V
TOROGENE se sentó en uno de
los bancos del pabellón del jardín, sintiendo cómo el espíritu de
su marido la rodeaba por todas partes. El verano había sido largo y
la ciudad ardía. Durante meses, el raro calor había desencadenado
tormentas que luego dieron paso a un día o dos de una dulce
frescura, antes de que la tierra volviera a secarse y el proceso
comenzara de nuevo. El propio aire pesaba en momentos así, cargado
con la promesa de la lluvia. Había perros jadeantes tendidos por
las esquinas y cada amanecer aparecía un cadáver o dos que tenían
que ser retirados, o se veía a una mujer llorando. Torogene ya
había comenzado a echar de menos los poderes de los que había
disfrutado. Antes de que Guyuk fuera khan, podría haber enviado a
los guardias de día a extraer una confesión de una docena de
testigos o bien ordenarles que desahuciaran a una familia de
delincuentes, abandonándolos a todos en los caminos que partían de
la ciudad. De un día para otro, ya no mandaba sobre ellos y lo
único que podía hacer era presentar una petición ante su hijo,
junto con otros millares de súbditos.
Mientras descansaba entre la ligera lluvia
de hojas, Torogene buscó en su interior algún sentimiento de paz,
pero no fue capaz de encontrarlo, ni siquiera en compañía de
Sorhatani.
—No me digas que te alegras de marcharte de
la ciudad —dijo Sorhatani.
Torogene dio unas palmaditas a su lado, en
el banco, pero su amiga no quería sentarse.
—Ningún joven khan debería tener a su madre
vigilando todos y cada uno de sus movimientos, todos y cada uno de
sus errores. Al parecer, lo viejo debe dejar paso a lo nuevo
—Torogene pronunció esas palabras a regañadientes, imitando el
pomposo discurso que Guyuk le había soltado esa misma mañana—.
Tengo un palacio maravilloso que Ogedai construyó para mí. Estaré
cómoda en mi retiro. Y es verdad que soy vieja. Es increíble lo
cansada que me siento algunos días.
—Se está librando de ti —dijo Sorhatani.
Recogió una rama delgada del camino. Debía de haberse caído esa
misma mañana o los jardineros Chin ya la habrían retirado. Se dobló
en sus manos con la flexibilidad de un látigo—. Un hijo debería
honrar lo que has conseguido, mantener a la nación unida cuando
parecía abocada a separarse en mil pedazos.
—Aun así, él es el khan. Trabajé durante
años para lograrlo. ¿Voy a quejarme ahora que he obtenido lo que
deseaba? ¿Qué clase de tonta sería si lo hiciera?
—Una madre —contestó Sorhatani—. Todas nos
comportamos como unas tontas con nuestros hijos. Les limpiamos el
culo y los amamantamos y todo cuanto esperamos de ellos es que se
muestren agradecidos al final de sus días.
Se rio para sí: de pronto su humor había
cambiado. Torogene sonrió también, aunque en realidad las órdenes
de su hijo la habían herido.
—No ha sido a ti a quien ha amenazado con
obligarte a marchar, Sorhatani —dijo.
—No, porque todavía está cuidando sus
atenciones para con Mongke. Orlok de los ejércitos. Es más de lo
que mi hijo hubiera deseado jamás. Juro que nunca habíamos planeado
algo así, nunca.
—Lo sé. Guyuk aceptó mi consejo en una
ocasión, al menos. Mongke pertenece al linaje de Gengis y los
tumanes le seguirán. Mi hijo confía en él por completo, Sorhatani.
Eso es importante.
Sorhatani permaneció en silencio. Era cierto
que Mongke había sido ascendido en la primera sesión de Guyuk como
khan, tal como había predicho. Sin embargo, Kublai nunca lideraría
ejércitos mientras Guyuk estuviera al mando. Algo en ellos sacaba
lo peor de cada uno cuando se encontraban. En dos ocasiones, había
alejado a Kublai pidiéndole que hiciera algo para ella antes de que
su hijo se buscara la ruina en presencia de Guyuk. Se irritaban el
uno al otro como dos gatos y ni ella ni Kublai lograban explicar el
motivo de forma satisfactoria. Había veces en que deseaba que Guyuk
la enviara de vuelta a sus tierras, lejos de las intrigas políticas
que acababan con la paz de los mejores días. Aun así, albergaba
algunas sospechas. No creía que Guyuk la valorara como consejera y
conservaba un recuerdo de su padre que seguía perturbándola. Años
atrás, Ogedai le había pedido que se casara con su hijo. La sola
idea aún le daba escalofríos. Ogedai había sido un hombre demasiado
bueno para obligarla, pero Guyuk no tendría escrúpulos si decidía
hacerlo. Tal y como estaban las cosas, la tierra natal de Gengis
sería heredada por Mongke cuando ella muriera, o quizá a uno de sus
otros hijos si escribía un testamento y se cumplía lo que
dispusiera en él. Todo cuanto podía esperar era que Guyuk se
sintiera satisfecho gobernando khanatos separados. No obstante, no
daba la impresión de tener ese tipo de visión. De hecho, a
Sorhatani le parecía exactamente el tipo de necio codicioso que
intentaría quedárselo todo para él. Era una pena ver a un joven tan
apuesto con tantas sombras en su interior. El poder sacaba lo mejor
de algunos hombres, pero Guyuk no mostraba ningún signo de estar
alcanzando ese tipo de madurez.
Esa era otra de las cosas de las que no
podía hablar con Torogene, que seguía llorando a su marido y había
situado a su hijo en el trono para que gobernara la nación. No le
correspondía a Sorhatani hacerle ver a Torogene las debilidades de
su vástago. Solo una semana antes, Guyuk se había negado a recibir
a una delegación de príncipes de Koryo y había preferido irse de
caza con sus amigos. Sorhatani frunció el ceño sin darse cuenta al
recordar la tensa reunión que había celebrado con los hombres de
Koryo. Se había esforzado en suavizar con palabras y regalos el
insulto que suponía la ausencia del khan, pero notó su ira en las
miradas silenciosas que intercambiaron entre sí. Cuando Guyuk había
regresado, días más tarde, había enviado a su canciller, Yao Shu, a
escuchar sus peticiones. La propia Sorhatani podría haberse ocupado
de eso si Guyuk le hubiera concedido algún tipo de autoridad.
El recuerdo la irritó, coloreándole las
mejillas. Por una vez, había hecho caso omiso de los violentos
criados de Guyuk y se había abierto paso hasta él. Había confiado
en hacerle comprender que su vida no podía ser solo un largo
banquete o una interminable sesión de caza con sus amigos. Un khan
tenía que gobernar día a día, adoptar las decisiones que no pueden
tomarse sin él.
No encontró ningún signo de contrición en
Guyuk cuando se lo explicó. Al contrario, incluso se había reído,
despidiéndola con una actitud deliberadamente ofensiva. Tampoco eso
se lo mencionaría a Torogene, no cuando estaba a punto de marcharse
tras haber cumplido con la labor de su vida. Sorhatani se dio
cuenta de que echaría de menos a su amiga, pero siempre había
habido temas sobre los que nunca se había atrevido a hablar.
Sorhatani se dijo que, si no hubiera tenido
a Kublai, se habría vuelto loca, metida en ese nido de idiotas y
mentiras y alianzas. Al menos su hijo la escuchaba: absorbía toda
nueva información que le comunicaba y demostraba una perspicacia
que nunca dejaba de asombrarla. Kublai parecía estar al tanto de
todo lo que sucedía en la ciudad, hasta el punto que su madre llegó
a pensar que contaba con un círculo de espías tan eficiente como el
suyo. Sin embargo, hasta el mismo Kublai había estado preocupado en
los últimos días. Guyuk estaba planeando algo y las órdenes
viajaban desde el palacio a los tumanes. Sus guerreros se
entrenaban en las llanuras todos los días, practicando con los
cañones y llenando toda la ciudad de un penetrante olor a pólvora.
Uno de los hombres de Sorhatani estaba dispuesto a leer los
mensajes del yan, pero a menudo estaban sellados. Los abriría si
ella se lo pedía, pero eso significaría la muerte para él y
Sorhatani no estaba dispuesta a desprenderse de él con tanta
ligereza. El propio hecho de que algo fuera secreto ya era una
información relevante, pero tenía la sensación de estar caminando a
través de la niebla. Tal vez Kublai hubiera oído algo, se dijo, o
al menos fuera más hábil que ella a la hora de hacer conjeturas.
Decidió que hablaría con él esa noche.
Torogene y ella alzaron la vista cuando
oyeron los pasos de los guardias de día de Guyuk. Torogene se puso
en pie con un suspiro, mirando a los lejos como si pudiera llevarse
consigo el recuerdo de la ciudad. Mientras los guardias esperaban,
impasibles, Sorhatani y ella se abrazaron. Carros, caballos y
criados aguardaban para llevarla al distante palacio sobre el río
Orkhon. El verano se estaba acabando y Sorhatani no pensaba que a
su amiga le permitieran volver. Guyuk no había sido capaz de
ocultar el placer que le producían aquellas órdenes, por mucho que
las envolviera en bellas palabras y sonoros elogios.
—Te visitaré —le dijo Sorhatani, luchando
por controlar sus emociones. No podía prometerle a Torogene que la
mantendría informada, no con tantos hombres escuchando, dispuestos
a dar parte de cada palabra que intercambiaran. Torogene sonrió,
aunque tenía los ojos brillantes por las lágrimas. Había educado a
su hijo y conseguido que fuera khan, y su recompensa era el exilio,
independientemente de cómo lo llamara Guyuk. Mentiras y alianzas,
eso era lo único que parecía brotar de las áridas piedras de la
ciudad. Sorhatani observó cómo Torogene se alejaba con los
guardias, una figura frágil y encorvada flanqueada por la juventud
y la fuerza de aquellos hombres. Sorhatani se sintió repentinamente
asustada al comprender que, con Torogene, uno de sus propios
protectores había sido eliminado. A pesar de todas sus excursiones
de caza y sus despilfarros, Guyuk se estaba esforzando en
consolidar su poder. Sorhatani era incapaz de sentirse en paz
cuando pensaba en el futuro. Ni siquiera podía regresar a sus
tierras a menos que Guyuk le diera permiso para hacerlo. Era como
si durmiera en la misma habitación que un tigre hambriento, sin
saber nunca cuándo saltaría y la destrozaría con sus garras.
A lo lejos, oyó el estruendo de los cañones
disparando y se sobresaltó levemente. Mongke estaría ahí fuera, en
el campo de tiro, supervisando a sus hombres mientras se
ejercitaban en las habilidades de la guerra. Sorhatani rezó una
silenciosa oración para que sus hijos estuvieran a salvo al mando
de ese nuevo khan.
Guyuk atravesó a grandes zancadas los
pasillos vacíos. Sabía que había aterrorizado a los sirvientes del
palacio al dar la orden de que se mantuvieran fuera de su vista.
Días antes, se había tropezado con una joven que había sido
demasiado lenta para retirarse de su paso y había gritado la orden
sin reflexionar. Estaban demasiado acostumbrados al avance
majestuoso: al paso de hombres ancianos y, en especial, al de su
padre. Su intención había sido que la nueva orden estuviera en
vigor solo unos cuantos días, hasta que los criados hubieran
aprendido a saltar al verle aparecer. Sin embargo, había
descubierto que le divertía ver a hombres y mujeres salir
disparados en cada esquina del palacio, convencidos de que sus
vidas estaban en juego si él llegaba a vislumbrarlos
siquiera.
Aceleró el paso sonriendo mientras, muchos
metros delante de él, algunos criados se metían como una flecha en
habitaciones situadas a un lado del pasillo y hacían correr la voz
de que el khan estaba de ronda. Sin detenerse, abrió de un empujón
las puertas de cobre y entró en la sala de audiencias.
Sorhatani estaba allí, así como Yao Shu, el
antiguo canciller de su padre. Otras diez o doce personas estaban
esperando su turno y tratando de disimular que habían permanecido
en esa habitación más de medio día antes de que el khan se dignara
hacer acto de presencia. Guyuk hizo caso omiso de todos ellos y
atravesó el suelo de piedra hasta una silla dorada, adornada con
gemas de lapislázuli, que brillaba bajo la luz que entraba por las
ventanas. Al menos la brisa que llegaba desde el exterior
refrescaba el aire. Guyuk se había acostumbrado al hábito Chin de
bañarse y el hedor de la carne sin lavar que se acumulaba en las
habitaciones cerradas podía provocarle arcadas.
Sorhatani estudió todos los detalles de la
calculada entrada de Guyuk, controlando cuidadosamente su propia
expresión. Podría haber sido la primera en hablar, pero Yao Shu y
ella habían acordado un orden de participación durante las horas de
espera. Una vez más, volvió a sentir la irritación de la ofensa,
como si no tuviera otra ocupación que esperar a Guyuk mientras
jugaba al escondite con sus criados. No podía dejar que nada de eso
se le notara. Tenía que esforzarse en recordar que la palabra de
Guyuk era ley, que podía quitarle las tierras o la vida al primer
signo de ira en su rostro. Tal vez fuera mejor que Yao Shu abriera
la sesión. El anciano había perfeccionado sus maneras de cortesano
de tal manera que solo en raras ocasiones era capaz de percibir sus
auténticas emociones.
—Mi señor khan —comenzó a decir Yao Shu,
acercándose a Guyuk y haciendo una profunda reverencia. Tenía en la
mano un fajo de pergaminos y Guyuk le miró con desagrado—. Se ha
acumulado un gran número de asuntos sobre los que solo un khan
puede decidir. —Por un momento dio la sensación de que Guyuk iba a
responder, pero Yao Shu continuó antes de que pudiera hablar—. El
gobernador de Koryo oriental solicita que se le envíe un tumán para
repeler a los piratas que están asaltando sus costas. Esta es la
tercera vez que ha enviado a unos emisarios a Karakorum —Yao Shu
hizo una pausa para respirar, pero todo cuanto Guyuk hizo fue
acomodarse mejor en su asiento.
—Vamos, Yao Shu, ¿qué más? —preguntó Guyuk
en tono agradable.
—Tenemos tumanes en los territorios Chin, mi
señor. ¿Debo dar orden a través del yan de que pueden ir en su
ayuda?
—Muy bien, mándale dos. ¿Qué más? —dijo
Guyuk agitando la mano.
Yao Shu parpadeó al ver a Guyuk en ese humor
tan extraño. Continuó apresuradamente, determinado a sacar provecho
de ello mientras pudiera.
—El mmm... El gobernador de Xi Xia afirma
que los impuestos de su región son demasiado altos. Han sufrido el
azote de la peste en los campos y puede que haya perdido a la mitad
de los trabajadores de los cultivos. Ha pedido un año sin impuestos
para poder recuperarse.
—No, es mi vasallo.
—Mi señor, si pudiéramos tener un gesto con
él, sería un aliado más fuerte en el futuro.
—Y, como resultado, me encontraría con todos
los hombrecillos del mundo llorando ante mi puerta. He dicho que
no, canciller. Pasa al siguiente tema.
Yao Shu asintió y se puso a revolver sus
papeles a toda prisa.
—Aquí tengo más de ochenta peticiones de
matrimonio, mi señor.
—Ponlas a un lado. Las leeré en mis
aposentos. ¿Hay alguna que destaque especialmente?
—No, mi señor —contestó Yao Shu.
—Entonces prosigue.
Sorhatani se dio cuenta de que Yao Shu
estaba empezando a acalorarse. Hasta ese momento, Guyuk se había
mostrado perezoso, apenas capaz de ocultar su impaciencia mientras
sus consejeros hablaban. Tomar decisiones a tanta velocidad era tan
extraño en él que Sorhatani no podía por menos que preguntarse que
estaba intentando demostrar ante ellos. La aversión que le producía
Guyuk le revolvió el estómago. Su padre no habría hecho caso omiso
de las noticias sobre una peste en sus tierras con tanta facilidad,
como si los miles de muertos no importaran en absoluto, como si no
pudiera propagarse. Escuchó cómo Yao Shu le explicaba la necesidad
de construir barcos y notó el tono burlón de Guyuk cuando se negó a
gastar los fondos requeridos para ello. Sin embargo, poseían una
costa en las tierras Chin, y había naciones que navegaban esas
aguas con habilidades que los mongoles no podían ni imaginar.
Yao Shu cubrió decenas de temas y, en cada
caso, recibió respuestas rápidas. Sorhatani gruñó para sí ante
varias de ellas, pero, al menos, aquello era mejor que el
estancamiento de días anteriores. El mundo no se detendría porque
Guyuk estuviera de caza con sus preciosas aves. En el exterior, la
luz cambió y Guyuk ordenó que le trajeran comida y bebida, pasando
totalmente por alto las necesidades de los demás presentes. Por
fin, horas después, Yao Shu retrocedió y Sorhatani pudo hablar por
fin.
Cuando se adelantó, vio que Guyuk reprimía
un bostezo.
—Creo que es suficiente por hoy —dijo—.
Serás la primera de mañana, Sorhatani.
—¡Mi señor! —exclamó, horrorizada mientras
una oleada de descontento se difundía por la abarrotada habitación.
Había otros allí a quienes Guyuk no podía permitirse ignorar,
hombres importantes que habían viajado muchos kilómetros para
verle. Se armó de valor para continuar—. Mi señor, el día todavía
es joven. ¿Puedes al menos decirme si Batu ha respondido a tu
llamado? ¿Va a venir a Karakorum, señor, a jurarte lealtad como
khan?
Guyuk se detuvo en el acto de marcharse y se
volvió hacia ella.
—Eso no es asunto de mis consejeros,
Sorhatani —dijo con tono reprobador—. Lo tengo todo bajo control.
—Su sonrisa era desagradable y Sorhatani se preguntó por primera
vez si habría llegado siquiera a transmitirle sus órdenes a
Batu.
—Seguid trabajando —ordenó Guyuk por encima
del hombro cuando llegó a la puerta—. La nación no duerme
nunca.
Al día siguiente, al rayar el alba,
Sorhatani fue despertada por sus sirvientes. Seguía conservando sus
aposentos en el palacio, los que le habían sido concedidos cuando
ayudó a Torogene durante los años de crisis que siguieron a la
muerte de Ogedai. Guyuk todavía no se había atrevido a quitárselos
todavía, aunque Sorhatani pensaba que lo haría cuando su poder
estuviera consolidado. Se incorporó y se quedó sentada en la cama
mientras su chambelán llamaba a la puerta y aparecía a su lado con
la cabeza gacha para no ver ni un centímetro de su ama. Nadie en la
nación dormía desnudo, pero Sorhatani se había acostumbrado a la
tradición Chin de llevar una túnica finísima en la cama y se habían
producido algunas escenas embarazosas antes de que sus criados
estuvieron al tanto de su rutina.
Supo que algo iba mal en cuanto vio a un
hombre junto a su lecho en vez de a las jóvenes que la ayudaban a
bañarse y vestirse cada mañana.
—¿Qué quieres? —preguntó, adormilada.
—Tu hijo Kublai, ama. Dice que tiene que
hablar contigo. Le he pedido que regrese cuando estés vestida, pero
no quiere marcharse.
Sorhatani reprimió una sonrisa ante la mal
disimulada irritación del sirviente. Kublai podía tener ese efecto
sobre los demás. Solo la presencia de sus guardias personales había
impedido que irrumpiera sin más en su habitación.
Se puso una túnica más gruesa y se la ciñó a
la cintura mientras entraba en una habitación iluminada por el
suave gris del amanecer. Sorhatani se estremeció al ver a Kublai
allí, vestido con un traje de seda azul oscuro. Kublai alzó la
vista cuando entró su madre y, a continuación, miró por la ventana
hacia el sol naciente.
—¡Al fin, madre! —exclamó, y sonrió al verla
despeinada y todavía medio dormida—. El khan se está llevando a los
tumanes de la ciudad.
Con un gesto, señaló hacia la ventana y
Sorhatani le siguió, dirigiendo la vista a las llanuras. Sus
habitaciones eran muy altas y la vista le alcanzaba muy lejos:
distinguió las oscuras masas de jinetes cabalgando en formación.
Pensó en la manera en que las sombras de las nubes se deslizaban
sobre la tierra en verano, pero tensó la boca y sus pensamientos se
agudizaron de repente.
—¿Te había dicho Guyuk que planeaba salir
con ellos? —le preguntó Kublai.
Su madre negó con la cabeza, a pesar de que
le dolía admitir que no había confiado en ella.
—Eso es... extraño —dijo Kublai, con voz
suave.
Sorhatani le miró a los ojos y, con un
ademán, mandó a sus sirvientes a preparar un té fresco. Juntos,
observaron cómo se marchaban y, cuando estuvieron solos, Kublai se
relajó sutilmente.
—Si está haciendo algún tipo de exhibición
de poder, o incluso simplemente entrenándolos, creo que te lo
debería haber dicho —continuó Kublai—. Sabe que media ciudad estará
saliendo a trompicones de sus cálidos lechos para verlos marchar.
No hay manera de desplazar a los ejércitos en secreto. Guyuk lo
sabe.
—Entonces, dime, ¿qué está haciendo?
—Dicen que se dirigirá al oeste para poner a
prueba a los nuevos hombres y ligarlos a él en las montañas
mediante duras marchas y ejercicios de resistencia. Todos los
comerciantes del mercado han oído el mismo rumor, y eso me resulta
sospechoso. Parece una historia inventada por alguien, una buena
historia, por cierto.
Sorhatani contuvo su impaciencia mientras su
hijo repasaba todas las posibilidades antes de detenerse en una. Le
conocía suficientemente bien como para confiar en su juicio.
—Batu —dijo Kublai por fin—. Tiene que ser
él. Un ataque rápido para eliminar al único hombre que no ha
prestado juramento de lealtad al khan.
Sorhatani cerró los ojos durante un momento.
Seguían estando solos, pero siempre había oídos atentos y se
aproximó a su hijo, bajando la voz hasta que fue solo un
suspiro.
—Podría advertirle —susurró.
Kublai se alejó un poco de ella, buscando su
mirada.
—Pondrías nuestras vidas en peligro
—contestó, apoyando su cabeza en la de ella, como para consolarla.
Ni siquiera un espía escondido podría estar seguro de que
estuvieran hablando mientras murmuraba en su pelo, aspirando su
perfume.
—¿Me dices que no haga nada mientras tu
primo es asesinado? —inquirió ella.
—Si es la voluntad del khan, ¿qué elección
tienes?
—No puedo quedarme parada mirando sin darle
una oportunidad de escapar. Los jinetes del yan pueden adelantar al
ejército.
Kublai meneó la cabeza.
—Eso sería peligroso. Los jinetes
recordarían haber llevado el mensaje. Si Batu logra escapar, Guyuk
seguiría la cadena hasta llegar a ti. No puedo permitir que hagas
eso, madre.
—Puedo hacer que alguno de mis criados lleve
el mensaje a los establos de la ciudad.
—¿En quién confiarías cuando el khan
apareciera lleno de furia, buscando la fuente? Los criados pueden
ser comprados o torturados hasta que hablen. —Se detuvo un momento,
con la mirada perdida en la distancia—. Podría hacerse, un jinete
dispuesto a utilizar los caballos del yan pero que no sea uno de
ellos. No habría otro modo de ir lo suficientemente deprisa para
alertar a Batu a tiempo. Si estás segura de que eso es lo que
quieres hacer.
—Deberías haber sido khan, Kublai —dijo
Sorhatani.
Él le aferró los brazos con fuerza, casi
haciéndole daño.
—Madre, no deberías decir eso, ni siquiera a
mí. El palacio ya no es un lugar seguro.
—Exacto, Kublai. Ahora hay espías en todas
partes. Hace solo un año, no tenía que medir mis palabras por si
acaso algún perfumado cortesano sale corriendo a susurrar en el
oído de su amo. El khan ha echado a Torogene. Yo no duraré mucho,
ahora que ha puesto sus ojos en mí. Déjame que frustre sus
intenciones en este caso, hijo mío. Consigue que sea así.
—Yo llevaré el mensaje —dijo Kublai—. Así no
habrá papeles, ni registros.
Kublai esperaba que su madre se negara, pero
Sorhatani comprendió que no había nadie más y asintió, alejándose
un poco de él. Elevó la voz al volumen normal, con la mirada llena
de orgullo.
—Muy bien, Kublai. Sal a las llanuras y
observa la marcha de los tumanes. Cuéntamelo todo cuando regreses
esta noche. Quiero conocer hasta el último detalle. —Un espía no
habría oído nada alarmante en su conversación, aunque ambos sabían
que Kublai no volvería esa noche.
—Mongke estará con el khan —dijo—. Cuánto le
envidio.
—Es el orlok del khan, su más leal seguidor
—contestó ella.
No hacía falta pronunciar la advertencia en
voz alta. Mongke nunca debía saber que habían decidido actuar para
salvar a Batu. Era un secreto que de ningún modo no podían
confiarle.