IV

 

LA luna había salido y, en la noche sin nubes, su resplandor iluminaba el vasto ejército que se extendía frente a Karakorum. Murmullos de interés recorrían ya las gers: voces y susurros viajaban como hojas en la brisa. Las puertas de la ciudad se abrieron en la oscuridad y una tropa de jinetes salió rápidamente, descendiendo por el camino del oeste. Llevaban antorchas en la mano y avanzaban como una burbuja de luz a través del parpadeante paisaje, convocando a su paso miles de fugaces visiones de rostros atentos y gers mugrientas. Guyuk cabalgaba en el centro y, ataviado con una recargada armadura, era una figura reluciente contra cuya cadera golpeaba una espada con cabeza de lobo. Más asombrosa para aquellos que los observaban era la imagen de Torogene cabalgando a su lado. Montaba como un hombre, con la espalda erguida y su larga melena recogida en una gruesa coleta. Cuando el óvalo de oro creado por las antorchas había recorrido algo menos de dos kilómetros al trote, Torogene hizo una señal a los guardias y estos se desviaron del camino principal, adentrándose en la llanura de hierba que se extendía entre las gers. Cabalgar de noche siempre entrañaba peligros; asustados, los rebaños se dispersaron entre balidos cuando los jinetes los atravesaron al trote. Muchos animales fueron derribados o aplastados bajo los cascos de los caballos. De las tiendas brotaron voces de alarma y a su alrededor se fueron encendiendo más y más antorchas por las colinas, a medida que los miembros de la nación iba saliendo de sus lechos con las espadas en ristre.
Guyuk emitió un potente silbido y señaló hacia una zona en sombra marcada con los estandartes de Sorhatani y sus hijos. Tres de sus guardias de noche tiraron de las riendas y obligaron a sus monturas a girar, emprendiendo el trote en una nueva dirección. El resto continuó, siguiendo los senderos que se abrían entre las gers de la nación, que serpenteaban y zigzagueaban precisamente para evitar el tipo de maniobra que estaban realizando. No había caminos rectos en la llanura de las gers. Guyuk entornó los ojos tratando de localizar los estandartes que buscaba. Conocía la disposición de las distintas tribus de la asamblea, pero en la oscuridad era difícil tomar el rumbo correcto.
Al llegar a una zona abierta que ninguno reconocía, los jinetes soltaron una maldición, pero, en ese mismo momento, uno de los guardias gritó, señalando algo. El grupo giró y frenó en seco ante el campamento de tiendas de Baidar. Sus banderas se agitaban en la brisa nocturna por encima de sus cabezas, iluminadas por antorchas. Mientras Guyuk ayudaba a su madre a desmontar, vio cuántos hombres se habían reunido para averiguar qué estaba sucediendo. Fila tras fila, todos aguardaban con las armas desenfundadas. Guyuk se acordó de que el padre de Baidar, Chagatai, había intentado dar un golpe de estado en Karakorum años atrás, también en la noche del juramento. Entre todos los hombres, Baidar sería el que primero en sospechar una traición.
Guyuk vio al hombre que una vez había llamado su amigo, de quien los acontecimientos vividos por la nación y el asesinato de su padre le habían distanciado. Baidar estaba de pie, como si esperara ser atacado, con la espada en ristre y levantada hasta la altura del hombro. Sus ojos amarillos brillaban fríos bajo la luz de la antorcha y Guyuk le mostró las palmas de las manos vacías, aunque se juró a sí mismo que no se desabrocharía la espada con cabeza de lobo por nadie. Baidar era el khan de una vasta región situada al oeste y Guyuk tragó saliva contrariado cuando se dio cuenta de que tendría que hablar antes, como si fuera a pedirle algo. No importaba que fuera el hombre que había sido marcado como gur-khan, por encima de los khanatos menores. Esa noche, no era más que un heredero.
—Me presento ante ti con las manos vacías, Baidar. Todavía recuerdo nuestra amistad, cuando éramos poco más que muchachos con espadas.
—Pensé que habían concluido las negociaciones —contestó Baidar, con voz áspera—. ¿Por qué has venido a perturbar mi sueño y sembrar la confusión entre mi gente?
Guyuk parpadeó, revisando su opinión sobre el hombre que tenía delante. Estuvo a punto de volverse hacia su madre buscando su consejo, pero sabía que eso le haría parecer débil. La última vez que había visto a Baidar estaba cabalgando hacia casa con su tumán, con el cuerpo rígido tras saber que su padre era considerado un traidor. Había habido un momento en que Baidar podría haber sido el khan de Karakorum, si el padre cielo hubiera deseado que cambiara la suerte de su familia. Por el contrario, había heredado y había vivido tranquilamente en el khanato occidental. Guyuk apenas le consideraba una amenaza, pero la autoridad había cambiado a Baidar. Hablaba como un hombre habituado a ver a otros saltar para obedecer al instante sus órdenes, como si no hubiera alternativa posible. Guyuk se preguntó si él también desprendía ese aire. En la penumbra, su rostro se retorció en una mueca al sentir cómo la duda brotaba en su interior.
—Le he pedido a Mongke que se reúna con nosotros... mi señor —Guyuk se mordió el labio. Vio que Baidar había notado su vacilación, ¡pero estaban frente a Karakorum! Para Guyuk, que no tenía ningún título, era casi doloroso reconocer los de Baidar. Notó que su madre se removía sobre el caballo y recordó sus palabras. Todavía no era khan. Hasta entonces, se mostraría humilde.
En vez de responder, Baidar reaccionó también ante el movimiento de Torogene haciendo una profunda reverencia ante ella.
—Mis disculpas, mi señora. No esperaba que fueras parte de un grupo de jinetes que avanza en la oscuridad. Te doy la bienvenida a mi hogar. El té está frío, pero haré que hiervan hojas nuevas.
Guyuk notó cómo le hervía la sangre: el saludo a su madre solo servía para recalcar su propia falta de estatus. Se preguntó si Baidar le había ignorado deliberadamente o si se trataba de un respeto genuino por la mujer de más poder de la nación. Siguió a su madre hasta la ger de Baidar y observó con impaciencia lo que le rodeaba mientras Torogene agachaba la cabeza para entrar. Los soldados de Baidar le miraban fijamente. No, no le miraban a él, miraban la espada de su cadera. Guyuk se irritó ante su tentativa de intimidación. Como si fuera tan necio como para sacar una espada con su propia madre en la ger.
Para su estupefacción, uno de los guardias de Baidar se acercó a él e hizo una honda reverencia. Los hombres de Guyuk le rodearon al instante ante la potencial amenaza, pero su señor les indicó con un gesto que se alejaran.
—¿Qué quieres? —preguntó, con un deje de irritación en la voz.
—Mi señor, me preguntaba si me permitirías tocar la espada que llevas, la empuñadura nada más. Sería algo que podría contarles a mis hijos un día.
De repente, Guyuk comprendió la mirada fija de los guerreros de Baidar y esbozó una sonrisa de condescendencia. La espada con la cabeza de lobo había sido llevada por su padre Ogedai y también por Gengis. Había visto a otros hombres contemplarla antes con una especie de temor reverencial. Sin embargo, no quería que unos vulgares guerreros pusieran sus manazas sobre ella. La sola idea le hizo estremecer.
—Tengo muchas cosas que debatir con tu amo... —empezó a decir.
Furioso, vio que el guerrero alargaba la mano, como en trance, clavando la mirada en la empuñadura como si estuviera ante una de esas reliquias cristianas. Guyuk retrocedió un paso y se imaginó cortándole la mano para hacerle notar su impertinencia, pero era muy consciente de las atentas caras que le rodeaban, la mayoría hombres leales a Baidar antes que a él.
—En otra ocasión —espetó y, agachándose, penetró en la tienda de Baidar antes de que el guerrero pudiera presionarle más.
En la ger, Baidar y Torogene se habían sentado muy cerca el uno del otro. Había pasado bastante tiempo desde que Guyuk viera el interior de una de aquellas viviendas de fieltro y mimbre. Se sintió agobiado y vio con nuevos ojos lo pequeña que era y notó el olor que desprendían las mantas de lana húmeda y la grasa de cordero. Una vieja tetera silbaba en medio de la tienda, atendida por una criada que preparaba los cuencos y, en su nerviosismo, los hacía chocar entre sí. Había poco lugar para los símbolos de riqueza y poder en una ger. Allí era más fácil vivir sencillamente en vez de estar tropezando a cada paso con algún caro cacharro Chin. Guyuk luchó consigo mismo durante unos instantes. Le daba la sensación que sentarse junto a Baidar era una intrusión, pero si se sentaba junto a su madre, estaría definitivamente subordinado en la conversación. Lleno de resentimiento, se sentó en la cama junto a ella.
—Eso no cambia nada —estaba diciendo Torogene en voz baja—. Toda la nación ha venido hasta Karakorum: todos los hombres y mujeres de poder, excepto uno. Somos suficientes para celebrar la ceremonia de juramento.
—Si sigues adelante, será un riesgo —contestó Baidar—. Conozco bien a Batu, Torogene. Es peligroso dejarle fuera de la nación.
Su semblante tenía una expresión pensativa, preocupada. Guyuk le observó con atención, pero no descubrió ningún signo de alegría o de traición.
Todos oyeron el sonido de unos caballos que se aproximaban y Baidar se puso en pie. Echó una ojeada a la tetera que iba a empezar a hervir.
—Quedaos aquí. Sírveles té salado, Erden.
Baidar les dejó solos, aunque Guyuk no era tan ingenuo como para creer que nadie les oiría si hablaban. Se mantuvo en silencio y aceptó un tazón de té de manos de la chica. Se lo presentó a la manera de los esclavos, hundiendo la cabeza entre sus brazos extendidos. Guyuk estaba a punto de cogerlo cuando se dio cuenta de que se lo estaba entregando a su madre. Apretó la mandíbula mientras aguardaba su té. El estatus, una vez más. Bueno, todo eso estaba a punto de cambiar. No dejaría que Batu arruinara su oportunidad de convertirse en khan, independientemente de lo que planearan los demás.
Baidar entró con Mongke y Guyuk se puso de pie para saludarlos. Torogene permaneció donde estaba, bebiendo su té a pequeños sorbos. La ger ya estaba abarrotada, pero la presencia de Mongke la hizo asfixiante. Sus hombros eran de una enorme anchura y de algún modo había hallado el momento para ponerse la armadura. Guyuk se preguntó si dormiría con ella. Nada le sorprendería en una noche como aquella.
Mongke saludó primero a Torogene y a continuación a Guyuk, inclinándose profundamente como era debido en un hombre que había jurado lealtad ante su amo. El gesto no le habría pasado desapercibido a Baidar y Guyuk sintió que su ánimo mejoraba. Abrió la boca para decir algo pero, para su irritación, su madre empezó a hablar cuando él todavía estaba tomando aire.
—Batu no va a venir a la reunión, Mongke —dijo—. Me ha mandado un mensaje diciéndomelo.
—¿Y qué razón da? —preguntó Baidar sobre el estupefacto silencio de Mongke.
—¿Eso importa? Alega que ha sufrido una herida de caza que le impide viajar. Pero eso no cambia nada.
—Eso lo cambia todo —señaló Mongke. Su voz era lenta y deliberada. Guyuk se encontró a sí mismo inclinándose hacia delante para no perderse ni una sola palabra—. Significa que la asamblea ha terminado. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? Batu no es un jefe de familia menor. Es una voz poderosa en la nación, aunque no utilice su influencia. Si Guyuk es nombrado khan sin él, en el futuro podría desencadenarse una guerra civil. Ninguno de nosotros quiere algo así. Regresaré junto a mis tumanes, mis familias. Les contaré que el juramento no tendrá lugar este año —Mongke se volvió hacia Guyuk—. Mi lealtad está contigo, mi señor, no lo he olvidado. Pero necesitarás más tiempo para lograr que Batu vuelva al redil antes de que podamos continuar.
—¡No necesito más tiempo! —exclamó Guyuk—. Todos vosotros me habéis prestado juramento de lealtad. Bien, recurro a él ahora. Haced honor a vuestra palabra y ya me ocuparé de Batu más tarde. No podemos permitir que un solo hombre provoque el caos en la nación, sea cual sea su linaje o su nombre.
Viendo que estaba a punto de ordenarles que le obedecieran, Torogene se precipitó a intervenir antes de que pudiera ofender a alguno de los poderosos hombres de la ger.
—Todos nos hemos esforzado para que los juramentos no fueron cuestionados, para que no hubiera disensión respecto al hombre elegido como khan. Eso ya no es posible, pero tengo que darle la razón a Guyuk. La nación está lista para tener un nuevo khan. Han pasado casi cinco años desde que mi esposo murió. ¿Cuántas nuevas tierras han sido conquistadas en esos años? Ninguna. La nación está esperando y, entretanto, nuestros enemigos se están volviendo a fortalecer. Sigamos adelante con la ceremonia de juramento, en la que solo faltará un nombre. Una vez tengamos un khan, Batu puede ser convocado para prestar juramento él solo, obedeciendo las órdenes de la única autoridad auténtica de la nación.
Mongke asintió lentamente, pero Baidar retiró la vista y se rascó una oscura mancha de sudor de la axila. Ningún otro en la ger sabía que había recibido un mensaje privado a través de los yans. Revelar que Batu le había prometido respaldarle si presentaba su candidatura al gran khanato significaría la condena a muerte para su viejo amigo, estaba casi seguro. A menos que Baidar se lanzara a la lucha. Esa noche y solo esa noche, Guyuk, Torogene y Mongke estaban a su merced, rodeados por sus guerreros. Podría hacerse con el poder, tal y como, evidentemente, Batu esperaba que hiciera.
Baidar apretó los puños durante un instante y, después, dejó caer ambas manos. Su padre Chagatai no habría vacilado, se dijo. La sangre de Gengis corría por las venas de todos, pero Baidar había visto demasiadas veces el dolor y la destrucción que causaba la ambición sin escrúpulos. Por fin, meneó la cabeza: había tomado una decisión.
—Muy bien. Convoca el juramento para la nueva luna, dentro de cuatro días. La nación debe tener un khan y voy a hacer honor a mis promesas.
La tensión en la abarrotada tienda era casi dolorosa cuando Guyuk se volvió hacia Mongke. El corpulento hombre asintió, moviendo la cabeza arriba y abajo.
Guyuk no pudo evitar sonreír, aliviado. Aparte de aquellos que se encontraban en la ger y el propio Batu, no había ningún otro que pudiera suponer un desafío para su pretensión al khanato. Después de tantos años de espera, por fin los títulos de su padre estaban a su alcance. Apenas registró la voz de su madre, que estaba prometiendo algo como que Batu podía ser convocado a la ciudad cuando la nación hubiera hablado. Se preguntó si creían realmente que iba a darle la bienvenida a Batu como a un amigo después de todo aquello. Tal vez su madre esperaba que actuara como un gran señor, que mostrara piedad ante aquellos que habían intentado, sin éxito, provocar su ruina.
La tensión se evaporó, transformándose en risa. Baidar trajo un odre de airag y unas copas. Mongke le dio unas palmadas en la espalda para felicitarle y Guyuk se rio entre dientes, sintiendo un agradable vértigo ante su cambio de suerte. Batu había estado a punto de destruir años de trabajo, pero fueran cuales fueran sus intenciones, había fracasado. Guyuk levantó una copa para brindar con los otros y disfrutó del mordisco del frío licor en su garganta. Ajustaría las cuentas con Batu. Ese era un juramento que podía prestar con total certeza en el silencio de sus pensamientos.

 

Con la primera luz del alba, la nación estaba lista. Habían pasado muchas semanas preparándose para la ceremonia del juramento, reuniendo vastas cantidades de comida y bebida y también arreglando, zurciendo y puliendo cada pieza de ropa y de armadura que poseían. Los guerreros, dispuestos en cuadrados perfectos, guardaron un silencio total mientras se abrían las puertas de Karakorum. Toda la precipitación y el pánico de los cuatro días anteriores se había desvanecido. Guyuk cabalgaba a la cabeza de una columna, sentado con dignidad sobre su montura. Llevaba un deel de color gris y azul oscuro; había elegido deliberadamente la simplicidad en vez de unas ropas ostentosas o extranjeras.
Se habían celebrado tan pocas asambleas desde la primera convocada por Gengis que apenas contaban con tradiciones que seguir. Se había erigido un enorme pabellón delante de la ciudad y, junto a las colinas orientales iluminadas por el sol, Guyuk desmontó y le entregó las riendas a un criado. Caminó hasta su puesto y se situó frente a la tienda de seda mientras el primer grupo se aproximaba a él. A menos que su vejiga estuviera a punto de estallar, no entraría en el pabellón en todo el día, ni se sentaría, por muy fuerte que brillara el sol. La nación tenía que ver cómo se convertía en khan.
En ese primer grupo destacaban las figuras de Baidar y Mongke, así como Sorhatani, Kublai y sus demás hijos. Entre los primeros cuatrocientos, se encontraban los jefes de las principales familias, por una vez despojados de su séquito, criados y esclavos. La mayoría de ellos vestían sedas de colores, o la armadura más sencilla, dependiendo de su respectiva percepción de la ocasión. Se les negaba incluso el derecho a llevar los estandartes de su rango. Se acercarían a Guyuk con sencilla humildad, doblarían ante él la rodilla y prestarían sus juramentos.
Incluso dentro de ese grupo había una jerarquía. Torogene iba la primera, seguida por Sorhatani. Las dos mujeres habían gobernado la nación solas, manteniéndola intacta tras la muerte de Ogedai Khan. Guyuk percibió únicamente satisfacción en la cara de su madre cuando esta se arrodilló ante él. Casi no la dejó tocar el suelo antes de ayudarla a alzarse y abrazarla.
No se dio tanta prisa con Sorhatani. Aunque su juramento suponía la confirmación de su lealtad, nunca se había sentido cómodo ante la mujer que controlaba las tierras originarias de la nación. Pensó que, con el tiempo, le concedería sus títulos a Mongke, tal y como su padre debería haber hecho. Sorhatani había sobrevivido, era una persona con suerte, pero las mujeres eran demasiado caprichosas, había demasiadas posibilidades de que cometieran algún terrible error. Mongke nunca actuaría sin pensar, por un impulso, Guyuk estaba seguro de eso. Observó con placer cómo Mongke se le acercaba y repetía el juramento que había prestado en aquellas tierras lejanas: la primera piedra de la avalancha que les había llevado a todos a aquel lugar.
Kublai fue el siguiente y, cuando se arrodilló ante él y repitió las rituales palabras sobre las gers, los caballos, la sal y la sangre, Guyuk se quedó impresionado ante la aguda inteligencia que transmitían los ojos del joven. También él necesitaría ocupar una posición de autoridad dentro de un tiempo. Guyuk empezó a regodearse ante tales decisiones, por fin libre para pensar como un khan, en vez de simplemente soñar con serlo.
El día fue avanzando poco a poco: un desfile de rostros tan largo que al final casi no conseguía distinguir uno de otro. Millares de personas fueron pasando por el pabellón: cabezas de familia, gobernantes de tierras situadas a miles de kilómetros de distancia. En algunos de ellos se hacían ya evidentes los matrimonios interraciales y los hijos mayores de Chulgetei tenían rasgos propios de los habitantes de Koryo. A Guyuk se le ocurrió que podía ordenarles que procrearan solo con miembros de la nación, para mantener pura la cepa mongola antes de que fuera devorada por la masa de razas súbditas. La mera idea de ejercer un poder así fue como un río de airag en su sangre que hizo que su corazón latiera con fuerza. Después de ese día, su palabra sería ley para un millón de personas... y para millones más bajo su mando. La nación había crecido hasta hacerse más grande de lo que Gengis hubiera imaginado jamás.
Cuando cayó la noche, Guyuk recorrió todos los campamentos principales. No hubo un único momento en el que se produjera su nombramiento como khan ante la aclamación universal. En vez de eso, cabalgó de un lugar a otro, permitiendo que miles de miembros de su pueblo se arrodillaran ante él y entonaran sus juramentos. Había ordenado a sus guerreros que se mantuvieran alerta para abalanzarse sobre cualquiera que se negara a obedecer, pero cuando la luz empezó a debilitarse y se encendieron las antorchas, quedó claro que su preocupación estaba injustificada. Guyuk comió un poco y regresó al palacio para cambiarse de ropa y vaciar sus tripas y su dolorida vejiga. Antes del amanecer, salió de nuevo y se dirigió a visitar a los menos importantes entre aquellos sobre los que mandaría: las familias de curtidores y una hueste de trabajadores de numerosas naciones distintas. Ante su única oportunidad de ver al khan, todos ellos lanzaban exclamaciones de admiración mezclada con temor, esforzándose en la débil luz del alba por obtener una fugaz visión de su rostro que recordarían eternamente.
Cuando el sol salió al día siguiente, Guyuk sintió que su luz le inundaba, le elevaba y dulcificaba su ánimo. Era khan y la nación ya se estaba preparando para los días de banquetes que les aguardaban. Incluso la idea de Batu en su feudo ruso había pasado a ser solo una distante irritación. Aquel era el día de Guyuk. La nación era suya por fin. Pensó en las celebraciones de los próximos días, sintiéndose cada vez más animado. El palacio sería el centro de los festejos: una nueva generación de jóvenes, altos y apuestos, alejando de un soplido las cenizas del pasado.