XXV

 

HANGZHOU contaba con numerosos cuarteles para los ejércitos del emperador. Los mejores incluían campos de entrenamiento e incluso baños para que los soldados pudieran aprender su oficio, fortalecer sus cuerpos y, después, dormir y comer en inmensos dormitorios.
El cuartel Leopardo presentaba signos de haber sido abandonado hacía muchos años. Los tejados estaban combados hacia dentro y el campo de entrenamiento estaba cubierto de maleza; las malas hierbas despuntaban entre la tierra y las losas. Xuan pasó con su caballo bajo un arco recubierto de liquen y se detuvo, junto con los hombres de Tsaio-Wen, al llegar a un patio. Estaba acalorado por la cabalgada y los deshabituados músculos de sus piernas y espalda empezaron a quejarse. Sin embargo, tras ese corto trago de libertad y mando, se dio cuenta de que hacía años que no se sentía tan bien.
Tsaio-Wen desmontó sin mirar ni decirles nada a los dos hombres que había traído consigo. Xuan percibió los restos de ira en los andares del oficial cuando se dirigió con pasos amplios hacia el primer edificio. Xuan miró hacia su hijo y le indicó con un gesto de la cabeza que se bajara del caballo prestado. No sabía qué le esperaba allí, pero había habido tan pocas novedades en sus últimos años que casi cualquier cosa sería bienvenida.
La tropa de jinetes guardó silencio y esperó. Al rato, Tsaio-Wen salió y tomó las riendas de su montura. Para sorpresa de Xuan, montó y giró a su caballo hacia la puerta por donde habían entrado. Dos de sus hombres recogieron las riendas de los caballos que Xuan y su hijo habían cabalgado e iniciaron la marcha, llevándoselos.
—¿Qué es esto? —preguntó Xuan. Supo que Tsaio-Wen le había oído por la forma en que su cuerpo se tensó. El oficial eligió vengarse utilizando la grosería y no hubo respuesta.
Un poderoso grito resonó cerca de ellos y Xuan se dio media vuelta con presteza. Corriendo hacia él vio rostros que conocía, recuerdos de una vida diferente. Liao-Jin se puso en guardia, preparándose para un ataque, pero su padre le puso una mano en el brazo. Cuando habló, tenía lágrimas en los ojos.
—Conozco a estos hombres, Liao-Jin. Son mi pueblo —sonrió, dándose cuenta de que su hijo no reconocería a ninguno de los hombres que habían salido del edificio y les estaban rodeando—. Son tu pueblo.
A Xuan le costó mucho mantener la sonrisa en la cara a medida que fue reconociendo a unos hombres que no había visto en dieciséis años. El tiempo nunca era bondadoso. La edad nunca ha hecho a un hombre más fuerte, o más rápido, o más vital. Sintió que algo se le desgarraba por dentro, mientras iba asimilando impresión tras impresión. Estaba viendo rostros que recordaba jóvenes, sin una línea y, de algún modo, todavía seguían allí, pero se habían arrugado y parecían cansados. Tal vez si hubieran permanecido en el hogar los años les habrían marcado menos. Dudaba de que hubieran recibido buenos alimentos o que les hubieran permitido entrenar para mantenerse en forma.
Se acercaron todavía más y algunos de ellos incluso alargaron la mano para tocar sus ropas, casi para asegurarse de que era real. Luego, voces que llevaba demasiado tiempo sin oír gritaron una orden y los antiguos guerreros se retiraron unos pasos. El patio siguió llenándose: más y más hombres salían de los dormitorios, pero los que habían sido oficiales repartieron órdenes a voz en cuello indicándoles que formaran filas para una inspección. Los hombres obedecieron sonriendo y muchos de ellos le hicieron preguntas. Xuan no podía responder, apenas podía hablar por la mezcla de emociones que le embargaba. Se irguió en su sitio, con los ojos brillantes, mientras formaban grupos irregulares de cien y marchaban para tomar posiciones en el descuidado patio de armas.
No pasó mucho tiempo antes de que Xuan se percatara de que la cantidad de hombres que salía del barracón estaba disminuyendo. Se le cayó el alma a los pies. Cuando entró en territorio Song, llevaba consigo unos cuarenta mil hombres. Algunos habrían muerto, ya que los mayores debían de estar próximos a cumplir los setenta en aquellos días. Las causas naturales se habrían cobrado sus víctimas, pero cuando contó los silenciosos cuadrados, el total ascendía a solo ocho mil hombres.
—Y los demás, ¿adónde habéis ido a parar? —murmuró para sus adentros.
Las ropas de uno de los hombres que había estado impartiendo órdenes eran poco más que unos sucios andrajos. Estaba demacrado y en las partes del cuerpo que quedaban al descubierto tenía unos rastros de mugre que daba la impresión de llevar tatuados a la piel. Ver a aquel esperpento tratando de ponerse firme y levantar la cabeza despertaba compasión. Xuan no le había reconocido, pero se acercó a él y le miró a los ojos. El hombre le devolvió la mirada y en sus ojos brillaba una esperanza que no tenía ningún motivo para estar allí.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Xuan. Estaba a punto de preguntarle cuál era su nombre, cuando lo recordó con el rango precediéndolo, un destello que llegaba hasta su mente desde tiempos lejanos—, Shao Xiao Bohai.
Xuan parpadeó reprimiendo su pena cuando Boahi sonrió y reveló un único par de dientes largos y amarillos en la mandíbula vacía. Aquel hombre había comandado miles de hombres una vez, había sido uno de sus expertos oficiales de espadas, pero era casi imposible reconciliar sus recuerdos con la figura esquelética que tenía delante.
—¿Son estos todos nuestros hombres? —preguntó Xuan.
Bohai inclinó la cabeza y a continuación se postró en el suelo, siendo imitado al instante por todos los demás hombres, de modo que solo Xuan y su hijo permanecieron en pie.
—Levantaos, todos vosotros —ordenó Xuan. Sus ojos estaban secos y supo que era el momento de guardarse sus emociones. Esos hombres necesitaban algo más de él.
—¿Y bien, Shao Xiao Bohai? No has respondido a mi pregunta. Puedes hablarme con libertad.
Al principio, la voz del soldado no fue más que un graznido. Se mojó los labios y las encías con la lengua para poder pronunciar las palabras.
—Algunos escaparon. La mayoría de ellos fueron capturados y ejecutados delante de nosotros. Otros nunca regresaron.
—Pero... ¿tantos? —preguntó Xuan, meneando la cabeza.
—Su majestad no querrá oír las quejas de los soldados —dijo Bohai, mirando al frente.
—Te ordeno que me lo expliques —respondió Xuan con suavidad. Aguardó mientras Bohai volvía a humedecerse los labios.
—Hubo brotes de fiebre todos los veranos y algunos murieron por comer alimentos en mal estado. Un año, unos seis mil fueron llevados a trabajar en una mina de carbón. Nunca volvieron. Cada mes, perdimos unos cuantos hombres a manos de los guardias, o de nobles Song en busca de diversión. No siempre conocemos el destino de los que se llevan de aquí. No regresan. Su majestad, hace dieciséis años que no veo a todo el grupo junto. No supe hasta hace tres días que habíamos perdidos a tantos —una chispa se encendió en los apagados ojos del soldado—. Hemos soportado las penurias con la esperanza de ver una vez más a su majestad antes de morir. Y se nos ha concedido. Si no va a haber rescate ni liberación, esto será suficiente.
Xuan se giró y vio la expresión de horror pintada en el rostro de su hijo.
—Cierra la boca, hijo mío —le dijo con voz amable—. Estos que ves son hombres buenos, hombres de tu propia sangre. No les avergüences haciéndoles notar lo que no está bajo su control. —Aumentó el volumen de su voz para que Bohai y los que estaban cerca pudieran oír sus palabras—. Están sucios porque no les han dado agua. Están desnutridos porque no les han dado comida. Mira más allá de los harapos, hijo mío. Son hombres de honor y de fuerza, hombres de probado aguante y entereza. Son tu pueblo y en el pasado lucharon por mí.
Xuan no oyó al oficial Song Tsaio-Wen acercarse por su espalda hasta que habló.
—Qué conmovedor. Me pregunto si su emperador les abrazará a todos, a ellos, a su roña y a sus piojos.
Como un rayo, Xuan se giró sobre sí mismo y avanzó hacia Tsaio-Wen, situándose muy cerca de él. Parecía haber olvidado la espada que colgaba del cinturón del oficial.
—¿Tú otra vez? ¿Es que no te he enseñado humildad? —para estupefacción de Tsaio-Wen, Xuan estiró el índice y se lo clavó en el pecho—. Estos hombres son aliados de tu emperador, pero ¿cómo han sido tratados? Han pasado hambre, les habéis dejado pudrirse en su propia mugre sin alimentarles bien... Mis enemigos les habrían tratado mejor que vosotros.
Durante un instante, la pura sorpresa mantuvo a Tsaio-Wen paralizado. Cuando su mano descendió a su espada, Xuan se acercó todavía más a él, de manera que sus narices se juntaron y Xuan, colérico, le salpicó la cara con su saliva.
—He vivido suficientes años, escoria. Vamos, desenfunda tu hoja y verás lo que estos hombres desarmados te hacen con las manos vacías.
La mirada de Tsaio-Wen se elevó por encima del hombro de Xuan y, de repente, cobró consciencia de las numerosas filas de hombres furiosos que contemplaban la escena. Con cuidado, dio un paso atrás. Complacido, Xuan vio que un hilo de sudor aparecía en su frente.
—Personalmente, dejaría que todos os murierais de hambre —dijo Tsaio-Wen—. Pero, en vez de eso, os van a enviar a luchar contra los tumanes mongoles. Sin duda el emperador prefiere que las espadas mongolas os abran el cráneo a vosotros antes que a los soldados Song.
Entonces, le entregó a Xuan el fajo de órdenes que llevaba en la mano y este lo tomó, intentando disimular su asombro. Rompió el sello imperial que tan bien conocía y leyó rápidamente mientras Tsaio-Wen se alejaba. El oficial Song consiguió recorrer unos cuarenta pasos del patio antes de que Xuan levantara la mano.
—Para —gritó. El soldado, cuya tiesa espalda revelaba su ira, continuó avanzando. Xuan elevó la voz hasta convertirla en un bramido—. En estas órdenes se te menciona, Hong Tsaio-Wen.
Bruscamente, el oficial Song paró y se dio media vuelta, dejando una marca en el suelo. Con la cara roja de rabia, regresó hasta Xuan, que le ignoró y continuó leyendo mientras Tsaio-Wen temblaba de indignación.
—Parece que mi primo el emperador no es idiota del todo —dijo Xuan. Tsaio-Wen bufó al oír el insulto, pero no se movió—. Ha recordado que hay solo un grupo en estas tierras que se ha enfrentado a los mongoles con anterioridad... y los rechazaron. Tienes a esos hombres ante ti, Tsaio-Wen —complacido, comprobó que las primeras filas se enderezaron aún más al oírle—. Dice que pondrá a mi disposición expertos armeros y entrenadores para preparar a los hombres de nuevo para la guerra. ¿Dónde están esos hombres?
—En camino —masculló Tsaio-Wen apretando los dientes—. ¿Dónde se menciona mi nombre?
—Aquí —le respondió Xuan, enseñándole la página de grueso pergamino cubierto de diminutos caracteres negros. Le sorprendió que el oficial supiera leer. Las cosas habían cambiado desde su juventud.
—No lo veo —dijo Tsaio-Wen, forzando la vista frente a la página.
—Ahí, donde dice que puedo elegir a los oficiales Song que deseo que me ayuden con los suministros y el entrenamiento. Te elijo a ti, Tsaio-Wen. Disfruto demasiado de tu compañía para dejarte marchar.
—No puedes hacer eso —replicó Tsaio-Wen. Su mano volvió a tocar su espada para retirarse enseguida ante el gruñido de los hombres más próximos.
—Tu emperador ha escrito que sí puedo, Tsaio-Wen. Elige: o le obedeces o eres ahorcado, cualquiera de las dos opciones me parece bien. El emperador ha dicho que volveremos a luchar. Tal vez seamos destruidos, no lo sé. Tal vez obtengamos el triunfo. Será más fácil decidir cuando hayamos comido bien y estemos más fuertes, lo sé. ¿Has tomado una decisión, Hong Tsaio-Wen?
—Obedeceré las órdenes de mi emperador —respondió el oficial, con un brillo letal en la mirada.
—Mostrar tanta obediencia y humildad demuestra que eres un hombre sabio —dijo Xuan—. Serás una lección para todos nosotros. Por otro lado, dice que hay fondos disponibles para nosotros, así que envía a unos recaderos a la ciudad a buscar comida. Mis hombres tienen hambre. Trae médicos para que atiendan a los débiles y a los enfermos. Contrata a criados para limpiar el cuartel y a pintores que le den nueva vida. Busca techadores para reparar las tejas rotas, carpinteros para reconstruir los establos, carniceros y vendedores de hielo para llenar los sótanos de carne. Vas a estar ocupado, Tsaio-Wen, pero no desesperes. Tu obra beneficia al último ejército Chin y no hay causa mejor que esa.
Los ojos de Tsaio-Wen se deslizaron hacia los papeles que Xuan sostenía en la mano. A pesar de la injusticia o humillación que estaba sufriendo, no se atrevía a negarse. Si alguno de sus oficiales superiores mencionaba siquiera que había ignorado una orden legalmente dictada, estaría acabado. Bajó la cabeza como si tuviera que romperse los huesos para hacerlo, luego giró sobre sus talones y se alejó.
Xuan se volvió hacia las sonrisas de incredulidad que habían aflorado en las caras de sus hombres. Su hijo solo era capaz de observarlo todo atentamente y menear la cabeza, atónito.
—Ninguno de nosotros creía que el día de hoy fuera a terminar como lo ha hecho —dijo Xuan—. En los meses venideros, cobraremos fuerzas de nuevo. Comeremos bien y volveremos a entrenar con la espada, la pica y el arco. Será duro. Ya no somos jóvenes. Cuando estemos listos, abandonaremos este lugar para no regresar jamás. No importa si luchamos contra los mongoles. No importa si nos adentramos en el infierno. Lo que importa... es que nos marcharemos.
Su voz se quebró al pronunciar las últimas palabras y sus hombres le vitorearon, hasta que sus voces, cada vez más recias y poderosas, resonaron ensordecedoras en todo el patio de armas y en los edificios que se extendían más allá.

 

En una de las gers de los curanderos del campamento, Kublai aguardaba en adusto silencio a que un chamán sobrecargado le vendara la herida del brazo. Las manos del curandero, hábiles y expertas, trabajaban por instinto. Kublai hizo una mueca de dolor cuando el chamán apretó el nudo; el hombre hizo una pequeña reverencia y pasó a otro herido. El general Bayar se encontraba a solo dos camillas de él, su rostro impasible mientras otro chamán se afanaba en coserle un profundo corte en la pierna del que manaba un lento hilo de sangre púrpura.
Yao Shu se aproximó con un fajo de papeles en el que se veían algunos números garabateados con prisas.
—¿Dónde están los cañones Song? —le preguntó Kublai a Bayar de improviso. No quería que Yao Shu le recitara las cifras de mutilados y muertos, no en ese momento. Todavía estaba temblando ligeramente por su propia lucha en la colina, un estremecimiento interno que había durado mucho más que la propia pelea. Bayar se puso en pie para responderle y flexionó la pierna con un gesto de dolor.
—Los encontramos cuando todavía los estaban subiendo, mi señor, a kilómetro y medio más o menos. Mis hombres los están revisando.
—¿Cuántos hay?
—Solo cuarenta, pero cada uno de ellos tiene suficiente pólvora y balas para disparar doce veces. Un proyectil más pequeño que los de los nuestros.
—Entonces abandona los nuestros. Que los restrieguen con aceite y los cubran con paños de lino impregnado en aceite, pero déjalos donde están hasta que tengamos un respiro o fabriquemos más balas y más pólvora.
Bayar le miró con expresión fatigada. Habían recibido noticia de que otros dos ejércitos se aproximaban al área, avanzando deprisa para respaldar a los que habían salido antes. Su única oportunidad era cabalgar hasta el primero y aplastarlo antes de verse envueltos en una batalla con dos frentes.
—¿Has recuperado las flechas? —preguntó Kublai.
Bayar se tambaleaba absolutamente exhausto. Kublai notó cómo hacía un esfuerzo de voluntad para responder, tan grande y evidente que le dejó impresionado.
—He enviado a un minghaan de hombres a pasear entre los muertos, recuperando todas las que puedan ser reutilizadas. Calculo que recuperaremos la mitad de las flechas. Ordenaré que envíen las que estén rotas al campamento para que las reparen. Nos las traerán cuando acaben el trabajo.
—Que las lleven los heridos que no puedan luchar —ordenó Kublai—. Y comprueba las reservas del campamento. Necesito que los artesanos trabajen en ellas día y noche. No podemos quedarnos sin ellas —apretó los puños y miró a Yao Shu, que seguía esperando pacientemente—. De acuerdo. ¿Cuántos hombres hemos perdido?
El anciano no necesitó consultar sus listas para darle el total.
—Nueve mil y varios cientos. Seis mil de ellos muertos y el resto con heridas demasiado graves para poder continuar. Los chamanes dicen que perderemos otros mil cuando llegue la mañana y otros tantos a lo largo de la próxima semana.
Bayar maldijo entre dientes y Kublai se estremeció, notando cómo su brazo palpitaba al compás de su pulso. Había perdido una décima parte de su ejército. Se sentía dolorido y cansado, pero sabía que el amanecer solo traería otra lucha contra soldados más descansados y frescos que ellos. Todo cuanto podía esperar es que la larga marcha hubiera rebajado el brío de las tropas Song.
—Diles a los hombres que coman y duerman lo mejor que puedan. Necesito que estén listos antes del amanecer para enfrentarse a lo que quiera que venga. Dile a Uriang-Khadai que venga a verme.
—Señor, estás herido. Deberías descansar.
—Lo haré cuando esté seguro de que todos los exploradores han salido y que los heridos están siendo trasladados al campamento principal. Esta noche tomaré la cena fría.
Bayar se mordió el labio, pero después decidió hablar de nuevo.
—Necesitas estar alerta para mañana, mi señor. Uriang-Khadai y yo tenemos todo lo demás bajo control. Por favor, descansa.
Kublai le miró fijamente. Aunque le dolía todo el cuerpo y sentía una enorme debilidad en las piernas debido al cansancio, no podía imaginarse durmiendo. Había demasiadas cosas que hacer.
—Lo intentaré —prometió—. Cuando haya hablado con el orlok.
—Sí, mi señor —dijo Bayar.
Un explorador entró en el campamento, buscando entre los heridos y los que les atendían. Kublai fue el primero en verle y se le cayó el alma a los pies. Observó al hombre por el rabillo del ojo, viendo cómo preguntaba a alguien que señalaba en dirección a Kublai. Cuando el explorador se presentó, Kublai le fulminó con la mirada:
—¿Qué pasa?
—Un tercer ejército, mi señor. Llegando desde el este.
—¿Estás seguro de que este no es el mismo informe que me han dado antes? —inquirió Kublai, en tono autoritario. El batidor palideció al notar su ira y Kublai hizo un esfuerzo para contenerse.
—No, mi señor. Los tenemos marcados y localizados. Este es un ejército nuevo, con unos efectivos de cerca de sesenta mil hombres.
—El nido de avispas —murmuró Bayar, junto a Kublai, que asintió.
Kublai quería ponerse en marcha de inmediato, pero Uriang-Khadai se presentó ante él mientras Kublai comía. Llegó cuando se estaba metiendo una cucharada de estofado frío en la boca y masticando, y le miró con ojos vidriosos.
El orlok tenía una extraña expresión en la cara. En menos de una semana, habían sobrevivido a dos batallas espectaculares, en ambos casos luchando en inferioridad numérica. Uriang-Khadai había esperado que Kublai flaqueara cien veces, pero el hermano del khan siempre había estado allí, dando órdenes con calma, reforzando una línea que estaba empezando a vacilar, enviando refuerzos cuando era necesario. El orlok percibió el agotamiento en el rostro de Kublai, pero también vio que no se había desmoronado bajo la terrible tensión, al menos no todavía.
—Mi señor, el tercer ejército es más pequeño que los anteriores y no estará a distancia de ataque hasta mañana o el día después. Si cabalgamos hacia ellos ahora, podremos descansar antes de la batalla. Los hombres estarán más frescos y si tenemos que luchar dos veces mañana, tendrán más oportunidades de sobrevivir a la batalla.
Uriang-Khadai estaba tenso mientras aguardaba la respuesta. Se había acostumbrado a que Kublai ignorara sus consejos, pero, impulsado por el sentido del deber, se los seguía dando. Estaba preparado para que su propuesta fuera rechazada.
—De acuerdo —concedió Kublai, sorprendiéndole—. Cabalgaremos hacia el este y romperemos el contacto con la fuerza más amplia.
—Sí, mi señor —dijo Uriang-Khadai, casi tartamudeando. No le pareció suficiente—. Gracias —añadió.
Kublai dejó a un lado el cuenco vacío y se frotó la cara con ambas manos. Aparte de haber estado inconsciente un tiempo, no podía recordar cuándo había sido la última vez que había dormido. Se sentía mareado y enfermo.
—Puede que no escuche siempre tus consejos, orlok. Pero tienes más experiencia que yo, eso no lo olvido. Trasladaremos el campamento principal para alejarlo de ellos también. Tenemos que encontrar un lugar seguro para los nuestros, un bosque o un valle donde puedan descansar. Tenemos que seguir moviéndonos y hacerlo más deprisa que ellos.
Uriang-Khadai murmuró una respuesta y se enderezó para hacer una reverencia. Quería decir algo que infundiera ánimos al joven que tenía delante, sentado con las piernas estiradas, demasiado cansado para moverse. No se le ocurrió nada y volvió a hacer una reverencia antes de retirarse.
Bayar había observado el intercambio y, con una sonrisa empezando a formarse en su boca, se acercó a grandes zancadas a Kublai, mientras observaba cómo el orlok empezaba a distribuir las nuevas órdenes.
—Le gustas, ¿sabes? —dijo Bayar.
—Cree que soy un idiota —repuso Kublai sin pensar y luego se mordió los labios, irritado. La fatiga hacía difícil mantener la boca cerrada. Tenía que liderar sin mostrar ningún signo de debilidad, no invitar a las confidencias.
—No, no lo cree —contestó Bayar y asintió para sí, con la vista todavía posada en Uriang-Khadai—. ¿Le viste esta mañana cuando los Song se abalanzaron sobre el ala? No perdió la serenidad, sino que simplemente dio orden de retroceder, hizo que los hombres volvieran a formar y reforzó su posición. Un trabajo excelente.
Kublai deseó que Bayar dejara de hablar. Lo último que deseaba era dar pie a un oficial a comentar las acciones de otro.
—No es un líder natural, Uriang-Khadai —dijo Bayar.
Kublai cerró los ojos con un suspiro y en la oscuridad aparecieron unas luces verdosas y móviles.
—Los hombres le respetan —continuó el general—. Han visto su capacidad. No le veneran, pero saben que no les dejaría jamás en la estacada. Eso significa mucho para la tropa.
—Basta, general. Es un buen hombre y tú también lo eres. Todos lo somos. Ahora, súbete al caballo y avanza con los tumanes unos treinta kilómetros para que podamos interceptar a algún señor Song.
Bayar se echó a reír ante el tono de Kublai, pero corrió hacia su caballo y, antes de que Kublai abriera sus pesados párpados de nuevo, ya le había dado la vuelta a su montura y estaba dando órdenes a los hombres.

 

En los años transcurridos desde que Mongke fue nombrado khan, la población de la nación había aumentado más de lo que Gengis habría imaginado jamás. Su hermano Arik-Boke se había beneficiado de la paz que reinaba en las estepas de origen del pueblo mongol y la tasa de natalidad se había disparado. Karakorum se había convertido en una ciudad asentada y cada vez más familias se estaban estableciendo extramuros, en nuevos barrios de piedra y madera que ocultaban a la vista la ciudad original. La tierra era buena y Mongke había alentado la formación de familias numerosas, sabiendo que los hijos servirían para engordar los ejércitos del khan. Cuando partió de la ciudad aquella primavera, se llevó consigo a veintiocho tumanes, más de un cuarto de un millón de hombres, que viajaban ligeros y veloces. Dejaron en casa toda la artillería y cogieron solo el mínimo de suministros necesario. Con jinetes como aquellos, Gengis y Tsubodai habían barrido continentes enteros. Mongke estaba listo para hacer lo mismo.
Había intentado ser un khan moderno, continuar la labor que había iniciado Ogedai de crear una civilización estable en los vastos territorios de su khanato. Durante años, había contenido su urgencia por salir al campo de batalla, cabalgar, conquistar. Todos sus instintos habían desviado su mente de la insignificante y ruin tarea de gobernar las ciudades, pero él había ahogado todas sus dudas, obligándose a gobernar mientras sus generales, príncipes y hermanos se encargaban de abrir nuevos caminos. Habían conquistado el gran khanato con rapidez, en solo tres generaciones. No podía evitar tener la sensación de que podrían perderlo aún más deprisa a menos que se dedicara a construir y a redactar leyes duraderas. Había fomentado los vínculos comerciales y las estaciones del yan, tendiendo líneas a través de la tierra para unir a los hombres, de modo que el pastor más pobre supiera que había un khan y que era su señor. Mongke se había preocupado de que cada una de las vastas regiones que dominaba tuviera un gobierno que le enviara regularmente informes, de modo que los que hubieran tenido algún problema pudieran quejarse y tal vez incluso vieran aparecer a un grupo de guerreros para responder por ellos ante un abuso. A veces, pensaba que el sistema era demasiado grande, demasiado complicado y que nadie lo comprendería, pero, de algún modo, funcionaba. Donde existían casos evidentes de corrupción, enviaba a sus escribas para que los cortaran de raíz y los responsables eran depuestos de sus elevadas posiciones. Los gobernadores de sus ciudades sabían que respondían ante una autoridad superior que la propia y eso les mantenía callados, aunque Mongke no sabía si era por miedo o por garantizar su propia seguridad. Los impuestos entraban a raudales y, en vez de enterrarlos en las cámaras del tesoro, los utilizó para construir escuelas, caminos y nuevas ciudades para la nación.
La paz exigía un esfuerzo mucho mayor que la guerra, Mongke se había percatado de ello al poco tiempo de iniciar su mandato como khan. La paz desgastaba a los hombres, mientras que la guerra podía llenarles de vida y de fuerza. A veces se había imaginado que sus hermanos regresaban a Karakorum y le encontraban convertido en una cáscara reseca, reducido a nada por el inmenso peso de la responsabilidad que reposaba siempre sobre sus hombros.
Cabalgando con sus tumanes, Mongke sintió que se desembarazaba del peso de los años. Era difícil no recordar su marcha con Tsubodai, cuando se enfrentaron a los caballeros cristianos y obligaron a los ejércitos extranjeros a someterse ante ellos. Tsubodai habría dado varios dedos de su mano derecha por tener un ejército como el que Mongke comandaba ahora. En aquella época, Mongke era joven y encontrarse de nuevo sobre la silla con filas de hombres armados adelante y detrás le rejuvenecía, era como un lejano eco de su juventud que le llenaba de gozo. Sus horizontes habían sido demasiado estrechos durante demasiado tiempo. Las tierras Chin se extendían hacia el sur y ahora vería esa nueva ciudad que Kublai había erigido sobre aquella tierra negra y fértil. Vería Xanadú y decidiría por sí mismo si Kublai se había extralimitado ejerciendo su autoridad. No podía ni siquiera imaginarse a Hulegu apartándose de él, de su hermano el gran khan, pero Kublai siempre había sido un hombre independiente, que necesitaba saber que estaba siendo observado. Mongke no podía librarse de la incómoda sensación de que no debía haber dejado a Kublai tanto tiempo solo.
La carta que Hulegu le había enviado utilizando su sello personal había sido el único momento amargo de los meses dedicados a los preparativos. Mongke se dijo que no debía temer a los Asesinos que su hermano había despertado de su apatía, pero ¿qué hombre no les temería? Sabía que podía mantener la sangre fría en una batalla, aunque todo a su alrededor empezara a ir mal. Podía liderar una carga y enfrentarse a otros hombres en la lucha. Su valor estaba probado. Y, sin embargo, la idea de que algún ejecutor enmascarado le pusiera una daga en la garganta mientras dormía le daba escalofríos. Si había Asesinos dedicados a conseguir su muerte, seguro que los había dejado atrás por un año o dos más.
Arik-Boke se había trasladado a Karakorum para hacerse cargo de la administración mientras él estaba fuera. Mongke se había asegurado de que él también entendiera el riesgo que corría, pero su hermano menor se había echado a reír, señalando a los guardias y criados que pululaban por todos los rincones del palacio y la ciudad. Nadie podía entrar allí sin ser visto. Mongke se había quedado más tranquilo sabiendo que su hermano estaría a salvo... y dejando la ciudad a sus espaldas.
En solo catorce días, sus tumanes estaban acercándose a Xanadú, a menos de trescientos kilómetros al norte de Yenking y las tierras septentrionales Chin. La mitad de su ejército apenas había cumplido los veinte años y cabalgaba aquellas largas distancias con facilidad, mientras que Mongke sufría debido a que su cuerpo ya no estaba en forma. Solo su orgullo le mantenía en marcha mientras sus doloridos y agarrotados músculos le atormentaban constantemente, pero los peores días fueron los primeros y su cuerpo empezó a recordar su antigua fuerza tras nueve o diez jornadas sobre la silla.
Mongke movió la cabeza en admirado silencio al ver la nueva ciudad que se elevaba desde el horizonte. Su hermano había creado algo grandioso, que convertía las fantasías en realidad. Mongke se dio cuenta de que estaba orgulloso de Kublai y se preguntó qué cambios vería en él cuando se volvieran a encontrar. No podía negar su propia satisfacción por haber colaborado en esa transformación. Había enviado a Kublai al mundo, obligando a su hermano menor a mirar más allá de sus polvorientos libros. Sabía que era poco probable que Kublai se lo agradeciera, pero, al fin y al cabo, así eran las cosas.
Se detuvieron en Xanadú el tiempo suficiente para que Mongke recorriera toda la ciudad y leyera las docenas de mensajes del yan que habían partido o que había recibido mientras estaba de viaje. Se ocupó de ellos refunfuñando, pero había pocos lugares donde pudiera ir sin que los jinetes del yan le acabaran encontrando. Los khanatos no se quedaban parados simplemente porque Mongke hubiera abandonado Karakorum. Algunos días, se encontró con que estaba trabajando tanto como cuando estaba en la ciudad y disfrutándolo prácticamente en igual medida.
En el breve tiempo que estuvo allí, acabó con las reservas de alimento, sal y té de Xanadú. Los habitantes pasarían hambre por un tiempo, pero la suya era una necesidad mayor. Un número tan importante de tumanes no podía ir escarbando por ahí en busca de comida según avanzaba. Por primera vez desde que recordaba, Mongke tuvo que mantener una línea de suministro abierta a sus espaldas, de manera que siempre había cientos de carros dirigiéndose lentamente hacia el sur detrás de sus guerreros. Los carros de provisiones, pagados a miles de kilómetros de distancia de Karakorum y las ciudades septentrionales Chin, se acumularon mientras descansaba en Xanadú, pero cuando se marchó volvieron a dispersarse. Mongke esbozó una ancha sonrisa al pensar en lo lejos que llegaba su sombra. Sus víveres les alcanzarían cada vez que pararan y pensó que era poco probable que unos bandidos se arriesgaran a asaltar sus carros, con los exploradores del khan siempre rondando en las inmediaciones.
Llevó a los tumanes más al sur, disfrutando al comprobar las amplias distancias que podían recorrer, más rápidos que nadie excepto los jinetes del yan, que tenían la posibilidad de cambiar de caballos en cada una de sus estaciones. Por el gran khan, los tumanes cabalgarían hasta el fin del mundo sin emitir queja alguna. Al mantener las raciones al mínimo, había perdido parte de la carne que se le había adherido a la cintura y su resistencia estaba aumentando, lo que contribuía a su buen humor.
Mongke cruzó la frontera norte del territorio Song un frío día otoñal, mientras el viento bramaba entre las filas de jinetes. Hangzhou se encontraba a unos ochocientos kilómetros al sur, pero había al menos treinta ciudades entre los tumanes y la capital del emperador, cada una de ellas bien guarnecida. Mongke sonrió sobre su caballo, al que clavó los talones para que acelerara, deleitándose con la ráfaga de aire que le golpeó el rostro. Le había encargado a Kublai una tarea sencilla, pero su hermano nunca habría podido llevarla a cabo con éxito él solo. Los veintiocho tumanes que Mongke había traído consigo serían el martillo que aplastaría al emperador Song. Era un ejército más poderoso que ninguno que Gengis hubiera sacado jamás al campo de batalla y, mientras galopaba por el polvoriento camino, Mongke sintió que los años pasados en Karakorum iban deshaciéndose poco a poco como sucios harapos, dejándole renovado y ligero. Por una vez, los jinetes de los yans habían quedado atrás. Sin las paradas de posta, no podían ir más deprisa que sus propios hombres y, por primera vez en años, se sintió realmente libre. Comprendió por fin las palabras de Gengis. Aquel era el mejor modo posible de pasar la vida.