XX

 

DESARMAR a toda la ciudad de Bagdad no era tarea fácil. Comenzó bastante bien; al fin y al cabo, la población podía ver el vasto ejército mongol rodeando sus murallas. Los heraldos del califa leyeron sus órdenes en todas las esquinas de la ciudad y no pasó mucho tiempo antes de que las primeras armas fueran sacadas a la calle para que los mongoles las recogieran. Era común entre las familias poseer una espada o una lanza en su hogar, como reliquia de una antigua guerra, o simplemente para proteger la casa. Muchos de ellos no querían entregar un arma que su padre o su abuelo habían utilizado. No fue sencillo convencer a los carniceros, los carpinteros y los obreros de que debían renunciar a sus valiosas herramientas. Al final de la primera mañana, reinaba en la ciudad un ánimo de hondo resentimiento y algunos volvieron incluso a meter sus armas en casa antes de que fueran recogidas. Antes de la puesta del sol, los guardias de la ciudad del califa tuvieron que hacer frente a algunas turbas airadas y, en un momento dado, los violentos estuvieron a punto de acorralarlos. En distintos puntos de la ciudad, tres mil guardias se enfrentaban a la furia latente de los ciudadanos, siempre mucho más numerosos que ellos. Los grupos de hombres del califa recorrieron calle tras calle, intentando emplear el uso masivo de la fuerza sobre un único punto y, a continuación, avanzar juntos hacia el siguiente. Como resultado, la recopilación de armas se retrasó todavía más. No era un inicio prometedor y los problemas aumentaron cuando cayó la noche.
Los guardias tenían que conservar sus armas para hacer cumplir el mandato del califa, pero, cuando los ciudadanos los veían, se inflamaban pasiones que empezaban a representar una amenaza seria. Todo padre e hijo les temían una vez habían entregado sus propias armas. Mientras supervisaban las calles, los guardias eran bombardeados con tejas y verduras podridas lanzadas desde arriba o por chiquillos que pasaban como una flecha por su lado maldiciéndoles a gritos.
Cuando terminaron los días de calor, multitudes vociferantes seguían todos sus movimientos. Los guardias apretaban los labios con furia mientras continuaban con su trabajo e intentaban ignorar a los que, armados con espadas y cuchillos, salían corriendo de una calle en el momento en que ellos entraban.
Al cuarto día, a uno de los hombres del califa le golpeó la cabeza algo podrido que fue resbalando húmedamente desde su coronilla hasta su nuca. Llevaba mucho tiempo soportando una intensa presión: le habían llamado traidor y cobarde, le habían abucheado y escupido. Ciego de ira, se giró sobre sí mismo con la espada en ristre y descubrió a un grupo de adolescentes riéndose de él. Se dispersaron, pero en su furia, alcanzó a uno de ellos y lo derribó de un golpe. Angustiado, el guardia soltó aire al darle la vuelta al cuerpo. Había matado al más pequeño de todos, un muchacho delgado, que yacía con un enorme tajo rojo en el cuello, feo y ancho, por el que se veía el hueso. El guardia alzó la vista y se encontró con los semblantes de los fornidos hombres a los que había pagado para acarrear las armas. Uno de ellos dejó caer su carga con estrépito y se alejó. Otros salieron detrás de él, llamando a la gente para que se unieran a ellos y vieran lo que el guardia había hecho. La ira iba creciendo y el guardia sabía lo que era la ruda justicia de las calles. El miedo se pintó en su expresión y empezó a retroceder. Solo consiguió retroceder unos pasos antes de que alguien le pusiera la zancadilla y le tirara al suelo. La turba cayó sobre él en una oleada de rabia y terror, atacándole con las uñas, hundiéndole en la carne los puños y los zapatos.
Desde el final de la calle llegaron corriendo una docena de guardias. Como obedeciendo una señal, la muchedumbre se dispersó de repente en todas direcciones, echando a correr sin pensar adónde iban. Junto al cadáver del niño, dejaron otro cuerpo sin vida, tan maltrecho y destrozado que casi no parecía humano.
Al amanecer del día siguiente, se desataron disturbios en distintos puntos de Bagdad. Viéndose atrapado en el campamento mongol, el califa perdió la paciencia al recibir la noticia. Sí, sus guardias estaban en clara inferioridad numérica en la populosa ciudad, pero contaba con ocho puestos de vigilancia principales, construidos en buena piedra, y dotados con tres mil hombres. Se aseguró de que la orden era leída en cada rincón de la ciudad. Los guardias recibieron con deleite la noticia y afilaron sus espadas. Uno de los suyos había caído a manos de la turba; eso no volvería a suceder. Se desplazaban en grupos de doscientos que peinaban las áreas una por una, acompañados por cientos de hombres contratados para llevar las armas a las murallas y depositarlas fuera. Si alguien protestaba, los guardias le golpeaban con unos pesados palos hasta dejarlo sin sentido y después le propinaban unas cuantas patadas por si acaso no había tenido suficiente. Si alguien blandía airado una espada contra ellos, lo mataban con rapidez y dejaban el cadáver donde pudiera ser visto. No había en los guardias ni rastro de vergüenza o de miedo a encender el ansia de venganza de la multitud, sino que sostenían desafiantes la mirada de los ciudadanos mientras llevaban a cabo su misión.
Ante la agresión sancionada ejercida por los guardias, las turbas fueron reduciéndose y replegándose a las sombras de la vida normal. La gente susurraba el nombre del niño muerto entre sí como un talismán contra el mal, pero la recopilación de armas continuó igualmente.
Después de once días, a Hulegu estaba a punto de agotársele la paciencia cuando llegó el mensaje de que el desarme se había completado y que podía entrar a inspeccionar la ciudad. El ingente peso de las armas era impresionante y Hulegu se vio obligado a emplear todo un tumán para amontonarlas en carros y retirarlas. La mayoría fueron enterradas, destinadas al óxido y al olvido; solo unas cuantas piezas selectas hallaron nuevos propietarios entre los oficiales mongoles. Bagdad esperaba ante Hulegu, verdaderamente indefensa por primera vez en su historia. Saboreó la idea mientras se subía al caballo y aguardaba a que un minghaan compuesto por mil hombres formara a su alrededor. En la posición de cabeza, el califa, con las ropas sucias y la piel cubierta de picaduras de pulga, se acomodó en su carro. Al verle, Hulegu soltó una carcajada y, a continuación, dio la orden de entrar.
Entrar en la ciudad todavía entrañaba un cierto peligro, Hulegu estaba seguro. Ya solo unos cuantos arcos escondidos disparando desde los tejados a su paso podrían desencadenar otra oleada de disturbios. Se había puesto la armadura completa, así como el casco, y su peso y solidez le hicieron sentir invulnerable cuando clavó los talones en su montura y atravesó por fin las puertas de la ciudad. Sus tumanes estaban listos para asaltar la ciudad y dejó a algunos hombres en todos los puntos de entrada para mantener las puertas abiertas. Creía haber pensado en todo y su ánimo era alegre mientras recorría al trote una calle principal, vacía y resonante.
Poco después, las murallas exteriores habían quedado muy atrás. Hulegu notó que la mayor parte de la ciudad había sido construida en un ladrillo cocido de tono marrón. Le recordaba a la ciudad de Samarra, más pequeña, situada al norte. En su ausencia, sus tumanes habían librado una batalla campal allí, antes de saquearla. Para cuando llegó del sur desde la fortaleza de los Asesinos, Samarra había sido sometida al pillaje de sus guerreros y la sangre resbalaba por las alcantarillas y algunas zonas de la ciudad habían quedado reducidas a escombros. Esa era una de las razones por las que la ciudad del califa no tenía ninguna opción de ser liberada: los oficiales de Hulegu habían sido extremadamente concienzudos.
Bagdad era mucho más grande que Samarra y entre los edificios ocres aparecían algunas mezquitas de decoración muy elaborada. Los azulejos de color azul brillante y los extraordinarios motivos geométricos reflejaban la luz del sol, centelleando en los pardos caminos como fogonazos de color. Hulegu sabía que los artistas musulmanes realizaban esos complejos dibujos de formas reflectantes y entrelazadas debido a que no se les permitía representar la forma humana. Se decía que sus matemáticas habían surgido de su arte, de hombres que se habían visto forzados a considerar los ángulos y la simetría para venerar a su dios. Para su sorpresa, Hulegu descubrió que le gustaba ese estilo mucho más que las escenas de batallas que Ogedai había encargado realizar en Karakorum. Había algo relajante en las formas y líneas repetidas que cubrían los vastos muros y patios. Sobre los demás edificios, descollaban también las manchas de color de los minaretes y las torres. Cuando Hulegu levantaba la vista, veía figuras distantes observándole desde lo alto. Sin duda, cuando miraran a lo lejos, también podrían ver a su ejército rodeando las murallas.
Pasó junto a la famosa Casa de la Sabiduría y se agachó sobre la silla para espiar bajo un arco el patio azul oscuro que se abría en su interior. Había nerviosos eruditos oteando desde todas las ventanas y se acordó que se decía que poseían la mayor biblioteca de la región. Si Kublai hubiera estado allí, Hulegu sabía que su hermano habría empezado a salivar de ganas de entrar en ella, pero él quería ver otras cosas. Su minghaan seguía a un reducido grupo de guardias del califa a través de la ciudad y, en un momento dado, había atravesado el Tigris por un puente de mármol blanco. Bagdad era más grande de lo que Hulegu había creído: su auténtica escala solo era visible desde el interior de sus murallas.
Llegaron al palacio del califa, circundado por una verja, y entraron por una puerta a unos verdes jardines interiores. Hulegu resopló al ver a un pavo real salir huyendo ante la visión de los hombres armados, con la cola temblorosa.
Solo una parte los guerreros del minghaan entró en la residencia del califa, mientras que la mayoría se quedó fuera, con orden de visitar todos los bancos de la ciudad. Mientras desmontaba, una lenta procesión formada por un tumán de diez mil hombres seguía entrando en la ciudad, guerreros disciplinados que encontrarían toda la riqueza escondida sin desencadenar nuevos disturbios.
Mientras los sirvientes del califa le guiaban a través de frescas habitaciones y descendía las escaleras que le conducían al lugar donde aguardaba su amo, Hulegu estaba de excelente humor. Sabía que podían tenderle una emboscada, pero confiaba en que su seguridad estaría garantizada por la amenaza que representaban sus hombres. El califa tenía que estar loco para permitirle entrar con tantos mongoles en la ciudad... y con tan pocas armas para luchar contra ellos. Hulegu estaba seguro de que todavía había alijos de espadas y puñales en Bagdad. Era casi imposible encontrar todos los cuchillos, espadas y arcos de una población que poseía sótanos y habitaciones secretas. La recogida de las armas había sido fundamentalmente un acto simbólico, aunque incrementaba la sensación de impotencia que experimentaban los habitantes de Bagdad mientras esperaban a que cumpliera su palabra y se marchara.
El califa al-Mustasim aguardaba al final de un tramo de escalones de piedra que continuaban en otros dos tramos superiores, de manera que las cámaras del tesoro estaban excavadas en un profundo lecho de roca e iluminadas únicamente por lámparas. La luz del sol no llegaba tan abajo, pero el lugar era seco y polvoriento en vez de húmedo. Incluso vestido con sus mugrientas túnicas, el líder de la ciudad parecía mucho más seguro de sí allí que en el campamento mongol. Cuando los guardias del califa retiraron una pesada tranca de hierro, tan enorme que incluso a dos hombres les costaba levantarla, Hulegu agudizó sus sentidos para identificar cualquier signo de engaño. A continuación, al-Mustasim se adelantó y apoyó las manos en las puertas, empujándolas hasta que se abrieron de par en par sin hacer ningún ruido. Incapaz de contenerse, Hulegu se acercó al umbral para echar la primera ojeada a los contenidos de la cámara. Por su parte, el califa se volvió a mirarle a él, descubriendo el brillo de la codicia en sus ojos.
La cámara del tesoro debía de haber sido una cueva natural situada bajo la ciudad. Las paredes, que se perdían en la distancia, seguían siendo rugosas en algunos puntos. Era evidente que los criados del califa habían estado allí antes, porque el lugar estaba bien iluminado por unas lámparas que pendían del techo. Hulegu sonrió al darse cuenta de que la pomposa escena de la apertura de las puertas había sido representada exclusivamente para él.
La espera había merecido la pena. El color único del oro resplandecía en pilas de lingotes gruesos como dedos, pero eso era solo una pequeña parte del todo. Al ver la extensión de la cueva, Hulegu tragó con dificultad: todos los recovecos estaban repletos de estatuas y estanterías. No podía evitar preguntarse cuánto se habrían llevado antes de ese día. El califa querría conservar una porción de su riqueza y Hulegu sabía que tendría que luchar para encontrar las demás habitaciones y cofres, dondequiera que estuvieran escondidos. Con todo, era una visión impresionante. Solo esa habitación equivalía o superaba todas las cámaras de Mongke juntas. Aunque Hulegu sabía que tendría que cederle al menos la mitad a su hermano, cobró consciencia de que, de un plumazo, se había convertido en uno de los hombres más ricos del mundo. De pronto, mientras observaba la riqueza de antiguas naciones, se echó a reír.
El califa sonrió con nerviosismo al oírle.
—Cuando compruebes las listas que te di, verás que está todo incluido. He actuado de forma honorable por mi ciudad.
Hulegu se giró hacia él y le puso una mano en el hombro. Uno de los guardias del califa se agitó irritado y, al instante, se encontró con una espada apoyada contra su garganta. Hulegu hizo caso omiso del incidente.
—Me has mostrado los tesoros visibles, sí. Son magníficos. Ahora, enséñame el resto, la verdadera riqueza de Bagdad.
El califa miró con expresión horrorizada al sonriente mongol. Meneó la cabeza, sin palabras.
—Por favor, no hay nada más —dijo por fin.
Hulegu alargó la mano y agarró con firmeza una de las mejillas del califa, sacudiéndola con suavidad.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Lo juro —respondió el califa. Retrocedió para liberarse del insultante gesto mientras Hulegu se dirigía a uno de los guerreros mongoles.
—Dile al general Kitbuqa que empiece a incendiar la ciudad —dijo. El guerrero subió a la carrera los escalones y al-Mustasim le observó marchar con el rostro crispado por el pánico.
—¡No! Muy bien, hay una reserva de oro oculta en los estanques del jardín. Eso es todo. Te doy mi palabra.
—Ya es demasiado tarde —respondió Hulegu, con pesar—. Te pedí que hicieras un recuento preciso del tributo y no lo has hecho. Tú mismo has hecho caer la desgracia sobre ti, oh califa, y sobre tu ciudad.
El califa sacó una daga de los pliegues de su túnica y trató de atacar, pero Hulegu simplemente se echó a un lado y dejó intervenir a sus guardias, que arrancaron el arma de los rollizos dedos del califa. Hulegu la recogió, asintiendo para sí.
—También solicité el desarme completo y no lo has cumplido —prosiguió—. Llevadle a una estancia pequeña y mantenedle allí prisionero mientras trabajamos. Estoy cansado de su verborrea y sus promesas vacías.
No era tarea fácil arrastrar la mole del califa escaleras arriba, por lo que Hulegu dejó que sus guardias se encargaran de ello mientras él se internaba en la cámara para examinar lo que había obtenido. Kitbuqa sabía lo que tenía que hacer. Hulegu y él habían elaborado sus planes una semana antes. La única parte difícil había sido planear cómo asegurarse de obtener los tesoros de Bagdad antes de destruir la ciudad.

 

El invierno era suave en esa región y los tumanes de Kublai se asentaron en sus nuevas tierras, refugiándose en la seguridad de sus gers. Por los registros de las campañas rusas de Tsubodai, Kublai sabía que el invierno era la mejor época para lanzar un ataque, pero, al estar tan al sur, la ventaja natural de los mongoles en los enfrentamientos a bajas temperaturas quedaba prácticamente anulada. Los ejércitos seguían desplazándose durante las estaciones frías y no tenía garantía alguna de que pudiera disfrutar de una tregua en la lucha. Sus enemigos debían estar experimentado el mismo problema. Los mongoles habían penetrado en sus tierras y nadie sabía sobre qué punto lanzarían su próximo ataque.
Kublai había creído que tendría que luchar por cada paso que avanzara en territorio Song, pero, tras la primera batalla, casi parecía que le estuvieran ignorando. La ciudad de Kunming había abierto sus puertas ante él sin ofrecer resistencia y lo mismo había sucedido a continuación con Qujing y Qianxinan. Se preguntó si la indignación y el ultraje habrían dejado paralizado al emperador. Habían pasado siglos desde la última vez que alguien había emprendido la conquista de sus tierras, pero, sin duda, no habría sido fácil pasar por alto las lecciones extraídas de la experiencia de los Chin. Si Kublai hubiera estado en el poder, habría armado a todo su pueblo para lanzar una guerra total, obligando a millones de hombres a enfrentarse a la máquina de guerra mongola hasta dejarla reducida a polvo. Seguía temiendo que sucediera precisamente eso. Su único consuelo era que la región de Yunnan estaba aislada por una vasta cordillera de colinas y montañas del resto del territorio Song. Para alcanzar una ciudad Song de importancia, sus mapas revelaban que había que atravesar más de trescientos kilómetros de terreno abrupto, sin dar más detalles al respecto. La inquietud de Kublai aumentaba con cada semana que pasaba mientras esperaba noticias de los hombres y el dinero que había enviado para localizar las minas de plata del emperador Song. El encargo llevó mucho más tiempo de lo que había previsto. Muchos de sus exploradores regresaron con las manos vacías o con falsas pistas que supusieron un despilfarro de tiempo y energía. Cuando habían pasado dos meses sin que hubieran obtenido ningún resultado, se vio obligado a avanzar hacia el este, hacia las primeras colinas, dejando pequeños grupos de guerreros en sus ciudades pacificadas para asegurarse de que el flujo de suministros continuaba llegando.
Diez tumanes y su hueste de seguidores del campamento atravesaban lentamente la tierra. Kublai le había dado a Uriang-Khadai órdenes permanentes de que comprara la comida en vez de cogerla sin más, pero la consecuencia era que sus reducidos fondos estaban visiblemente mermados. El orlok había insistido en celebrar una reunión para poner de manifiesto la estupidez que suponía dejar plata Chin en unas aldeas de campesinos, pero Kublai se negó a discutirlo y le hizo volver junto a los tumanes sin satisfacer sus demandas. Sabía que disfrutaba demasiado atormentando a su orlok... pero no estaba dispuesto a explicar sus motivos ante alguien que nunca comprendería lo que estaba intentando hacer. Las ciudades de las montañas, grandes y pequeñas, permanecían intactas tras el paso de las filas mongolas y las monedas habían empezado a circular mes a mes, de modo que, al poner a su montura al trote, se oía tintinear hasta al guerrero de menor rango. Los hombres transportaban las monedas Chin en correas de cuero que llevaban al cuello o que colgaban de sus cinturones como ornamentos. La novedad les había mantenido callados mientras esperaban a ver qué podían comprar con esas monedas en las ciudades Song. Solo Uriang-Khadai rechazó su paga mensual, diciendo que Kublai no le convertiría en un mercader, no mientras conservara su rango. Bajo la hostil mirada del orlok, Kublai se había sentido tentado de relevarle de ese rango, pero se había resistido al impulso, sabiendo que lo habría hecho por despecho. Uriang-Khadai era un comandante competente y Kublai necesitaba todos los hombres de valía que tenía.
La marcha era lenta, aunque había senderos entre las colinas. No se trataba de montañas demasiado altas, era solo un distante horizonte de cumbres y depresiones reverdecidas por las fuertes lluvias. Los aguaceros duraban varios días seguidos, convirtiendo la arcilla en pegajosos terrones donde los carros se atascaban y que ralentizaban aún más su paso. Avanzaban pesadamente, siempre adelante, mientras las mujeres y los niños se iban quedando tan delgados como los rebaños que sacrificaban para mantener fuertes a los hombres. El pasto era lo único bueno de la marcha y Kublai pasaba las tardes junto a Chabi y Zhenjin en una ger que tenía una gotera, escuchando leer a Yao Shu en voz alta la poesía de Omar Khayyam. En cada nueva población, Kublai preguntaba por el paradero de soldados o de minas. En esos lugares tan remotos rara vez habitaba alguien que hubiera estado siquiera en las ciudades, por lo que se sintió aliviado cuando sus exploradores le pidieron que acudiera a la granja de un soldado Song retirado llamado Ong Chiang. Al verse frente a guerreros armados, Ong Chiang había descubierto que sabía bastantes cosas. El antiguo soldado le habló a Kublai de la ciudad de Guiyang, que estaba a solo sesenta y cinco kilómetros de unos cuarteles imperiales y de una mina de plata. No era ninguna coincidencia que ambas cosas estuvieran juntas, dijo. Mil soldados vivían y trabajaban en una ciudad que existía solo para mantener las minas locales. Ong Chiang había estado estacionado allí durante parte de su carrera y habló con deleite de la dura disciplina, mostrándoles una mano en la que solo quedaban dos dedos y el pulgar para ilustrar su argumento. Haber nacido en las ciudades que rodeaban Guiyang significaba morir en las minas, les dijo. Era un lugar pobre para los que vivían allí, pero producía una enorme riqueza. Era muy posible que Ong Chiang nunca hubiera disfrutado de un público tan atento en toda su vida. Se echó para atrás, arrellanándose en su pequeño hogar, mientras Kublai absorbía cada una de sus palabras.
—¿Y viste cómo sacaban la tierra a la superficie y luego la calentaban?
—En hornos gigantescos —respondió Ong Chiang, encendiendo su pipa mientras hablaba y dando pequeñas chupadas placenteras a la larga caña—. Unos hornos que rugen todo el día con tanto estruendo que los obreros se quedan sordos a los pocos años. Nunca quise acercarme a esas cosas, mi misión era únicamente custodiarlos.
—Y dices que extraen plomo...
—Mineral de plomo mezclado con la plata. Se encuentran juntos, aunque no sé por qué. La plata es un metal puro y el plomo puede fundirse. Los vi vertiendo la plata en lingoteras en el yacimiento y teníamos que estar allí para asegurarnos de que los mineros no robaban ni siquiera unas virutas.
Se puso a contar una anécdota sobre un hombre que intentó tragarse varias piezas afiladas de plata que le revolvió el estómago a Kublai. Sospechaba que aquel veterano Song sabía poco más del proceso en sí que él mismo, pero en su farragoso discurso reveló muchos detalles de utilidad. No había duda de que la mina de Guiyang era un proyecto descomunal, una ciudad que existía solo con el fin de extraer menas de mineral. Hasta ese momento, Kublai se había imaginado algo de menor escala, pero Ong Chiang hablaba de miles de trabajadores, golpeando con el martillo y cavando día y noche para llenar las arcas del emperador. Alardeaba de que había al menos otras siete minas en las tierras Song, una fanfarronada que Kublai tenía que desechar como una mera fantasía. Su propio pueblo trabajaba en dos ricos filones, pero él nunca había visitado los yacimientos. Pensar en que hubiera ocho minas, en sus menas siendo convertidas en valiosas monedas, implicaba una visión de tal riqueza y poder que le resultaban casi inconcebibles.
Por fin, al hombre se le acabó la cuerda y se quedó en silencio, más a gusto todavía gracias a la petaca de airag que Kublai había sacado de los pliegues de su deel. Se puso en pie y Ong Chiang le dirigió una sonrisa desdentada.
—¿Tienes suficiente plata para pagar a un guía? —preguntó. Kublai asintió y el hombre se levantó con él, alargando el brazo y empezando a moverlo arriba y abajo—. Entonces lo haré. No encontrarías la mina sin un guía.
—¿Y qué le sucederá a tu granja, a tu familia? —inquirió Kublai.
—La tierra aquí es una mierda y ellos lo saben. No hay más que caliza y pedruscos. Un hombre tiene que ganar dinero y puedo olerlo en ti.
La mirada de Ong Chiang recorrió la limpia túnica de Kublai arriba y abajo y su mano mutilada se estremeció como si quisiera tocar el fino tejido. A Kublai le hizo gracia, a pesar suyo. Entonces reparó en la presencia de la esposa del granjero, que le estaba fulminando con la mirada desde la entrada. La mirada de ambos se encontró por un momento y ella bajó la vista de inmediato, aterrorizada por los hombres armados que rodeaban su casa.
—¿Cómo sé que puedo confiar en ti? —preguntó Kublai.
—Ahora soy Ong Chiang el granjero, pero una vez fui Ong Chiang, oficial al mando de ocho hombres... antes de perder los dedos por la pala de un imbécil. Me dijeron que entregara la armadura y la espada y me dieron mi paga, y eso fue todo. Veinte años de servicio y me hacían marchar con las manos vacías. No creas que te causaré ningún problema. No puedo sostener una espada, pero te enseñaré el camino. Me gustaría verles las caras cuando vean llegar a tus hombres —Ong se echó a reír, cacareando y resollando, y dio otra chupada a su pipa, como si fuera un pecho que le sirviera para confortarse. Los silbidos se convirtieron en gorgoteos y cuando por fin se calmaron, Ong tenía la cara roja.
—Pago a mis hombres cuatro monedas de plata al mes —dijo Kublai—. Tú obtendrás una paga extra cuando me encuentres una mina de plata.
El rostro de Ong Chiang se iluminó.
—¡Cuatro! Por ese dinero, caminaré día y noche e iré a donde quieras.
Kublai confiaba en que Yao Shu no se hubiera excedido en sus cálculos de la paga de un soldado. Era un área en la que el monje budista carecía de experiencia. Kublai estaba perdiendo medio millón de monedas de plata de sus fondos de campaña cada mes y, aunque Mongke había sido más que generoso, tenía como máximo seis meses antes de que volviera a presentarse el problema del saqueo. Kublai todavía estaba esforzándose por comprender el impacto de esa sencilla decisión, pero tuvo una visión de sus hombres entrando en una ciudad pacífica con demasiada riqueza en sus bolsas. Los precios se dispararían. Sus guerreros se beberían todo el alcohol que encontraran, se pelearían por las putas locales y luego se pelearían hasta caer inconscientes.
Su rostro se crispó al pensarlo. Muy al norte, Xanadú estaba siendo construida por obreros Chin que daban por supuesto que él regresaría con la paga que les debía. La nueva capital que había imaginado quedaría en ruinas si no encontraba una nueva fuente de plata.
—Muy bien. A partir de este día, eres Ong Chiang, el guía. ¿Necesito advertirte de lo que te pasará si nos conduces por un camino equivocado?
—No, no creo que sea necesario —dijo Ong, mostrando otra vez sus estropeadas encías.