XXVII
KUBLAI avanzaba al trote por
el camino hacia Shaoyang, mirando al frente. La ciudad estaba
situada en pleno corazón de las tierras Song y sospechaba que hacía
siglos que no había sido atacada. En vez de estar circundada por
una sólida muralla exterior, la ciudad se extendía a lo largo de
kilómetros, constituida por un núcleo central rodeado de pueblos
más pequeños que se habían acabado uniendo con el paso de los
siglos. Sus dimensiones hacían que Xanadú pareciera una ciudad de
provincias e incluso Karakorum se habría perdido en esa ingente
urbe. Intentó hacer un cálculo de la cantidad de personas que
debían de vivir en el vasto paisaje de edificios, tiendas y
templos, pero era imposible asimilar cifras tan astronómicas.
Sus tumanes desfallecían de cansancio tras
haberse forzado a trotar y marchar, trotar y marchar durante cien
kilómetros o más, dejando a sus perseguidores tan lejos como
pudieron. Kublai había enviado a unos exploradores ligeros a la
ciudad, pero dudaba de que estuvieran a más de un día por delante
de él, tal era el ritmo de avance que había marcado a su ejército.
Tanto sus hombres como sus monturas estaban a punto de derrumbarse.
Necesitaban un mes de descanso, buena comida y pasto antes de
volver a la lucha, pero no lo encontrarían en Shaoyang, donde
estaban rodeados de enemigos por todas partes.
Cuando el primero de los tumanes entró al
paso con sus caballos en una calle abierta, no hallaron ni un solo
signo de sus habitantes. Un lugar así no podía ser defendido y
Kublai se maravilló ante una sociedad que había derribado las
murallas para construir nuevos barrios. Era difícil imaginar una
vida tan asentada.
Parecía que ninguna guarnición iba a salir
tampoco a su encuentro. Los exploradores de Kublai ya habían
interrogado a los habitantes, alternando entre los sobornos y las
amenazas. Había tenido suerte, pero tras meses de dura lucha, se
merecía un poco de suerte. Por lo visto, la guarnición estaba fuera
de la ciudad, diez mil de los mejores espadas y ballesteros del
emperador Song. Kublai les deseó una larga cacería, a muchos,
muchos kilómetros de allí.
Oyó a Uriang-Khadai tocar el cuerno para
indicar que el ejército se dividiría en dos grupos de tres tumanes
para avanzar hacia el centro de la ciudad sin aproximarse todos por
el mismo camino. Kublai suponía que Shaoyang tenía un centro, que
sus zonas más antiguas habrían sido tragadas por los irregulares
distritos. No le gustaba cabalgar por calles donde los tejados se
cernían sobre él. Era demasiado fácil imaginarse que unos arqueros
surgían allí de repente y disparaban contra hombres con escaso
espacio para maniobrar. Una vez más, se alegró de llevar la
armadura que Mongke le había obligado a ponerse.
Shaoyang parecía desierta, pero Kublai
sentía multitud de ojos posándose sobre él en el silencio y vio que
los oficiales que estaban más cerca de él se ponían nerviosos y
giraban bruscamente la cabeza al menor indicio de movimiento.
Estuvieron a punto de desenfundar sus espadas cuando se oyó una voz
aguda en las inmediaciones, pero era solo un niño llorando al otro
lado de una puerta cerrada.
Los tumanes que cabalgaban con Kublai
portaban sus estandartes, que colgaban lacios en las calles sin
viento. Cualquiera que estuviera observando podría identificarle
como el líder mediante esas banderas y Kublai sintió que el corazón
se le aceleraba, convenciéndose en medio de esa quietud de que le
estaban tendiendo una trampa. Cada vez que la calle principal
atravesaba una secundaria, se ponía tenso y estiraba el cuello para
otear su final, dirigiendo la vista más allá de las cloacas
empedradas y las entradas a tiendas cerradas y altos edificios de
piedra, a veces de tres o cuatro pisos. Nadie apareció corriendo e
hizo a sus hombres bajar de sus caballos. Cuando oyó el repiqueteo
de unos cascos, dio por supuesto que el sonido procedía de sus
propios hombres. Había enviado a algunos guerreros solos como
avanzada, pero las calles eran un laberinto y no había hallado ni
rastro de ellos cuando vio a un reducido grupo de jinetes unos
metros más adelante.
Los desconocidos, que guiaban a sus caballos
con gesto tranquilo, no iban armados. Iban vestidos con unas
sencillas calzas y una túnica y dos de ellos tenían los brazos
desnudos. Kublai absorbió todos los detalles mientras miraba a su
alrededor una vez más tratando de descubrir indicios de una
emboscada. Los tejados seguían estando despejados y nada se movió.
Los jinetes Song simplemente se detuvieron y se les quedaron
mirando, después, uno de ellos le habló a los demás y el grupo
empezó a avanzar despacio, al paso.
En torno a Kublai, las espadas salieron de
sus vainas con un sedoso susurro y los arcos fueron tendidos con un
crujido seco. Bajo esa extrema atención, los desconocidos se
irguieron, rígidos, muy conscientes de que la calle podía
convertirse en el escenario de su muerte con un solo paso en
falso.
—Dejad que se acerquen —indicó Kubbali con
un murmullo a los que tenía más cerca—. No veo ningún arma.
La tensión creció mientras el pequeño grupo
se aproximaba a la línea de guerreros mongoles. Uno de los hombres
Song localizó a Kublai entre las filas, adivinando su identidad a
partir de los portaestandartes que le flanqueaban. Como si hubiera
oído la voz de Kublai, levantó los brazos muy despacio y se giró en
la silla, primero a un lado y luego al otro para que pudieran ver
que no llevaba nada oculto a la espalda.
—Bajad las armas —le ordenó Kublai a los
guerreros.
Los brazos se cansaban de sostener los arcos
en ristre; los dedos podían resbalar. No quería que mataran a aquel
hombre que se había arriesgado tanto para hablar con él. Alrededor
de Kublai, los guerreros bajaron sus arcos y espadas a
regañadientes y los hombres Song volvieron a respirar.
—Ya estáis suficientemente cerca —dijo
Kublai cuando vio que los Song estaban a una docena de pasos de
distancia.
El grupo de hombres miró al que se había
acercado más. Sus brazos desnudos eran musculosos aunque sus cortos
cabellos eran blancos y su semblante estaba surcado por profundas
arrugas.
—Me llamo Liu Yin-San —dijo el hombre—. Soy
el prefecto de Shaoyang. Soy la persona que se reunió con tus
exploradores.
—Entonces eres la persona que me entregará
la ciudad —contestó Kublai.
Para su sorpresa, Liu Yin-San negó con la
cabeza, como si no se encontrara ante un ejército de miles de
hombres armados que se extendía desde ese punto hasta los pueblos
de la periferia de Shaoyang. Kublai tuvo una súbita visión de un
cuchillo hundido en Shaoyang, con él en la punta. No, tres
cuchillos, con Bayar y Uriang-Khadai. En la retaguardia de sus
tumanes había guerreros que, impacientes por recibir noticias del
frente, todavía no habrían entrado en la ciudad.
—He venido hasta ti desarmado para decirte
que no puedo hacerlo —contestó Liu Yin-San—. El emperador ha dado
órdenes a todas sus ciudades. Si me rindo ante ti, Shaoyan será
quemada como lección para las demás.
—¿Te has reunido con el emperador? —preguntó
Kublai.
—No, no ha visitado Shaoyang —repuso Liu
Yin-San.
—Entonces, ¿cómo te exige fidelidad?
El prefecto frunció el ceño, preguntándose
si podía explicarle el concepto de lealtad a unos hombres de los
que había oído que eran poco más que fieras salvajes. El hecho de
que Kublai le hablara en perfecto mandarín, la lengua y dialecto de
las clases nobles Chin, le infundió esperanzas.
—Hice un juramento cuando fui nombrado
prefecto de la ciudad —respondió—. Mis órdenes son claras. No puedo
darte lo que quieres.
El hombre estaba sudando y Kublai comprendió
perfectamente cuál era su dilema. Si se rendía, la ciudad sería
destruida por su furioso amo. Si se resistía, suponía que Shaoyang
sufriría el mismo destino a manos de los tumanes. Kublai se
preguntó si Liu Yin-San tenía la solución a ese dilema o si se
había dirigido hacia ellos esperando que lo mataran.
—Si yo me convirtiera en el emperador, ¿tu
juramento de lealtad se extendería a mí? —inquirió.
Liu Yin-San se quedó muy quieto mientras
reflexionaba.
—Es posible. Pero, mi señor... tú no eres mi emperador —respondió muy tenso,
consciente de que su vida pendía de un hilo.
Kublai se esforzó por no sonreír ante su
reacción. El prefecto habría adoptado otras decisiones si hubiera
sabido que un ejército Song marchaba hacia la ciudad en aquel mismo
momento. Kublai no permitiría que le atraparan en Shaoyang. Alzó la
vista hacia el sol y pensó que pronto tendría que emprender la
partida.
—No me dejas mucha elección, Liu Yin-San
—dijo. El prefecto palideció levemente, leyendo su propia muerte en
esas palabras. Kublai continuó antes de que pudiera responder—. No
tengo la intención de detenerme en Shaoyang. Tengo otras batallas
que atender. De ti solo necesitaba suministros para mis hombres,
pero si decides que la ciudad no se rinda, me obligas a dar esta
orden.
Kublai dio media vuelta en la silla y
levantó la mano. De nuevo, sus hombres desenvainaron las espadas y
levantaron sus arcos.
—¡Espera! —exclamó Liu Yin-San, con voz
estrangulada—. Puedo... —Vaciló, mientras tomaba algún tipo de
decisión interna—. Nopuedo guiarte hasta
el cuartel que se encuentra a algo más de un kilómetro por este
mismo camino.
Kublai se volvió lentamente hacia él,
enarcando la ceja en muda interrogación.
—No entregaré Shaoyang —dijo Liu Yin-San.
Sudaba profusamente, notó Kublai—. Ordenaré a mi pueblo que se
atrinchere en sus hogares. Rezaré para que la tormenta atraviese la
ciudad sin derramamiento de sangre. Llévate lo que sea que
necesites y márchate.
Kublai sonrió.
—Esa es una sabia decisión, prefecto.
Cabalga hasta tu casa dejando atrás el cuartel y disponte a luchar
si te atacan. Pero no creo que eso suceda, no hoy.
Las manos de Liu Yin-San temblaban mientras
daba media vuelta a su caballo y empezaba a alejarse. Sus hombres
se encontraron avanzando delante del ejército mongol y cabalgaban
con movimientos rígidos y torpes, temiendo sentir una flecha
clavándose en su espalda a cada momento. Kublai esbozó una ancha
sonrisa, pero los siguió de cerca, acercando un poco más todavía a
su columna hasta que llegaron al cuartel de la guarnición de la
ciudad. La amplia plaza suavizó ligeramente la tensión de los
guerreros mongoles. En los extremos se elevaban varios edificios de
dos pisos, con espacio para alojar a miles de hombres.
En aquel momento, Liu Yin-San se detuvo y
Kublai notó que el prefecto seguía creyendo que le quitarían la
vida.
—Llegará un día —dijo Kublai— en el que me
presentaré de nuevo ante ti y te pediré que entregues Shaoyang. Ese
día no te negarás. Ahora vete a casa. Nadie morirá hoy.
Cuando Liu Yin-San se marchó con su pequeño
grupo, muchos de ellos se volvieron varias veces mientras iban
haciéndose más y más pequeños, hasta perderse en las calles de la
ciudad. Kublai se dio cuenta de que no había nadie más a la vista.
Realmente, la población de Shaoynag se había escondido tras sus
puertas cerradas para no enfrentarse al invasor.
Sus hombres empezaron a abrir los portones
de los edificios de la guarnición de Shaoyang, revelando amplios
establos, armerías, dormitorios comunes y cocinas. Uno de ellos se
llevó los dedos a la boca y lanzó un estridente silbido para llamar
la atención de Kublai. Al atravesar el patio de entrenamiento con
su caballo, vio a la columna de Uriang-Khadai entrando por el otro
lado. Kublai se volvió hacia los exploradores que iban siempre
junto a él.
—Uno de vosotros, corred hacia el orlok y
decidle que me presente su informe. Que otro vaya hasta el general
Bayar, donde quiera que esté.
Los exploradores salieron al galope sobre
los adoquines creando un agradable tamborileo cuyo eco fue devuelto
por los edificios que circundaban el espacio abierto. Kublai
desmontó y penetró en una larga sala que, desde los primeros pasos,
le pintó una sonrisa de oreja a oreja en la cara: había miles y
miles de picas; más adelante, encontró escudos amontonados uno
encima de otro en armazones de madera. Pasó junto a una colección
de arcos que no poseían el alcance de los arcos mongoles. Unas
habitaciones daban a otras y, para cuando Uriang-Khadai estaba
entrando en las estancias exteriores, Kublai había llegado a una
sala dedicada a la fabricación de flechas en la que el olor a
pegamento y madera flotaba intenso en el aire. Ante su vista había
docenas de bancos donde los artesanos trabajaban todos los días,
mientras que los resultados podían apreciarse en las pilas de
perfectos carcajs situados a ambos lados de la sala. Sacó una
flecha de uno de ellos y la inspeccionó, frotando las plumas con el
pulgar. Los regimientos Song contaban con maestros artesanos.
Kublai desenganchó su arco del lazo que
llevaba a la espalda y lo encordó con rápidos movimientos. Oyó a
alguien entrar detrás de él y, al volverse, se encontró a
Uriang-Khadai con una rara expresión de satisfacción en el rostro.
Kublai le saludó con una inclinación de cabeza y tendió el arco,
disparando una flecha contra la lejana pared. Atravesó la madera y
desapareció al otro lado, dejando un visible punto de luz mientras
las plumas caían al suelo de madera. Por primera vez en muchos
días, Kublai sintió cómo su fatiga se disipaba.
—Ordena a tus hombres que las recojan
rápidamente, Uriang-Khadai. Envía a los batidores a buscar un lugar
donde podamos dormir y comer, algún lugar fuera de la ciudad. No
pasa nada por que esperemos a mañana para salir de aquí
luchando.
Mientras recorría la sala con la vista,
Kublai sonrió. Alguien tendría que calcularlo, pero allí debía de
haber un millón de flechas en carcajs nuevos, quizá incluso
más.
—Volvemos a tener dientes, orlok.
Usémoslos.
Xuan, Hijo del Cielo, nunca había visto a
los Song en guerra. Solo la magnitud de los preparativos ya era
impresionante, pero se dijo que el paso al que avanzaban era
peligrosamente lento. Les había llevado un mes escoltarles hasta
una asamblea de señores Song que se celebraba en la ciudad. Había
más de cien señores presentes, instalados a distintas alturas de
acuerdo con sus rangos, de modo que los más poderosos ocupaban
posiciones en el propio espacio de debate y los menos poderosos se
inclinaban sobre los balcones superiores para escuchar. Cuando
entró, flanqueado por oficiales Song, todos se habían quedado en
silencio.
Su impresión inicial había sido una masa de
color, ojos clavados en él y tiesas túnicas de colores verde, rojo
y naranja. Había tantos estilos diferentes como hombres en la sala.
Algunos llevaban túnicas sencillas adornadas con perlas, mientras
que otros se achicharraban en cuellos altos y tocados decorados con
todo tipo de cosas, desde plumas de pavo hasta joyas gigantescas.
Unos cuantos de los más jóvenes tenían aspecto de guerreros, pero
la mayoría parecían pájaros ornamentales, apenas capaces de moverse
bajo las galas y las capas de seda.
La presencia de Xuan había aturullado a los
criados, que carecían de instrucciones claras respecto a él. En
términos de nobleza, superaba en rango a todos los hombres de la
sala, pero era el gobernador nominal de una nación extranjera y
comandaba una diminuta fuerza de soldados ya maduros. Los criados
le habían encontrado un lugar en el piso inferior, pero hacia el
fondo, una típica solución intermedia.
Al principio, Xuan se contentó meramente con
observar y escuchar, aprendiendo quiénes eran las personalidades y
los políticos mientras soportaba un mes más de detalladas
conversaciones. Reconoció unas cuantas caras o nombres de su época
en las tierras Song, pero sabía que los señores reunidos en aquella
estancia podían poner un millón de hombres en el campo de batalla
si así lo decidían o recibían una orden directa del emperador. Xuan
todavía no había visto a su primo. El anciano emperador rara vez
abandonaba su palacio y el asunto de la guerra en sí era cosa de
los señores. No obstante, el emperador había insistido en que Xuan
asistiera al consejo, siendo como era uno de los pocos hombres que
se había enfrentado a las hordas mongolas y había sobrevivido. Su
presencia era tolerada, aunque no le daban precisamente la
bienvenida como a un hijo largamente perdido. A los orgullosos
nobles Song les faltaba poco para volverle la cara cuando aparecía.
Tenían que soportar su presencia, pero cuando no añadió su nombre a
la lista de los oradores, muchos de ellos se sintieron secretamente
complacidos, dando por sentado que se sentía intimidado por la
poderosa asamblea.
Se reunían dos veces al mes, aunque era raro
que hubiera tantos asientos ocupados como la primera vez que entró.
Acudiendo con mayor regularidad a las reuniones que la mitad de los
señores convocados, Xuan supo de la entrada del segundo y
descomunal ejército que Mongke Khan había introducido en las
tierras Song. Durante una mañana, la amenaza casi había logrado
apartar a un lado los mezquinos pormenores de la política
cortesana. Dos señores cuyas tierras lindaban entre sí hablaron sin
la mordacidad, escasamente disimulada, que les caracterizaba. La
cosa no había durado más allá de esa primera insinuación de tregua
y, por la tarde, uno de ellos había abandonado la sala hecho una
furia con su comitiva de criados mientras el otro se quedaba
paralizado por la ira ante algún tipo de insulto que había
percibido contra su casa y su rango.
A pesar de la caótica falta de liderazgo, se
entablaban batallas reales. Xuan se informó de que en el sur, los
tumanes liderados por Kublai habían aplastado once ejércitos, lo
que equivalía aproximadamente a tres cuartos de un millón de
hombres. Para evitar que se fortalecieran aún más con las armas
capturadas, la única opción había sido enviar regimiento tras
regimiento contra los mongoles, obligando a Kublai a mantenerse en
movimiento y en constante lucha, agotándole. En el tiempo que pasó
en la sala de debates, Xuan había visto a cuatro nobles ponerse en
pie y despedirse para marchar hacia el campo de batalla. Ninguno de
ellos había regresado y, cuando las nuevas llegaron hasta ellos,
sus nombres fueron incluidos en un pergamino donde estaban
apuntados los muertos honorables.
Un día al inicio del tercer mes, Xuan entró
en la cámara con paso ligero. Estaba medio vacía, pero había varios
señores llegando detrás de él para ocupar sus lugares habituales.
Xuan se dirigió hasta uno de los escribas que redactaban informes
sobre los debates y se situó delante de él, esperando a que
levantara la vista.
—Hablaré hoy —anunció Xuan, cuando el
amanuense le miró.
Los ojos del escriba se agrandaron
levemente, pero asintió, inclinando la cabeza mientras añadía el
nombre formal de Xuan a la lista con sus pinceles y su tinta. Le
llevó un tiempo completarlo pero el escriba conocía su oficio y no
tuvo que consultar sus archivos. A los señores Song, que se iban
acomodando en sus puestos, el acto no les pasó inadvertido. Muchos
de ellos le miraron fijamente mientras Xuan retornaba a su asiento
y otros enviaron corredores a sus aliados. Xuan esperó con
paciencia a que el resto de señores llegara desde sus casas en la
ciudad y, al final, la estancia estuvo tan abarrotada como el
primer día.
Xuan se preguntó si alguno de ellos sabría
que había sido llamado al palacio del emperador la noche anterior,
que habían ido a buscarle al cuartel donde se alojaba con sus
hombres. Había sido un encuentro breve, pero le había alegrado
comprobar que su anciano primo estaba al tanto de la guerra, o de
su falta de progreso. El emperador de los Song se sentía tan
frustrado como el propio Xuan y le había despedido con una orden:
sacar a los señores de su autocomplacencia. El resto de la noche lo
había pasado con un grupo de escribas Song y, por una vez, le
habían permitido consultar cualquier documento que deseara. Había
renunciado a dormir para informarse de todo cuanto pudo y, cuando
se sentó tranquilamente en la sala de debate, su mente bullía de
datos y estratagemas.
Aguardó hasta que hubo concluido la apertura
ritual del consejo, aunque las formalidades duraban una eternidad.
Otros dos hombres hablaron antes que él y Xuan les escuchó
educadamente hasta que terminaron y se llevaron a cabo unas
votaciones de poca importancia. Uno de ellos parecía saber que los
señores reunidos estaban esperando oír a Xuan y presentó su
exposición de manera apresurada, mientras que el otro no parecía
haberse dado cuenta de nada y divagó durante una hora acerca de las
reservas de hierro de las provincias orientales.
Cuando los dos se hubieron sentado, el
canciller del emperador pronunció su nombre y Xuan se puso en pie.
Los señores estiraron el cuello para verle y, en un impulso, Xuan
se adelantó hasta el centro de la estancia, de modo que los tenía a
todos delante formando semicírculos ascendentes que culminaban en
los balcones de arriba. Nadie susurró a su compañero ni se removió
en su sitio. Tenía toda su atención.
—De acuerdo con los archivos imperiales de
Hangzhou, el ejército cuenta con más de dos millones de soldados
entrenados, sin contar las bajas sufridas hasta la fecha. En
conjunto, los honorables señores presentes en esta cámara poseen
once mil piezas de artillería. Y, sin embargo, una fuerza mongola
de apenas cien mil ha hecho que parecieran unos niños.
Un murmullo de indignación recorrió al
instante toda la sala, pero la calculada referencia a los archivos
no había caído en saco roto. Solo el emperador poseía esa
información y eso silenció a aquellos que tal vez habrían intentado
acallarle a gritos. Xuan hizo caso omiso del murmullo y
continuó.
—Con el tiempo, creo que el elevado número
de soldados nos habría garantizado la victoria a pesar de la
ausencia de un mando unificado. Se han cometido errores, para
empezar la suposición de que, dado que el ejército de Kublai está
de campaña y lejos de sus cuarteles, en algún momento tendrá que
regresar a casa para reabastecerse. Los mongoles no necesitan hacer
eso, señores míos. Ellos no están de campaña como nuestro ejército
lo estaría, ellos están simplemente en un sitio nuevo, como nuevos
son todos los sitios para los mongoles. No podemos aguardar a que
se marchen, como he oído proponer tan elocuentemente en esta
cámara. Si no los destruimos, avanzarán sobre Hangzhou dentro de un
año, o dos, o diez. Tardaron más tiempo todavía en controlar las
tierras Chin en el norte, tierras que eran mucho más vastas que las
de los Song.
Tuvo que hacer una pausa y esperar a que
guardaran silencio los que habían hablado por encima de él, pero la
mayoría de los asistentes quería oír lo que tenía que decir y las
exaltadas intervenciones se apagaron por falta de respaldo.
—Aun así, habrían acabado siendo derrotados
por los regimientos Song. Pero ahora el khan mongol ha traído un
nuevo ejército a territorio Song, el mayor ejército que ha tenido
nunca. Los informes hablan de más de un cuarto de millón de
hombres... esta vez sin sus campamentos. No poseen artillería, por
lo que queda clara cuál es su estrategia.
En aquel momento todos los señores se
esforzaban en no perderse ni una sola palabra y en la cámara
reinaba un silencio absoluto. Deliberadamente, Xuan bajó la voz
para que nadie osara interrumpirle de nuevo.
—Pasa junto a las ciudades Song sin
detenerse y avanza distancias increíbles. Si no hubiera leído los
informes de los exploradores en las oficinas del emperador, no lo
habría creído, pero están atravesando enormes tramos de territorio
cada día, en dirección al sur. Su intención, claramente, es
reunirse con los tumanes de Kublai, eliminando a todo ejército que
se interponga en su camino. Es una estrategia arriesgada, una
estrategia que delata desprecio por los ejércitos de los Song.
Mongke Khan aplastará a los hombres que se encuentre en el campo de
batalla y, a continuación, conquistará las ciudades a voluntad, o
bien con los cañones capturados, o bien mediante el asedio. A menos
que le detengamos, estará a las puertas de Hangzhou en menos de un
año.
Todos a una, los señores empezaron a gritar,
indignados ante aquel agravio contra su valor y su fuerza. Que un
emperador fracasado les sermoneara de esa forma era demasiado, era
intolerable. Las cabezas más frías volvieron a considerar que el
emperador le escuchaba, que era su primo carnal. El alboroto se fue
extinguiendo hasta que solo se oyeron las voces de unos pocos que
terminaron calmándose también y regresando a sus asientos con
expresión airada. Xuan prosiguió como si no se hubiera producido
interrupción alguna.
—No habrá más acciones independientes por
parte de los distintos señores. Esas acciones individuales no han
logrado acabar con la amenaza, una amenaza que ahora es todavía
mayor. Únicamente la movilización total de las fuerzas Song lo
logrará. —Dos señores Song se levantaron de su asiento en silencio,
indicándole al canciller del emperador que deseaban hablar—. Este
es el momento de atacar —continuó Xuan—. El khan mongol está con
sus ejércitos. Si podemos detenerle, dispondremos de un periodo de
tiempo durante el cual podemos conquistar las tierras Chin y las
tierras mongolas. —Cuatro dignatarios más se pusieron de pie para
hablar—. Dejará de ser una mera guerra defensiva, señores míos. Si
reunís vuestros ejércitos bajo un solo líder, tenemos la
oportunidad de volver a unificar a los Chin y a los Song.
Hizo una pausa. Una docena de señores Song
estaban de pie, mirando alternativamente a Xuan y al canciller del
emperador, cuya tarea era imponer algún tipo de orden en los
debates. Hasta que Xuan se sentara, no podía ser oficialmente
interrumpido, aunque la norma a menudo se infringía. Por una vez,
los señores aguardaron, conscientes de la importancia del debate
que se abriría a continuación. Xuan frunció el ceño, sabiendo que
era poco probable que los hombres que iban a intervenir
contribuyeran a alcanzar una resolución clara.
—No podemos seguir librando esta guerra como
individuos. Nombrad un líder que comande con completa autoridad.
Enviad a medio millón de hombres contra Kublai y un número igual
contra el khan mongol. Rodead sus pequeños ejércitos y aplastadlos.
De ese modo, no tendréis que ver Hangzhou arrasada por las llamas.
He visto arder Yenking, señores míos. Es suficiente.
Xuan tomó asiento bajo la silenciosa presión
de sus miradas, preguntándose si su mensaje habría llegado a alguno
de los presentes.
La voz del canciller del emperador resonó en
la sala.
—La cámara reconoce al señor Sung Win.
Xuan ocultó una mueca de disgusto al oír el
nombre y aguardó. Tenía derecho a réplica cuando Sung Win
acabara.
—Señores míos, tengo solo dos preguntas para
el estimado orador —dijo Sung Win—. ¿Has recibido orden directa del
emperador de reunir los ejércitos? Y la segunda: ¿es tu intención
que el mando de los Song recaiga sobre tus manos?
Un rugido burlón se elevó del resto de los
hombres de la sala y Xuan frunció el ceño todavía más. Recordó los
ojos húmedos de su primo durante su breve reunión. El emperador era
un hombre débil y Xuan todavía podía sentir cómo su mano le
aferraba la manga. Le había pedido una carta de autoridad, un
mandato imperial, pero su primo había rechazado la idea con un
ademán. La autoridad residía en lo que los señores estuvieran
dispuestos a aceptar y Xuan había sabido entonces que su primo
temía dar una orden así. ¿Por qué si no habría convocado a un
antiguo enemigo en sus aposentos privados? Si el emperador daba la
orden y los señores se negaban a obedecer, su debilidad quedaría
expuesta y el imperio se desmoronaría en varias facciones armadas.
La guerra civil provocaría todo lo que los mongoles no pudieran
lograr.
Todo eso pasó como una exhalación por la
mente de Xuan mientras se erguía una vez más.
—El emperador confía en que me escucharás,
señor Sung Win. Tiene fe en que no permitirás que los Song sean
destruidos por una política mezquina y estrecha de miras, que los
leales señores Song reconocerán la amenaza real a la que se
enfrentan. Y yo no soy el que os liderará contra los mongoles, mi
señor. El que lo haga debe contar con la completa confianza de esta
cámara. Si tú asumes esa responsabilidad, mi señor, yo te
respaldaré.
El señor Sung Win parpadeó mientras volvía a
levantarse: era evidente que se estaba preguntando si Xuan no
acababa de arruinar su oportunidad de hacer exactamente eso. El
emperador Chin era una espina que los señores tenían clavada y su
respaldo no valía nada.
—Me habría gustado ver el sello personal del
emperador —dijo el señor Sung Win, con un brillo de disgusto en los
ojos—. En vez de eso, oigo un discurso formado por vagas palabras,
sin sustancia, y no se nos ofrece la oportunidad de verificar
cuánto de verdad hay en él.
La cámara se quedó en silencio y el señor
Sung Win se percató de que, al casi acusar a Xuan de mentir, había
ido demasiado lejos. Recordó la falta de estatus de Xuan y recuperó
la calma: una figura derrocada como aquella no exigiría reparación
o castigo.
La vacilación de Sung Win le costó que el
canciller imperial, que sabía mejor que la mayoría de los presentes
qué había sucedido entre su amo y el primo Chin, le quitara el
turno.
—La cámara reconoce al señor Jin An
—bramó.
Sung Win cerró la boca de golpe y se acomodó
en su asiento con mal talante mientras un señor más joven hacía una
inclinación de cabeza al canciller.
—¿Hay alguien entre los presentes que niegue
la existencia del ejército del khan y su hermano menor en el sur y
el oeste? —preguntó el señor Jin An, con voz clara y segura—. ¿Se
negarán a aceptar la amenaza que se cierne sobre todos nosotros
hasta que esos ejércitos estén aporreando las puertas de Hangzhou?
Procedamos a la votación de inmediato. Me presento candidato a la
comandancia de uno de los dos ejércitos que debemos enviar.
Por un instante, el ceño de Xuan se borró y
levantó la vista, pero la voz del joven señor se perdió en el
tumulto. Hasta el número de ejércitos estaba en disputa y Xuan
sintió que el corazón se le encogía al darse cuenta de que era
imposible sacarlos de su apatía. Poco después, el señor Jin An
estaba prometiendo airadamente que llevaría a sus propios hombres
contra Kublai, que actuaría solo si nadie más era lo
suficientemente sensato para ver que era necesario hacerlo. Xuan se
frotó los ojos, empezando a notar la falta de sueño. Lo había visto
cuatro veces antes, cuando los señores jóvenes partían para
entablar batalla con los tumanes. Su fervor marcial no había
bastado. En la cámara se estaba produciendo un intercambio de
acusaciones y amenazas y todos se esforzaban en gritar más fuerte
que su vecino. No habría resolución ese día, si es que llegaba a
haberla alguna vez, y, entretanto, los ejércitos mongoles cada vez
estaban más cerca. Xuan meneó la cabeza pensando que era una
locura. Podía intentar volver a hablar con el emperador, pero
estaba rodeado de miles de cortesanos que considerarían esa
petición y decidirían si se la hacían llegar siquiera al emperador.
Xuan había llegado a conocer demasiado bien la burocracia Song a lo
largo de sus años como cautivo como para tener muchas
esperanzas.
Cuando se levantó la reunión a mediodía,
Xuan se aproximó al joven señor, que seguía hablando en tono airado
con otros dos. Todos se quedaron callados al notar su presencia y
el señor Jin An se volvió hacia él y, reaccionando instintivamente
a su rango, hizo una reverencia.
—Confiaba en que el resultado sería mejor
—dijo Xuan.
El señor Jin An asintió con pesar.
—Cuento con cuarenta mil, Hijo del Cielo, y
la promesa de un primo de que me respaldará —suspiró—. He recibido
información fidedigna de que ese Kublai ha sido visto alrededor de
Shaoyang. No debería estar siquiera en esta cámara, discutiendo con
cobardes. Mi lugar está allí, luchando contra el más débil de ambos
ejércitos. Cuarenta mil hombres se perderían contra el ejército que
el khan ha desplegado en el norte —torció la boca en un gesto de
irritación y alargó el brazo para señalar con un movimiento amplio
hacia la puerta, por donde desaparecía el último de los señores—.
Quizá cuando estos idiotas le vean atravesando las calles de
Hangzhou, entenderán la necesidad de trabajar unidos.
La expresión indignada del joven hizo
sonreír a Xuan.
—Puede que ni siquiera entonces —respondió—.
Ojalá tuviera un ejército poderoso para unirlo al tuyo, señor Jin
An. Pero mis ochos mil están a tu disposición, si los
aceptas.
El señor Jin An agitó la mano, como ante una
bagatela. En realidad, el efecto de la presencia de la fuerza de
Xuan sería prácticamente nulo y ambos hombres lo sabían. En su
momento de esplendor, habrían supuesto una incorporación valiosa,
pero tras años de mala alimentación y condiciones aún peores, unos
pocos meses apenas habían empezado a recomponerlos. No obstante, el
joven señor se mostró cortés.
—Saldré el día uno del mes que viene
—anunció—. Sería un honor que hombres como ellos me acompañaran.
Confío en que podré beneficiarme de tu consejo, también.
La sonrisa de Xuan se ensanchó. Estaba
realmente encantado. Había pasado mucho tiempo desde la última vez
que un señor Song le trataba con cortesía.
—Me encantará prestarte cualquier servicio
que esté en mi mano, señor Jin An. Tal vez para cuando partas hayas
encontrado a otros señores que compartan tu opinión sobre la
situación.
El señor Jin An giró la cabeza para mirar la
cámara vacía.
—Tal vez —murmuró, con expresión
dubitativa.
Mientras se dirigía a sus oficiales
reunidos, Orlok Seriankh caminaba sin cesar arriba y abajo. Ante él
había veintiocho generales de tumanes mientras que doscientos
ochenta oficiales minghaan formaban tras ellos.
—He enviado unos exploradores al norte para
unirse a las líneas del yan —les informó Seriankh. Se había quedado
ronco de dar infinitas órdenes sin pausa, evitando que el ejército
se hundiera en el caos mientras millares de voces discutían sobre
lo que debían hacer. Mongke Khan estaba muerto, envuelto en una
tela en el interior de una solitaria ger. El resto del ejército
había levantado el campamento y estaba listo para desplazarse en
cualquier dirección en cuanto Seriankh diera la orden.
—El señor Hulegu será informado de la muerte
del khan dentro de un mes, dos como máximo. Regresará. El hermano
del khan, Arik-Boke, recibirá la noticia más deprisa todavía, en
Karakorum. Habrá otra quiriltai, otra asamblea, y elegiremos al
próximo khan. He enviado a una docena de hombres hacia el sur para
localizar a Kublai y darle la noticia. Él también irá a casa.
Nuestro tiempo aquí ha terminado hasta que tengamos un nuevo gran
khan.
Su general de más rango, Salsanan, se
adelantó un paso y el orlok se volvió hacia él invitándole a
hablar.
—Orlok Seriankh, me presento voluntario para
liderar una fuerza que parta hacia donde se encuentra Kublai, para
respaldar su retirada. No nos estará muy agradecido por abandonarle
mientras está en el campo de batalla —hizo una pausa y luego
continuó—. Podría ser el próximo khan.
—Vigila tus palabras, general —espetó
Seriankh—. No te corresponde hacer conjeturas y propagar rumores
—vaciló, reflexionando al respecto. Mongke tenía muchos hijos,
pero, desde la muerte de Gengis, la sucesión de los khanes nunca
había sido coser y cantar.
—Para respaldar su retirada, muy bien. Hemos
perdido un khan, pero el señor Kublai ha perdido un hermano.
Llévate ocho tumanes y asegúrate de que sale sano y salvo de
territorio Song. Yo llevaré al khan a casa.