XII
DE pie junto a la ribera del
río Orkhon, Oghul Khaimish observaba el fluir de las oscuras aguas.
Tenía las manos atadas a la espalda, y se le estaban hinchando y
adormeciendo por las ligaduras. Había dos hombres flanqueándola
para impedir que se arrojara al río antes de tiempo. Se estremeció
levemente en el frío del amanecer e intentó controlar el terror que
amenazaba con despojarla de su dignidad.
Mongke estaba allí, junto a varios de sus
favoritos. Le vio sonreír ante algo que decía uno de sus oficiales.
Atrás habían quedado los días en que esos hombres hubieran
compuesto una escena brillante y animada. Del primero hasta el
último, todos los guerreros y hombres de rango de Mongke estaban
vestidos con sencillos deels, sin más decoración que un pequeño
bordado. La mayoría llevaban los tradicionales peinados mongoles,
con el cuero cabelludo afeitado excepto por una mata de pelo en la
coronilla. Tenían los rostros brillantes de grasa fresca de
cordero. Solo Yao Shu y sus escasos escribas Chin estaban
desarmados. El resto llevaban espadas largas que les llegaban casi
a los tobillos, pesadas hojas de caballería diseñadas para golpear
desde arriba. Karakorum poseía su propia fundición, donde los
armeros sudaban todo el día junto al fuego. No era ningún secreto
que Mongke estaba preparándose para ir a la guerra una vez hubiera
masacrado hasta el último de los seguidores y amigos de
Guyuk.
A los seguidores y amigos de su marido. Oghul no podía sentir nada ese día, como si
su corazón hubiera desarrollado una envoltura protectora. Había
perdido demasiado en un tiempo demasiado corto y aún no se había
recuperado de todo lo que había sucedido. No podía soportar mirar a
su antigua criada, Bayarmaa, atada junto a otros doce más,
esperando en lúgubre silencio a que Mongke ordenara sus
muertes.
El orlok parecía no tener prisa alguna. Se
alzaba como una sólida figura en el centro de su grupo, con unos
hombros casi el doble de anchos que los del guerrero más alto de su
séquito. A pesar de su tamaño, se movía con facilidad, seguro de su
fuerza y todavía joven para disfrutar de ella. Oghul se imaginó que
moría de repente delante de todos ellos, pero aquello era pura
fantasía. Mongke era indiferente al dolor de la fila de prisioneros
apiñados a unos pasos de él. Mientras le observaba, Mongke aceptó
una copa de airag de un criado, riendo con sus amigos. De algún
modo, eso le dolió más que cualquier otra cosa, el hecho de que le
importara tan poco la suerte de sus prisioneros, aun cuando aquel
fuera el último día de vida de todos ellos. Oghul vio que uno de
los hombres atados había perdido el control sobre su vejiga y un
delgado hilo de orina estaba oscureciendo sus calzas y formando un
charco a sus pies. Él mismo, con mirada inexpresiva, no parecía
haberse dado cuenta. Retiró la vista, tratando de recobrar el
valor. Todo lo que ese hombre tenía que temer era un cuchillo. A
ella le habían reservado una muerte lenta.
El hecho de que Mongke hubiera decidido que
la esposa de un khan era un personaje de sangre real no
representaba ninguna ventaja. Oghul observó el oscuro canal que
Ogedai había construido y volvió a estremecerse. Notó la necesidad
de vaciar su propia vejiga, aunque había tomado la precaución de no
beber esa mañana. Su rostro y sus manos se iban quedando helados a
medida que la sangre brotaba y sus latidos se aceleraban. Aun así
estaba sudando y, bajo sus axilas, la tela estaba ya húmeda. Se
centró en los pequeños cambios experimentados por su cuerpo
mientras aguardaba, intentando desesperadamente distraerse.
Mongke apuró su airag y le lanzó la copa a
su criado. Hizo una señal de asentimiento con la cabeza a uno de
sus oficiales y este bramó la orden de firmes. Todos los que le
rodeaban se enderezaron, incluso algunos de los prisioneros,
estirándose tanto como les permitían sus ligaduras. Oghul meneó la
cabeza, sintiendo pena de aquellos pobres necios. ¿Esperaban acaso
impresionar a sus torturadores y obtener clemencia? No había en
ellos clemencia alguna.
Yao Shu estaba presente y Oghul creyó poder
distinguir los signos de la enorme tensión del anciano. Había oído
que el canciller había estado ausente de las primeras ejecuciones,
alegando enfermedad. Con un delicado sentido de la crueldad, Mongke
había percibido su malestar y ahora Yao Shu desempeñaba un papel en
todas las ejecuciones. Oghul escuchó la lista de los nombres,
observando con tristeza cómo cada prisionero alzaba ligeramente la
cabeza al oír el suyo.
Después de la interminable espera, el
procedimiento empezó a acelerarse de repente. A patadas, los
hombres de Mongke obligaron a los prisioneros a arrodillarse y un
guerrero muy joven salió del grupo del futuro khan, desenfundando
una larga espada. Oghul sabía que habría obtenido ese honor como
recompensa por algún servicio a Mongke. Muchos de los guerreros
ansiaban desempeñar esa tarea si todavía no habían participado en
una batalla. Oghul recordó que Gengis le había quitado la vida a
decenas de miles de personas en una ciudad extranjera con el único
propósito de entrenar a sus hombres en la realidad de matar.
No escuchó la voz temblequeante de Yao Shu
cuando leyó las acusaciones de la página que sostenía. El verdugo
se preparó junto a la primera figura arrodillada, resuelto a tener
una buena actuación delante de Mongke.
Oghul posó la vista en el río cuando comenzó
la matanza, haciendo caso omiso de los gritos de aprobación y las
carcajadas que brotaban del grupo de Mongke. Bayarmaa era la cuarta
en la fila y Oghul tuvo que obligarse a mirar cuando llegó el turno
de la anciana. Su delito tenía que ver únicamente con su asociación
con Oghul Khaimish, como aquella que había corrompido a la esposa
del khan iniciándola en la magia negra.
Bayarmaa no había inclinado la cabeza ni
alargado el cuello y el guerrero le habló con dureza. La anciana le
ignoró y dirigió la vista hacia donde estaba Oghul. Sus miradas se
encontraron y, antes de ser ejecutada con dos potentes espadazos,
Bayarmaa le sonrió.
Oghul volvió a posar la vista en las aguas
oscuras hasta que todo acabó. Cuando el último de ellos hubo
muerto, se giró para mirar al joven guerrero, que examinaba su hoja
con expresión afligida. Seguro que se había mellado al golpear el
hueso. Mongke se adelantó y le dio unas palmadas en la espalda,
poniéndole una copa de airag en las manos mientras Oghul los
observaba sumida en un odio sombrío. Cuando Mongke dirigió su
mirada hacia ella, la joven sintió que su corazón se encogía de
pánico y sus manos entumecidas se retorcieron en sus
ligaduras.
Yao Shu pronunció su nombre. Esta vez se
percibía un evidente temblor en su voz y Mongke le miró con el ceño
fruncido. Gengis había decretado que su pueblo nunca derramaría
sangre real de la nación, pero la alternativa infundía en Oghul un
miedo cerval.
—Oghul Khaimish, que ha infamado el nombre
del khan con brujería y oscuras prácticas, hasta el punto de...
matar a su propio hijo.
Las manos de Oghul se cerraron en puños ante
estas últimas palabras y se aferró a la frialdad que reinaba en su
interior para mantenerse en pie.
Cuando Yao Shu terminó de leer la acusación,
preguntó si había alguien que estuviera dispuesto a hablar en su
defensa. El olor a sangre flotaba pesado en el aire y nadie se
movió. Mongke asintió con la cabeza como señal en dirección a los
guerreros que la custodiaban.
Mientras la levantaban en el aire y la
colocaban sobre una gruesa alfombra de fieltro, Oghul temblaba sin
cesar. Sintió varios espasmos incontrolables en los músculos de las
piernas. Su cuerpo quería huir y no podía. De pronto, Yao Shu
empezó a entonar una oración por ella, con la voz quebrada. Mongke
le fulminó con la mirada, pero el anciano continuó.
Los guerreros la envolvieron en el fieltro y
el apolillado paño le apretó la cara y le llenó los pulmones de
polvo. Sintió el terror crecer en su pecho y gritó, mientras su
afanoso jadeo era silenciado por la tupida tela. Notó los tirones
de los guerreros cuando ataron el fardo cilíndrico de su cuerpo con
riendas de cuero, abrochando con fuerza las hebillas. No gritaría
pidiendo ayuda con Mongke escuchando, pero no pudo reprimir un
gemido de miedo, que salió de ella como de un animal atrapado en
una trampa. El silencio pareció prolongarse eternamente. Podía oír
los latidos de su corazón en su pecho y oídos con la cadencia de un
tambor. De improviso, se estaba moviendo, daba vueltas poco a poco:
la llevaban rodando hacia el canal.
El agua helada llegó como una tromba y
entonces se debatió salvajemente y vio docenas de diminutas
burbujas de plata brotando a su alrededor. El rollo de fieltro se
hundió rápidamente. Contuvo la respiración tanto tiempo como
pudo.
Sorhatani se cubría con una única sábana, a
pesar de que la noche era fría. Kublai estaba arrodillado a su lado
y, cuando tomó la mano de su madre en la suya, la encontró tan
caliente que casi la soltó. La fiebre se había abierto paso a
través de Karakorum y cada día se conocían unos cuantos casos
nuevos. Todos los veranos sucedía lo mismo. Unas decenas o tal vez
unos cientos sucumbirían ante algún tipo de pestilencia. Muy a
menudo eran aquellos que habían sobrevivido a la anterior, todavía
débiles y delgados.
Kublai notó el escozor de las lágrimas en
los ojos mientras oía a su madre toser, un sonido que iba creciendo
hasta casi ahogarla, arqueando su espalda y abultando las finas
líneas de sus músculos. Aguardó hasta que pudo tomar aire
entrecortadamente. Pareció avergonzada de que su hijo la viera
postrada y le miró con una débil sonrisa en los labios y los ojos
vidriosos por la fiebre.
—Continúa —le animó.
—Yao Shu se ha encerrado en sus aposentos.
Nunca le he visto tan consternado. No fue una buena muerte.
—La buena muerte no existe —dijo Sorhatani,
resollando—. Nunca es amable, Kublai. Todo lo que podemos hacer es
ignorarla hasta que llegue nuestra hora —el esfuerzo que hacía para
hablar era enorme y su hijo intentó detenerla, pero ella rechazó
sus objeciones con un ademán—. La gente sabe hacer eso tan bien,
Kublai. Viven sabiendo que morirán, pero independientemente de
cuántas veces digan esas palabras, en el fondo no lo creen de
verdad. De algún modo se persuaden de que serán los únicos a los
que la muerte olvidará, que vivirán y vivirán y que nunca se harán
viejos —volvió a toser y Kublai hizo un gesto de dolor al oír el
ronco sonido, esperando con paciencia a que pudiera tomar aire de
nuevo.
—Incluso ahora, yo misma espero... vivir,
Kublai. Soy una vieja tonta.
—Ni tonta ni vieja —replicó él con
suavidad—. Y todavía te necesito. ¿Qué haría si no pudiera hablar
contigo? —vio que le sonreía otra vez, pero su piel se arrugó como
una tela vieja.
—No tengo previsto... unirme a tu padre esta
noche. Me gustaría decirle a Mongke lo que pienso de sus listas de
condenados a muerte.
La expresión de Kublai se agrió.
—Por lo que he oído, ha impresionado a los
príncipes y a los generales. Son el tipo de hombres que admiran las
carnicerías. Están diciendo que es un nuevo Gengis, madre.
—Tal vez... lo sea —dijo Sorhatani,
atragantándose. Kublai le puso un vaso de zumo de manzana en las
manos y ella le dio un sorbo con los ojos cerrados.
—Podría haber desterrado a Oghul Khaimish y
a su anciana criada —dijo Kublai. Había estudiado la vida de su
abuelo Gengis y sospechaba que su madre tenía razón, pero eso no
eliminaba el regusto amargo. Con menos de cien muertes, su hermano
había adquirido la reputación de ser implacable. Desde luego, eso
no le había perjudicado a los ojos de la nación. Le consideraban
alguien que traería una nueva era de conquista y expansión. A pesar
de sus dudas y su rechazo personal, Kublai sentía que probablemente
acertaban al pensar así.
—Mongke será khan, Kublai. No debes
cuestionar lo que hace. No es Guyuk, recuérdalo. Mongke es
fuerte.
—Y estúpido —murmuró Kublai.
Su madre se echó a reír y el ataque de tos
que sufrió fue el peor que él había presenciado hasta entonces.
Siguió y siguió y cuando se limpió la boca con la sábana, Kublai
vio una mancha de sangre en la tela. No podía retirar los ojos de
ella.
Cuando por fin consiguió controlar la tos,
Sorhatani meneó la cabeza, con la voz tan débil que era casi un
suspiro.
—No es ningún tonto, Kublai. Comprende mucho
mejor las cosas de lo que te imaginas. Los vastos ejércitos del
khan no pueden volver a convertirse en un puñado de pastores, ya
no. Está cabalgando a lomos del tigre, hijo mío. Y no se atreve a
bajar.
Kublai frunció el ceño, irritado al ver que
su madre parecía respaldar a Mongke en todo. Su deseo había sido
compartir su ira con ella, no oír cómo excusaba los actos de su
hermano. Cuando estaba a punto de volver a hablar, lo entendió.
Sorhatani había sido su amiga además de su madre, pero nunca podría
ver las cosas con claridad en lo que respectaba a sus hijos. Eran
una especie de punto negro para ella. Con tristeza, supo que lo
único que podría conseguir sería hacerle daño. Cerró la boca,
callándose todos los argumentos que podría haber expuesto.
—Pensaré en ello —dijo—. Ahora recupérate,
madre. Querrás estar allí, para ver cómo Mongke es nombrado
khan.
Ella asintió débilmente ante sus palabras y
Kublai le secó el sudor de la frente antes de dejarla.
El cuerpo de Guyuk fue quemado en una pila
funeraria a las afueras de Karakorum y las honras funerarias
alcanzaron su clímax. Incluso en los frescos sótanos del palacio,
el cadáver había empezado a pudrirse y el humo de la pira estaba
cargado del olor a aceites perfumados. Mongke observó cómo la
construcción se desplomaba sobre sí misma en una súbita llamarada.
La mitad de la nación se había emborrachado, por supuesto. No les
hacía falta una razón muy importante para beber y la ocasión de
acompañar al espíritu del khan en su tránsito hacia el nuevo mundo
sin duda era más que suficiente. Millares de hombres y mujeres se
acercaron ebrios a la enorme hoguera, salpicándola con unas gotas
de airag que lanzaban con los dedos o con la boca. Más de uno se
acercó demasiado y se retiró de un salto chillando porque la ropa
se le había prendido y hubo que apagarla a manotazos. En la
oscuridad, las polillas y los mosquitos chisporroteaban en la
hoguera, atraídos por la luz desde la ciudad y las gers. Morían a
millones, motas negras que dibujaban estelas por encima de la pira
justo antes de caer sobre las llamas. Mongke recordó a las jóvenes,
criados y guerreros que habían sido enterrados con Gengis. Sonrió
al pensar que Guyuk solo tendría a una hueste de moscas para
atenderle cuando estuviera muerto.
Cuando la enorme pira quedó reducida a un
montón de brasas, aún más alta que un hombre, Mongke mandó llamar a
sus hermanos. Kublai, Hulegu y Arik-Boke se unieron a él como había
ordenado y el pequeño grupo regresó a pie a través de la silenciosa
ciudad, dejando que la nación continuara sus celebraciones. Algunos
niños nacerían como resultado de esa noche. Algunos hombres y
mujeres morirían en alguna riña de borrachos, pero así eran las
cosas: la vida y la muerte entrelazadas para siempre. Y así es como
debía ser.
Mientras la recorrían juntos, la ciudad
parecía vacía. Casi sin darse cuenta, Mongke y Kublai se habían
puesto a la cabeza del grupo, opuestos en su físico y en su
perspectiva. A sus espaldas, Hulegu tenía la misma frente ancha y
la misma corpulencia de Mongke, mientras que Arik-Boke era el más
bajo y sus ojos saltaban de uno a otro de sus hermanos mientras
caminaba. Una antigua cicatriz desfiguraba al benjamín, una gruesa
línea que atravesaba el rostro de Arik-Boke, de un color que iba
del rosa oscuro al amarillo de un callo. Había sufrido un accidente
años atrás que le había dejado sin tabique en la nariz y ahora
todos podían oírle respirar por la boca mientras avanzaban.
Cualquiera que les viera, aun sin conocerles, habría sabido que
eran hermanos, pero se respiraba más tensión que amistad en ese
reducido grupo. Se mantenían callados, esperando a ver qué tenía
planeado Mongke para ellos.
Kublai sentía la tensión con más intensidad
que los otros. Solo él se había negado a abandonar su estilo Chin,
desde su corte de pelo hasta la fina seda de sus túnicas. Era una
pequeña rebelión, pero, por el momento, Mongke había preferido no
forzar la situación.
Había guardias de noche en el palacio,
celebrando su propia vigilia bajo la luz de las lámparas en
posición de firmes. Al ver a Mongke aproximarse, se transformaron
en estatuas, pero él no pareció darse cuenta, tan sumido estaba en
sus pensamientos. Atravesó el patio exterior y Arik-Boke tuvo que
ponerse al trote para no quedarse atrás mientras pasaban por los
claustros en dirección a la principal sala de audiencias.
Más hombres de la guardia del khan
aguardaban allí, junto a las puertas de cobre pulido. No había
ningún indicio de verde en las relucientes planchas y se percibía
un fuerte olor a cera y abrillantador de suelos flotando en el
aire. Puede que Mongke todavía no fuera khan, pero sus órdenes eran
ley en la ciudad y hacía que todos trabajaran sin descanso.
Ocultando su irritación, Kublai observó cómo
Mongke entraba y atravesaba la estancia, retirando la tela que
cubría una jarra de vino y sirviéndose una copa que apuró en
rápidos tragos. No había lugar para sentarse. La habitación estaba
prácticamente vacía a excepción de una larga mesa sobre la que se
veían, esparcidos sin cuidado, numerosos pergaminos y mapas,
algunos de ellos atados con hilo de color vivo. El resplandeciente
trono de Guyuk y Ogedai había desaparecido, sin duda destinado a
languidecer en algún almacén hasta el siglo siguiente.
—Bebed si queréis —dijo Mongke.
Hulegu y Arik-Boke se unieron a él junto a
la mesa, dejando a Kublai atrás, solo, esperando a que su hermano
le dijera por qué estaban allí.
La respuesta no tardó mucho en llegar.
—Seré khan en primavera —dijo Mongke. Habló
sin ningún deje de triunfalismo en la voz, afirmándolo como un
simple hecho—. Soy el orlok del ejército y el nieto de Gengis.
Baidar no desafiará mi derecho al khanato y Batu ha escrito para
decirme que cuento con su respaldo.
Hizo una pausa mientras Kublai cambiaba
ligeramente de postura. Los dos príncipes de más rango de la nación
habían recibido vastas tierras por deseo de Ogedai. No desafiarían
a su hermano. A pesar de que su mente no era demasiado ágil, había
ascendido por encima de todos ellos. Daba su nombramiento por
sentado y, a decir verdad, era el único hombre a quien los tumanes
aceptarían.
—Así que vas a ser khan, hermano —dijo
Kublai, aceptando la afirmación de Mongke—. Nuestro padre estaría
orgulloso de ver a uno de sus hijos llegar tan alto.
Mongke le miró fijamente, buscando algún
signo de burla. No encontró ninguno y soltó un leve gruñido,
satisfecho de su propio poder.
—Aun así, no os dejaré atrás —le dijo Mongke
a sus hermanos. Kublai se percató de que se dirigía a Hulegu y
Arik-Boke, pero asintió igualmente mientras Mongke proseguía—.
Vosotros ascenderéis conmigo, como nuestro padre habría querido.
Esta noche debatiremos el futuro de nuestra familia.
Kublai dudaba de que hubiera demasiado
debate. Mongke se sentía seguro en su nueva autoridad y dispensaba
sabiduría como un padre lo haría ante sus hijos, no como un
hermano. Dio una palmada a Hulegu en el hombro y Kublai pensó en
cuánto se parecían. Aunque Mongke era un poco más ancho de
espaldas, Hulegu tenía la misma frialdad en la mirada.
—No esperaré a la primavera para iniciar las
campañas —añadió Mongke—. El mundo lleva demasiado tiempo
aguardando a que perezca un khan débil. Nuestros enemigos se han
fortalecido sin sentir nuestra mano en la garganta o un cuchillo en
los cuellos de sus seres queridos. Es hora de recordarles quiénes
son los amos.
Hulegu emitió una especie de gruñido de
aprobación mientras vaciaba otra copa de vino tinto y se relamía.
Mongke le miró con satisfacción, viendo en él las mismas cualidades
que veía Kublai.
—Hulegu, he dado orden por escrito de que
tomes el mando del ejército del oeste de Baidar, con tres tumanes
más de Karakorum. Te he nombrado orlok de cien mil hombres y te he
cedido a tres de mis mejores hombres: Baiju, Ilugei y
Kitbuqa.
Para bochorno de Kublai, Hulegu incluso se
arrodilló y agachó la cabeza.
—Gracias, hermano —dijo, levantándose de
nuevo—. Es un gran honor.
—Arrasarás los territorios al sur y al
oeste, utilizando Samarcanda como centro de operaciones. Baidar no
se opondrá a mis órdenes. Completa el trabajo que comenzó nuestro
abuelo, Hulegu. Ve más allá de lo que él nunca fue. Mi objetivo es
que te construyas un nuevo khanato para ti allí, lleno de
riquezas.
Mongke le entregó un rollo de pergamino a
Hulegu y observó cómo su hermano desenrollaba un mapa de la región,
copiado con gran esmero y marcado con las líneas curvas y los
puntos de alguna mano persa fallecida mucho tiempo atrás. Kublai,
fascinado, se quedó mirando fijamente el plano, acercándose a él
sin poder evitarlo. La biblioteca de Karakorum poseía muchas
maravillas que todavía no había visto.
Hulegu extendió el mapa sobre la mesa,
sujetando los bordes con copas de vino. Recorrió las tierras
representadas con los ojos brillantes. Mongke le dio unos
golpecitos en la espalda mientras se inclinaba, señalando con la
mano libre.
—La ciudad más grande está aquí, hermano, a
orillas del río Tigris. El propio Gengis nunca llegó tan lejos. Es
el centro de la fe que llaman islam. Hablas suficientemente bien su
lengua, Hulegu. Lo conquistarás para mí y será el corazón de tu
nuevo khanato.
—Lo haré, hermano —afirmó Hulegu,
conmovido.
Mongke percibió su placer y sonrió,
volviéndose para rellenar otra copa para él.
—El linaje de Tolui gobernará la nación
—dijo, lanzando una breve mirada a Kublai—. No dejaremos que se nos
escape, esta vez no. El camino iniciado por Gengis será continuado
por nuestra familia. Es el destino, hermanos. Nuestro padre dio su
vida por un khan y nuestra madre mantuvo la ciudad y la patria
unidas cuando podría haber acabado destruida —en sus ojos brillaba
una visión del futuro—. Todo lo que ha sucedido ha servido para
preparar nuestro linaje para este momento, aquí. Cuatro hermanos en
una habitación, con el mundo esperándonos como una dulce
virgen.
Kublai observó en silencio como Hulegu y
Arik-Boke esbozaban una enorme sonrisa, dejándose llevar por las
grandilocuentes palabras de Mongke. No se sentía cómodo apartado de
ellos y, en un impulso, se llenó una copa vacía y se la bebió. Sus
hermanos menores se hicieron a un lado para que pudiera coger la
jarra, aunque Mongke frunció levemente el ceño. Mientras Kublai
daba un sorbo al vino, se dio cuenta de que Arik-Boke, con la
cicatriz de un rosa tan oscuro que era casi rojo, estaba
prácticamente temblando mientras esperaba a que le comunicaran cuál
era su destino.
Mongke eligió ese momento para coger del
brazo a su hermano pequeño.
—Arik, he hablado con nuestra madre y está
de acuerdo con esto.
Al oírle decir eso, Kublai alzó la cabeza.
No creía que Sorhatani se encontrara lo suficientemente bien como
para haber hablado sobre nada.
Mongke continuó, ajeno a las sospechas de
Kublai.
—Ella y yo hemos decidido que tú heredarás
el khanato de la patria, todo excepto la propia Karakorum, que
seguirá siendo propiedad del khan. Yo no quiero este lugar
pestilente, pero todos me dicen que se ha convertido en un símbolo
para el pueblo. El resto es tuyo, lo gobernarás en mi nombre.
Arik-Boke estuvo a punto de derramar su vino
cuando él también hincó la rodilla y agachó la cabeza como signo de
lealtad. Cuando se puso en pie, Mongke le agarró por la nuca y le
sacudió afectuosamente.
—Esas tierras eran de nuestro padre, Arik,
y, antes de eso, pertenecieron a Gengis. Cuídalas bien. Haz que
estén siempre verdes y rebosantes de rebaños.
—Lo haré, hermano, lo juro —contestó Arik.
Con unas pocas palabras, había entrado en posesión de una
inimaginable riqueza. Millones de cabezas de ganado y caballos,
además de un importante estatus en la nación. Mongke le había
convertido en un hombre de poder en un suspiro.
—Seguiré hablando con vosotros dos mañana
—continuó Mongke—. Regresad al amanecer y compartiré con vosotros
todo lo que he planeado.
Se volvió hacia Kublai y los hermanos
menores se quedaron inmóviles, captando la tensión que siempre
estaba presente entre ambos hombres. Cada centímetro de Mongke
representaba al guerrero mongol en todo su esplendor. Kublai era
más alto y su túnica Chin marcaba un fuerte contraste entre
ambos.
—Marchaos, Hulegu, Arik —dijo Mongke con
suavidad—. Quiero hablar en privado con nuestro hermano.
Ninguno de los dos miró a Kublai mientras se
marchaba. Ambos parecían caminar sobre muelles, inmersos de repente
en sus mayores ambiciones. Kublai casi sintió envidia de su
confianza y de la facilidad con la que se la habían
proporcionado.
Cuando estuvieron solos, Mongke rellenó
cuidadosamente las copas y le entregó una a Kublai.
—¿Y qué voy a hacer contigo, hermano?
—Pareces haberlo planeado todo. ¿Por qué no
me lo dices?
—En toda tu vida, apenas has salido de la
ciudad, Kublai. Mientras cabalgaba con Tsubodai hacia el oeste, tú
estabas aquí, jugando con tus libros y tus plumas. Cuando yo estaba
tomando Kiev, tú estabas aprendiendo a vestirte como una mujer Chin
y a bañarte dos veces al día —Mongke se inclinó hacia su hermano y
olfateó el aire, frunciendo el ceño al percibir el delicado perfume
que desprendía Kublai—. Quizá un puesto en la biblioteca de la
ciudad sería apropiado para un hombre de tus... gustos.
Kublai se puso rígido, consciente de que
Mongke le estaba provocando de forma deliberada. Aun así, notó que
las mejillas se le coloreaban ante los insultos.
—No hay nada vergonzoso en la erudición
—repuso con los dientes apretados—. Si tú eres khan, tal vez mi
máxima felicidad sería estar aquí en la ciudad.
Mongke sorbió su vino, meditabundo, aunque
Kublai sospechaba que ya había tomado una decisión mucho antes de
aquella reunión. Su hermano no poseía una inteligencia destacada,
pero era concienzudo y paciente. Esas cualidades podían servir a un
hombre casi igual de bien.
—Sin embargo, prometí a nuestro padre que
cuidaría de la familia, Kublai. Dudo que pretendiera que te dejara
aquí con los dedos manchados de tinta y rodeado de pergaminos
polvorientos —Kublai resistió el impulso de mirarse las manos,
aunque su hermano estaba en lo cierto—. Quería que sus hijos fueran
guerreros, Kublai, no escribas Chin.
A su pesar, Kublai no pudo evitar contestar
a la pulla de su hermano.
—Cuando éramos pequeños, hermano, el propio
Gengis le dijo a sus hombres que se dirigieran a mí cuando tuvieran
un problema. Les dijo que yo podía ver a través de la maraña más
espesa de espinas. ¿Estás preguntándome qué es lo que quiero de
ti?
Lentamente, Mongke esbozó una sonrisa.
—No, Kublai. Te estoy diciendo lo que
yo quiero para ti. Hulegu arrasará los
bastiones del islam, Arik-Boke mantendrá a salvo la patria. Tengo
otros cientos de posibilidades a mi alcance, hermano, de aquí hasta
Koryo. Todos los días se presentan ante mí los emisarios y
embajadores de una docena de pequeñas naciones. Soy el khan electo,
el corazón de la nación. Pero tú tienes otro camino que recorrer,
la labor que Ogedai y Gengis dejaron sin terminar.
La mente de Kublai saltó a la conclusión y
tragó saliva con dificultad.
—Los Song —murmuró Kublai.
—Los Song, Kublai. Docenas de ciudades,
millones de campesinos. Será el trabajo de tu vida. En mi nombre,
llevarás a término lo que Gengis comenzó.
—¿Y cómo te gustaría que cumpliera ese gran
sueño que tienes? —preguntó Kublai en voz baja, disimulando su
nerviosismo con un largo trago de vino.
—Gengis inició la conquista de los Chin por
la región de Xi Xia. Mis consejeros han encontrado otra puerta de
entrada hacia los Song. Me gustaría que llevaras un ejército a lo
largo de la frontera suroeste, Kublai, hasta la región de Yunnan.
Hay una sola ciudad allí, aunque puede convocar a un ejército
equivalente al mío. Con todo, creo que no será una tarea demasiado
ardua, incluso para alguien que nunca ha entrado en batalla —sonrió
para que su tono condescendiente resultara menos insultante—. Me
gustaría que te convirtieras en el nieto que Gengis quería, Kublai,
en un conquistador mongol. Creo que tengo los medios y la voluntad
para cambiar tu vida. Júrame fidelidad hoy y te daré autoridad para
comandar tumanes. Te convertiré en el terror de la corte de los
Song, un nombre que no se atreverán a pronunciar en voz alta.
Kublai apuró su copa y se estremeció,
sintiendo que se le ponía la carne de gallina en los brazos. Tenía
que manifestar su primera sospecha a riesgo de que la duda le
persiguiera toda su vida.
—¿Es que confías en que me matarán, hermano,
si me envías a luchar contra un enemigo así? ¿Es ese tu plan?
—¿Sigues pensando en juegos y
conspiraciones? —replicó Mongke con una risotada—. Creo que Yao Shu
te tuvo demasiado tiempo a su cuidado, hermano. A veces las cosas
son sencillas, como tienen que ser. Perdería unos cañones muy
valiosos y a mi mejor general junto contigo. ¿Mandaría a
Uriang-Khadai a la muerte? Estate tranquilo, hermano. Dentro de
unos pocos meses, seré khan. ¿Tienes idea de lo que eso significa
para mí? Me acuerdo de Gengis. Ocupar el que fue su lugar vale...
más de lo que soy capaz de explicar. No necesito juegos ni tramar
complicados planes. Los Song ya han realizado incursiones en
territorio Chin, en más de un frente. A menos que responda pronto y
con contundencia a sus ataques, irán recuperando poco a poco lo que
Gengis conquistó. Ese es mi único plan, Kublai. Mi único
objetivo.
Kublai examinó la mirada de su hermano y
solo vio verdad en ella. Asintió. Como en una revelación, se dio
cuenta de que su hermano estaba tratando de cumplir con el papel
que había alcanzado. Un khan necesitaba amplitud de miras, ser
capaz de superar las mezquinas disputas de su familia y de la
nación. Mongke estaba tratando de hacer precisamente eso. Era
impresionante y, con un esfuerzo, se deshizo de sus dudas.
—¿Qué tipo de juramento te gustaría que
hiciera? —preguntó por fin. Mongke le observaba con atención,
ocultando por completo sus emociones.
—Júrame que abandonarás tus maneras Chin,
que cuando estés en campaña te vestirás y actuarás como un guerrero
mongol, que te entrenarás con la espada y el arco cada mañana hasta
quedar exhausto. Júrame que no leerás ni uno solo de tus libros
eruditos mientras dure la campaña, ni uno solo, y te daré un
ejército hoy mismo. Te daré a Uriang-Khadai, pero el mando será
tuyo —por un momento, un leve gesto de desdén se dibujó en su
boca—. Si lo que te encomiendo es demasiado para ti, entonces
puedes regresar a las bibliotecas de la ciudad y esperar a que
pasen los años, siempre preguntándote quién podrías haber sido, qué
podrías haber hecho con tu vida.
Los pensamientos se agolparon en la mente de
Kublai. Mongke estaba tratando de ser un khan. Al parecer, creía
que era posible efectuar un cambio similar en su hermano. Resultaba
casi entrañable ver a ese gran bruto mostrar tanta vehemencia.
Kublai pensó en Yao Shu y en los apacibles años que había vivido en
Karakorum. Había disfrutado de los silencios del estudio, de la
gloria de descifrar el conocimiento. Y, sin embargo, parte de él
siempre había soñado con liderar hombres en batalla. La sangre de
su abuelo corría por sus venas tanto como por las de Mongke.
—A Hulegu le has prometido un khanato si
consigue tomar Bagdad —dijo Kublai después de un silencio que
pareció infinito.
Mongke soltó una sonora carcajada, que
resonó en las paredes de la estancia. Había empezado a temer que su
estudioso hermano fuera a rechazar su propuesta. Mientras alargaba
la mano hacia el montón de mapas y documentos, se sintió casi
borracho ante su capacidad para adivinar los ocultos deseos de
Kublai.
Puso el dedo en las vastas tierras del norte
de China y lo clavó sobre ellas.
—Hay dos zonas aquí, hermano. Nan-ching y
Ching-chao. Son mías. Elige cualquiera de ellas, con mi bendición.
Tendrás derecho a tierras Chin, a tener tus propios estados. Si
aceptas mi propuesta, podrás ir a visitarlas. Antes de que te
prometa más, déjame ver que puedes ganar batallas en mi nombre
—siguió sonriendo mientras veía a Kublai examinar los mapas
minuciosamente, fascinado—. Entonces, ¿estamos de acuerdo?
—Dame a Yao Shu como consejero y lo
estaremos —dijo Kublai, dejando que las palabras brotaran de su
boca antes de haber repasado con cuidado sus opciones. Había
ocasiones en que una decisión había que tomarla rápidamente y parte
de él estaba experimentando la misma exaltación que había visto en
sus hermanos menores.
—Es tuyo —contestó Mongke al instante—. Por
el padre cielo, si dices que sí a mi plan, ¡puedes quedarte con
todos los eruditos Chin que quedan en Karakorum! Haré que mi
familia ascienda, Kublai. El mundo conocerá nuestros nombres, lo
juro.
Kublai había continuado observando los mapas
con detenimiento. Nan-ching se encontraba cerca del río Amarillo y
recordó que la llanura era proclive a inundarse. La zona era
populosa y seguro que Mongke esperaba que la eligiera. Ching-chao
estaba más lejos de Yenking, en la frontera de la patria mongola.
Apenas había ninguna ciudad marcada en esa zona. Deseó que Yao Shu
estuviera allí para dar su opinión.
—Con tu permiso, escojo Ching-chao —dijo por
fin.
—¿La pequeña? No es suficiente. Te doy...
—con el dedo, Mongke trazó una línea en el mapa mientras lo
escudriñaba— Huai-meng también. Son estados tan grandes que
conforman casi un khanato, hermano. Te daré más si sales airoso de
las campañas. No puedes decir que no he sido generoso.
—Me has dado más de lo que esperaba
—respondió Kublai con honestidad—. Muy bien, hermano. Tienes mi
juramento. Intentaré ser el hombre que deseas —le tendió la mano y
Mongke la apretó lleno de orgullo y satisfacción. Ambos se quedaron
sorprendidos ante la fuerza del otro.
En primavera, la nación se reunió en la
llanura de Avraga, en el mismo corazón de la patria ancestral de
los mongoles. Los hombres y mujeres más ancianos de la nación
todavía recordaban cuando Gengis unió a las tribus allí,
sustituyendo los estandartes individuales por una sola vara
adornada con crines de caballo teñidas de blanco. La llanura era
amplia y casi completamente plana, por lo que podían divisarse
kilómetros y kilómetros de terrenos en todas direcciones. Un único
arroyo discurría por una parte de la llanura y Mongke se detuvo
deliberadamente a beber de sus aguas, pensando en que Gengis había
estado allí muchos años atrás.
Batu, que era la viva imagen de su padre,
Jochi, había abandonado sus estados rusos y se había presentado en
la asamblea rodeado de su guardia de honor. Le había afligido
visiblemente encontrar a Sorhatani tan extenuada y flaca,
atormentada por una enfermedad y una tos que empeoraba día a día.
Tenía accesos intermitentes de fiebre y había veces en que Kublai
pensaba que se estaba aferrando a la vida solo para ver a Mongke
convertido en khan.
Baidar, el hijo de Chagatai, llegó desde el
oeste. Su riqueza era evidente en el oro de su vestimenta y los
excelentes caballos de sus mil guardias. Como khan de la patria,
Arik-Boke lo había organizado todo para que fueran reuniéndose a lo
largo de un plazo de dos meses. Uno a uno, los príncipes y los
generales fueron presentándose y estableciendo sus campamentos
hasta que incluso una llanura tan vasta como aquella se tiñó de
oscuro, ocupada por hombres y animales. Los monjes cristianos
llegaron desde zonas tan lejanas como Roma o Francia y los
príncipes de Koryo viajaron muchos miles de kilómetros para asistir
a la ceremonia de nombramiento del hombre que les gobernaría. Hasta
que todos hubieron llegado, los presentes se dedicaron a comerciar
e intercambiar bienes y caballos, cerrando tratos que harían ricos
a algunos y pobres a otros durante una generación. El airag y el
vino fluían con generosidad y decenas de miles de animales fueron
sacrificados para alimentarlos a todos.
Cuando llegó el momento, Mongke recorrió las
huestes a caballo y las gentes se fueron arrodillando ante él y
prestando juramento. Nadie se presentó como rival. Era el nieto de
Gengis Khan y había demostrado que era un miembro legítimo de su
linaje, que tenía derecho a liderar. Todos dejaron atrás con
resolución los amargos años vividos bajo el mandato de Guyuk.
Kublai se arrodilló junto a los demás, pensando en el ejército que
debía llevar a tierras Song. Se preguntó si Mongke entendía
realmente el reto que le había planteado. Había afinado su mente
con las grandes filosofías de Lao Tsu, Confucio y Buda, pero ahora
todo aquello había terminado. Cuando Mongke fue proclamado khan con
un rugido aprobador de la multitud, Kublai se estremeció, y, al
instante, se aseguró a sí mismo que había temblado de entusiasmo y
no de miedo.