XXXV

 

BAJO el aguacero, el caballo de Kublai, resoplando, avanzaba despacio y con esfuerzo a través del viscoso fango. Cada vez que se detenían, Kublai tenía que cambiar de caballo. Aquellos resistentes animales eran el secreto del poder de su ejército y nunca había sentido envidia de los sementales árabes, de un tamaño mucho mayor que sus ponis, ni de los caballos de labranza rusos, cuyos hombros eran más altos que un hombre. Los ponis mongoles podían cabalgar hasta el horizonte y, al día siguiente, volver a repetir la hazaña. No estaba tan seguro de poder hacerlo él mismo. Sus entumecidas manos temblaban en el frío y tosía sin cesar, mientras daba sorbos de un odre de airag para aliviar su garganta irritada y sentir el hilo de calor expandirse por su pecho. No necesitaba estar sobrio para cabalgar y la bebida le proporcionaba un cierto consuelo.
Doce tumanes cabalgaban con él, incluyendo los ocho que se habían abierto paso luchando hasta llegar a las proximidades de Hangzhou. No había camino suficientemente amplio para una horda de esas dimensiones y el ejército iba dejando un rastro de campos pisoteados de casi un kilómetro de anchura. A lo lejos, sus exploradores cabalgaban sin armadura ni equipo, asaltando las estaciones del yan y reteniendo a los jinetes el tiempo suficiente para que llegaran los tumanes y los absorbieran en sus filas. Kublai calculaba la distancia que recorrían cada día por el número de estaciones que pasaban: la separación entre ellas había sido establecida legalmente por el propio Gengis. Pasar junto a dos significaba que habían recorrido ochenta kilómetros, pero en un buen día, cuando el terreno era firme y brillaba el sol, podían dejar atrás hasta tres estaciones.
No era uno de esos días. A las filas delanteras no les iba tan mal, pero para cuando el segundo o tercer tumán cabalgaba por el mismo terreno, se había transformado en una masa desigual de barro apelmazado que extenuaba a las monturas y reducía la distancia que podían avanzar.
Kublai levantó la mano, haciendo una seña a uno de sus vasallos personales. Sobre sus camellos, los chicos de los tambores no habrían podido mantener el ritmo de los anteriores quince días de duras cabalgadas. No había camello en el mundo que pudiera correr entre ochenta y cien kilómetros diarios por terrenos abruptos. Kublai sonrió al ver a su hombre: estaba tan cubierto de barro que su rostro, sus piernas y pecho se habían vuelto casi completamente negros y solo destacaban sus ojos, que parecían agujeros rodeados por un borde rojo. El vasallo vio su gesto y se llevó el cuerno a los labios, soplando una nota grave que fue repetida al instante por otros hombres a lo largo de las líneas.
Detener a tantos hombres, o simplemente conseguir que todos oyeran la orden, llevaba su tiempo. Kublai aguardó con paciencia mientras, delante y detrás de él, las líneas empezaban a aminorar la marcha hasta ponerse al paso y, por fin, pudo desmontar, gruñendo incómodo al sentir el quejido de sus músculos. Habían avanzado al galope toda la mañana y si sus hombres se sentían la mitad de cansados que él mismo, era el momento de descansar y comer.
Trescientos mil caballos necesitaban pacer varias horas al día para mantener el ritmo. Kublai siempre elegía lugares de buen pasto junto a los ríos para hacer un alto, pero, a medida que se adentraban en el oeste, cada vez les estaba resultando más difícil encontrarlos. Xanadú, en la que ya era posible entrever la ciudad en la que se convertiría en unos cuantos años, había quedado a más de mil quinientos kilómetros a sus espaldas. Las anchas calles estaban pavimentadas con losas lisas y de la mejor calidad, perfectas y listas para ser desgastadas. Había grandes secciones terminadas y Kublai había insuflado vida a las silenciosas calles entregándoselas a su pueblo. El entusiasmo que se leía en sus rostros mientras reclamaban para sí las distintas casas vacías y se mudaban a su interior, comentando animadamente cada nueva maravilla que descubrían, le había llenado de gozo. Sonrió mientras su mente embellecía los recuerdos, construyendo parques y avenidas donde todavía no había más que estacas y arbolillos. Sin embargo, era algo real y crecería. Aunque no dejara ninguna otra herencia en la tierra, al menos habría creado una ciudad de la nada.
Desde su partida, el terreno había cambiado en innumerables ocasiones y habían atravesado tanto llanuras fluviales como escabrosas colinas en las que solo crecían arbustos espinosos. Habían dejado atrás cientos de pequeñas ciudades, cuyos habitantes habían corrido a esconderse al avistarlos. Cabalgar con doce tumanes tenía esa ventaja: Kublai no tenía nada que temer de los bandidos o los maleantes. Marchaban a través de paisajes vacíos porque todo enemigo potencial se ocultaba de su vista.
Cada grupo de diez guerreros contaba con dos o tres hombres cuyo trabajo era conducir a treinta caballos hasta una fuente de agua y de hierba. Los tumanes transportaban grano, pero los problemas de peso implicaban que solo podían llevar lo suficiente para poder sustentarse en una emergencia. Kublai le entregó sus riendas a un guerrero y estiró la espalda con un gemido. Bajo el chaparrón, no se había preocupado de buscar una zona boscosa para recopilar combustible. La mayoría de los hombres tendría que contentarse con una comida fría compuesta de pan rancio y unos cuantos trozos de carne. Xanadú les había proporcionado carne salada de cordero y cabra para un mes, una cantidad tan inmensa que había dejado a toda la población de la ciudad comiendo medias raciones hasta que los rebaños se repusieran. Todavía no habían llegado al punto de beber la sangre de las yeguas que cabalgaban, pero no faltaba demasiado para que lo alcanzaran.
Kublai suspiró, deleitándose en la observación de las rutinas que se desarrollaban a su alrededor, disfrutando de poder relajar la vista concentrándola en algo próximo en vez de mantenerla fija en la lejanía, a kilómetros de distancia. Echaba de menos a su esposa y a la niña, aunque había aprendido a no apegarse demasiado a un bebé hasta estar seguro de que iba a sobrevivir. Su hijo Zhenjin cabalgaba con sus vasallos, blanco de fatiga al final del día, pero obstinadamente resuelto a no decepcionar a su padre. Estaba al borde de convertirse en un auténtico hombre, pero era delgado y nervudo como su padre. Había peores modos de crecer para un hombre... y peores compañeros que los tumanes que le circundaban.
Mientras Kublai se desperezaba, Uriang-Khadai apareció ante él, arrojando terrones de barro desde la punta de los pies al andar. Todos los hombres estaban cubiertos del fango que levantaban los cascos de las bestias y Kublai no pudo evitar esbozar una sonrisa de oreja a oreja al ver a su circunspecto orlok con pinta de haberse caído rodando por una colina encharcada. La fuerza de la lluvia se incrementó de repente, llevándose consigo buena parte del barro mientras ambos se quedaban quietos uno frente al otro. En medio del diluvio se oyó un sordo trueno y, en algún lugar cercano, un relámpago resquebrajó el cielo, un débil fulgor tras los densos nubarrones. Kublai se echó a reír.
—Creí que íbamos a atravesar desiertos, orlok. Un hombre podría llegar a ahogarse si se queda aquí.
—Lo prefiero al calor, mi señor, pero no puedo sacar los mapas con esta lluvia. Hemos tomado dos estaciones yan hoy. Sugiero que dejemos a los hombres y a los caballos descansar hasta mañana. Dudo de que dure mucho más.
—¿Cuánto queda para Samarcanda? —preguntó Kublai. Vio que su subalterno alzaba los ojos al cielo y recordó que había hecho la misma pregunta en numerosas ocasiones ya.
—Unos mil cien kilómetros, mi señor. Unos ochenta menos que esta mañana.
Kublai hizo caso omiso del tono malhumorado del orlok y se puso a hacer cálculos. Doce días más, tal vez diez si llevaba a los hombres hasta el límite del agotamiento y cambiaban de montura más a menudo. Había sido cuidadoso con sus recursos hasta ese momento, pero quizá hubiera llegado el momento de presionarles para alcanzar la máxima velocidad posible.
El khanato de Chagatai era un territorio bien establecido y habría líneas del yan atravesándolo en todas direcciones. Aunque Kublai se había llevado a los jinetes de todas las estaciones, seguía preocupado de que alguien se le adelantara. Haría falta un jinete espléndido para mantener la ventaja frente a sus tumanes, pero un hombre sin armadura sobre un caballo fresco solo tenía que alcanzar una estación antes que ellos y luego cambiar de caballo en las siguientes. Podía hacerse y temía recibir la noticia de que alguien efectivamente se les había escapado y corría ya delante de ellos.
Uriang-Khadai, que conocía bien a Kublai, había esperado pacientemente mientras el khan pensaba.
—¿Qué puedes decirme de las tierras que nos vamos a encontrar? —inquirió Kublai.
El orlok se encogió de hombros, lanzando una breve mirada hacia el sur. Si no hubiera sido por la lluvia, habría visto las cumbres blancas de las montañas que conducían hacia la India. Los tumanes estaban bordeando las estribaciones de la cordillera, tomando un camino casi directo hacia el suroeste que les llevaría hasta el corazón del khanato de Chagatai y sus ciudades más prósperas.
—Los mapas muestran un paso a través de la última cadena montañosa. No sé cuánto tenemos que subir para superarlo. Al otro lado de las cimas, la tierra es suficientemente llana para recuperar el tiempo que perdamos en la ascensión.
Kublai cerró los ojos un instante. Sus hombres podían resistir el frío mucho mejor que el calor y él llevaba túnicas deel extra en los caballos de tiro. El problema, como siempre, era conseguir comida para tantos hombres y animales. Ya habían empezado a repartirse las raciones reducidas y no quería que sus tumanes llegaran al khanato de Chagatai como refugiados escapados de algún tipo de desastre. Tenían que llegar lo suficientemente frescos para luchar y vencer con rapidez.
—Quince días, entonces. En quince días, quiero ver las murallas de Samarcanda frente a mí. Pernoctaremos aquí, donde crece buena hierba, para que los caballos se llenen la panza. Diles a los hombres que salgan a buscar leña para el fuego; casi no nos queda.
Había adoptado la costumbre de transportar suficiente leña vieja para encender un fuego todas las noches, si podía. También eso se les estaba acabando. Kublai se preguntó si Tsubodai se había enfrentado a los mismos problemas mientras avanzaba hacia el norte y el oeste, más allá de las fronteras de la nación de Gengis.
Volvió a estirarse mientras sus hombres levantaban un toldo básico sujeto con unos postes. Les protegería de la lluvia el tiempo suficiente para encender una hoguera con la leña seca que estaban desenvolviendo. ¿Quién hubiera sabido lo valiosos que podían resultar unos cuantos palos y troncos? La boca de Kublai se llenó de saliva al pensar en la comida caliente. La mayoría de los hombres comerían un aguachirle de queso que obtenían mezclando con agua los trozos duros como piedras. Unos cuantos palitos de carne seca les darían fuerza, aunque nunca era suficiente. Continuarían. Soportarían cualquier cosa mientras lucharan junto a su khan.

 

El general Bayar amaba el frío norte. Desde su juventud, había fantaseado imaginándose lo que habría sido cabalgar junto a Tsubodai hacia aquella vastedad blanca, aquella tierra sin fin. De hecho, le había sorprendido comprobar lo verdes que estaban las estepas rusas en la primavera, al menos las tierras bajas. Su madre le había criado contándole las historias de las victorias de Tsubodai, cómo tomó Moscú y Kiev, cómo derrotó a los caballeros de Cristo con sus relucientes armaduras. Cabalgar siguiendo sus pasos le llenaba de gozo. Bayar sabía que los cristianos y los musulmanes visitaban lugares sagrados como parte de su fe. A Bayar le divertía pensar en su viaje hacia las tierras de Batu como su propia peregrinación. Las erupciones e infecciones que habían atormentado a sus hombres en el húmedo sur iban desapareciendo poco a poco, pudiendo por fin formar cicatriz una vez que el pus se secaba. Hasta los piojos y las pulgas eran menos activos en el frío y muchos de los hombres ahumaban sus ropas sosteniéndolas sobre hogueras descubiertas para obtener alivio el mayor tiempo posible.
Bayar comprendía que tenía que ser un cabecilla severo con sus hombres. Sabía que le esperaba una batalla y que los guerreros de tres tumanes esperaban de él que se comportara como un líder. Sin embargo, mientras su caballo se hundía en la nieve, rodeado de blancas colinas, sentía deseos de gritar de alborozo como un niño.
A esa altura siempre era invierno, aunque las estepas se convertían en un horizonte verde y pardo en las zonas más bajas. Era un terreno desnudo, sin la parafernalia de la civilización que había llegado a odiar en la época pasada entre los Song. No había caminos que seguir y sus tumanes iban abriendo su propia ruta. El frío hacía que le dolieran los huesos y, cada vez que respiraba, el aire helado le mordía los pulmones, pero se sentía vivo, como si los años transcurridos en las tierras Song hubieran sido una manta de cálida humedad que solo ahora estuviera retirándose de su pecho. Nunca se había sentido más en forma y cada día se levantaba con energía renovada, saltando sobre la silla y repartiendo órdenes a gritos entre sus oficiales. Kublai dependía de él y, mientras continuara con vida, Bayar no le decepcionaría.
Sus tumanes no habían estado con Kublai en el sur. Todos ellos eran guerreros del ejército que Mongke había traído consigo para luchar contra los Song. Carecían del aspecto enjuto de aquellos que habían guerreado durante años, pero Bayar estaba satisfecho con ellos. Habían jurado lealtad al khan y, después de eso, su fidelidad ya no le preocupaba. Parte de él se sentía exultante por estar él solo al mando de tantos hombres, una fuerza que sembraría el terror entre los enemigos de Kublai. Eso era la nación: una fuerza de asalto formada por guerreros implacables armados con espada, lanza y arco.
El khanato de Batu formaba parte de la historia, y sus vicisitudes habían sido relatadas miles de veces en torno a los fuegos. Su padre, Jochi, se había rebelado contra Gengis, convirtiéndose en el único hombre que lo había hecho jamás. Su rebelión le había costado la vida, pero su khanato, que Ogedai Khan había entregado a Batu, perduraba. Bayar tuvo que hacer un esfuerzo para moderar su sonrisa ante la idea de conocer a un nieto de Gengis, el primogénito de su primogénito. Batu era uno de los muchos que podrían haber sido khanes, con más derecho que la mayoría. Sin embargo, el linaje había continuado con Ogedai, Guyuk y luego Mongke, descendientes de hijos diferentes. Bayar confiaba en percibir algún rastro de la casta de Gengis en el hombre que estaba a punto de conocer. Confiaba en que no tendría que acabar con él. Se dirigía hacia sus tierras para proclamar el khanato de Kublai y exigir obediencia. Si Batu se negaba, Bayar sabía lo que tenía que hacer. Dejaría su propia huella en la historia de la nación como el hombre que terminó un noble linaje descendiente del propio gran khan. Era una idea desagradable y no quiso demorarse en ella. Kublai era el khan, su hermano un débil aspirante. No había otro modo de verlo.
En los meses de frío, Batu no podría mantener a sus exploradores fuera varias semanas seguidas sin que perdieran los dedos de las manos y los pies por congelación. Bayar no se sorprendió al ver unas cuantas casas de piedra aisladas mientras guiaba a sus hombres colina abajo. Desde una amplia distancia, distinguió las columnas de humo saliendo de las moradas: estaban provistas de gruesos muros y de unos tejados a dos aguas de marcada pendiente diseñados para permitir que la nieve cayera en vez de acumularse y llegara a hundirlos con su peso. También pudo ver a unos jinetes alejándose de sus tumanes al galope en cuanto los avistaron, sin duda con la intención de informar a Batu de la amenaza. Bayar había destruido su última estación del yan unos cuantos kilómetros antes, llevándose consigo a los furiosos jinetes. Ahora que se había producido el contacto, las órdenes de Kublai ya no estaban vigentes. Arik-Boke se enteraría enseguida, como querían que se enterara, y sabría que habían cortado las líneas de suministro con sus tierras septentrionales. Bayar esperaba que Kublai y Uriang-Khadai hubieran alcanzado Samarcanda. Entre ellos, aislarían Karakorum, arrebatándole a Arik-Boke los dos grandes proveedores de grano y rebaños de la capital.
Acompañado por el monótono sonido de los cuernos de batalla, Bayar aceleró el paso y, a pesar de la cola de caballos extra que arrastraba el ejército, sus treinta mil hombres le imitaron con eficiencia. En el extremo de la retaguardia, había apostado a varios hombres provistos de largos palos para obligar a avanzar a los rebaños cuando quisieran pararse a pastar. Tendrían ocasión de descansar y comer cuando hubiera concluido sus asuntos con el príncipe Batu.
Bayar pudo juzgar al hombre al que iba a enfrentarse por la rapidez de su respuesta a la incursión. Tuvo que admitir que la celeridad con la que aparecieron los tumanes de Batu había sido impresionante. A pesar de no haber sido advertidos por las líneas del yan, en una tierra que llevaba ya muchos años establecida y sin enemigos cercanos, Bayar recorrió apenas quince kilómetros de un valle de hierba coronada de hielo antes de oír las notas de unos cuernos distantes y ver las líneas negras de unos caballos al galope llegando a toda velocidad. El general de Kublai observó fascinado cómo se iban incrementando ante sus ojos los efectivos, que se desparramaban por el valle desde dos o tres direcciones diferentes. La antigüedad del khanato de Batu era de una sola generación y no tenía ni idea de cuántos hombres podía llevar al campo de batalla para contrarrestar su incursión. Había elaborado sus planes contando con un único tumán de guerreros, posiblemente dos. Para cuando los guerreros de Batu hubieron formado en sólidas filas, bloqueando su camino, sospechó que casi igualaban en número a su fuerza: unos treinta mil hombres dispuestos a defender las tierras y el pueblo de su amo.
Bayar se dio cuenta de que Kublai llevaba demasiado tiempo lejos de casa. Cuando había partido hacia tierras Song, el khanato de Batu apenas había contado en la política de Karakorum. No obstante, el pueblo de Batu se había reproducido y había absorbido a muchos más habitantes a lo largo de los años. Por primera vez, Bayar se planteó la posibilidad de no ser capaz de aplastar a Batu con su ejército. Había visto cómo se movían sus tumanes, reconociendo los patrones de desplazamiento de los contingentes menores, los jaguns y los minghaans, en la hueste. No se enfrentaba a una horda salvaje, sino a hombres entrenados, equipados con arcos y espadas exactamente iguales a los suyos.
Bayar alzó un puño para darle el alto a sus tumanes. Kublai le había dado mano libre, pero, por primera vez en años, fue consciente de su inexperiencia. Aquellos eran hombres de su propio pueblo y no sabía cómo adoptar de manera instantánea el papel de comandante hostil para dirigirse a ellos. Aguardó un tiempo en la fila del frente, y después respiró aliviado al ver que un grupo se destacaba desde otro lado y cabalgaba hacia un punto intermedio. Portaban las banderas rojas del khanato de la Horda de Oro, pero también estandartes completamente blancos. No se había pactado símbolo alguno para indicar una tregua en los khanatos, pero el blanco estaba ganando aceptación y todo cuanto Bayar podía hacer era desear que para ellos significara lo mismo que para él. Bayar hizo una seña a sus vasallos.
—Enarbolad los estandartes blancos. Que dos jaguns avancen conmigo —ordenó, hincando los talones en su montura antes de que sus hombres se movieran siquiera. Se concentró en los guerreros que tenía ante sí mientras cabalgaba, preguntándose si podía pensar en ellos como enemigos. Había un hombre de más edad en el centro del grupo, rodeado por guerreros provistos de armadura completa, con arcos en la mano. Bayar se dirigió hacia él, sabiendo que, detrás, sus hombres estaban formando sin necesidad de recibir nuevas órdenes.
La tensión pareció acumularse en el ambiente cuando sus doscientos se aproximaron al destacamento. Al superar el punto a partir del cual sabía que estaba al alcance de sus flechas, a Bayar le sacudió un ligero escalofrío. Llevaba una armadura de escamas al estilo Chin, pero sabía tan bien como cualquiera que las largas flechas mongolas podían perforarla. Notó unas gotas de sudor resbalando por sus axilas pero mantuvo la expresión impasible del guerrero. Kublai dependía de él.
A unos cien metros, Bayar sintió el deseo de ordenar un alto, pero estaban demasiado lejos para hablar con quienquiera que los comandara y se obligó a sí mismo a seguir cabalgando como si no se hallara ante un contingente de hombres armados capaces de clavarle una flecha en la garganta desde esa distancia. El destacamento de Batu observó cómo se acercaba sin alterar su gesto, aunque, cuando llegó a apenas veinte pasos de ellos, algunos arcos se movieron, revelando la creciente tensión de los hombres. En el repentino silencio, podía oír los estandartes ondeando en el viento, plegándose y desplegándose con un chasquido. Inspiró profundamente, controlando sus nervios para que su voz sonara fuerte y firme.
—Bajo la bandera de la tregua, busco al señor Batu Borjigin —gritó.
—Le has encontrado —contestó el hombre situado en el centro—. Ahora, ¿por qué has venido a mis tierras con tus tumanes? ¿Acaso el gran khan ha declarado la guerra a mi pueblo?
Por un instante, Bayar tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Se enfrentaba a una muerte inminente y su reacción física era esbozar una sonrisa de oreja a oreja.
—No sé lo que el aspirante está haciendo, mi señor. Sé que Kublai Khan os ofrece la paz a cambio de tu lealtad.
Batu le miró con la boca abierta y habló farfullando, olvidado de su dignidad.
—¿Qué? ¿Kublai Khan? ¿Quién eres tú que vienes aquí y hablas de Kublai?
Bayar se echó a reír ante la confusión de Batu y, por fin, sintió cómo se aliviaba parte de la tensión que le oprimía.
—Ofréceme derechos de huésped en tu campamento, mi señor. He recorrido un largo camino y tengo la garganta seca.
Batu le miró fijamente un instante que a Bayar se le antojó interminable hasta que la amenazante carcajada se apagó dentro de él. Bayar calculó que Batu, que tenía profundas arrugas en torno a la boca y los ojos y cuyo cabello había adquirido un tono gris oscuro, tendría unos cincuenta años. Mientras esperaba, se preguntó si se parecía a Gengis, memorizando la cara.
—Muy bien, te concedo derechos de huésped por esta noche, pero no más. Hasta que haya oído lo que tienes que contarme.
Bayar se relajó un poco. Nunca estaría completamente a salvo, incluso después de esa oferta de paz temporal, pero esta nunca se concedía a la ligera. Hasta la siguiente mañana, Batu sería su anfitrión, hasta el punto de defenderle en el caso de que Bayar fuera atacado. Desmontó e indicó a sus hombres con una inclinación de cabeza que hicieran lo mismo. Batu imitó su acción y avanzó a grandes zancadas por la hierba helada, con el rostro desbordante de curiosidad.
—¿Quién eres? —exigió saber Batu.
—El general Bayar, mi señor. Oficial de Kublai Khan.
Batu meneó la cabeza, confuso.
—Ordena a tus hombres que se retiren y acampen en un valle que hay a unos tres kilómetros hacia el este. No toleraré que amedrenten a mis aldeas. No habrá pillaje ni ningún tipo de contacto con mi pueblo, general. ¿Está claro?
—Daré la orden, mi señor —respondió Bayar.
Batu, en cuyo rostro todavía perduraba la expresión de estupor, parecía estar estudiándole. Bayar observó cómo unos hombres tendían unas mantas de fieltro sobre la hierba y ponían té a hervir. Envió a alguien a que pasara la orden a sus tumanes y, a continuación, se acomodó. Confiaba en saber encontrar las palabras adecuadas para impresionar al hombre que tenía sentado delante de él.
Bayar aguardó hasta que Batu hubo tomado un cuenco de té en la mano derecha y le dio un sorbo al suyo, paladeando la sal.
—Ahora, explícamelo todo, general. ¿Sabes? Casi espero que no seas más que un loco. Eso sería mejor que las noticias que creo que traes.