XXX
ANTES de que saliera el sol,
antes incluso de la luz grisácea que anunciaba el amanecer, ambos
campamentos empezaron a despertar y a prepararse. El té hirvió en
diez mil cacharros y los estómagos recibieron un sólido desayuno.
Los hombres vaciaron sus vejigas, a menudo más de una vez, pues el
nerviosismo tensaba los músculos. En el bando Song, los equipos de
artilleros revisaron sus preciosas armas por enésima vez, frotando
las pulidas balas y comprobando que las bolsas de pólvora no habían
quedado inutilizadas por la humedad.
Cuando llegó la pálida luz conocida como el
alba del lobo, ambos ejércitos por fin pudieron verse. Los mongoles
ya habían montado, adoptando formaciones de minghaans de mil
hombres que actuarían de forma independiente en la batalla. Algunos
hombres desentumecieron las tensas espaldas cabalgando arriba y
abajo entre las líneas. Muchos de ellos comprobaron las cuerdas de
sus arcos tendiéndolos sin flecha, relajando los poderosos músculos
de sus hombros.
Algunas cosas tenían que esperar a que
hubiera más luz, pero en cuanto pudo distinguir un hilo blanco de
uno negro, el señor Jin An ordenó que la artillería fuera colocada
en posición en la línea del frente. Otros cañones fueron llevados a
los flancos, donde dirigirían sus negras bocas contra cualquier
ataque lateral. Podía ver a los oficiales mongoles escudriñando sus
regimientos desde la distancia, tomando nota de sus posiciones y
señalándose detalles de la formación entre sí. El señor Jin An
sonrió. Por muy valientes o veloces que fueran los mongoles,
tendrían que cabalgar a través de los rugientes disparos de sus
cañones para alcanzar sus filas. Había aprendido de las derrotas de
otros hombres. Trató de ponerse en la piel de los mongoles para
intuir cómo podrían responder a esa exhibición de fuerza, pero no
pudo. Eran unos salvajes piojosos, mientras que él pertenecía a la
nobleza de un antiguo imperio.
Los regimientos Song formaron tras las
hileras de cañones. Jin An, desde su caballo, observaba cómo sus
subordinados reunían a los soldados encargados de la artillería
ligera en la trasera de las primeras filas. La recarga de sus no
tan livianos cañones de mano era lenta y los disparos eran
notoriamente inexactos, pero sería difícil que fallaran disparando
al lado de los cañones de artillería pesada. Cuando se agotaran los
proyectiles y la pólvora, saldrían sus filas de caballería. Todavía
más atrás a continuación de los cañones de mano, en disciplinado
silencio, los espadas aguardaban en su lacada armadura de hierro y
madera. Jin An había situado al contingente Chin allí, tras la
protección de sus cañones.
Le gustaba aquel hombre que una vez había
sido emperador. Jin An había dado por sentado que Xuan sería uno de
esos nobles que, tras haberlo perdido en buena medida, vivían
obsesionados por su estatus. Sin embargo, Xuan le recordaba al
señor Song que había sido su propio padre, muerto hacía casi una
década. Había hallado en ambos el mismo hastío melancólico,
atemperado con un humor incisivo y la sensación de que había visto
más de lo que querían recordar. Jin An no pensaba que los soldados
Chin fueran a salir corriendo, pero, al mismo tiempo, no se atrevía
a confiar su estrategia en hombres tan mayores. Al amanecer se
habían mostrado entusiastas, desde luego, pero si la lucha se
prolongaba durante todo el día, no serían capaces de mantener el
ritmo de hombres a los que doblaban en edad. Jin An se propuso
preocuparse de tenerlos vigilados durante el combate para
asegurarse de que esa posible debilidad no se propagara por las
líneas.
Parecía que el sol no iba a llegar nunca a
lo alto del horizonte oriental. Jin An imaginó cómo su radiante
rostro se presentaba ante los ciudadanos de Hangzhou y ante los
señores que todavía desdeñaban la amenaza que se cernía sobre su
cultura y su emperador. Eran unos necios. Antes de que el sol se
pusiera, confiaba en haber vencido al ejército extranjero que había
osado penetrar en tierras Song. Con una victoria así a sus
espaldas, un hombre podía llegar verdaderamente lejos. No era más
que un día, se dijo a sí mismo, notando cómo empezaba a sudar. Un
único, largo día.
Kublai observaba al enemigo desde su
caballo, flanqueado por Bayar y Uriang-Khadai. Los demás oficiales
ya habían hecho formar a los tumanes, aunque los guerreros
permanecerían atentos para recibir cualquier contraorden de los
tres hombres que estudiaban las posiciones Song.
—No entiendo cómo puede haber estandartes
Chin ondeando allí —dijo Kublai, frunciendo el ceño—. ¿Se están
burlando presentando los colores de hombres a los que hemos
derrotado? Si es así, son idiotas. Derrotamos a los Chin. No nos
dan ningún miedo.
—Mi señor, es más importante considerar el
hecho de que las filas de cañones reducen su capacidad para
maniobrar —dijo Uriang-Khadai. En su interior ardía una indignación
latente por el hecho de que Kublai se hubiera negado a oír hablar
siquiera de retirarse. En su frustración, sus maneras se tornaron
todavía más forzadas, y adoptó un tono sermoneador—. Depositan una
fe excesiva en la artillería pesada, mi señor, pero todavía podemos
movernos. Con el debido respeto, tengo que señalar que me he
opuesto a enfrentarnos a ellos desde el principio. Esta formación
no hace sino reafirmar mi punto de vista. ¿Por qué suicidarse
contra sus cañones?
A Kublai le irritaba reconocer que
Uriang-Khadai tenía toda la razón. Antes de recibir la noticia de
la muerte de su hermano, sabía que habría evitado a los regimientos
Song, obligándoles a salir tras él y dejar atrás sus cañones, o
bien a avanzar tan despacio con ellos que nunca les habrían dado
alcance. Así, habría podido elegir el mejor terreno para
atacar.
Era puro sentido común no permitir que el
enemigo saque provecho de su principal ventaja. Todos los cañones
de Kublai, tanto los que había capturado como los que había traído
desde casa, se encontraban a cientos de kilómetros de allí,
oxidándose. El poder de las armas era terrorífico cuando se
utilizaban en el lugar y el momento adecuados, pero, hasta que
alguien descubriera una forma de trasladarlas con rapidez, con
frecuencia acababan resultando un obstáculo para la veloz
caballería. El comandante Song no parecía comprender eso, en
absoluto.
No obstante, bajo su aparente calma, Kublai
sentía que una parte de él clamaba y luchaba con uñas y dientes por
exteriorizarse. Con la boca ensangrentada y el corazón de un
salvaje, exigía que atacara justo donde el enemigo era más fuerte.
Quería coger todo el dolor y el pesar por la muerte de su hermano y
arrojarlo contra aquellos cañones de hierro. Quería demostrarle a
Mongke que tenía valor, tanto si el espíritu de su hermano le
observaba como si no.
—Sun Tzu dijo que hay siete condiciones para
la victoria —dijo Kublai—. ¿Tengo que enumerártelas?
—Sun Tzu nunca estuvo en una guerra en la
que se utilizara pólvora, mi señor —insistió con terquedad
Uriang-Khadai.
—Una. ¿Cuál de los dos soberanos está
imbuido de Ley Moral? ¿Quién tiene la razón, orlok? A los hombres
eso les importa. Los Song están defendiendo sus tierras, así tal
vez el primer punto debe ser para ellos. Por otro lado, yo soy el
nieto de Gengis Khan y todas las tierras me pertenecen.
Uriang-Khadai le miró, preocupado, y guardó
silencio. Nunca había visto a Kublai tan intensamente concentrado.
El erudito que una vez fuera había muerto apaleado y Uriang-Khadai
temió los posibles efectos de su dolor.
—Dos. ¿Cuál de los generales tiene más
habilidad? Te doy un punto, Uriang-Khadai, y otro a ti, Bayar. Esos
Song han construido una casa que no puede moverse, construida con
muros de cañones. Tres. ¿A quién benefician los cielos y la tierra?
Ahí estamos iguales, porque la tierra es plana y los cielos están
despejados.
—Mi señor... —trató de interrumpirle
Uriang-Khadai.
—Cuatro. ¿En qué
bando se aplica la disciplina con mayor rigor? Ese sería para
nosotros, orlok, porque contamos con hombres cuyas vidas son duras
desde que nacen, hombres que tienen que soportar penurias. No se
han ablandado en las ciudades Song. Cinco. ¿Qué ejército es el más
fuerte? En cifras, tal vez los Song, pero hemos derrotado a sus
ejércitos antes. Ese me lo quedaré para mí, yo creo. Seis. ¿Qué
bando cuenta con los oficiales y hombres mejor entrenados? Ese es
para nosotros. Todos nuestros hombres han luchado y vencido muchas
veces. Somos soldados veteranos, Uriang-Khadai. Somos los tumanes
de élite de la nación. Los Song han estado en paz durante demasiado
tiempo —hizo una pausa—. La última es extraña. ¿Qué ejército
demuestra más constancia en la recompensa y el castigo? Sun Tzu
valoraba a los buenos líderes, creo, si lo he entendido
correctamente. Sin conocer a los Song, no puedo estar seguro, así
que en este punto diremos que estamos iguales. El resultado nos
favorece, orlok.
—Mi señor, los cañones...
—Los cañones hay que limpiarlos entre
disparo y disparo —dijo Kublai con sequedad—. Hay que retirar de
los tubos los restos de tela ardiendo o las brasas. Hay que meter
otra bolsa de pólvora y agujerearla con cuidado con una caña hueca
rellena de pólvora negra. Hay que levantar la bala hasta el tubo y
meterla dentro. Todo eso lleva su tiempo, orlok, y nosotros no les
daremos tiempo. Dispondrán de un disparo y, después, habremos
avanzado suficiente como para que nuestras flechas maten a los
artilleros. Podemos hacer frente a un disparo.
Su mirada amarilla se había mantenido fija
en el regimiento Song que les aguardaba, pero ahora se giró hacia
Uriang-Khadai, con los ojos centelleantes.
—¿Acaso debería tratarlos con respeto, a
esos Song que no saben nada de la guerra? ¿Debería temer sus armas,
su pólvora negra? No, orlok. No los temo y no los temeré.
—Mi señor, te ruego que reconsideres la
situación. Hagamos que aguarden en formación y dejémosles unos
cuantos sin días sin agua. Hagamos que pasen hambre mientras
nosotros recorremos la zona en busca de comida y nos mantenemos
fuertes. No pueden permanecer en un sitio para siempre, dejándonos
cabalgar libremente a su alrededor. Déjame quemar las ciudades más
próximas y se verán obligados a responder, a salir.
—Y para entonces otro ejército Song se habrá
puesto en camino para apoyarles —dijo Kublai con amargura—.
¿Todavía no has aprendido que este pueblo es interminable? Hoy,
creo que responderé ante su arrogancia con mi propia arrogancia.
Cabalgaré hacia las bocas de sus cañones.
Al oírle, Uriang-Khadai se quedó
horrorizado.
—Mi señor, debes permanecer lejos de la
batalla. Los hombres te consideran su líder. Si murieras...
—Entonces moriría. La decisión está tomada,
orlok. Lucha a mi lado o únete a la tropa bajo las órdenes de
otros.
Lentamente, Uriang-Khadai inclinó la cabeza,
comprendiendo por fin que no haría que Kublai cambiara de idea.
Volvió a mirar hacia los cañones Song: ahora que sabía que
cabalgaría hacia ellos los veía bajo una nueva luz.
—En ese caso, mi señor, sugiero avanzar en
filas espaciadas y regresar tras el primer disparo lanzando una
tupida lluvia de flechas y una carga de lanzas. Si me lo permites,
señor, también reservaría dos grupos de quinientos jinetes de
caballería pesada para atacar en cuanto las primeras brechas
aparezcan en sus líneas.
De repente, Kublai esbozó una sonrisa de
oreja a oreja.
—Eres un hombre interesante, Orlok
Uriang-Khadai. Espero que sobrevivas a este día.
—Yo también, mi señor —dijo Uriang-Khadai
haciendo una mueca—. Con tu permiso, pasaré estas órdenes a los
minghaans, diciéndoles que disparen primero sobre los equipos de
artilleros —cuando Kublai asintió, continuó—. Los Song no han
situado demasiados cañones en su retaguardia, mi señor. El general
Bayar es razonablemente competente. Sería conveniente que rodeara a
sus regimientos con un tumán y que les atacara desde atrás.
Bayar se rio entre dientes al oír esa
descripción tan poco entusiasta de sí mismo.
—Muy bien —contestó Kublai. Tras haber
tomado la decisión, se sentía más ligero. Ya estaba hecho.
Cabalgaría contra los cañones Song junto a sus hombres. Las tabas
de su destino volaban muy altas en el aire.
Uriang-Khadai repartió las nuevas órdenes a
los oficiales minghaan. A través de ellos, la información llegó a
los comandantes de los jagun de cien hombres y a los oficiales de
menor rango, al cargo de solo diez hombres. El sol apenas se había
desplazado antes de que todos los guerreros hubieran comprendido lo
que Kublai quería que hiciesen. No dio ningún discurso ante ellos.
Aunque lo hubiera hecho, solo unos pocos habrían oído sus palabras.
Aunque observó atentamente su reacción, no parecieron sorprenderse
ante las órdenes, sino que se prepararon sin más para la lucha,
comprobando sus monturas y armas una última vez. Kublai rezó una
oración silenciosa al espíritu de su hermano. Ese día morirían
muchos hombres que tal vez habrían vivido si él hubiera hecho
distintas elecciones.
Se detuvo y el momento se alargó en su
mente: sintió cómo si se levantara un velo, como si el sol brillara
a través de su dolor por primera vez. Casi podía oír la voz de
Mongke hablando con ira o con burla. Durante un instante, fue como
si su hermano estuviera detrás de él. Kublai clavó los talones en
su montura y se dirigió hacia donde Uriang-Khadai y Bayar repasaban
el plan de batalla con otro grupo de hombres. Kublai no
desmontó.
—Tengo nuevas órdenes, Orlok Uriang-Khadai.
Rodearemos a su ejército y marcharemos sobre Hangzhou. Si el
enemigo deja sus cañones para perseguirnos, daremos media vuelta y
los aplastaremos. Si los traen consigo, atacaremos mientras los
cañones estén todavía sujetos a los tiros de bueyes.
—Gracias a Dios —dijo Uriang-Khadai.
Los hombres que le rodeaban estaban
sonriendo y, de repente, Kublai se dio cuenta de la enorme presión
que habían estado soportando hasta entonces. Sin embargo, no habían
rehusado hacer lo que les había pedido. Su corazón se llenó de
orgullo.
—Somos los tumanes de Mongke Khan —dijo
Kublai—. Avanzamos, atacamos y volvemos a avanzar. Montad. Dejemos
atrás a estos estúpidos Song.
Se oyeron risas entre los hombres a medida
que la noticia fue propagándose por las filas y las palabras de
Kublai fueron repetidas cientos de veces. Los tumanes partieron al
trote y los regimientos Song, a poco más de un kilómetro,
observaron confundidos cómo se desviaban y alejaban del campo de
batalla, dejando a su paso únicamente polvo, excrementos y pastos
cortados al raso.
El general Salsanan no había pensado que la
tarea sería tan compleja cuando se presentó voluntario para dejar
los tumanes del khan y dirigirse al sur. Aunque no sabía
exactamente dónde se encontraba Kublai, esperaba rastrearlo
siguiendo la estela de pueblos y ciudades incendiados. En vez de
eso, el campo apenas parecía haber sufrido por el paso de los
ejércitos. Cierto que había muy pocos animales pastando y que los
campesinos corrieron a esconderse de sus soldados cuando estos
registraron la zona buscando algo que comer. Aun así, lo que vio
estaba muy lejos del rastro de devastación que había esperado
encontrar.
Sus ochenta mil ni siquiera habían traído
consigo la cantidad habitual de suministros. Cada hombre llevaba
solo dos monturas extra y, en su avance, los tumanes de Salsanan
perdían unos cuantos ponis al día a causa de la cojera. Cuando los
guerreros comprobaban que eran incapaces de seguir el ritmo de la
marcha, esos animales eran sacrificados enseguida, proporcionando
suficiente carne para ofrecer una comida caliente a doscientos
hombres. Los tumanes no dejaban de los caballos más que los huesos
y, a menudo, los abrían para aprovechar el sustancioso tuétano
antes de proseguir.
Después de un mes de búsqueda, Salsanan
pasaba buena parte del día deseando que Mongke Khan todavía
estuviera vivo. La tierra era ancha y el interminable rosario de
pequeñas ciudades representaba una tentación constante para pararse
y saquear. Solo su sentido del deber le impulsaba a seguir
adelante. Sus hombres eran disciplinados, pero estaba empezando a
preguntarse dónde se habría metido Kublai. Parecía imposible perder
a cien mil hombres, incluso en los vastos territorios Song.
Interrogó a los jefes de todos los pueblos y a los cabecillas de
todas las ciudades, que le respondieron temblorosos, pero había
tenido que llegar a la ciudad de Shaoyang para dar con un prefecto
que le proporcionara una pista sólida. Mientras cabalgaba, Salsanan
se obligó a recordar que el hombre al que buscaba para hacer que
volviera a casa podría ser el próximo khan. Tendría que ir con pies
de plomo con ese príncipe erudito.
En el camino hacia el este, los exploradores
de Salsanan le hicieron adelantarse a los tumanes para confirmar
con sus propios ojos la extraña visión de la que habían dado parte.
Cientos de piezas de artillería pesada yacían boca abajo en el
camino y sus respectivos animales de tiro habían sido sacrificados.
Las carcasas de las bestias habían sido descuartizadas con mano
experta y les habían quitado la mayor parte de la carne. En muchos
casos, había enjambres de moscas girando en torno a poco más que
una cabeza y unas pezuñas y la tierra ensangrentada. Había hombres
muertos junto a ellos, campesinos desarmados con las manos inertes
todavía aferradas a los látigos y a las riendas. Salsanan sonrió al
verlo, reconociendo el trabajo de su propio pueblo.
Unos pocos kilómetros más adelante, halló
los primeros restos de un ejército arrasado: montones de cadáveres
tirados en el polvo. Sobre la cumbre de una colina, la densidad de
los cuerpos aumentó, como si hubieran organizado una resistencia en
aquel punto. Salsanan pasó con cuidado entre ellos con su montura y
luego, con un tirón de riendas, frenó al abrirse ante él la
totalidad del campo de batalla. Había hombres muertos por todas
partes, repartidos en montones desperdigados como insectos
resecos.
A lo lejos, Salsanan distinguió varias
figuras caminando entre los cadáveres, que se pararon y alzaron la
vista atemorizados al divisar a sus guerreros. Sabía que, en una
batalla, siempre sobrevivían algunos hombres. En el caos de la
lucha, un golpe los deja inconscientes o se desmayan a causa de una
herida. Siempre habrá unos cuantos que se levanten al día siguiente
y vuelvan cojeando a sus casas mientras los ejércitos y la guerra
continúan camino sin ellos. Al adentrarse más en el campo de
cadáveres, Salsanan vio que los maltrechos supervivientes Song
levantaban las manos, con expresión agotada, mientras sus hombres
empezaban a rodearles.
Asintió fascinado mientras leía en lo que
veía el desarrollo de la batalla que había tenido lugar. Había sido
dura. Identificó numerosos cadáveres mongoles y pudo discernir el
patrón de sus cargas por la disposición de los cuerpos y las lanzas
rotas. Los tumanes de Kublai habían sido rechazados más de una vez,
se dijo, y tal vez incluso habían estado a punto de rodearles por
los flancos. Se notaba que el comandante Song conocía las tácticas
mongolas y había respondido ante ellas sin pánico.
Salsanan recogió una flecha rota del suelo y
se rascó la cabeza con la punta. Hablaría con los magullados y
deslomados supervivientes, pero primero recorrería el campo,
averiguando a través de ese sangriento rastro de signos cómo era el
hombre que tal vez un día gobernara la nación.
Encontró una zona donde la hierba había sido
pisoteada y convertida en barro, a escasa distancia de las
principales líneas de la batalla. Un tumán había sido convocado
allí para luego ser enviado de nuevo a la refriega. Salsanan casi
podía ver la línea de ataque en su mente. Frunció el ceño mientras
avanzaba entre los ecos de la batalla y su opinión sobre el hermano
de Mongke Khan fue cambiando paso a paso. La carga había dado lugar
a una reñida pugna, pero la disciplina de los suyos había sido
excelente. Las líneas Song se habían combado hacia dentro y la
mirada de Salsanan registró las lanzas rotas y manchadas de sangre
que marcaban el lugar donde habían intentado organizar una
resistencia. Sus años de entrenamiento le impulsaron a mirar a
derecha e izquierda en busca de las huellas de la segunda carga que
él habría hecho entrar en el momento oportuno. Allí estaban. Guio a
su caballo tomándolo de las riendas para pasar por encima de los
cadáveres, afianzando con precaución cada paso mientras los cuerpos
se deslizaban y desplazaban bajo sus botas.
Encontró el punto donde la batalla se había
decidido. Había virotes de las ballestas y balas abolladas por
doquier y todavía se percibía el sabor a pólvora en el aire. Los
hombres de Kublai habían cabalgado entre las andanadas de los
cañones para luego retirarse y, haciendo un círculo, lanzarse de
nuevo sobre el enemigo a galope tendido. Salsanan encontró signos
de la determinación de su carga y asintió, satisfecho. No había
habido vacilación ni duda alguna en el hombre que los
comandaba.
Uno de los hombres de Salsanan le hizo una
seña y el general montó para dirigirse a aquella sección de la
batalla.
—¿Qué pasa? —preguntó desde el
caballo.
Su hombre señaló los cuerpos que yacían en
derredor. El hedor de las vísceras desparramadas era espantoso y
varias moscas se acercaron zumbando al rostro de Salsanan, que las
ahuyentó agitando la mano. Aun así, se inclinó a mirar.
—Son muy viejos
—dijo el explorador.
Salsanan observó atentamente a su alrededor,
confirmando las palabras del joven. Las arrugas surcaban todos los
rostros y los muertos que tenía más cerca estaban flacos y
desmejorados.
—¿Por qué los Song lucharían con soldados
tan mayores? —murmuró. Vio que había puesto el pie sobre un
estandarte amarillo y se agachó a recoger la desgarrada tela.
Distinguió parte de un símbolo pintado, pero Salsanan no lo
reconoció. Dejó caer la tela arrugada.
—Fueran quienes fueran, no deberían haberse
enfrentado a nosotros.
Su mirada se posó en el centro del grupo de
cadáveres, en un hombre de pelo corto y canoso que aparecía rodeado
de muchos otros muertos, como si estos hubieran perdido la vida
intentando protegerle. Un hombre mucho más joven yacía casi sobre
el cuerpo del anciano, la única cara juvenil que Salsanan pudo
encontrar allí. Todos ellos exhibían heridas de flecha y de espada,
aunque las propias flechas habían sido arrancadas posteriormente de
la carne.
Salsanan se encogió de hombros, sin
preocuparse más por aquel pequeño misterio.
—No podemos estar muy lejos de ellos. Diles
a los hombres que emprendan la marcha a buen ritmo. Y asegúrate de
que los exploradores se hacen ver enseguida. No quiero ser atacado
por mi propio pueblo.
Salsanan alcanzó a los tumanes de Kublai en
las afueras de la ciudad de Changsha. Como cuando un lobo penetra
en el territorio de otro lobo, ambos grupos se mostraron precavidos
al principio. Los exploradores avanzados se cruzaron y regresaron
al galope a su tropa con mensajes para sus respectivos líderes. Los
ejércitos se detuvieron lo suficientemente lejos uno del otro para
que no hubiera sensación alguna de amenaza. Cuando fue informado de
la presencia de otro ejército mongol, Kublai salió acompañado de
Bayar y Uriang-Khadai, interrumpiendo sus negociaciones con el
prefecto de Changsha casi a mitad de frase.
El general Salsanan y él se reunieron en una
tarde primaveral: en el cielo no se veían más que unas cuantas
nubes semejantes a colas de caballo y soplaba una cálida brisa.
Entre los dos contingentes, había dieciséis tumanes. El lado de
Kublai estaba compuesto de guerreros veteranos, feroces y cubiertos
de mugre y sangre seca. En el otro, los guerreros estaban frescos,
con la armadura resplandeciente. Ambas fuerzas se miraban entre sí
con asombro y se oyeron muchas exclamaciones burlonas.
Kublai se ruborizó de placer al ver a tantos
tumanes de la nación juntos. Dejó que Salsanan desmontara primero y
se inclinara ante él antes de descender del caballo.
—No sabéis hasta qué punto sois bienvenidos
—dijo Kublai.
—Mi señor, parece que ha recaído sobre mis
hombros la tarea de entregar las peores noticias posibles —dijo
Salsanan.
La sonrisa de Kublai se desvaneció.
—Ya sé que mi hermano ha muerto. Los jinetes
del yan dieron conmigo, dos de ellos.
Una arruga apareció en la frente de
Salsanan.
—Entonces no entiendo, mi señor... Si te
encontraron, ¿por qué no has iniciado el viaje hacia casa? La
nación se está reuniendo en Karakorum. El funeral del khan...
—Mi hermano Mongke me encomendó una tarea,
general. He tomado la decisión de llevarla a término.
Al principio, Salsanan no respondió. Era un
hombre habituado a la autoridad, que se encontraba cómodo con la
cadena de mando. Con el khan muerto, sentía como si una viga vital
hubiera sido retirada y su acostumbrada certidumbre había
desaparecido. Al volver a hablar, tartamudeó ligeramente, nervioso
bajo la pálida mirada del hermano del khan.
—Mi señor, me encargaron la misión de
escoltarte a casa. Esas son mis únicas órdenes. ¿Estás diciendo que
no vas a venir?
—Estoy diciendo que no puedo ir —contestó
Kublai con sequedad—. No hasta que haya puesto a los Song en su
sitio. El padre cielo te ha enviado hasta mí, Salsanan. Tus tumanes
son un regalo divino, cuando creía que algo así ya no
existía.
Salsanan comprendió lo que estaba dando por
sentado Kublai y se apresuró a hablar para atajarle antes de que le
diera unas órdenes que ya no podrían ser contravenidas.
—No somos refuerzos, mi señor. Mis órdenes
eran llevarte a casa a Karakorum. Dime dónde está tu campamento e
iniciaré los preparativos. El khan ha muerto. Se celebrará una
asamblea en Karakorum...
Mientras Salsanan hablaba, Kublai se había
sonrojado, esta vez por la ira.
—¿Estás sordo? He dicho que no regresaré
hasta que el trabajo esté terminado. Hasta que tenga la cabeza del
emperador Song. Fueran cuales fueran tus órdenes, quedan canceladas
por mi contraorden. Sois mis refuerzos, y
os necesitamos como el agua. Con vosotros, lograré cumplir los
deseos del khan.
Salsanan apretó la mandíbula, tratando de
calmarse sin lograrlo. Notó cómo él mismo se llenaba de ira y su
voz se endureció al contestar.
—Con respeto, no estoy bajo tu mando, mi
señor. Ni tampoco los tumanes que comando. Si no regresas a casa,
tendré que dejarte aquí y regresar. Llevaré cualquier mensaje que
desees a Karakorum.
Kublai se giró, dándose un momento mientras
enrollaba las riendas en torno a su mano. Observó a los tumanes de
Salsanan extendiéndose en la distancia en filas silenciosas.
Ansiaba que se unieran a él, de modo que sus fuerzas, de un
plumazo, se vieran duplicadas. A su espalda, sus veteranos
aguardaban animados, convencidos de que ese nuevo ejército había
llegado para servirles de refuerzo. Verles marchar, ser abandonados
en el momento del triunfo, sería como una pequeña muerte. Kublai
sacudió la cabeza: no podía permitirlo. Cada kilómetro que habían
recorrido hacia el este había traído consigo un aumento del número
de pueblos, mejores caminos y gente pululando por todas partes.
Quedaban unos ochocientos kilómetros para llegar a Hangzhou, pero
ya se podía apreciar la riqueza y el poderío de las ciudades de su
órbita. Necesitaba a los hombres de
Salsanan. Eran la respuesta a sus oraciones, la señal de que había
espíritus benevolentes que le brindaban ayuda cuando más la
necesitaba.
—No me dejas alternativa, general —dijo
Kublai, con los ojos destellantes de furia. Montó a su caballo con
ligereza, saltando sobre la silla—. General Bayar, Orlok
Uriang-Khadai, sois mis testigos —Kublai elevó la voz, haciendo que
llegara hasta los dos grupos de guerreros a la espera.
—Soy Kublai de los Borjigin. Soy nieto de
Gengis Khan. Soy el hermano mayor de Mongke Khan.
—¡Mi señor! —exclamó Salsanan alarmado, al
darse cuenta de lo que estaba sucediendo—. ¡No puedes
hacerlo!
Kublai continuó como si no hubiera
hablado.
—Ante todos vosotros, en las tierras de mis
enemigos, me declaro gran khan de la nación, de los khanatos bajo
el gobierno de mis hermanos Hulegu y Arik-Boke, del khanato de
Chagatai y de todos los demás. Me declaro gran khan de las tierras
Chin y de las tierras Song. ¡He hablado y siempre cumplo mi
palabra!
Durante un instante, un hondo silencio
siguió a sus palabras y, a continuación, sus tumanes bramaron
llenos de gozo, levantando sus armas. Al otro lado, los hombres de
Salsanan respondieron aclamando a Kublai con un potente
rugido.
Salsanan intentó hablar de nuevo, pero su
voz se perdió en el tumulto. Kublai desenfundó su espada y la
levantó hacia lo alto. El volumen del estruendo pareció duplicarse,
golpeándoles como una avalancha.
Kublai bajó la vista hacia Salsanan mientras
envainaba la espada.
—Dime otra vez lo
que no puedo hacer, general —dijo—. ¿Y bien? Es mi derecho. Lo
reclamo por vínculo de sangre. Ahora préstame juramento de lealtad
o haré que te decapiten —se encogió de hombros—. A mí me da
igual.
Salsanan se le quedó mirando con la
mandíbula descolgada, estupefacto ante lo que había presenciado.
Recorrió con la vista a sus hombres, que vitoreaban y aclamaban a
Kublai, y los últimos vestigios de su resistencia se evaporaron.
Con movimientos lentos, se arrodilló en la hierba y alzó la vista
hacia el khan de la nación.
—Te ofrezco gers, caballos, sal y sangre, mi
señor khan —dijo, con los ojos vidriosos.