XXXIII

 

UNA lluvia torrencial caía sobre el tejado de la casa que Kublai había tomado prestada. Su propietario aguardaba en los campos, junto a su familia, y una multitud de aldeanos. Kublai había pasado a su lado al entrar al trote en el pueblo: todos ellos parecían unos cachorrillos medio ahogados. Al menos conservarían la vida. Solo necesitaba esa aldea de madera durante un día.
Una enorme hoguera crepitaba en la chimenea y Kublai se situó junto a ella, dejando que el calor le secara la ropa. El vapor iba brotando de él en pequeños jirones. A intervalos, se ponía a andar arriba y abajo por delante del fuego, gesticulando mientras hablaba sobre el futuro.
—¿Cómo podría detenerme ahora? —preguntó, impaciente.
Su esposa Chabi se estiró sobre un antiguo sofá, muy remendado, al que se notaba que le habían cambiado el relleno varias veces. El bebé dormía en sus brazos, pero seguía revolviéndose y parecía que podía despertarse en cualquier momento. Chabi miró con cansancio a su marido, fijándose en cómo los años pasados en las tierras Song le habían desgastado hasta dejarlo casi en los huesos. En aquel momento, ni él mismo hubiera reconocido al joven erudito que había sido en el pasado. El cambio iba más allá de la apariencia física, aunque había desarrollado sus músculos y tendones y sus movimientos habían ganado en gracia y ligereza. El auténtico cambio se debía a las batallas que había ganado, además de a las tácticas que había empleado para obtener la victoria. Chabi le amaba desesperadamente, pero también le tenía miedo. Fuera cual fuera su intención en su momento, Mongke había endurecido a su esposo, le había cambiado. Aunque el antiguo khan estaba muerto, Chabi aún podía odiarle por eso, al menos. No podía recordar cuándo había sido la última vez que Kublai había abierto un libro. Su colección estaba amontonada en carros cubiertos con lino engrasado: era demasiado valiosa para abandonarla, pero una verdosa capa de moho había empezado a aparecer en los libros debido a las lluvias primaverales.
—¿Duerme? —preguntó Kublai, con la voz todavía áspera por la ira.
—Por fin, sí, pero te estoy escuchando. Has dicho que habías tomado una decisión. ¿Por qué sigues dándole vueltas?
—¡Porque estoy tan cerca, Chabi! Podría llegar a Hangzhou, ¿entiendes? ¡Todo lo que he hecho en los últimos cinco años me ha traído hasta este punto y ahora mi maldito hermano se declara khan! ¿Se supone que tengo que abandonar todo lo que he conseguido y marcharme a casa, arrastrándome sobre el estómago como un perro? ¿Cómo podría marcharme ahora?
—¿Y cómo podrías no marcharte? Por favor, baja la voz o empezará de nuevo a llorar —contestó Chabi. Estaba agotada por la falta de sueño y los pezones le dolían de darle de mamar a la niña, pero no podía dejar que Kublai entrara en pánico o bebiera hasta caer inconsciente.
—Cuando llamaron a Tsubodai para que volviera a casa desde el oeste, ya nunca regresó —dijo Kublai, empezando de nuevo a caminar arriba y abajo—. ¿Lo entiendes? Esta es mi oportunidad, mi momento. Si desaparezco, los Song no volverán a caer con tanta facilidad nunca más, aunque consiguiera volver. Aprenderían de esto y tendríamos que luchar con denuedo a cada paso que diéramos. Si es que vuelvo alguna vez. ¡Si es que no me matan en algún lejano campo de batalla luchando contra mi propio hermano! ¿Cómo ha podido hacerme esto, Chabi? Ese inútil, arrogante...
—No digas palabrotas delante de la niña —le advirtió Chabi. Kublai la miró frunciendo el ceño.
—Pero si no puede entender nada, mujer.
—Ni mujer ni nada, marido. Querías que te escuchara y te estoy escuchando, pero me habías dicho que habías tomado la decisión de volver a casa. ¿Por qué nos hemos parado en este frío lugar? ¿Por qué nada está resuelto aún?
—¡Porque la cuestión no es sencilla! —soltó Kublai. Su esposa empezó a levantarse— ¿Dónde vas?
—A la cama.
En aquel momento, el estado de ánimo de Kublai cambió y se acercó a ella, arrodillándose junto al sofá.
—Lo siento. Es que no creí que tuviera que vigilar mis espaldas para protegerme de mi propio hermano. No de él. Pensé que Arik-Boke siempre me apoyaría.
Chabi pasó su mano por la mandíbula de su esposo, acariciándole con afecto.
—¿Sabes cuánto has cambiado desde que te fuiste de Karakorum? Tal vez a él le haya pasado lo mismo. Cinco años es mucho tiempo, Kublai. Probablemente piense que sigues siendo su hermano el estudioso, que ama más los libros y las ideas extrañas que nadie de tu familia. No sabe quién eres ahora. Y tú no sabes quién es él, ya no.
—He recibido una carta suya —dijo Kublai, con voz fatigada. Su esposa se incorporó y le miró fijamente a los ojos.
—Por eso estás tan furioso. ¿Qué te dice?
Kublai suspiró.
—Parte de mí esperaba que se tratara de un error. Arik-Boke se ha declarado khan casi al mismo tiempo que yo. No tenía ni idea de lo que he estado haciendo por aquí. Confiaba en que comprendiera que mi derecho precede al suyo, pero me escribe como si todo cuanto hiciera estuviera ya grabado en piedra —al recordar las palabras de su hermano, escritas por algún lejano escriba, su cólera retornó—. Me ordena que vuelva a casa, Chabi. El tonto de mi hermano pequeño me escribe como si fuera su igual.
—Ya no sois unos niños, Kublai —dijo Chabi con suavidad—. Ahora no importa quién naciera antes. Ha alcanzado la edad adulta y ha sido el khan de la patria, haciéndose cargo de la herencia de tu propia madre, que le entregó Mongke. Está habituado a gobernar una nación. No dudo de que considerara tu reacción, pero tú has acumulado tu experiencia en el campo de batalla, luchando contra tus enemigos.
—Una dura prueba que le haré entender si es que nos enfrentamos en batalla —replicó Kublai, formando un puño con la mano derecha. Respiró hondo, controlando la ira que le embargaba—. No estarás diciendo que tiene razón, ¿verdad? —exigió saber.
Chabi negó con la cabeza.
—Por supuesto que no, marido. Debería haberlo planteado ante los príncipes y los hombres de más rango. Debería haber considerado que tú podrías presentarte como candidato al gran khanato antes de declararse khan. Pero eso ya forma parte del pasado. Ahora tienes que verle como a un hombre, no como al niño que ayudabas a levantarse del suelo cuando se caía o al que le contabas cuentos. Su madre también fue Sorhatani, que prácticamente gobernó la nación durante años. Tuvo también el mismo padre que tú, que dio su vida por un khan. Gengis fue el abuelo de ambos. Si sigues pensando en Arik-Boke como un pelele o un idiota, podría destruirte.
—Le mataré antes —dijo Kublai—. No tenía expectativas de ser khan, Chabi. Mongke tenía una docena de hijos. Si hubiera vivido unos cuantos años más, habría nombrado un heredero y su linaje se habría continuado sin más. Pero murió y ahora no está y en vez de eso... en vez de eso... —No podía expresar la furia que sentía y todo cuanto hizo fue apretar el aire vacío entre sus puños cerrados.
—Tienes que calmarte —dijo Chabi—. Tienes que dejar a un lado la ira y la sensación de haber sido traicionado y pensar como un khan —meneó la cabeza—. Y tienes que tomar una decisión. O bien le tratas como a un enemigo o cedes el khanato y le prestas juramento de lealtad a Arik-Boke. O una cosa o la otra. No tiene sentido que sigas volviéndote loco. En cualquier caso, no puedes quedarte en tierras Song.
En un abrir y cerrar de ojos, la ira de Kublai se disipó y su tenso cuerpo se desinfló frente a Chabi. Se volvió hacia ella, con los hombros caídos.
—Es un desperdicio tan inmenso —dijo con voz suave—. He perdido a hombres buenos. Todos hemos sufrido llevando a cabo las órdenes que Mongke me dio. No sé si confiaba o no en que tendría éxito. Tal vez sea verdad que creía que iba a fracasar y que tendría que venir hasta aquí a rescatarme. Pero aquí estoy, todavía en pie. Podría tomar su capital, Chabi.
—Y perderías el mundo entero si lo haces —murmuró ella, cansada—. Todo esto ya lo has dicho antes. Aunque derrotaras a los Song, aunque te convirtieras en el emperador de estas tierras, tendrías que hacer frente a Arik-Boke. Habrías conquistado un khanato para la nación, pero serías el vasallo de tu hermano. Aun así tendrías que ir a Karakorum y jurarle lealtad. —El bebé empezó a lloriquear y a revolverse, y Chabi suspiró, metiéndole el meñique con cuidado en la boca. Sin despertarse, el bebé lo chupó con avidez.
—No puedo hacer eso —contestó Kublai, clavando la mirada en la lejanía, como si pudiera divisar las tierras de la patria—. Soy khan, Chabi. Tengo el derecho a serlo y no renunciaré a él. ¿En qué estaba pensando cuando se proclamó khan? ¿Has visto lo que me ha hecho? No tiene derecho, Chabi. Ningún derecho en absoluto —sacudió la cabeza, volviéndose hacia la chimenea y mirando con fijeza las llamas—. Cuando era pequeño, solía soñar que seguiría el camino que había trazado Ogedai, pero no era más que una fantasía. Su hijo Guyuk sería el heredero. Lo sabía. Lo entendía. Cuando Guyuk murió, Mongke era la elección evidente. Era mayor que yo, era un hombre respetado. Había cabalgado junto a Tsubodai hacia el oeste... era todo lo que yo no era, Chabi. En aquel momento yo no estaba preparado. Mongke solía burlarse de mí por cómo me vestía y cómo hablaba, por los libros que leía.
—Me acuerdo... —dijo Chabi, con suavidad.
—¡Pero tenía razón, Chabi! Las cosas que he visto... ¡No! Las cosas que he hecho —se estremeció ligeramente mientras los recuerdos pasaban por su mente—. Era un inocente. Creía que entendía el mundo, pero era poco más que un niño.
Kublai cogió un atizador de hierro y empezó a remover con él los troncos encendidos, creando una estela de chispas que salió volando por la habitación. Chabi protegió a la niñita del calor con la mano.
—Pero ya no soy un niño —repuso, y su voz sonó grave y áspera. Dejó el atizador junto a la chimenea y se giró hacia su mujer—. Entonces éramos tan jóvenes... pero, por el padre cielo, ya no soy ese jovencito que nunca había visto los cadáveres hinchados. Soy khan. Está hecho y no lo cambiaría —apretó el puño, comprobando su propia fuerza con placer—. No permitiré que otro ocupe mi lugar.
Ambos volvieron la cabeza al oír a un hombre carraspear al otro lado de la puerta abierta. Uno de los guardias de Kublai había aparecido en el umbral, con su capa aceitada chorreando agua de lluvia y sendos charcos bajo las botas.
—Orlok Uriang-Khadai está aquí para verte, mi señor khan —dijo, e hizo una profunda reverencia.
Nadie se acercaba a Kublai sin haber sido registrado para comprobar que no llevaba armas y pasar antes por, al menos, dos guardias. Incluso los jinetes del yan eran obligados a desnudarse antes de poder volverse a vestir para presentarse ante él. Los que habían llegado hasta él habían sido obligados a permanecer junto a sus tumanes, para que no pudieran comunicar la noticia de su propia proclamación. La lección aprendida con la muerte de Mongke seguía muy presente en toda la nación. Eso explicaba por qué Uriang-Khadai estaba rojo de indignación cuando entró en la casa tras aguardar bajo la lluvia.
—Habías mandado llamar, mi señor khan —dijo el orlok, con una línea delgada y fina por boca. En ese momento vio a Chabi e inclinó la cabeza ante ella, relajándose lo suficiente para sonreír al bebé que tenía en brazos.
—Mi señora, no te había visto. ¿Está bien tu hija?
—Duerme todo el día y me mantiene despierta toda la noche, pero sí, está bien. Es hora de despertarla y darle de comer.
Uriang-Khadai asintió, casi afable. Kublai le observó sorprendido, descubriendo una faceta del hombre que no había visto jamás. Uriang-Khadai no había traído consigo a sus esposas o retoños a la campaña y a Kublai sencillamente no se le había ocurrido que el severo oficial pudiera ser también un padre amante de sus hijos.
Kublai se aclaró la garganta y Uriang-Khadai volvió a inclinar la cabeza ante Chabi antes de acercarse al fuego de la chimenea, donde aguardaba su khan. Kublai le indicó con un gesto que se calentara y el orlok extendió las palmas hacia las llamas, clavando en ellas la mirada.
—Eras el hombre de mi hermano Mongke, Uriang-Khadai. Lo sé y no me preocupa —dijo, lanzando una mirada de soslayo al orlok, pero Uriang-Khadai no dijo nada—. Has demostrado tu lealtad hacia mí luchando contra los Song... Pero eso es pasado. Parece que tendré que llevarme mis tumanes a casa. Si tenemos que entrar en batalla, lucharemos contra tumanes mongoles en su propia tierra. Nos enfrentaremos a nuestro propio pueblo, hombres que quizá conozcas y respetes.
Uriang-Khadai retiró la vista de las llamas, y sus ojos y sus rasgos quedaron en sombra. Asintió brevemente.
—Y deseas saber si puedes confiar en mí, mi señor. Lo comprendo —reflexionó un momento, secándose algunas gotas de lluvia de la cara—. No sé cómo puedo borrar todas tus dudas, señor. Es cierto que tu hermano Mongke me eligió para liderar tus ejércitos, pero he obedecido todas tus órdenes. He sido leal y he prestado el juramento de lealtad junto al resto cuando te proclamaste khan. Si eso no es suficiente, no sé qué más puedo ofrecerte.
—Tu familia está en Karakorum —dijo suavemente Kublai.
Uriang-Khadai asintió, y los músculos de su mandíbula se tensaron.
—Es cierto. Lo mismo le pasa a la mayoría de los hombres, tanto a los nuevos tumanes como a los veteranos. Si tu hermano Arik-Boke utiliza a los miembros de mi familia como rehenes, no hay nada que pueda hacer para salvarlos. Pero esperaré que me des la oportunidad de vengarlos.
Durante un instante, en sus ojos brilló una furia desnuda que desveló a Kublai una verdad que le hizo sentir algo semejante a la culpa. Su familia había manipulado a ese hombre durante años. En un primer momento, Kublai retiró la mirada. Había enviado a las mujeres y a los hijos de sus tumanes a Karakorum y habría dado su mano derecha por deshacer esa inocente decisión. Le daba a Arik-Boke una ficha extra en el juego que le rompería el corazón a aquellos que luchaban junto a Kublai. No sabía todavía si Arik-Boke usaría esa amenaza, pero, como decía Chabi, ya no sabía quién era su hermano.
—Tengo que planificar una campaña contra la patria —dijo Kublai, casi asombrado—. ¿Me ayudarás en esto?
—Por supuesto, mi señor. Eres el khan. Mi lealtad es tuya —Uriang-Khadai pronunció cada una de sus palabras con tan tranquila certidumbre que Kublai notó cómo sus propias dudas se desvanecían.
—¿Cómo la iniciarías? —le preguntó.
Uriang-Khadai sonrió, consciente de que la crisis había pasado.
—Me retiraría de inmediato de las tierras Song, mi señor. Establecería mi base de operaciones en territorio Chin, en torno a Xanadú. Allí hay alimento suficiente para sustentarnos en el campo de batalla. Tu hermano tiene que ir a buscar el grano y la carne al khanato de Chagatai y a las tierras rusas, así que, para empezar, emprendería incursiones para cortar esas líneas de suministro. Las provisiones desempeñarán un papel clave en esta guerra —el orlok empezó a caminar arriba y abajo, imitando inconscientemente los movimientos que hacía Kublai antes de que él entrara—. Tu hermano contará con varios príncipes vasallos, que le habrán jurado lealtad personal. Debes acabar con los más fuertes de ellos enseguida, para enviarle un mensaje al resto. Quítale a tu hermano su poder, su respaldo, y cuando te enfrentes a él en batalla, se desmoronará.
—Has estado pensando sobre ello —dijo Kublai con una sonrisa.
—Desde el mismo momento que recibimos la noticia, mi señor. Debes regresar a casa y, si es necesario, echar abajo Karakorum. Eres el khan. No puedes permitir que otro reclame como suyo ese título.
—¿No te preocupa la idea de luchar contra tu propio pueblo en una guerra? —preguntó Kublai.
Uriang-Khadai se encogió de hombros.
—Hemos estado luchando casi sin parar durante cinco años, mi señor. Los tumanes que posees eran los mejores que Mongke podía haberte entregado, y se han fortalecido todavía mucho más. No lo digo por halagarles. Nadie con quien tu hermano pueda presentarse en el campo de batalla podría derrotarnos. Así que, no, no me preocupa. Si deciden trazar una línea en el suelo, pasaremos por encima de ella y los destrozaremos —Uriang-Khadai hizo una pausa, sospesando sus siguientes palabras—. No sé cuáles son tus intenciones respecto a tu hermano. Deberías saber que si Arik-Boke amenaza a las familias de nuestros tumanes, no podrás salvarle la vida al final. He visto cómo concedías el perdón a ciudades enteras, pero, cuando lo hiciste, tus guerreros perdieron únicamente plata y botín. Si tu hermano tiene sangre en las manos cuando lleguemos hasta él... —Se interrumpió. Kublai hizo una mueca.
—Te entiendo —intervino Kublai. Su subalterno le observaba atentamente—. Si esto comienza, yo le pondré fin. No quiero matarle, orlok, pero, como tú dices, hay algunas cosas que no pasaré por alto.
Uriang-Khadai asintió, satisfecho ante lo que veía en el rostro de Kublai.
—Bien. Es importante comprender lo que estamos arriesgando. Esto no es un juego, ni una disputa familiar que pueda resolverse con una buena discusión y una bebida de alta graduación. Esto implicará derramamiento de sangre, mi señor. Doy por supuesto que no has informado a tu hermano de tus intenciones... He visto que retenías a los jinetes del yan.
Kublai negó con la cabeza.
—Eso nos ayudará, al menos —prosiguió Uriang-Khadai—. Podremos sorprenderle y eso equivale a una docena de tumanes. Sugiero que hagas de Xanadú tu baluarte, mi señor. Se encuentra a una distancia que nos permite atacar a tu hermano y podemos dejar allí al resto de seguidores del campamento. Moviéndonos deprisa, podemos interrumpir sus líneas de suministros y tomar las tierras de los príncipes que le apoyen, sean quienes sean. Necesitamos información sobre esos hombres, pero, con un poco de suerte, la guerra podría haber terminado antes de que tu hermano se dé cuenta de lo que está sucediendo.
Kublai notó cómo le animaba la confianza de su veterano orlok. Pensó una vez más en la carta de Arik-Boke. Su hermano había presumido de los príncipes que le habían prometido lealtad.
—Creo que tengo una lista, orlok. Mi hermano fue tan amable de darme los nombres de sus principales partidarios.
Uriang-Khadai parpadeó y, a continuación, esbozó una lenta sonrisa.
—No había líneas del yan cuando te proclamaste khan, mi señor. Puede que todavía tarde meses en saber lo que has hecho. Podemos adelantarnos a las noticias y ser bienvenidos por los príncipes antes de que sepan nada sobre nuestras intenciones.
Al pensarlo, Kublai apretó los labios. No le gustaba la idea de acercarse a unos hombres que le consideraban un aliado para entonces destruirlos, pero su hermano no le había dejado elección.
—Si tiene que ser así —dijo—. Los dos hijos mayores de Mongke, Asutai y Urung Tash, se declararon a favor de mi hermano. ¿Los conoces?
—No, mi señor. Les habrán concedido tierras a cambio de su respaldo. ¿Quién más?
—El nieto de Chagatai; Alghu; el hijo de Jochi, Batu. Esos son los más poderosos entre sus nuevos aliados.
—Entonces, los derrotaremos a ellos los primeros. No me preocupan los hijos de Mongke, señor. Serán unas piezas menores en el juego y todavía no se han hecho un gran nombre. Batu controlará los suministros de alimento y equipo que lleguen desde el norte. A él es a quien debemos atacar primero y luego a Alghu.
Kublai se quedó pensando unos momentos.
—Batu... me debe mucho. Tal vez podamos conseguir que se una a nuestro bando —Uriang-Khadai le miró inquisitivamente, pero Kublai meneó la cabeza, reacio a hablar sobre ello—. Con todo, eso supondría rodear el territorio de la patria. Miles de kilómetros.
—Tsubodai logró recorrer tres veces esa distancia, mi señor. Envía una pequeña fuerza, dos o tres tumanes, para realizar esa incursión. El general Bayar se pondría a dar saltos de alegría si le ofrecieras la oportunidad de actuar en tu nombre. Nosotros dos asaltaremos el territorio de Chagatai en el oeste.
—Mi hermano Hulegu posee un nuevo khanato en torno a Damasco. Enviaré a alguien allí. Después, a Karakorum —dijo Kublai con suavidad—. Cada uno en una temporada, orlok. No quiero dedicar años a esto. Quiero acabar con ello rápidamente para poder regresar a conquistar a los Song.
—Como desees, mi señor khan —dijo Uriang-Khadai, inclinando la cabeza ante él.

 

Arik-Boke abrió la puerta y se apoyó en el marco mientras contemplaba la sala del palacio. La estancia era muy espaciosa y el menor ruido resonaba en sus paredes, pero la hueste de escribas sentados en sus pupitres permanecía en un silencio casi completo. Solo se oía el arañar de las plumas y el sordo golpear de los tampones entintados. Los escribas trabajaban con la cabeza gacha, copiando y leyendo. De vez en cuando, uno de ellos se levantaba de su asiento con un pergamino en la mano y cruzaba la habitación para, entre susurros, comprobar su calidad con su superior.
Batu observaba la escena desde el umbral. Era mucho mayor que Arik-Boke, aunque también él era nieto de Gengis, descendiente directo de Jochi, el primogénito del gran khan. Su pelo negro estaba entreverado de gris y tenía la cara tan curtida como la de cualquier pastor que pasara sus días bajo el viento y la lluvia. Solo su piel, más pálida, revelaba que sus tierras se encontraban en el norte de Rusia. Enarcó las cejas al ver a los escribas y Arik-Boke soltó una risita entre dientes.
—Querías ver el lugar donde late el pulso del imperio, Batu. Es este. Lo admito, no es lo que imaginaba cuando me hice khan.
—Creo que me volvería loco si tuviera que trabajar en una sala así —respondió Batu con seriedad. Se encogió de hombros—. Pero es necesario. Me imagino que la cantidad de información que pasa a través de Karakorum debe ser inmensa.
—Es el nuevo mundo —contestó Arik-Boke, cerrando la puerta sin ruido tras de sí—. Creo que Gengis no lo habría entendido.
Batu sonrió y su semblante cobró de pronto un aspecto juvenil.
—Lo habría odiado, de eso estoy seguro.
—No soy de los que le da demasiadas vueltas al pasado, Batu. Por eso te he invitado a Karakorum. Eres mi primo y los hombres hablan bien de ti. Deberíamos conocernos un poco más.
—Me honras —dijo Batu en tono alegre—. Aunque me siento bastante cómodo en mis tierras. Pagar mi tributo supone una carga, por supuesto, pero no he dejado de hacerlo ni una sola vez.
La indirecta fue bastante clara y Arik-Boke asintió.
—Enviaré a un escriba a verte para revisar las cantidades. Tal vez podamos llegar a un nuevo acuerdo, para mi khanato. Todo puede rehacerse, Batu. A mí me han hecho falta varios meses solo para comprender el alcance de mi influencia y mi poder, pero no es todo trabajo. No veo por qué no debería recompensar a los que me son leales.
—Liderar es mejor que seguir —continuó Batu—. Es más cansado, pero las recompensas...
Arik-Boke sonrió con expresión astuta
—Déjame mostrarte las recompensas —intervino, indicándole a Batu con una seña que le siguiera—. Mi hermano Hulegu me describió un serrallo en el que había entrado en Bagdad. He iniciado algo parecido aquí.
—¿Un serrallo? —preguntó Batu, pronunciando con cuidado la palabra extranjera.
—Una congregación de mujeres hermosas y jóvenes, dedicadas a mí. He enviado a hombres con dinero a los mercados de esclavos para traerme las mejores y más jóvenes. Vamos, te dejo elegir, cualquiera que te cautive. O más de una, si quieres.
Condujo a Batu a través de una serie de pasillos hasta que llegaron a una puerta custodiada por dos fornidos guardias. Ambos se mantuvieron firmes en presencia del khan y Arik-Boke pasó por su lado y abrió la puerta: del interior brotaron sonidos de risas y el murmullo del agua. Batu entró tras él, cada vez más interesado.
Al otro lado del umbral, apareció un pequeño patio en el que crecía una exuberante vegetación, atravesada por un pasaje cubierto. Batu vio a seis o siete jóvenes y notó cómo se ensanchaba la lobuna sonrisa de Arik-Boke. En torno al patio había varias estancias sencillas con camas y algunos adornos.
—Las tengo aquí hasta que se quedan embarazadas. Entonces las traslado a unas habitaciones exteriores del palacio para que tengan los niños.
—Son... ¿esposas? —preguntó Batu.
Las mujeres ya habían empezado a levantarse al notar la presencia del khan y algunas de ellas se habían arrodillado sobre las pulidas piedras. Arik-Boke se echó a reír.
—Tengo cuatro esposas, primo. De esas no necesito más.
Hizo una seña a una muchacha y esta se aproximó con ojos asustados. Arik-Boke le levantó la barbilla con la mano extendida, girando su cabeza a derecha e izquierda para que Batu pudiera apreciar su belleza. La joven se quedó muy quieta mientras él dejaba caer la mano por debajo del fino cuello y le abría la túnica, revelando sus pechos. Levantó uno con sus ásperos dedos y el cuerpo de la chica se tensó. Cuando Arik-Boke volvió a hablar su voz sonaba más ronca.
—Qué peso más delicioso en mi mano. No, Batu, estas son para el placer y para darme hijos. Tendré miles de herederos. ¿Por qué no? Un khan debe poseer un linaje fuerte. Elige a una, a las que quieras. Te harán pasar una noche inolvidable.
Batu había visto las pupilas agrandadas de la joven y comprendió que el olor dulzón que flotaba en el aire era opio. Asintió con gesto amable, sin dejar traslucir sus pensamientos ante Arik-Boke.
—Mis propias esposas no son tan indulgentes como las tuyas, mi señor khan. Creo que si aceptara tu oferta se lanzarían con un cuchillo hacia mi virilidad.
Arik-Boke resopló, indicando con un gesto a la muchacha que se alejara.
—¡Qué tontería, primo! Todo hombre debería ser un khan en su propia casa.
Batu sonrió con pesar, esforzándose por hallar un modo de salir de aquella situación sin ofender a Arik-Boke. No quería sus mujeres.
—Todo hombre tiene que dormir, mi señor. Prefiero levantarme sabiendo que todos mis miembros seguirán unidos a mi cuerpo.
Soltó una risita entre dientes y Arik-Boke le imitó, relajándose un poco. Continuó acariciando los pechos de la chica, distraído.
—Mi hermano Hulegu describió unas habitaciones totalmente dedicadas a los placeres de la carne —dijo Arik-Boke—. Con trajes y extrañas sillas e instrumentos; cientos de mujeres hermosas, todas para el sah.
Batu hizo una mueca a sus espaldas. Mientras Arik-Boke la manoseaba, la muchacha miraba hacia el frente con ojos apagados. Sus labios parecían magullados e hinchados y, en realidad, Batu la encontraba extremadamente atractiva. Sin embargo, como Ogedai Khan le había dicho un día, todo era una cuestión de poder. Batu no quería deberle nada a Arik-Boke. Podía percibir la excitación del menudo cuerpo de su primo desprendiéndose de él en oleadas, casi como el calor. Arik-Boke jadeaba respirando por la boca y la lujuria había pintado una fea mueca en su rostro atravesado de cicatrices. Batu contuvo las náuseas y mantuvo la sonrisa en su rostro.
—¿Y Kublai, señor? Hace años que no le veo. ¿Va a regresar a Karakorum?
Arik-Boke perdió parte de su excitación al oír mencionar a su hermano.
Se encogió de hombros, con deliberación.
—Tan rápido como pueda, primo. Le he ordenado que vuelva a casa.
—Me gustaría volver a verle, mi señor —dijo Batu, con inocencia—. Él y yo éramos amigos, hace años.