XXII
KUBLAI observó cómo los
regimientos Chin salían corriendo de sus tiendas y formaban
disciplinadamente en pulcras líneas. Le parecía increíble lo cerca
de la mina que habían llegado sus tumanes antes de que sonaran los
cuernos de alarma. A solo tres kilómetros, el distante gemido del
cuerno de metal había empezado a aullar, amortiguado por el terreno
en descenso. El oficial Song debería haber tenido a más
exploradores en posiciones exteriores, relevados de forma regular
por hombres del campamento principal. Kublai rezó en silencio para
que aquel fuera el primero de una larga lista de errores del
oficial.
Kublai cobró ánimos al ver a la larga línea
de jinetes que trotaban a su lado, a izquierda y a derecha. El
minghaan de Bayar había cortado las líneas de suministro de los
Song cuatro días antes y, después, había aguardado para tender una
emboscada a todo el que mandaran hacia allá. Ni un solo hombre de
cien había conseguido regresar al campamento Song. Kublai confiaba
en que estuvieran pasando hambre. Necesitaba contar con todas las
ventajas posibles.
La depresión que conducía hacia la mina
terminaba en una llanura de varios kilómetros de diámetro. Kublai
trató de ponerse en el lugar del general Song. El terreno no era
demasiado bueno para librar un batalla defensiva. Ningún líder
elegiría un lugar desde donde no pudiera controlar las alturas más
próximas. Y, sin embargo, ese era exactamente el tipo de batalla
que tenía lugar cuando un emperador situado a miles de kilómetros
ordenaba a uno de sus hombres de alto rango que defendiera una
posición, sin tener en cuenta quién la atacaba o cuál era la fuerza
del atacante. No habría retirada, Kublai estaba seguro. Levantó el
puño y las filas mongolas se detuvieron, dibujando una suave curva
al alcanzar el borde de uno de los riscos que circundaban el valle.
El sol lucía alto en el cielo y era un día caluroso. Desde la
altura, podía divisar una amplia extensión de terreno, la propia
mina y, más allá, el pueblucho que la abastecía de trabajadores
todas las mañanas. El propio aire relucía sobre parte del vasto
yacimiento, revelando la ubicación de los hornos de fundición. A
Kublai le complació comprobar que todavía estaban funcionando.
Quizá hubiera plata en los almacenes después de todo. Distinguió un
río de mineros abandonando el lugar y, mientras esperaba a que su
artillería estuviera en posición, los lejanos destellos cesaron. La
mina estaba cerrada y el aire se quedó completamente quieto.
A sus espaldas, los equipos de artilleros
fustigaban con sus látigos a los caballos que arrastraban los
pesados cañones, luchando por conseguir un último arranque de
velocidad en la subida del peñasco. Kublai y Bayar habían
experimentado con bueyes y caballos, incluso con camellos,
intentando encontrar la mejor combinación de velocidad y
resistencia. Los bueyes eran exasperantemente lentos, por lo que
había decidido dejarlos en el campamento con las familias y
utilizar tiros de cuatro caballos. Una vez que los cañones
estuvieran en movimiento, podrían triplicar la velocidad de avance
hacia el frente, aunque el coste en caballos fuera enorme. Cientos
de ellos quedarían cojos o sufrirían graves problemas respiratorios
por tirar de los cañones, junto con los carros cargados de munición
y pólvora.
Kublai repasó las órdenes mentalmente. Los
Song habían formado con presteza en la llanura del valle y, en
aquel momento, vio las oscuras formas de sus propios cañones
llegando a la línea del frente, acompañados por los braseros
destinados a prender la pólvora negra. Cargar contra ese campamento
implicaría cabalgar a través de una lluvia de proyectiles y, al
pensarlo, Kublai sintió que el estómago se le encogía por el miedo.
Frunció el ceño al ver que los regimientos Song se mantenían firmes
en su posición, seguros de que él avanzaría hacia ellos.
Kublai envió a una avanzadilla de guerreros
para que reconocieran el terreno antes de dar la orden de avance a
los tumanes. Miles de ojos en ambos bandos los observaron descender
poco a poco la suave pendiente con sus monturas. Los guerreros
mongoles esperaron para ver si sus batidores descubrían algunas
zanjas ocultas o pinchos escondidos entre la hierba, mientras los
regimientos Song se tensaban ante la aproximación de lo que podrían
haber sido los primeros representantes de una carga suicida. Los
braseros de la artillería Song humeaban con furia: los encargados
de mantener los cañones encendidos echaban más y más carbón en su
interior. Kublai notó los fuertes latidos de su corazón mientras
aguardaba a que cayera alguno de los jinetes. Cuando llegaron sanos
y salvos al pie del risco y cabalgaron hasta el límite de alcance
de los arcos enemigos, en sus emociones se mezclaron el alivio y la
inquietud. Eran jóvenes y no le sorprendió ver que se paraban para
gritarles bravuconadas a sus rivales. Lo que resultaba más
preocupante era que el comandante Song no hubiera tendido trampas
en el camino. Dedujo que quería que sus enemigos avanzaran a galope
tendido para poder destruirlos. O bien se trataba de una confianza
justificada o de una completa estupidez y Kublai empezó a sudar,
incapaz de saber cuál era la verdad, mientras sus jinetes
regresaban a sus respectivas filas entre los gritos y las risotadas
de sus amigos. La tensión había sido insoportable, pero, con una
ojeada, Kublai vio que cuatro de sus propios cañones estaban
listos, y sus braseros también estaban encendidos y humeantes, bien
alejados de los montones de sacos de pólvora y de las balas de
cañón. El resto seguía enganchado a los equipos que los
arrastraban, listos para aproximarse cuando supieran cuál era la
distancia de disparo adecuada. Se dijo que, seguramente, los Song
no habrían esperado que los mongoles contaran con tanta artillería
pesada.
Seguía confiando en sorprenderlos. Los
químicos persas que trabajaban en Karakorum habían creado un polvo
más fino, con más salitre que la mezcla Chin. Kublai no entendía
mucho de aquella ciencia, pero, al ser más pequeños, los granos
ardían más deprisa y arrojaban la bala con más fuerza. El concepto
estaba claro para cualquiera que hubiera frito un buen pedazo de
carne, o que hubiera visto cómo lo cortaban en pequeños trozos para
cocinarlo. Observó con ansiedad cómo los artilleros desencajaban a
martillazos los cuatro cañones de sus estructuras de transporte y
añadían nuevos bloques de madera para elevar al máximo las negras
bocas. Con frecuencia, los bloques, que habían sido cortados a mano
de un tronco de abedul, quedaban destrozados con los disparos y los
equipos iban sacando otros nuevos de unos sacos de recambios. Las
bolsas de pólvora se introducían en las ánimas de hierro y, en cada
uno de los equipos, un hombre fornido cogía una bala de piedra con
las dos manos, a horcajadas, como si la estuviera pariendo y, con
un brutal tirón, levantaba las balas hasta el borde, mientras otro
miembro del equipo se aseguraba de que no se caía hacia atrás. Por
un momento, Kublai estuvo a punto de ordenar que metieran una
segunda bolsa de pólvora, pero no se atrevió a arriesgarse a que
los cañones explotaran al ser disparados. Los necesitaba
absolutamente todos.
A poco más de un kilómetro por debajo,
ocupando el fondo del valle, los regimientos Song aguardaban en
filas perfectas y relucientes. Podían ver lo que estaba sucediendo
en el risco, pero, con sus banderas y estandartes ondeando al
viento, se mantenían inmóviles como estatuas. Kublai oyó a sus
equipos de artilleros bramar las instrucciones, empleando esas
mismas banderas para evaluar la fuerza y dirección del viento.
Empezaron a entonar las breves órdenes, poniendo especial énfasis
en la cuarta sílaba. Casi como una sola, las armas de hierro se
colocaron en posición, elevadas con un gruñido por la enorme fuerza
de sus hombres. Las máquinas dispararían en línea recta hasta que
el viento cambiara.
Kublai levantó la mano y cuatro mechas
fueron encendidas y protegidas de la brisa mientras los oficiales
se preparaban para poner la llama en contacto con la caña, rellena
de la misma pólvora negra: la chispa que desgarraría la bolsa del
interior y lanzaría las balas violentamente por los aires.
Kublai bajó el brazo, casi estremeciéndose
de expectación. El estruendo que se produjo a continuación fue
incomparable. Ni siquiera el trueno parecía tan terrible. El humo y
las llamas brotaron de las ánimas de hierro y unas manchas borrosas
se elevaron hacia el cielo. Kublai siguió las curvas líneas con la
vista y su corazón se aceleró al ver que era muy probable que los
proyectiles alcanzaran a los Song. Se quedó con la boca abierta
mientras observaba cómo las balas se cernían sobre los regimientos
y estallaban demasiado lejos para poder valorar los daños que
habían causado.
Hubo un instante de quietud y, a
continuación, todos aquellos que pudieron verlo lanzaron un súbito
rugido de satisfacción y el resto de los equipos de artilleros
fustigaron a sus caballos con renovada urgencia para que avanzaran,
situando los cañones en posición. Podían alcanzar al enemigo. O los
Song habían infravalorado el beneficio del risco, o la pólvora
mongola era mucho mejor que la suya.
A todo pulmón, Kublai repartió nuevas
órdenes, imbuido por la urgencia de aprovechar su repentina
ventaja. Observó las operaciones de los equipos para reajustar las
armas, que se le hicieron insoportablemente lentas: los artilleros
cogieron unos enormes martillos y empezaron a golpear los bloques
para soltarlos mientras que otros levantaban las barras de hierro
para hacer sitio.
En el fondo del valle, los cuernos gimieron
y, en la repentina confusión, los oficiales Song dieron órdenes
contradictorias. Kublai vio que algunos de ellos creían que lo
único que tenían que hacer era acercarse más a la mina. Otros que
habían visto las balas pasar justo por encima de ellos estaban
gritando, enfurecidos, y señalando hacia el risco. No había ningún
lugar seguro para ellos. Tendrían que atacar o abandonar la mina y
salir del campo de alcance de la artillería mongola, en cuyo caso
Kublai decidió que ordenaría que los tumanes entraran a toda
velocidad y capturaran los cañones Song. Su cuerpo se tensó al ver
que sus equipos ponían a punto todos los cañones para iniciar una
descarga cerrada.
Cuando dispararon, las bolas de piedra
pulida ascendieron y se estrellaron contra las filas Song. Caballos
y hombres se arrugaron como si hubieran apoyado sobre ellos una
punta de hierro candente. Dos de los cañones Song fueron alcanzados
y saltaron por los aires, atrapando a varios hombres debajo al
caer. Kublai estaba exultante y sus equipos, sudando a chorro,
siguieron trabajando.
Los equipos intentaban superarse entre sí y
los disparos fueron sucediéndose cada vez con más rapidez, creando
una cascada de estruendos a lo largo de la línea de artillería.
Kublai miró a su alrededor, alarmado, cuando el tubo de una de las
máquinas de hierro estalló, matando a los hombres que se
encontraban junto a la boca. Otro hombre murió cuando su compañero
no enfrió el tubo con el pisón y la esponja con suficiente
presteza: la bolsa de pólvora subió mientras él seguía
introduciendo el pisón en el interior del tubo y, en su celo, la
rompió. La intensa llamarada solo tenía una salida y lo abrasó en
un abrir y cerrar de ojos. La lección no pasó inadvertida a los
demás equipos y el desenfrenado ritmo deceleró un poco después de
esos dos accidentes.
Kublai estaba demasiado lejos de Bayar para
ver su expresión, pero podía imaginársela. Disponía de unas armas
diseñadas para pulverizar los muros de una ciudad y la oportunidad
para utilizarlas contra las filas de un ejército permanente. Los
guerreros que le circundaban seguían fascinados ante la capacidad
de destrucción de los cañones y Kublai se preguntó si cabalgarían
con igual rapidez hacia los cañones Song ahora que habían visto a
la luz del día lo que esos ingenios podían hacer.
Las líneas Song volvieron a formar por
encima de sus muertos, pero Kublai dudaba de que pudieran resistir
mucho tiempo bajo aquel mortífero fuego de artillería. No envidiaba
la posición del comandante Song, quienquiera que fuera. Esperó a
ver si los Song retrocedían, pero se mantuvieron en posición
mientras las sangrientas garras de los mongoles iban haciendo
huecos entre sus filas. Kublai echó una ojeada a la pila de balas
de cañón más próxima y se mordió el labio al descubrir que apenas
quedaba una docena. Su gran peso hacía que desplazar los
proyectiles fuera tan difícil como trasladar los propios cañones y
algunos de los carros se habían roto en el trayecto. Observó como
hipnotizado cómo el montón iba mermando hasta que la última bala
estuvo sola en el suelo. El ánima del cañón fue limpiada por última
vez. Una nube de vapor silbó y chisporroteó sobre los hombres que
manipulaban las armas, parte de una nube mayor que envolvía todo el
risco. A Kublai le irritaba que el humo le tapara la visión,
cegándolo durante largos momentos hasta que la nube se despejaba.
Oyó al equipo de artilleros que tenía al lado disparar el último
tiro. Para entonces, la mayoría de las armas se había quedado en
silencio y sus equipos aguardaban, orgullosos, en posición de
firmes. Unos cuantos disparos procedentes de los equipos más lentos
resonaron todavía y por fin los cañones callaron, repentinamente
inútiles tras la masacre y destrucción causadas.
Kublai sintió como si le hubieran vaciado
por dentro cuando, de pronto, su poder para disparar y golpear se
desvaneció. El aire estaba cargado de sulfuro y vapor y tuvo que
esperar a que la brisa los hiciera jirones para volver a ver.
Cuando los regimientos Song reaparecieron
ante sus ojos, comprobó que el ataque había causado graves estragos
entre sus filas. Miles de hombres estaban retirando a los muertos,
y los oficiales cabalgaban arriba y abajo de las líneas
exhortándoles, señalando hacia el risco y sin duda gritando que lo
peor ya había pasado. Kublai tragó saliva con dificultad: los Song
se mantenían en pie. Mientras observaba la distante escena,
descubrió a los propios equipos de artilleros de los Song
precipitarse como un enjambre sobre sus armas. El tiempo se
ralentizó para él y, mientras levantaba la mano, oyó cada uno de
los latidos de su corazón. Los tumanes tenían que atravesar casi un
kilómetro de terreno, entre ciento veinte y ciento ochenta latidos.
Sentiría cada uno de ellos. Bramó las órdenes y sus hombres
sobrepasaron el risco, hincando los talones en sus monturas para
ponerlas al galope. Kublai permaneció inmóvil mientras pasaban como
un río por su lado, sabiendo que tenía que ser el centro de calma,
el ojo que lo observaba todo desde lo alto, leyendo la batalla y
reaccionando dependiendo de su desarrollo, como no podían hacer los
guerreros desde allí abajo.
Los tumanes se abalanzaron sobre las líneas
Song y un bramido rabioso y desafiante brotó de las gargantas de
hombres que habían tenido que hacer frente a los momentos más
terroríficos de sus vidas. Kublai rugió las órdenes a sus
portaestandartes y estos levantaron las banderas que dividirían a
Uriang-Khadai y a Bayar, arrojándolos contra los flancos
enemigos.
No podía confiar en los latidos de su
corazón para medir el tiempo. Cuando se puso un dedo en el cuello,
al principio no pudo encontrarlo y luego percibió un pulso tan
rápido que decidió dejarlo estar. Los tumanes iniciaron el galope
tendido en la corta llanura al fondo de la depresión y distinguió
las negras agujas de las flechas avanzando frente a ellos, una
variante nueva del terror para aquellos Song que todavía seguían en
pie y les retaban a acercarse.
Cuando los cañones Song lanzaron las
primeras andanadas, se estremeció. Desde arriba, podía seguir con
la vista las trayectorias de las balas, cayendo como hachas
gigantes sobre las filas al galope. Los tumanes cubrieron el
terreno a una velocidad temeraria y, mientras los equipos Song
recargaban, sus hombres dispararon sus silbantes flechas contra
ellos, de manera que los artilleros Song caían más deprisa de lo
que podían ser sustituidos. En las alas, Uriang-Khadai y Bayar se
habían aproximado a la carrera, para detenerse a unos doscientos
pasos. De cada uno de sus diez mil salió una flecha disparada por
arcos demasiado duros para que otros hombres pudieran siquiera
tensarlos. No tenía cañones en los flancos, pero la mayoría de los
arqueros de Kublai podía acertarle a un huevo a cincuenta pasos.
Podían acertarle a un hombre a doscientos pasos y los mejores entre
ellos podían incluso elegir dónde.
Miles de guerreros seguían pasando junto a
él. Todo un tumán estaba superando el peñasco, avanzando con
urgencia para no perderse la batalla. Los equipos de artilleros,
ahora descansando, gritaban palabras de ánimo, sabiendo que su
papel ya había terminado. Kublai se dio cuenta de que estaba
temblando cuando vio al último guerrero abandonar el risco. Se
había quedado con una guardia personal de apenas veinte hombres y
un tamborcillo sobre un camello para transmitir las señales. Todos
los oficiales podían verle desde el fondo del valle y él era el
único que podía valorar todo el campo de batalla. Luchó contra el
impulso de dar nuevas órdenes, pero, en ese momento, probablemente
no habría hecho más que obstaculizar el trabajo de sus
oficiales.
Durante un tiempo, se irguió al máximo,
poniéndose de pie en la silla para poder ver exactamente lo que
estaba sucediendo. El engranaje de su mente seguía revisando ideas
y planes y sabía que tendría que construir forjas para fabricar
balas de hierro para los cañones. Era una labor difícil fabricar
una auténtica esfera, sin imperfecciones que pudieran engancharse
en el tubo y hacerlo estallar o mandar la mortífera bala en la
dirección equivocada. El hierro tenía que calentarse hasta que
fluyera como agua y las temperaturas superaban con mucho las que
podían soportar las forjas portátiles con las que contaba. Las
balas de plomo eran una alternativa, pero el blando metal tenía
tendencia a deformarse. Kublai se preguntó por un instante si
podría utilizar la fundición de la mina. Pulir piedra era mucho más
fácil, pero la tarea llevaba semanas y, como había comprobado,
podía agotar las reservas de la mayor parte del año en una sola
mañana.
Sacudió la cabeza para detener ese constante
carrusel de pensamientos. Los regimientos Song, atacados por todos
los flancos, estaban retrocediendo. Más de la mitad de sus
efectivos yacían muertos y cualquiera que portara una armadura de
oficial había sido abatido y su frío cadáver estaba erizado de
flechas. Bajo la atenta mirada de Kublai, sus dos alas dispararon
sus últimas flechas. Las filas de retaguardia pasaron hacia delante
unas lanzas y las primeras filas se pusieron al galope,
persiguiendo a sus enemigos y bajando las largas armas para
perforar sus cuerpos. Los de atrás desenvainaron sus espadas e,
incluso desde la distancia, Kublai pudo oír su grito de
batalla.
Hulegu estaba cansado. Durante los meses que
siguieron a la quema de Bagdad, había estado inmerso en la
administración de una vasta área. Había entrado en Siria y tomado
la ciudad de Aleppo, aplastando a un pequeño ejército y masacrando
a tres tribus de kurdos que asaltaban las poblaciones locales como
bandidos. Los nobles de Damasco se habían presentado ante él mucho
antes de que atacara su ciudad. Habían aprendido la lección de la
destrucción de Bagdad y se rindieron antes incluso de que Hulegu
llegara a amenazarles. Instaló a un nuevo gobernador en su nombre
y, aparte de unas pocas ejecuciones ejemplarizantes, la ciudad
quedó intacta.
Le había sorprendido averiguar que Kitbuqa
era cristiano, pero no parecía que su fe mermara su indignada furia
contra las ciudades musulmanas. Kitbuqa había empezado a celebrar
misa en las mezquitas capturadas antes de quemarlas, un insulto
deliberado contra sus fieles. Hulegu sonrió al recordarlo. Juntos,
habían acumulado más riqueza de la que Tsubodai, Gengis u Ogedai
hubieran visto jamás, buena parte de la cual había sido enviada a
su hermano a Karakorum. Una cantidad mayor fue utilizada para
reconstruir las ciudades en las que había instalado un nuevo
gobernador. Hulegu movió la cabeza divertido al pensar en ello,
todavía sorprendido de poder granjearse la gratitud de la población
por actos así. La memoria humana es muy corta, se dijo, o quizá
funcionaba porque había matado a todos aquellos que podrían haberse
opuesto a su voluntad. Bagdad estaba siendo reconstruida con una
mínima parte del propio tesoro del califa, una nueva ciudad con un
gobernador mongol. Las familias de mercaderes la visitaban a diario
para buscar una vivienda en la ciudad, donde, de pronto, la tierra
y las casas eran baratas. Las actividades comerciales ya estaban
prosperando y estaban empezado a recaudarse los primeros impuestos,
aunque la ciudad todavía no era ni una fracción de lo que había
sido.
Esa noche, Hulegu descansó en una posada del
camino, masticó con parsimonia su comida y deseó únicamente que los
musulmanes dedicaran su considerable ingenio al alcohol. Había
probado su café y, en comparación, le había resultado amargo, en
absoluto una bebida apropiada para un hombre. Hacía mucho tiempo
que sus existencias de vino y airag se habían agotado y hasta que
encontraran otra fuente de abastecimiento, su ejército estaba seco,
lo que volvía a los hombres irritables e irascibles. Hulegu sabía
que tendría que importar unos centenares de familias para que
fabricaran el potente licor que había disfrutado desde que era un
niño. Aparte de esa pequeña reserva, estaba encantado con las
tierras que había conquistado. Sus hijos tendrían un khanato y
Mongke le colmaría de honores. Mientras comía, Hulegu soltó una
risita cansada para sí. Era extraño que siguiera aspirando a
recibir la aprobación de Mongke. A su edad, una diferencia de unos
pocos años no debería importar, pero, de algún modo, importaba.
Vació un vaso de una bebida frutal, haciendo una mueca al paladear
la empalagosa dulzura, con un regusto metálico.
—¿Un poco más, amo? —preguntó el criado,
levantando una jarra.
Hulegu le despidió con un ademán, tratando
de no pensar en cómo el viejo airag podría borrar esa dulzura de su
boca y quemarle la garganta. Sintió una punzada de dolor en el
abdomen y se lo masajeó con sus cortos y romos dedos. Persistió
durante un tiempo, pero no expulsó ninguna ventosidad y el dolor se
incrementó. Un sudor frío empezó a cubrirle la cara.
—Tráeme agua —ordenó, frunciendo el
ceño.
El criado sonrió.
—Es demasiado tarde para eso, amo. En vez de
agua, te he traído un saludo de Alamut y una paz que seguramente no
merezcas.
Hulegu se le quedó mirando boquiabierto y, a
continuación, intentó ponerse en pie. Sentía una terrible flojera
en las piernas y se tambaleó, pero tuvo la fuerza suficiente para
gritar:
—¡Guardias! ¡A mí!
Cayó contra la mesa. La puerta se abrió con
un golpe y dos de sus hombres entraron con las espadas en
ristre.
—Cogedle —gruñó Hulegu.
Le atravesó una ola de debilidad y se dejó
caer de rodillas. Se metió dos dedos en la garganta, muy adentro, y
mientras sus hombres le observaban en horrorizada confusión, Hulegu
vomitó los contenidos de su estómago. Vomitó abundantemente: había
comido bien y dio arcada tras arcada hasta que el punzante olor
inundó la estancia. El dolor no hacía sino incrementarse, pero su
cabeza se despejó un poco. El criado no se había resistido y se
quedó allí sin más, rodeado por sus guerreros, observando
atentamente la escena con el ceño fruncido.
Hulegu era un toro, pero su corazón
palpitaba con violencia y tenía la cara empapada de sudor como si
hubiera estado corriendo todo el día. Así encorvado, las gotas
caían de la punta de su nariz al suelo de madera.
—Carbón —rugió—. Moled tanto como podáis
encontrar... en agua. Cogedlo de las chimeneas. Traed a mi
chamán... —experimentó un fuerte vahído y tuvo que esforzarse para
no desfallecer antes de poder volver a hablar—. Si me desmayo,
obligadme a tragar esa mezcla líquida de carbón, tanto como podáis
—vio que los guardias vacilaban, ya que ninguno de ellos quería
soltar al sirviente. Hulegu se exasperó, sintiendo una rabia y un
dolor crecientes.
—Matadle y marchaos —gritó, dejándose caer
hacia atrás.
Oyó un sonido gutural cuando sus hombres le
cortaron el cuello al criado y salieron a la carrera de la
habitación. Hulegu intentó vomitar otra vez, pero tenía el estómago
vacío y cada arcada seca le hacía ver chispas móviles delante de
los ojos. Tenía la sensación de que su cabeza, llena de sangre
palpitante, era enorme. La excesiva velocidad a la que batía su
corazón le mareaba y se sentía muy débil. Vagamente, percibió la
estrepitosa llegada de unos hombres a la habitación y notó que le
apretaban un cuenco contra los labios. El cuenco contenía una
negrura que bebió para vomitarla al instante sobre su ropa en un
torrente arenoso. Se obligó a beber otra vez, cuenco tras cuenco,
hasta que tuvo la impresión de que le iba a estallar el estómago.
Mientras intentaba despejarse la boca y la garganta, tomando aire
entre trago y trago, le rechinaban los dientes. Para entonces había
una docena de hombres en la estancia, todos ellos dedicados a
pulverizar pedazos de madera carbonizada con cualquier herramienta
que pudieran encontrar. Al poco, Hulegu se sumió en la oscuridad
total, cubierto en sus propios ácidos.
Cuando despertó, era de noche. Algo le
cubría los ojos y tenía los párpados pegados entre sí. Se llevó una
mano a la cara y se frotó un ojo, notando cómo se le caían las
pestañas. Los presentes advirtieron su gesto y oyó unas voces que
avisaban de que se había despertado. Hulegu gimió, pero el agudo
dolor había desaparecido de su estómago. Notaba la boca en carne
viva y todavía sentía entre los dientes la arenilla del carbón que
le había salvado. Esa misma porquería había salvado a Gengis en una
ocasión y Hulegu le dio las gracias en silencio al espíritu del
anciano por proporcionarle el conocimiento que había necesitado. Al
principio, el Asesino se había mostrado seguro de sí, recordó.
Seguramente se había librado por muy poco; habría sido una muerte
segura si el carbón ingerido no hubiera absorbido el veneno. Si se
hubiera mantenido callado, Hulegu habría muerto sin saber por
qué.
No podía creer lo débil que se sentía. El
general Kitbuqa se inclinó sobre él, pero Hulegu era incapaz de
incorporarse. Notó cómo le levantaban y vio que estaba en otra
habitación de la posada, con un grueso montón de mantas
levantándole la cabeza y los hombros.
—Has tenido suerte —dijo Kitbuqa.
Hulegu gruñó, reacio a recordar siquiera los
atroces momentos vividos antes de desmayarse. Todo había sucedido
tan de repente: de estar disfrutando de una buena comida a luchar
por su vida ante la mirada complacida de su asesino. Notó que
todavía le temblaban las manos y cerró sus enormes puños bajo las
mantas para que Kitbuqa no lo viera.
—Entonces el carbón ha funcionado
—murmuró.
—Yo creo que eres demasiado testarudo para
morir —continuó Kitbuqa—. Tu chamán me ha dicho que estarás cagando
negro durante unos días pero que sí, que diste las órdenes
apropiadas.
—¿Has rezado por mí?
Kitbuqa percibió el tono burlón y lo
ignoró.
—Por supuesto que he rezado. Estás vivo,
¿no?
Los pensamientos de Hulegu se despejaron de
repente y volvió a intentar incorporarse.
—Tienes que alertar a mis hermanos,
especialmente a Mongke. Envía a una docena de exploradores veloces
por las líneas del yan.
—Ya han partido hacia allá —dijo Kitbuqa—.
El ataque tuvo lugar ayer, mi señor. Has estado durmiendo desde
entonces.
Hulegu se echó para atrás. El esfuerzo de
levantarse y pensar le había dejado exhausto, pero estaba vivo
cuando había creído que moriría. Allí tendido, se estremeció:
fogonazos de recuerdos perturbaban su calma. ¿Habría enviado el
líder de Alamut a sus hombres para matarle aun antes de que
visitara la fortaleza? Era posible. Y, sin embargo, era más
probable que en aquel momento tuviera hombres repartidos por el
mundo y que, al regresar a Alamut, se la hubieran encontrado en
ruinas. Hulegu podía imaginarse a aquellos hombres jurando vengarse
contra quienes habían destruido su secta y asesinado a sus líderes.
Cerró los ojos, notando cómo el sueño se adueñaba de él
rápidamente. ¿Cuántos más podría haber? Tal vez hubiera solo uno,
que ahora no era más que otro cadáver en un camino.
Kitbuqa bajó la vista y se sintió complacido
al ver que el rostro de su amigo había recobrado un poco de color.
Todo cuanto podía esperar era que el ataque hubiera sido el último
espasmo de un clan moribundo. Aun así, sabía que pasarían años
antes de que Hulegu fuera a ningún sitio sin rodearse de una tropa
de guardias. Aunque hubiera sobrevivido un solo Asesino, siempre
habría peligro. Kitbuqa deseó que el envenenador estuviera todavía
vivo: se lo habría llevado a los bosques y le habría interrogado a
base de fuego y hierro.