un ataque nocturno. Su fuerza residía en la
velocidad y las maniobras, cualidades que se perderían en la ciega
oscuridad. Xuan sonrió al pensar en los hombres que dormían
apaciblemente junto a aquellos a los que intentarían matar por la
mañana. Solo la humanidad podría haber concebido una forma tan rara
y artificial de morir. Tal vez los lobos desgarraran la carne del
ciervo, pero nunca dormían y soñaban cerca de su presa.
En algún lugar de las inmediaciones, Xuan
oyó el profundo ronquido de un soldado que debía de estar durmiendo
boca arriba. El sonido le hizo reír entre dientes, aunque desearía
poder encontrar él mismo el bálsamo del sueño. Ya no era joven y
sabía que lo acusaría al día siguiente, cuando resonaran los
cuernos. Lo único que podía esperar es que la batalla no fuera tan
larga que su cansancio hiciera que le mataran. Era una de las
grandes verdades de la batalla, que nada agotaba a un hombre tan
rápidamente como la agitación y el forcejeo de las luchas cuerpo a
cuerpo.
Unas sombras se movieron en la oscuridad y
Xuan levantó la cabeza, súbitamente espantado. Oyó la voz de su
hijo y se relajó.
—Estoy aquí, Liao-Jin —susurró.
El pequeño grupo se acercó a él y, aunque
estaba oscuro, reconoció a todos ellos. Sus cuatro hijos eran toda
la huella que había dejado en el mundo. El señor Jin An lo había
entendido. Xuan pensó con afecto en el joven noble. Podría haber
sacado a sus hijos de su cautiverio sin hablar con Jin An, pero era
muy probable que les hubieran descubierto. Xuan se había arriesgado
a hablar honestamente con Jin An, y no se había equivocado con él.
El señor Jin An le había comprendido al instante.
Con una suave presión, Xuan puso una bolsa
de monedas en la mano de su hijo. Liao-Jin le miró sorprendido,
esforzándose por distinguir los rasgos de su padre a la luz de las
estrellas.
—¿Qué es esto? —inquirió en voz baja.
—Un regalo de un amigo —respondió Xuan—.
Suficiente para sustentaros a todos durante algún tiempo.
Sobreviviréis y estaréis entre personas de vuestro propio pueblo.
No tengo ninguna duda de que encontraréis a otros dispuestos a
ayudaros, pero pase lo que pase, tenéis la oportunidad de vivir una
vida y tener hijos propios. ¿No es eso lo que querías, Liao-Jin?
Tal vez alguien estuviera escuchando aquel día... Ahora, marchaos.
Os he conseguido unos caballos y solo dos hombres para acompañaros,
hijo mío. Son leales y desean ir a casa, pero no quiero enviar a
muchos para que no se les ocurra la idea de robaros —Xuan suspiró—.
He aprendido a no confiar. Me avergüenza.
—¡Yo no me voy!
—dijo Liao-Jin, elevando demasiado la voz. Sus hermanas le
conminaron a bajar la voz, pero él les entregó la bolsa de monedas
y se acercó a su padre, inclinando la cabeza para hablarle al
oído.
—Los demás deben irse. Pero yo soy un
oficial de tu regimiento, padre. Permíteme quedarme. Permite que
luche a tu lado.
—Preferiría saber que vivirás —dijo Xuan con
sequedad—. Muchos de los que están aquí morirán mañana. Puede que
yo sea uno de ellos. Si eso sucede, déjame tener la certeza de que
mis hijos y mis hijas están libres y a salvo. Como tu comandante,
te ordeno que vayas con ellos, Liao-Jin, con todo mi amor y mis
bendiciones.
Liao-Jin no contestó. En vez de eso, aguardó
mientras sus hermanas y hermano abrazaban a su padre por última
vez, manteniéndose alejado de todos ellos. Sin decir una palabra
más, Liao-Jin los guio hacia la oscuridad, hacia donde esperaban
los caballos. Xuan apenas veía nada, pero les oyó montar y el
sollozo de su benjamina, que lloraba por su padre. El sonido le
rompió el corazón.
El pequeño grupo se alejó a través del
campamento y, una vez más, Xuan se alegró de haber pensado en
pedirle permiso al señor Jin An. Los gritos sobresaltados de los
centinelas Song no horadarían el aire nocturno. A Jin An le había
complacido el plan e incluso había firmado algunos papeles para
Xuan que serían de ayuda si los retoños del Hijo del Cielo eran
detenidos en tierras Song. Todo lo demás estaba en manos del
destino. Xuan había hecho cuanto había podido para darles una
oportunidad.
Oyó unos pasos aproximándose y una triste
certeza le llenó de desaliento. No se sorprendió cuando la oscura
figura habló con la voz de Liao-Jin.
—Se han ido. Si has de morir mañana, yo
estaré a tu lado —dijo su hijo.
—No deberías haberme desobedecido, hijo mío
—contestó Xuan. Su voz se suavizó al continuar hablando—. Pero ya
que lo has hecho, quédate a mi lado mientras recorro el campamento.
No voy a dormir.
Para su sorpresa, Liao-Jin alargó la mano y
la posó fugazmente en su hombro. Nunca habían sido una familia
proclive a dar muestras abiertas de afecto, lo que hacía su gesto
aún más valioso. Xuan sonrió en la oscuridad mientras empezaban a
andar.
—Déjame que te hable sobre nuestros
enemigos, Liao-Jin. Los conozco bien: han estado conmigo durante
toda mi vida.
Karakorum estaba llena de guerreros, los
tumanes volvían a cubrir las llanuras que se extendían frente a la
ciudad y todas las habitaciones albergaban como mínimo a una
familia. Doscientos mil hombres habían vuelto a casa e innumerables
partidas de caza esquilmaban la tierra en un radio de más de cien
kilómetros. En los abarrotados campos, la conversación giraba a
menudo en torno a Xanadú, en el este, que, al parecer, estaba
clamando por recibir habitantes.
Arik-Boke se encontraba en los más profundos
sótanos del palacio, mientras la vida y el movimiento bullían sobre
su cabeza. Hacía frío en aquel lugar y se estremeció, frotándose la
piel de gallina de los brazos. El cuerpo de su hermano estaba allí
y Arik-Boke no podía retirar los ojos de él. Tradicional hasta el
final, Mongke había dejado instrucciones respecto a su muerte,
pidiendo ser llevado a la misma montaña donde yacía su abuelo y ser
enterrado con él. Cuando estuviera listo, Arik-Boke le llevaría
personalmente. La patria envolvería a su hermano, devolviéndole a
la tierra.
El cadáver estaba amortajado y habían cosido
el terrible tajo de blancos bordes. Aun así, al encontrarse allí
solo, en la mortecina luz de la estancia, frente a esa mera farsa
del hermano que había conocido y amado, a Arik-Boke le recorrió un
escalofrío. Mongke había confiado en él para hacerse cargo del
gobierno de Karakorum durante su ausencia. Le había entregado la
patria ancestral. Mongke había comprendido que la sangre y la
fraternidad eran una fuerza tan poderosa que nada podía romperla,
ni siquiera la muerte.
—He hecho lo que querías, hermano —le dijo
Arik-Boke al cadáver—. Me confiaste tu capital y no te he
decepcionado. Hulegu está de camino para honrarte y honrar todo lo
que hiciste por nosotros.
Arik-Boke no lloraba. Sabía que Mongke se
habría burlado si hubiera visto a sus hermanos ponerse
sentimentales, con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Su
intención era beber hasta perder el sentido, caminar entre los
guerreros mientras ellos también se emborrachaban y cantar y
vomitar y volver a beber. Tal vez entonces podría derramar algunas
lágrimas sin vergüenza.
—Kublai llegará pronto a casa, hermano —dijo
Arik-Boke. Suspiró para sí. Dentro de poco tendría que volver al
banquete funerario que se estaba celebrando arriba. Solo había
querido decirle unas palabras a su hermano. Era casi tan difícil
como si Mongke hubiera estado vivo y escuchando.
—Desearía haber estado allí cuando nuestro
padre dio su vida por Ogedai Khan. Desearía haber podido dar mi
vida para salvarte. Ese habría sido mi propósito en el mundo. Lo
habría hecho, Mongke, lo juro.
Escuchó el eco de su propia voz en el sótano
y alargó la mano para tomar la de hermano, asombrándose de su
peso.
—Adiós, hermano mío. Intentaré ser el hombre
que deseabas que fuera. Estoy dispuesto a serlo en tu
memoria.