XXXV
BAJO el aguacero, el caballo
de Kublai, resoplando, avanzaba despacio y con esfuerzo a través
del viscoso fango. Cada vez que se detenían, Kublai tenía que
cambiar de caballo. Aquellos resistentes animales eran el secreto
del poder de su ejército y nunca había sentido envidia de los
sementales árabes, de un tamaño mucho mayor que sus ponis, ni de
los caballos de labranza rusos, cuyos hombros eran más altos que un
hombre. Los ponis mongoles podían cabalgar hasta el horizonte y, al
día siguiente, volver a repetir la hazaña. No estaba tan seguro de
poder hacerlo él mismo. Sus entumecidas manos temblaban en el frío
y tosía sin cesar, mientras daba sorbos de un odre de airag para
aliviar su garganta irritada y sentir el hilo de calor expandirse
por su pecho. No necesitaba estar sobrio para cabalgar y la bebida
le proporcionaba un cierto consuelo.
Doce tumanes cabalgaban con él, incluyendo
los ocho que se habían abierto paso luchando hasta llegar a las
proximidades de Hangzhou. No había camino suficientemente amplio
para una horda de esas dimensiones y el ejército iba dejando un
rastro de campos pisoteados de casi un kilómetro de anchura. A lo
lejos, sus exploradores cabalgaban sin armadura ni equipo,
asaltando las estaciones del yan y reteniendo a los jinetes el
tiempo suficiente para que llegaran los tumanes y los absorbieran
en sus filas. Kublai calculaba la distancia que recorrían cada día
por el número de estaciones que pasaban: la separación entre ellas
había sido establecida legalmente por el propio Gengis. Pasar junto
a dos significaba que habían recorrido ochenta kilómetros, pero en
un buen día, cuando el terreno era firme y brillaba el sol, podían
dejar atrás hasta tres estaciones.
No era uno de esos días. A las filas
delanteras no les iba tan mal, pero para cuando el segundo o tercer
tumán cabalgaba por el mismo terreno, se había transformado en una
masa desigual de barro apelmazado que extenuaba a las monturas y
reducía la distancia que podían avanzar.
Kublai levantó la mano, haciendo una seña a
uno de sus vasallos personales. Sobre sus camellos, los chicos de
los tambores no habrían podido mantener el ritmo de los anteriores
quince días de duras cabalgadas. No había camello en el mundo que
pudiera correr entre ochenta y cien kilómetros diarios por terrenos
abruptos. Kublai sonrió al ver a su hombre: estaba tan cubierto de
barro que su rostro, sus piernas y pecho se habían vuelto casi
completamente negros y solo destacaban sus ojos, que parecían
agujeros rodeados por un borde rojo. El vasallo vio su gesto y se
llevó el cuerno a los labios, soplando una nota grave que fue
repetida al instante por otros hombres a lo largo de las
líneas.
Detener a tantos hombres, o simplemente
conseguir que todos oyeran la orden, llevaba su tiempo. Kublai
aguardó con paciencia mientras, delante y detrás de él, las líneas
empezaban a aminorar la marcha hasta ponerse al paso y, por fin,
pudo desmontar, gruñendo incómodo al sentir el quejido de sus
músculos. Habían avanzado al galope toda la mañana y si sus hombres
se sentían la mitad de cansados que él mismo, era el momento de
descansar y comer.
Trescientos mil caballos necesitaban pacer
varias horas al día para mantener el ritmo. Kublai siempre elegía
lugares de buen pasto junto a los ríos para hacer un alto, pero, a
medida que se adentraban en el oeste, cada vez les estaba
resultando más difícil encontrarlos. Xanadú, en la que ya era
posible entrever la ciudad en la que se convertiría en unos cuantos
años, había quedado a más de mil quinientos kilómetros a sus
espaldas. Las anchas calles estaban pavimentadas con losas lisas y
de la mejor calidad, perfectas y listas para ser desgastadas. Había
grandes secciones terminadas y Kublai había insuflado vida a las
silenciosas calles entregándoselas a su pueblo. El entusiasmo que
se leía en sus rostros mientras reclamaban para sí las distintas
casas vacías y se mudaban a su interior, comentando animadamente
cada nueva maravilla que descubrían, le había llenado de gozo.
Sonrió mientras su mente embellecía los recuerdos, construyendo
parques y avenidas donde todavía no había más que estacas y
arbolillos. Sin embargo, era algo real y crecería. Aunque no dejara
ninguna otra herencia en la tierra, al menos habría creado una
ciudad de la nada.
Desde su partida, el terreno había cambiado
en innumerables ocasiones y habían atravesado tanto llanuras
fluviales como escabrosas colinas en las que solo crecían arbustos
espinosos. Habían dejado atrás cientos de pequeñas ciudades, cuyos
habitantes habían corrido a esconderse al avistarlos. Cabalgar con
doce tumanes tenía esa ventaja: Kublai no tenía nada que temer de
los bandidos o los maleantes. Marchaban a través de paisajes vacíos
porque todo enemigo potencial se ocultaba de su vista.
Cada grupo de diez guerreros contaba con dos
o tres hombres cuyo trabajo era conducir a treinta caballos hasta
una fuente de agua y de hierba. Los tumanes transportaban grano,
pero los problemas de peso implicaban que solo podían llevar lo
suficiente para poder sustentarse en una emergencia. Kublai le
entregó sus riendas a un guerrero y estiró la espalda con un
gemido. Bajo el chaparrón, no se había preocupado de buscar una
zona boscosa para recopilar combustible. La mayoría de los hombres
tendría que contentarse con una comida fría compuesta de pan rancio
y unos cuantos trozos de carne. Xanadú les había proporcionado
carne salada de cordero y cabra para un mes, una cantidad tan
inmensa que había dejado a toda la población de la ciudad comiendo
medias raciones hasta que los rebaños se repusieran. Todavía no
habían llegado al punto de beber la sangre de las yeguas que
cabalgaban, pero no faltaba demasiado para que lo alcanzaran.
Kublai suspiró, deleitándose en la
observación de las rutinas que se desarrollaban a su alrededor,
disfrutando de poder relajar la vista concentrándola en algo
próximo en vez de mantenerla fija en la lejanía, a kilómetros de
distancia. Echaba de menos a su esposa y a la niña, aunque había
aprendido a no apegarse demasiado a un bebé hasta estar seguro de
que iba a sobrevivir. Su hijo Zhenjin cabalgaba con sus vasallos,
blanco de fatiga al final del día, pero obstinadamente resuelto a
no decepcionar a su padre. Estaba al borde de convertirse en un
auténtico hombre, pero era delgado y nervudo como su padre. Había
peores modos de crecer para un hombre... y peores compañeros que
los tumanes que le circundaban.
Mientras Kublai se desperezaba,
Uriang-Khadai apareció ante él, arrojando terrones de barro desde
la punta de los pies al andar. Todos los hombres estaban cubiertos
del fango que levantaban los cascos de las bestias y Kublai no pudo
evitar esbozar una sonrisa de oreja a oreja al ver a su
circunspecto orlok con pinta de haberse caído rodando por una
colina encharcada. La fuerza de la lluvia se incrementó de repente,
llevándose consigo buena parte del barro mientras ambos se quedaban
quietos uno frente al otro. En medio del diluvio se oyó un sordo
trueno y, en algún lugar cercano, un relámpago resquebrajó el
cielo, un débil fulgor tras los densos nubarrones. Kublai se echó a
reír.
—Creí que íbamos a atravesar desiertos,
orlok. Un hombre podría llegar a ahogarse si se queda aquí.
—Lo prefiero al calor, mi señor, pero no
puedo sacar los mapas con esta lluvia. Hemos tomado dos estaciones
yan hoy. Sugiero que dejemos a los hombres y a los caballos
descansar hasta mañana. Dudo de que dure mucho más.
—¿Cuánto queda para Samarcanda? —preguntó
Kublai. Vio que su subalterno alzaba los ojos al cielo y recordó
que había hecho la misma pregunta en numerosas ocasiones ya.
—Unos mil cien kilómetros, mi señor. Unos
ochenta menos que esta mañana.
Kublai hizo caso omiso del tono malhumorado
del orlok y se puso a hacer cálculos. Doce días más, tal vez diez
si llevaba a los hombres hasta el límite del agotamiento y
cambiaban de montura más a menudo. Había sido cuidadoso con sus
recursos hasta ese momento, pero quizá hubiera llegado el momento
de presionarles para alcanzar la máxima velocidad posible.
El khanato de Chagatai era un territorio
bien establecido y habría líneas del yan atravesándolo en todas
direcciones. Aunque Kublai se había llevado a los jinetes de todas
las estaciones, seguía preocupado de que alguien se le adelantara.
Haría falta un jinete espléndido para mantener la ventaja frente a
sus tumanes, pero un hombre sin armadura sobre un caballo fresco
solo tenía que alcanzar una estación antes que ellos y luego
cambiar de caballo en las siguientes. Podía hacerse y temía recibir
la noticia de que alguien efectivamente se les había escapado y
corría ya delante de ellos.
Uriang-Khadai, que conocía bien a Kublai,
había esperado pacientemente mientras el khan pensaba.
—¿Qué puedes decirme de las tierras que nos
vamos a encontrar? —inquirió Kublai.
El orlok se encogió de hombros, lanzando una
breve mirada hacia el sur. Si no hubiera sido por la lluvia, habría
visto las cumbres blancas de las montañas que conducían hacia la
India. Los tumanes estaban bordeando las estribaciones de la
cordillera, tomando un camino casi directo hacia el suroeste que
les llevaría hasta el corazón del khanato de Chagatai y sus
ciudades más prósperas.
—Los mapas muestran un paso a través de la
última cadena montañosa. No sé cuánto tenemos que subir para
superarlo. Al otro lado de las cimas, la tierra es suficientemente
llana para recuperar el tiempo que perdamos en la ascensión.
Kublai cerró los ojos un instante. Sus
hombres podían resistir el frío mucho mejor que el calor y él
llevaba túnicas deel extra en los caballos de tiro. El problema,
como siempre, era conseguir comida para tantos hombres y animales.
Ya habían empezado a repartirse las raciones reducidas y no quería
que sus tumanes llegaran al khanato de Chagatai como refugiados
escapados de algún tipo de desastre. Tenían que llegar lo
suficientemente frescos para luchar y vencer con rapidez.
—Quince días, entonces. En quince días,
quiero ver las murallas de Samarcanda frente a mí. Pernoctaremos
aquí, donde crece buena hierba, para que los caballos se llenen la
panza. Diles a los hombres que salgan a buscar leña para el fuego;
casi no nos queda.
Había adoptado la costumbre de transportar
suficiente leña vieja para encender un fuego todas las noches, si
podía. También eso se les estaba acabando. Kublai se preguntó si
Tsubodai se había enfrentado a los mismos problemas mientras
avanzaba hacia el norte y el oeste, más allá de las fronteras de la
nación de Gengis.
Volvió a estirarse mientras sus hombres
levantaban un toldo básico sujeto con unos postes. Les protegería
de la lluvia el tiempo suficiente para encender una hoguera con la
leña seca que estaban desenvolviendo. ¿Quién hubiera sabido lo
valiosos que podían resultar unos cuantos palos y troncos? La boca
de Kublai se llenó de saliva al pensar en la comida caliente. La
mayoría de los hombres comerían un aguachirle de queso que obtenían
mezclando con agua los trozos duros como piedras. Unos cuantos
palitos de carne seca les darían fuerza, aunque nunca era
suficiente. Continuarían. Soportarían cualquier cosa mientras
lucharan junto a su khan.
El general Bayar amaba el frío norte. Desde
su juventud, había fantaseado imaginándose lo que habría sido
cabalgar junto a Tsubodai hacia aquella vastedad blanca, aquella
tierra sin fin. De hecho, le había sorprendido comprobar lo verdes
que estaban las estepas rusas en la primavera, al menos las tierras
bajas. Su madre le había criado contándole las historias de las
victorias de Tsubodai, cómo tomó Moscú y Kiev, cómo derrotó a los
caballeros de Cristo con sus relucientes armaduras. Cabalgar
siguiendo sus pasos le llenaba de gozo. Bayar sabía que los
cristianos y los musulmanes visitaban lugares sagrados como parte
de su fe. A Bayar le divertía pensar en su viaje hacia las tierras
de Batu como su propia peregrinación. Las erupciones e infecciones
que habían atormentado a sus hombres en el húmedo sur iban
desapareciendo poco a poco, pudiendo por fin formar cicatriz una
vez que el pus se secaba. Hasta los piojos y las pulgas eran menos
activos en el frío y muchos de los hombres ahumaban sus ropas
sosteniéndolas sobre hogueras descubiertas para obtener alivio el
mayor tiempo posible.
Bayar comprendía que tenía que ser un
cabecilla severo con sus hombres. Sabía que le esperaba una batalla
y que los guerreros de tres tumanes esperaban de él que se
comportara como un líder. Sin embargo, mientras su caballo se
hundía en la nieve, rodeado de blancas colinas, sentía deseos de
gritar de alborozo como un niño.
A esa altura siempre era invierno, aunque
las estepas se convertían en un horizonte verde y pardo en las
zonas más bajas. Era un terreno desnudo, sin la parafernalia de la
civilización que había llegado a odiar en la época pasada entre los
Song. No había caminos que seguir y sus tumanes iban abriendo su
propia ruta. El frío hacía que le dolieran los huesos y, cada vez
que respiraba, el aire helado le mordía los pulmones, pero se
sentía vivo, como si los años transcurridos en las tierras Song
hubieran sido una manta de cálida humedad que solo ahora estuviera
retirándose de su pecho. Nunca se había sentido más en forma y cada
día se levantaba con energía renovada, saltando sobre la silla y
repartiendo órdenes a gritos entre sus oficiales. Kublai dependía
de él y, mientras continuara con vida, Bayar no le
decepcionaría.
Sus tumanes no habían estado con Kublai en
el sur. Todos ellos eran guerreros del ejército que Mongke había
traído consigo para luchar contra los Song. Carecían del aspecto
enjuto de aquellos que habían guerreado durante años, pero Bayar
estaba satisfecho con ellos. Habían jurado lealtad al khan y,
después de eso, su fidelidad ya no le preocupaba. Parte de él se
sentía exultante por estar él solo al mando de tantos hombres, una
fuerza que sembraría el terror entre los enemigos de Kublai. Eso
era la nación: una fuerza de asalto formada por guerreros
implacables armados con espada, lanza y arco.
El khanato de Batu formaba parte de la
historia, y sus vicisitudes habían sido relatadas miles de veces en
torno a los fuegos. Su padre, Jochi, se había rebelado contra
Gengis, convirtiéndose en el único hombre que lo había hecho jamás.
Su rebelión le había costado la vida, pero su khanato, que Ogedai
Khan había entregado a Batu, perduraba. Bayar tuvo que hacer un
esfuerzo para moderar su sonrisa ante la idea de conocer a un nieto
de Gengis, el primogénito de su primogénito. Batu era uno de los
muchos que podrían haber sido khanes, con más derecho que la
mayoría. Sin embargo, el linaje había continuado con Ogedai, Guyuk
y luego Mongke, descendientes de hijos diferentes. Bayar confiaba
en percibir algún rastro de la casta de Gengis en el hombre que
estaba a punto de conocer. Confiaba en que no tendría que acabar
con él. Se dirigía hacia sus tierras para proclamar el khanato de
Kublai y exigir obediencia. Si Batu se negaba, Bayar sabía lo que
tenía que hacer. Dejaría su propia huella en la historia de la
nación como el hombre que terminó un noble linaje descendiente del
propio gran khan. Era una idea desagradable y no quiso demorarse en
ella. Kublai era el khan, su hermano un débil aspirante. No había
otro modo de verlo.
En los meses de frío, Batu no podría
mantener a sus exploradores fuera varias semanas seguidas sin que
perdieran los dedos de las manos y los pies por congelación. Bayar
no se sorprendió al ver unas cuantas casas de piedra aisladas
mientras guiaba a sus hombres colina abajo. Desde una amplia
distancia, distinguió las columnas de humo saliendo de las moradas:
estaban provistas de gruesos muros y de unos tejados a dos aguas de
marcada pendiente diseñados para permitir que la nieve cayera en
vez de acumularse y llegara a hundirlos con su peso. También pudo
ver a unos jinetes alejándose de sus tumanes al galope en cuanto
los avistaron, sin duda con la intención de informar a Batu de la
amenaza. Bayar había destruido su última estación del yan unos
cuantos kilómetros antes, llevándose consigo a los furiosos
jinetes. Ahora que se había producido el contacto, las órdenes de
Kublai ya no estaban vigentes. Arik-Boke se enteraría enseguida,
como querían que se enterara, y sabría que habían cortado las
líneas de suministro con sus tierras septentrionales. Bayar
esperaba que Kublai y Uriang-Khadai hubieran alcanzado Samarcanda.
Entre ellos, aislarían Karakorum, arrebatándole a Arik-Boke los dos
grandes proveedores de grano y rebaños de la capital.
Acompañado por el monótono sonido de los
cuernos de batalla, Bayar aceleró el paso y, a pesar de la cola de
caballos extra que arrastraba el ejército, sus treinta mil hombres
le imitaron con eficiencia. En el extremo de la retaguardia, había
apostado a varios hombres provistos de largos palos para obligar a
avanzar a los rebaños cuando quisieran pararse a pastar. Tendrían
ocasión de descansar y comer cuando hubiera concluido sus asuntos
con el príncipe Batu.
Bayar pudo juzgar al hombre al que iba a
enfrentarse por la rapidez de su respuesta a la incursión. Tuvo que
admitir que la celeridad con la que aparecieron los tumanes de Batu
había sido impresionante. A pesar de no haber sido advertidos por
las líneas del yan, en una tierra que llevaba ya muchos años
establecida y sin enemigos cercanos, Bayar recorrió apenas quince
kilómetros de un valle de hierba coronada de hielo antes de oír las
notas de unos cuernos distantes y ver las líneas negras de unos
caballos al galope llegando a toda velocidad. El general de Kublai
observó fascinado cómo se iban incrementando ante sus ojos los
efectivos, que se desparramaban por el valle desde dos o tres
direcciones diferentes. La antigüedad del khanato de Batu era de
una sola generación y no tenía ni idea de cuántos hombres podía
llevar al campo de batalla para contrarrestar su incursión. Había
elaborado sus planes contando con un único tumán de guerreros,
posiblemente dos. Para cuando los guerreros de Batu hubieron
formado en sólidas filas, bloqueando su camino, sospechó que casi
igualaban en número a su fuerza: unos treinta mil hombres
dispuestos a defender las tierras y el pueblo de su amo.
Bayar se dio cuenta de que Kublai llevaba
demasiado tiempo lejos de casa. Cuando había partido hacia tierras
Song, el khanato de Batu apenas había contado en la política de
Karakorum. No obstante, el pueblo de Batu se había reproducido y
había absorbido a muchos más habitantes a lo largo de los años. Por
primera vez, Bayar se planteó la posibilidad de no ser capaz de
aplastar a Batu con su ejército. Había visto cómo se movían sus
tumanes, reconociendo los patrones de desplazamiento de los
contingentes menores, los jaguns y los minghaans, en la hueste. No
se enfrentaba a una horda salvaje, sino a hombres entrenados,
equipados con arcos y espadas exactamente iguales a los
suyos.
Bayar alzó un puño para darle el alto a sus
tumanes. Kublai le había dado mano libre, pero, por primera vez en
años, fue consciente de su inexperiencia. Aquellos eran hombres de
su propio pueblo y no sabía cómo adoptar de manera instantánea el
papel de comandante hostil para dirigirse a ellos. Aguardó un
tiempo en la fila del frente, y después respiró aliviado al ver que
un grupo se destacaba desde otro lado y cabalgaba hacia un punto
intermedio. Portaban las banderas rojas del khanato de la Horda de
Oro, pero también estandartes completamente blancos. No se había
pactado símbolo alguno para indicar una tregua en los khanatos,
pero el blanco estaba ganando aceptación y todo cuanto Bayar podía
hacer era desear que para ellos significara lo mismo que para él.
Bayar hizo una seña a sus vasallos.
—Enarbolad los estandartes blancos. Que dos
jaguns avancen conmigo —ordenó, hincando los talones en su montura
antes de que sus hombres se movieran siquiera. Se concentró en los
guerreros que tenía ante sí mientras cabalgaba, preguntándose si
podía pensar en ellos como enemigos. Había un hombre de más edad en
el centro del grupo, rodeado por guerreros provistos de armadura
completa, con arcos en la mano. Bayar se dirigió hacia él, sabiendo
que, detrás, sus hombres estaban formando sin necesidad de recibir
nuevas órdenes.
La tensión pareció acumularse en el ambiente
cuando sus doscientos se aproximaron al destacamento. Al superar el
punto a partir del cual sabía que estaba al alcance de sus flechas,
a Bayar le sacudió un ligero escalofrío. Llevaba una armadura de
escamas al estilo Chin, pero sabía tan bien como cualquiera que las
largas flechas mongolas podían perforarla. Notó unas gotas de sudor
resbalando por sus axilas pero mantuvo la expresión impasible del
guerrero. Kublai dependía de él.
A unos cien metros, Bayar sintió el deseo de
ordenar un alto, pero estaban demasiado lejos para hablar con
quienquiera que los comandara y se obligó a sí mismo a seguir
cabalgando como si no se hallara ante un contingente de hombres
armados capaces de clavarle una flecha en la garganta desde esa
distancia. El destacamento de Batu observó cómo se acercaba sin
alterar su gesto, aunque, cuando llegó a apenas veinte pasos de
ellos, algunos arcos se movieron, revelando la creciente tensión de
los hombres. En el repentino silencio, podía oír los estandartes
ondeando en el viento, plegándose y desplegándose con un chasquido.
Inspiró profundamente, controlando sus nervios para que su voz
sonara fuerte y firme.
—Bajo la bandera de la tregua, busco al
señor Batu Borjigin —gritó.
—Le has encontrado —contestó el hombre
situado en el centro—. Ahora, ¿por qué has venido a mis tierras con
tus tumanes? ¿Acaso el gran khan ha declarado la guerra a mi
pueblo?
Por un instante, Bayar tuvo que hacer un
esfuerzo para no sonreír. Se enfrentaba a una muerte inminente y su
reacción física era esbozar una sonrisa de oreja a oreja.
—No sé lo que el aspirante está haciendo, mi
señor. Sé que Kublai Khan os ofrece la paz a cambio de tu
lealtad.
Batu le miró con la boca abierta y habló
farfullando, olvidado de su dignidad.
—¿Qué? ¿Kublai Khan? ¿Quién eres tú que
vienes aquí y hablas de Kublai?
Bayar se echó a reír ante la confusión de
Batu y, por fin, sintió cómo se aliviaba parte de la tensión que le
oprimía.
—Ofréceme derechos de huésped en tu
campamento, mi señor. He recorrido un largo camino y tengo la
garganta seca.
Batu le miró fijamente un instante que a
Bayar se le antojó interminable hasta que la amenazante carcajada
se apagó dentro de él. Bayar calculó que Batu, que tenía profundas
arrugas en torno a la boca y los ojos y cuyo cabello había
adquirido un tono gris oscuro, tendría unos cincuenta años.
Mientras esperaba, se preguntó si se parecía a Gengis, memorizando
la cara.
—Muy bien, te concedo derechos de huésped
por esta noche, pero no más. Hasta que haya oído lo que tienes que
contarme.
Bayar se relajó un poco. Nunca estaría
completamente a salvo, incluso después de esa oferta de paz
temporal, pero esta nunca se concedía a la ligera. Hasta la
siguiente mañana, Batu sería su anfitrión, hasta el punto de
defenderle en el caso de que Bayar fuera atacado. Desmontó e indicó
a sus hombres con una inclinación de cabeza que hicieran lo mismo.
Batu imitó su acción y avanzó a grandes zancadas por la hierba
helada, con el rostro desbordante de curiosidad.
—¿Quién eres? —exigió saber Batu.
—El general Bayar, mi señor. Oficial de
Kublai Khan.
Batu meneó la cabeza, confuso.
—Ordena a tus hombres que se retiren y
acampen en un valle que hay a unos tres kilómetros hacia el este.
No toleraré que amedrenten a mis aldeas. No habrá pillaje ni ningún
tipo de contacto con mi pueblo, general. ¿Está claro?
—Daré la orden, mi señor —respondió
Bayar.
Batu, en cuyo rostro todavía perduraba la
expresión de estupor, parecía estar estudiándole. Bayar observó
cómo unos hombres tendían unas mantas de fieltro sobre la hierba y
ponían té a hervir. Envió a alguien a que pasara la orden a sus
tumanes y, a continuación, se acomodó. Confiaba en saber encontrar
las palabras adecuadas para impresionar al hombre que tenía sentado
delante de él.
Bayar aguardó hasta que Batu hubo tomado un
cuenco de té en la mano derecha y le dio un sorbo al suyo,
paladeando la sal.
—Ahora, explícamelo todo, general. ¿Sabes?
Casi espero que no seas más que un loco. Eso sería mejor que las
noticias que creo que traes.