XXVI

 

KUBLAI y Bayar estaban sentados en el suelo, con la espalda apoyada en una gigantesca roca de color gris blanquecino. Uriang-Khadai los observaba con expresión indescifrable. La hermana gemela de aquel descomunal pedrusco se elevaba allí cerca, de modo que, entre ambas, se formaba una zona resguardada que los rebaños locales debían de haber utilizado cada vez que lloviera. El terreno estaba tan plagado de excrementos de oveja que no se veía la hierba en absoluto y los que atravesaban esa zona notaban cómo sus botas se iban haciendo más y más pesadas.
Las ovejas ya no estaban, por supuesto. Los tumanes de Kublai habían acorralado a unas ochenta y para algunos guerreros afortunados esa noche habría comida caliente. El resto tendría que contentarse con beber un poco de sangre de sus monturas extra, junto con un trago de leche de yegua o de queso, lo que les quedara.
Los ponis pastaban a su alrededor, relinchando y bufando mientras mordisqueaban la hierba, que crecía en matas tan espesas que dificultaba el ascenso por las colinas. En una superficie tan irregular, no podían ni siquiera trotar. Los caballos, cuyas cabezas se inclinaban debido al cansancio, tenían que avanzar al paso.
—Podríamos trazar un círculo y regresar a la última posición —sugirió Bayar—. No se lo esperarían y necesitamos esas flechas.
Uriang-Khadai asintió con fatiga. Aunque era uno de los que había ido con Tsubodai hacia el oeste, nunca había experimentado una sucesión de batallas como aquella. Había habido una época en la que se había burlado de los informes que hablaban de las populosas ciudades Song, pero la realidad era todavía peor de lo que le habían contado. A los tumanes de Kublai se les había agotado la pólvora, las balas de cañón y las flechas, tantos eran los enemigos a los que se habían enfrentado. Uriang-Khadai casi no podía creer todavía que se hubieran visto obligados a retirarse, pero había perdido la cuenta de cuántos ejércitos habían derrotado y el que estaba aproximándose a ellos estaba descansado y bien armado. A la mayoría de los tumanes les quedaban solo las espadas, porque incluso sus lanzas estaban rotas y habían tenido que tirarlas. Al ver los nuevos regimientos avanzando a toda velocidad hacia ellos, Kublai se había retirado de inmediato, dirigiéndose hacia terreno elevado.
—¿Siguen ahí? —inquirió Kublai.
Con un gruñido, Bayar se puso en pie sobre sus doloridas piernas y oteó por encima del peñasco. Abajo, vio a los regimientos Song dispuestos en cuadrados irregulares, ascendiendo paso a paso las pendientes de la montaña.
—Siguen ahí y siguen avanzando —respondió Bayar, volviendo a desplomarse en su sitio. Kublai lanzó una maldición, aunque aquello no era más que lo que había esperado—. No podemos luchar en este terreno, lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé, pero podemos mantenernos por delante de ellos —dijo Kublai—. Encontraremos una salida de las colinas y, cuando caiga la noche, nos alejaremos de ellos. No nos alcanzarán, al menos, no hoy.
—No me gusta dejar el campamento sin protección durante tanto tiempo —intervino Uriang-Khadai—. Si uno de los ejércitos se lo encuentra, será una masacre.
Kublai apretó la mandíbula, irritado con Uriang-Khadai por recordárselo. Chabi y Zhenjin estaban a salvo, se dijo a sí mismo una vez más. Sus batidores habían encontrado un bosque que se extendía cientos de kilómetros. Las familias y los seguidores del campamento se habrían adentrado hasta lo más profundo, alejándose cuanto pudieran de cualquier camino. No obstante, solo hacía falta un explorador enemigo para localizar una columna de humo de una fogata o para oír el balido de los rebaños. Lucharían, por supuesto. Sintió una presión en el pecho al recordar el sereno coraje de Chabi, pero coincidía con Uriang-Khadai en el desenlace del encuentro. Una vocecita dentro de él estaba igualmente preocupada por las reservas de flechas del campamento. Sin ellas, sus tumanes eran como lobos a los que les hubieran arrancado los dientes.
—Encuentra una forma de hacer que ese gusano Song desaparezca y cabalgaré hasta ellos a ver cómo va todo —espetó Kublai, irritado—. Hasta entonces, lo único que haremos será mantenernos por delante de ellos y confiar en no ir a parar a los brazos de algún otro noble que nos esté buscando.
—Me gustaría enviar a un grupo pequeño y rápido a por flechas —dijo Uriang-Khadai—. Incluso unos pocos miles de flechas marcarían la diferencia en este momento. Veinte exploradores cabalgando deprisa podrían atravesar las fuerzas Song.
Kublai se puso a multiplicar números mentalmente y luego expulsó aire despacio. No dudaba de que sus exploradores pudieran sobrevivir a la salida, pero ¿a la vuelta, con un carcaj bajo cada brazo, otro en la espalda y dos atados a la silla? Estarían indefensos, serían una presa fácil para el primer escuadrón de caballería Song que los avistara. Necesitaba más de dos mil flechas. Necesitaba medio millón como mínimo. Las mejores existencias de flechas emplumadas de abedul habían quedado desperdigadas en el último campo de batalla, a unos ochenta kilómetros detrás de ellos, y ya habrían empezado a combarse por la humedad y la exposición a la intemperie. Era exasperante. Se había enorgullecido de la excelente organización de su campaña, pero los ejércitos Song no habían dejado de aparecer, uno tras otro, sin darles a sus hombres tiempo para descansar.
—Necesitamos encontrar otra ciudad, una en la que haya cuarteles imperiales —dijo—. En ellos tendrán lo que necesitamos. ¿Dónde están los mapas?
Bayar rebuscó dentro de su túnica y sacó un trozo de piel de cabra manchado de sudor, de un color amarillo oscuro, que, cuando lo desplegó, reveló una cuadrícula de líneas blanquecinas de todas las veces que había sido doblada. En el mapa se veían decenas de ciudades que algún escriba que llevaría muchos años muerto había marcado pintando unos caracteres junto a ellas. Bayar señaló una que se encontraba al otro lado de la cadena de montañas en la que reposaban los exhaustos tumanes.
—Shaoyang —dijo, clavando el dedo en ella. Al inclinarse sobre el mapa, cayeron varias gotas de sudor que se convirtieron en manchas oscuras sobre la piel. Con una maldición, se limpió la cara con las dos manos.
—Entonces está claro —sentenció Kublai—. Tenemos que llegar a esa ciudad, aplastar a su guarnición y, de algún modo, hacernos con sus reservas de armas antes de que el ejército que nos persigue nos alcance, o la población salga a la calle y acabe con nosotros —Se rio amargamente para sí.
Uriang-Khadai habló mientras Kublai se echaba para atrás.
—Existe la posibilidad de que la guarnición ya haya salido —dijo, meditando—. Por lo que sabemos, podríamos haberles derrotado ya. O podrían estar buscándonos, como todos los demás soldados Song de la región.
Kublai se incorporó, esforzándose por pensar a pesar del agotamiento.
—Si están allí, podemos hacer que salgan. Tal vez podríamos enviar a unos cuantos hombres a los mercados simulando que quieren vender información. El rumor de que un ejército mongol se encuentra a ochenta kilómetros en la dirección equivocada seguro que les hace salir. Por ahora sabemos que tienen órdenes permanentes de atacarnos en cuanto nos avistan. No se quedarán en la ciudad si les ponemos el cebo adecuado.
—Si es que están allí siquiera —coincidió Uriang-Khadai.
—Si hacen caso omiso de las noticias, estaríamos preparándonos para entrar en una ciudad hostil, con otro ejército llegando a toda velocidad por detrás —señaló Bayar. Se sorprendió de ser el que instaba a la cautela, pero Uriang-Khadai parecía estar convencido con la idea.
Kublai se puso en pie, estirando sus doloridas piernas y, mirando pendiente abajo, observó a los regimientos Song que avanzaban pesadamente hacia ellos. El terreno era tan irregular, con sus matojos y montículos de hierba, que no podían moverse más deprisa que los hombres a los que perseguían. Podía dar gracias por eso, al menos. Al moverse, notó cómo se le despejaba la mente y emitió un suave silbido para llamar a los oficiales minghaan más cercanos. Cuando le miraron señaló con un brusco movimiento de cabeza la dirección en la que avanzarían. Era hora de volver a ponerse en marcha.
—Sabéis que me encantaría meterme en sus almacenes —dijo—, pero incluso si la guarnición ya está fuera, el prefecto de la ciudad no nos permitirá entrar sin más y llevarnos lo que necesitemos.
—Los ciudadanos de Shaoyang no sabrán cómo va la guerra —replicó Uriang-Khadai—. Si les das la oportunidad de hacerlo, a lo mejor se rinden ante ti.
Kublai le observó con atención buscando algún signo de burla en la expresión de Uriang-Khadai, pero fue incapaz de leerlo en su impasible rostro. Kublai sonrió de oreja a oreja por un momento.
—A lo mejor —coincidió—. Pensaré en ello mientras cabalgamos. Venga, nuestros perseguidores se están acercando demasiado. ¿Qué os parece si recorremos quince kilómetros a toda velocidad hacia esa cima para aumentar la distancia entre ellos y nosotros?
Todos los que le oyeron soltaron algún tipo de gruñido o queja ante la perspectiva, pero, con esfuerzo, se pusieron en pie. En un terreno tan abrupto, era lo único que podían hacer para que los regimientos Song dejaran de pisarles los talones.

 

Mongke odiaba los asedios, pero sin la formidable fuerza de las catapultas y los cañones, se enfrentaba a los mismos problemas que conoció Gengis en su tiempo. Las ciudades habían sido diseñadas para mantener a raya a ejércitos merodeadores como el suyo, aunque, por una vez, ellos no fueran su principal objetivo. En algún lugar hacia el sur, Kublai estaba luchando contra los ejército Song. A Mongke le habría gustado demoler violentamente las murallas de las ciudades que iba dejando atrás, pero su objetivo principal era alcanzar a Kublai. Después de todo, favorecía sus fines que todas las ciudades cerraran firmemente sus puertas ante él... y las guarniciones permanecieran a salvo en el interior. Su problema era la línea de suministros, que se volvía más y más vulnerable con cada kilómetro que se internaba hacia el sur. Esas ciudades que se escondían de un cuarto de millón de guerreros no tendrían ningún problema para organizar un ataque contra una larga columna de carros, protegida por unos pocos miles. Cuando la línea se había roto en algún punto a sus espaldas, se había visto obligado a reducir las raciones. Había enviado batidores a distancias de más de ciento cincuenta kilómetros para informar de la presencia de rebaños que pudieran robar. Era un recurso que las ciudades Song no podían proteger tras sus murallas y, cuando entró en una región de exuberantes praderas, Mongke se encontró con tanto ganado que sus líneas de suministros de repente se trocaron innecesarias. Durante unos días gloriosos y escasos, sus hombres se dieron festines de ternera a la brasa, que devoraban aún sangrante, y recuperaron parte de la grasa corporal que habían perdido en las duras cabalgadas. A su manera, los problemas de una campaña eran peores que los que Mongke tenía que solucionar en Karakorum, pero esos obstáculos sencillos, a los que podía hacer frente y superar, le producían mayor satisfacción.
En su avance, Mongke tomó nota de las ciudades a las que regresaría cuando hubiera acabado de arrasar el sur con Kublai. Cada vez tenía más ganas de ver a su hermano y se imaginaba la cara que pondría cuando viera las huestes que Mongke había traído consigo.
Las ciudades pequeñas eran presas fáciles en comparación con las grandes. Los tumanes de Mongke podían talar algunos árboles y dejar las ramas mochas en solo una mañana, para utilizarlas luego como escalas improvisadas para escalar murallas bajas. Aun en esos casos, Mongke había dejado cientos de ciudades intactas y había continuado avanzando con sus tumanes. Seguirían allí cuando volviera.
Había transcurrido un poco más de un mes desde su entrada en tierras Song cuando sus batidores avanzados le informaron de que habían avistado un enorme ejército Song marchando en dirección sur con las banderas ondeantes. La noticia se propagó tan rápido como le había llegado al propio Mongke, de modo que los hombres estaban listos para avanzar cuando él salió corriendo hacia su caballo. Ningún contingente de infantería podía mantenerse por delante de ellos durante demasiado tiempo y sus tumanes estaban deseando luchar.
Sus veintiocho tumanes progresaron a toda marcha en la dirección señalada por los exploradores y, al atardecer del tercer día de avance, divisaron al enemigo. Complacido, Mongke se fijó en que eran menos de la mitad de los efectivos de su ejército. Por una vez, sus generales no tendrían que devanarse los sesos para encontrar el modo de vencer a un ejército que los superaba en número. Siempre había planeado presentarse ante los Song con un martillo más grande que el que nadie hubiera conseguido esgrimir jamás. Los emperadores Song habían sobrevivido a Gengis, Ogedai y Guyuk. No sobrevivirían a su propio khanato.
Cuando cayó la noche, los tumanes arrearon a sus monturas de refresco para que se situaran tras ellos. Si el enemigo atacaba en la oscuridad, lo más probable era que los animales, presa del pánico, salieran en estampida o, al menos, que se interpusieran en el camino del contraataque. Como cena, los guerreros masticaron barritas de ternera seca hasta convertirla en una papilla que tragaban con un trago de airag o de agua, lo que tuvieran a mano. Después, se enroscaron las riendas en torno a las botas y se tendieron en la húmeda hierba para dormir. Todos los hombres presentes sabían que partirían antes del alba y que lucharían con la primera luz del día.
Mientras los guerreros acampaban, los criados de Mongke crearon una ger para él, tomando el fieltro y los palos de media docena de paquetes. Mientras trabajaban a la luz de la luna, el khan sacó una fina manta y se arrodilló en ella, cerrándose el deel sobre la armadura para mantenerse caliente. Vio su aliento convertido en vaho y se concentró en ralentizar los latidos de su corazón, dejando que las preocupaciones del día le abandonaran. Bajo un cielo de estrellas conmovedoramente nítidas, le rogó al padre cielo que la batalla fuera bien, que Kublai estuviera a salvo, que la nación prosperara. Incluso en sus rezos privados, pensaba como un khan.
No quería entrar en la tienda que le habían preparado. Sabía que tardaría en conciliar el sueño y se sentía fuerte y en paz. El rocío se había congelado sobre la hierba y podía oír los sigilosos pasos de sus guardias al cambiar de turno. Mongke estaba rodeado por su pueblo. Les oía roncar, pronunciar algún nombre en sueños, murmurar para sí. Se rio entre dientes mientras se estiraba sobre la manta y decidió pasar la noche al raso como el resto de sus guerreros.
Se despertó en silencio, con la cabeza resguardada en el hueco formado por su brazo doblado. El frío suelo parecía haberse filtrado en su interior, tenía los miembros tan rígidos que casi no podía moverse. Al incorporarse, notó un crujido en el cuello y se frotó la cara con las manos. Una sombra se movió en las inmediaciones y la mano de Mongke voló hacia su espada envainada, antes de darse cuenta, con la hoja medio desenfundada, que quienquiera que fuera aquella figura le estaba ofreciendo un cuenco de té.
Sonrió con cierto pesar ante su propio nerviosismo. El campamento estaba empezando a cobrar vida a su alrededor, aunque todavía faltaba un tiempo para el amanecer. Los caballos bebían de los odres que los guerreros sostenían en alto para ellos, aunque habrían encontrado agua en el helado rocío. Todo estaba en movimiento y Mongke sorbió su té, dejando que una agradable expectación ante lo que estaba por suceder ese día fuera creciendo en su interior. No podía dejar con vida ni a un solo soldado de la fuerza Song que marchaba delante de sus tumanes. Por muy tentadora que fuera la idea de propagar el terror a través de unos cuantos supervivientes, necesitaba aprovechar la velocidad que podía llevar al campo de batalla. Su tarea era presionar a los hombres y los animales para que se esforzaran al máximo, despejando un vasto camino hacia el sur y adelantándose a las noticias hasta que tuviera Hangzhou a la vista. Los Song no tendrían tiempo para atrincherarse y pertrecharse para su llegada. Kublai tenía artillería, doscientos buenos cañones de hierro. Mongke los utilizaría para arrollar la ciudad del emperador.
Se puso en pie y se desperezó, pensando con asombro en el extraño estado de ánimo que le había llevado a dormir sobre la hierba congelada. Todavía tenía escarcha en el pelo y se sacudió los mechones con una mano mientras acababa el té. Notó cómo la sal y el calor llegaban a su estómago vacío y suspiró ante la perspectiva de romper su ayuno con un trozo de carne fría.
Sus sirvientes estaban terminando de preparar a su caballo, que ya había comido y bebido y tenía el pelaje recién cepillado y reluciente. Mongke se aproximó para inspeccionar los cascos del animal, aunque no era más que un antiguo hábito. Algunos de los hombres ya habían montado y, relajados sobre la silla, esperaban charlando con sus amigos. Mongke aceptó un pedazo grande de pan duro y cordero frío, junto con un odre de airag para ayudarle a pasarlo por la garganta.
—¿Quieres que hablemos sobre las tácticas, mi señor khan, o nos lanzamos sobre ellos sin más?
Su orlok, Seriankh, sonreía mientras le hablaba. Mongke soltó una suave risa con la boca llena. Alzó la mirada hacia el cielo, que estaba clareando, y respiró hondo.
—Va a ser una mañana estupenda, Seriankh. Dime en qué estás pensando.
Como correspondía a un oficial veterano, Seriankh respondió sin titubeos, acostumbrado a tomar decisiones rápidas.
—Cabalgaremos hasta sus flancos, permaneciendo al límite del alcance de sus flechas. No quiero rodearles y que adopten posiciones defensivas. Con tu permiso, formaré una caja de tres lados e igualaré su paso. La caballería Song tratará de liberarse y mantener la movilidad, así que les atacaremos primero con las lanzas. En cuanto a la infantería, podemos arremeter contra ellos desde atrás e ir mermándolos gradualmente hasta llegar al frente.
Mongke asintió.
—Me parece bien. Utilizad primero los arcos, antes de que los jóvenes inicien el cuerpo a cuerpo. Mantén a los impetuosos atrás hasta que el enemigo empiece a desmoronarse. No son tantos. Deberíamos haber acabado con esto a mediodía.
Seriankh sonrió al oírle. No hacía demasiado tiempo que enfrentarse a un ejército de cien mil hubiera significado luchar hasta el último hombre, una batalla sangrienta y desesperada. Nunca antes se había visto una hueste de tumanes tan vasta como la que Mongke había traído y todos los veteranos estaban disfrutando de tener a tantos hombres a sus espaldas.
En algún lugar próximo, Mongke oyó el tintineo de las campanitas de una silla de montar y maldijo en voz baja. Otro jinete de los yans les había dado alcance. Sin las estaciones de posta para cambiar de caballo, sin duda habría cabalgado hasta el agotamiento para entregarle las cartas.
—Nunca puedo estar solo —masculló Mongke.
Seriankh le oyó.
—Podría hacer que un correo se perdiera por la retaguardia hasta que la batalla haya terminado.
Mongke negó con la cabeza.
—No. El khan nunca duerme, al parecer. ¿No es eso lo que dicen? Sé que yo duermo, así que la frase es un misterio para mí. Haz que formen las filas, orlok. El mando es tuyo.
Seriankh hizo una profunda reverencia y se alejó con pasos amplios, dándole ya a su personal las órdenes que irían transmitiéndose como una onda expansiva hasta alcanzar al último guerrero de los tumanes.
El jinete estaba tan recubierto de polvo y barro que formaba una especie de unidad con su caballo. Cuando desmontó, aparecieron unas rajas en la mugre que lo cubría. Llevaba solo un pequeño paquete de cuero colgando del hombro y estaba muy delgado. Mongke se preguntó cuándo sería la última vez que habría comido en las tierras Song, sin las estaciones para ayudarle en su marcha. En la estela de los tumanes habría encontrado poco o nada que llevarse a la boca, de eso estaba seguro.
Dos de los guardias del khan se acercaron al correo, que pareció sorprenderse, pero estiró los brazos con las palmas bien visibles mientras le registraban meticulosamente. Abrieron incluso la bolsa de cuero, entregándole al jinete el fajo de papeles amarillos antes de tirarla al suelo. Este alzó los ojos al cielo ante tanta precaución, claramente divertido. Por fin, acabaron y dieron media vuelta para unirse a los demás. Mongke aguardó con paciencia y tendió la mano para recibir los mensajes.
Se percató de que el jinete de los yans era mayor que la mayoría de ellos. Tal vez se estaba acercando al final de su carrera. Por lo que la suciedad de la dura cabalgada permitía vislumbrar, parecía realmente cansado. Mongke tomó el fajo de sus manos y empezó a leer. Al instante, arrugó el entrecejo, perplejo.
—Son listas de provisiones de Xanadú —dijo—. ¿Me has traído el paquete equivocado?
El correo se acercó unos pasos para escudriñar las páginas. Alargó la mano hacia ellas y Mongke no vio la estrecha navaja que había mantenido oculta entre los dedos estirados. No era más ancha que sus propios dedos, de modo que solo su extremo destelló cuando la pasó velozmente por la garganta de Mongke, primero hacia delante y luego hacia sí. La carne se abrió como una costura sometida a tensión, como una boca de labios blancos que los salpicó a ambos de sangre.
Mongke se atragantó y levantó la mano derecha hacia la herida. Con la izquierda, se quitó de encima al hombre, que cayó al suelo despatarrado. Gritos de furia y horror rasgaron el aire y un guerrero se lanzó desde la silla sobre el agresor del khan cuando intentó levantarse, aplastándolo contra el suelo.
Mongke notó cómo el calor salía de su cuerpo, transformando su carne en algo semejante a la piedra. Se puso en pie, apuntalándose con las piernas en el suelo. No conseguía mantener la herida cerrada con los dedos y en sus ojos brillaba la desesperación. Había hombres gritando por todas partes, corriendo de un lado a otro y llamando a Seriankh y al chamán del khan. Mongke veía sus bocas abiertas, pero no podía oírles, todo cuanto oía era un tambor resonando en sus oídos y un sonido similar al de un río. Se sentó con cuidado, enseñando los dientes cuando el dolor se agudizó. Notó que alguien le ataba una tira de tela al cuello y la mano, apretando con tanta fuerza la herida que casi no podía respirar. Intentó defenderse, pero su gran fuerza le había abandonado. Su visión empezó a estrecharse y todavía no podía creer que aquello estuviera ocurriendo realmente. Alguien lo pararía. Alguien le ayudaría. Su piel fue empalideciendo a medida que la sangre salía de su cuerpo en un reguero palpitante. Su peso resbaló hacia un lado y sus ojos se fueron apagando más y más.
Seriankh se inclinó sobre él, con los ojos desorbitados por el horror y la estupefacción. Había hablado con el chamán unos instantes antes y, con incredulidad, miraba fijamente a aquella retorcida figura que tenía la mano derecha atada al cuello con unas vendas ensangrentadas. La sangre resbalaba hasta la hierba, mojándola y oscureciéndola.
Seriankh se volvió lentamente hacia el jinete de los yans. Le habían desfigurado la cara con los puños mientras Mongke agonizaba. Tenía los dientes y la nariz rota y le habían sacado un ojo con un pulgar. Aun así, se rio de Seriankh y habló en una lengua que el orlok no conocía: su confuso discurso sonaba triunfante. Seriankh se dio cuenta de que, bajo el barro, sus mejillas estaban pálidas, como si se hubiera afeitado la barba y dejado a la vista una piel largamente escondida del sol. El Asesino seguía riéndose cuando Seriankh ordenó que le ataran para torturarle. El ejército Song había quedado olvidado mientras Seriankh daba orden de que prepararan los braseros y los instrumentos de hierro. Los mongoles entendían tanto de sufrimiento como de castigo. Le mantendrían con vida el mayor tiempo posible.