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EL ejército tardó un mes en regresar a casa, a Karakorum, casi la mitad del tiempo que había tardado en el viaje de ida. Liberado del mando de Guyuk, Mongke hacía que los hombres se levantaran todos los días antes del amanecer, avanzando a buen paso y concediéndoles de mala gana las breves paradas que hacían para comer o para dormir.
Cuando avistaron las pálidas murallas de la ciudad, el ánimo que reinaba entre los hombres era difícil de definir. Transportaban el cadáver del khan y había muchos que se sentían culpables de haber fracasado en sus deberes para con Guyuk. Y, sin embargo, Mongke cabalgaba erguido frente a ellos, ya seguro en su nueva autoridad. Guyuk no había sido un khan popular. Muchos de los guerreros imitaron la actitud de Mongke y se negaron a bajar la cabeza.
Las noticias habían llegado antes que ellos por medio de los jinetes del yan. Como resultado, Sorhatani había dispuesto de tiempo para preparar la ciudad para los días de duelo. Numerosos braseros habían sido encendidos con astillas de cedro y madera negra de aloe ese amanecer, al ver que se aproximaba el ejército. Una nube de humo gris se elevó en el aire en todo Karakorum, envolviendo la ciudad en niebla y ricos aromas. Por una vez, el hedor de las alcantarillas atascadas quedó enmascarado.
Con los guardias de día vestidos con su mejor armadura, Sorhatani aguardaba junto a la puerta de la ciudad, asomándose al camino para ver al ejército de su hijo volviendo a casa. Kublai había logrado regresar antes que su hermano por muy poco y eso solo readoptando su disfraz de mensajero de los yans. Mientras esperaba en la brisa, observando el polvo que levantaban las decenas de miles de caballos y hombres, Sorhatani se sintió mayor. Uno de los guardias carraspeó y, a continuación, le entró un ataque de tos que no pudo controlar. Sorhatani le lanzó una mirada, advirtiéndole que guardara silencio. Mongke todavía estaba a cierta distancia y se acercó al guerrero, poniéndole la mano en la frente. Estaba ardiendo y Sorhatani frunció el ceño. Con la cara roja, el guerrero era incapaz de responder a sus preguntas. Mientras ella le hablaba, él levantó una mano con un gesto de impotencia y Sorhatani, irritada, le permitió con un ademán que abandonara la fila.
Sorhatani sintió un picor en la garganta y tragó saliva para controlarlo antes de quedar en ridículo. Dos de sus criados estaban en cama con la misma fiebre, pero ahora no podía pensar en eso, no con Mongke regresando a casa.
Sus pensamientos se desviaron hacia su marido, muerto hacía tantos años. Había dado su vida por Ogedai Khan y nunca habría osado soñar que uno de sus propios hijos se alzaría con el khanato. Y, sin embargo, ¿qué otro podría ser khan ahora que Guyuk había muerto? Batu se lo debía todo a Sorhatani, no solo su vida. Kublai estaba seguro de que no supondría un obstáculo para su familia. Elevó una oración silenciosa al espíritu de su esposo, agradeciéndole el sacrificio que había hecho posible todo aquello.
El ejército se detuvo y se instaló alrededor de la ciudad, descargando los caballos y permitiéndoles correr libres para ir a pastar en los campos de hierba, que se extendían exuberantes gracias a su ausencia. No pasaría mucho tiempo antes de que las llanuras de Karakorum volvieran a convertirse en tierra desnuda, se dijo Sorhatani. Observó a Mongke, que entraba a caballo junto a sus oficiales minghaan, y se preguntó si alguna vez podría confiarle el papel que había desempeñado en la muerte de Guyuk. Su intervención no había funcionado tal como Kublai y ella habían planeado. Todo cuanto Sorhatani había pretendido era salvar a Batu. Con todo, no sentía ninguna pena por la desaparición del khan. Ya había presenciado cómo algunos de sus favoritos se echaban a temblar, horrorizados, al saber que su protector había fallecido. Le había costado no deleitarse en su sufrimiento, tras haber soportado durante tanto tiempo su mezquino dominio. Había despedido a los guardias que Guyuk había asignado a su vigilancia. En realidad no tenía autoridad para hacer algo así, pero también ellos habían sabido percibir el cambio de viento y habían abandonado sus aposentos a una velocidad bastante indecorosa.
Mongke llegó hasta ella y desmontó, abrazándola con torpe formalidad. Sorhatani se dio cuenta de que llevaba la espada con cabeza de lobo en la cadera izquierda, un potente símbolo, pero no dio muestras de haberla visto. Mongke todavía no era khan y tendría que recorrer un camino difícil en los siguientes días, hasta que Guyuk fuera enterrado o incinerado.
—Ojalá hubiera podido regresar con mejores noticias, madre —las palabras todavía tenían que ser pronunciadas—. El khan ha sido asesinado por su criado, mientras estaba de caza.
—Es un mal día para la nación —respondió Sorhatani formalmente, inclinando la cabeza. El pecho se le encogió por la amenaza de un ataque de tos y tragó saliva varias veces seguidas—. Habrá que celebrar otro quiriltai, otra asamblea de los príncipes. Enviaré a los jinetes de los yans para instarles a que vengan a la ciudad la siguiente primavera. La nación necesita tener un khan, hijo mío.
Mongke la miró fijamente. Quizá solo él podía percibir el sutil énfasis que había puesto en las últimas palabras, pero sus ojos relucían. Hizo una pequeña inclinación de cabeza como respuesta. Entre los generales, ya habían aceptado que Mongke sería el sucesor de Guyuk. Solo tenía que proclamarse khan. Inspiró hondo y recorrió con la mirada a la guardia de honor que Sorhatani había reunido. Cuando habló, su voz transmitía una serena confianza.
—A la ciudad no, madre, no a este lugar de fría piedra. Soy el khan electo, nieto de Gengis Khan. La decisión es mía. Convocaré a la nación en la llanura de Avraga, el lugar donde Gengis reunió por primera vez a su pueblo.
Espontáneas, lágrimas de orgullo brotaron de los ojos de Sorhatani. Agachó la cabeza, muda.
—La nación se ha apartado de los principios defendidos por mi abuelo —prosiguió Mongke, elevando la voz para que llegara hasta sus oficiales y los guardias—. Yo la llevaré de nuevo al buen camino.
Atravesó con la mirada la puerta abierta, observando la ciudad que se extendía ante él, donde decenas de miles de personas trabajaban para administrar el imperio, desde los impuestos de los más humildes hasta los ingresos y palacios de los reyes. Su rostro revelaba su desdén y, por primera vez desde que supo de la muerte de Guyuk, una sombra de preocupación perturbó a Sorhatani. Había pensado que Mongke necesitaría su consejo cuando asumiera el control de la ciudad. Sin embargo, su hijo parecía mirar a través de Karakorum hacia algún tipo de visión interior, como si no la viera en absoluto. Cuando habló de nuevo, Mongke confirmó sus temores.
—Deberías retirarte a tus habitaciones, madre. Al menos durante unos días. He traído una rama ardiendo a Karakorum. Haré que esta sucia ciudad quede limpia antes de ser khan.
Sorhatani dio un paso atrás mientras Mongke volvía a montar y atravesaba a caballo la puerta de la ciudad en dirección al palacio. Todos sus hombres estaban armados y vio sus adustas caras bajo una nueva luz cuando siguieron a su señor al interior de Karakorum. El polvo que levantaron al pasar le provocó un nuevo acceso de tos, haciendo que sus ojos volvieran a llenarse de lágrimas.

 

Por la tarde, los perfumados braseros estaban parcialmente consumidos y la ciudad había iniciado el periodo oficial de duelo por Guyuk Khan. Su cuerpo yacía en el fresco sótano del palacio, listo para ser lavado y vestido para la pira funeraria.
Atravesando las pulidas puertas de cobre, Mongke entró con amplias zancadas en la sala de audiencias. El personal de mayor rango de Karakorum se había reunido por orden suya y se arrodillaron al verle entrar, tocando el suelo de madera con la frente. Guyuk se había sentido cómodo con ese tipo de cosas, pero hacerlo ante Mongke fue un error.
—En pie —espetó Mongke al pasar por su lado—. Haced una reverencia si es estrictamente necesario, pero no toleraré esta costumbre Chin de postrarse en mi presencia.
Se sentó en el ornamentado trono de Guyuk con expresión de disgusto. Los empleados se alzaron, vacilantes, y Mongke frunció el ceño mientras los observaba con atención. No había ningún mongol auténtico en la estancia, ese era el legado de los pocos años de Guyuk como khan y de su padre antes que él. ¿Qué ventaja tenía haber conquistado una nación si el khanato estaba siendo conquistado desde dentro? La sangre de tu sangre era lo primero, aunque esa simple verdad se había perdido a causa de hombres como Guyuk y Ogedai. Los hombres que llenaban esa sala dirigían el imperio, imponían impuestos y se enriquecían mientras sus conquistadores seguían viviendo en la más sencilla pobreza. Mongke enseñó los dientes al pensarlo, asustándolos aún más. Su mirada se posó en Yao Shu, el canciller del khan. Mongke le estudió durante un momento, recordando las antiguas lecciones con el monje Chin. De Yao Shu había aprendido budismo, árabe y mandarín. Aunque Mongke despreciaba buena parte de lo que le había enseñado, seguía admirando a aquel anciano y, probablemente, Yao Shu fuera indispensable. Mongke se levantó del trono y caminó entre las filas, distinguiendo a los hombres de más rango apoyando brevemente la mano en sus hombros.
—Acercaos al trono —les dijo, sin dejar de avanzar mientras ellos, obedientes, se deslizaban hacia allí. Al final, eligió a seis y luego se detuvo ante Yao Shu. El canciller se mantenía muy erguido, a pesar de que era, con mucho, el hombre más viejo del grupo. Había conocido a Gengis en su juventud y Mongke le trataría con honor aunque solo fuera por eso.
—Puedes conservar a estos hombres como personal, canciller. El resto provendrá de la nación, hombres de sangre mongola exclusivamente. Prepáralos para que os sustituyan. No permitiré que mi ciudad esté gobernada por extranjeros.
Yao Shun se puso lívido, pero solo acertó a hacer una reverencia como respuesta.
Mongke sonrió. Iba vestido con la armadura completa, una señal destinada a ellos de que los días de la seda llegaban a su fin. La nación había nacido de la guerra y, después, había sido regida por cortesanos Chin. Eso era inaceptable. Mongke se dirigió a uno de sus guardias y murmuró una orden en su oído. El hombre partió a la carrera y los escribas y los cortesanos aguardaron nerviosos con Mongke frente a ellos, todavía sonriendo ligeramente mientras contemplaba la ciudad por la ventana abierta.
Cuando el guerrero regresó, traía un delgado bastón con una tira de cuero en el extremo. Mongke lo cogió e hizo girar sus hombros para desentumecerlos.
—Habéis engordado alimentándoos de una ciudad que no os necesita —le dijo a los hombres, restallando el látigo en el aire—. Eso se ha acabado. Salid de mi casa.
Durante un instante, los hombres reunidos en la estancia se quedaron paralizados, escandalizados ante sus palabras. Esa breve vacilación fue suficiente para él.
—Y os habéis vuelto lentos con Guyuk y Ogedai. Cuando un hombre, cualquier hombre de la nación, os da una orden, ¡obedecéis!
Azotó con el látigo el rostro del escriba más cercano, asegurándose de golpearle también con la vara de madera. Con un aullido, el hombre cayó de espaldas y Mongke empezó a golpear a diestro y siniestro con amplios movimientos de brazo. Los hombres lanzaban gritos de pánico a la vez que se esforzaban por alejarse de él. Una ancha sonrisa flotaba en los labios de Mongke mientras golpeaba y volvía a golpear, en ocasiones haciendo sangre a sus víctimas, que salieron en tropel de la sala. Presa de un ardiente frenesí, los persiguió, dándoles latigazos en las piernas y en la cara, donde podía.
Los dirigió hacia abajo, hacia los claustros, y los obligó a salir al patio de maniobras del palacio, donde el árbol de plata se erguía reluciente bajo el sol. Algunos tropezaron y cayeron y, riéndose, Mongke les hizo levantar de un puntapié, obligándoles a continuar avanzando a trompicones con el costado dolorido. Era un guerrero entre ovejas y utilizaba los golpes del látigo para reagruparlos como habría hecho con un rebaño de corderos. Los cortesanos siguieron adelante dando traspiés hasta que la puerta de la ciudad, desde cuyas dos torres varios guardias les miraban con expresión divertida, apareció imponente ante ellos. Aunque estaba sudando con profusión, Mongke no cejó en sus esfuerzos. Les propinó empujones, patadas y latigazos hasta que el último de ellos estuvo al otro lado de las murallas. Solo entonces se detuvo, jadeante, con la sombra de la puerta cayendo sobre él en diagonal.
—Ya habéis recibido bastante de la nación —les gritó—. Es hora de que trabajéis para ganaros el pan como hombres honestos, o de que os muráis de hambre. Si volvéis a entrar en mi ciudad, os haré decapitar.
Un sonoro aullido de angustia y rabia brotó del grupo y, por un momento, Mongke pensó que iban a abalanzarse sobre él. Muchos tenían esposas e hijos en la ciudad, pero nada de eso le importaba. Su avidez por castigar era tan fuerte que casi deseó que se atrevieran a atacarle para poder sacar la espada. No tenía ningún miedo de los eruditos y los escribas. Eran Chin y, por mucha que fuera su furia e inteligencia, no había nada que pudieran hacer.
Cuando la rabia del grupo se hubo transformado en un impotente murmullo, Mongke levantó la vista hacia los guardias que observaban la escena por encima de su cabeza.
—Cerrad la puerta —ordenó—. Memorizad sus caras. Si volvéis a ver a uno solo de ellos dentro de las murallas, tenéis mi permiso para atravesarlo con una flecha.
Entonces, al ver el resentimiento y el horror pintados en los rostros de la muchedumbre de maltrechos y magullados cortesanos, soltó una carcajada. Esperó a que las puertas estuvieran cerradas, contemplando cómo la franja visible de las planicies se iba estrechando con un crujido hasta desaparecer. Fuera, los cortesanos gemían y lloraban mientras Mongke hacía un gesto de asentimiento hacia los guardias de día y arrojaba por fin el ensangrentado látigo, emprendiendo solo el regreso al palacio. A su paso, vio miles de rostros Chin espiando desde sus casas al hombre que sería khan en primavera. Hizo una mueca recordando de nuevo que la ciudad se había alejado enormemente de sus orígenes. Bien, él no era como Guyuk, que había permitido que sus ambiciones se vieran entorpecidas durante años. La nación era suya.
El aroma de la madera de aloe había disminuido desde la mañana. La ciudad hedía de nuevo, recordándole a Mongke el olor de la tienda de los heridos después de una batalla. Pensó con amargura en las heridas supurantes que había visto, hinchadas y relucientes por el pus. Hacía falta valor y una mano firme para drenar una herida así: era necesario un tajo y un dolor agudo para poner en marcha el proceso de curación. Mientras caminaba, esbozó una sonrisa. Él sería esa mano.

 

Al caer la noche, toda la ciudad estaba revuelta. Por orden de Mongke, grandes números de guerreros habían entrado en Karakorum y grupos de diez o veinte hombres recorrían cada calle y cada casa y examinaban las posesiones de millares de familias. Al primer signo de resistencia, sacaban a los propietarios a rastras a la calle y les daban una paliza públicamente, dejándolos tirados sobre los adoquines hasta que sus parientes se atrevían a salir para meterlos de nuevo en las casas. Algunos permanecieron en el mismo sitio donde habían caído durante toda la noche.
Incluso los lechos de muerte fueron registrados en busca de oro o plata, mientras los ocupantes, envueltos en sus sábanas, eran desalojados con violencia de su cama y obligados a permanecer de pie en el frío hasta que los guerreros se daban por satisfechos. Esos casos eran muy numerosos, y también aquellos en los que los enfermos, febriles, tosían lánguidamente mientras esperaban con la mirada vidriosa a que los guerreros terminaran. Las familias Chin sufrieron más que otros grupos, aunque los joyeros musulmanes perdieron toda su mercancía en una sola noche, desde las materias primas hasta los artículos terminados que ya tenían listos para la venta. En teoría, todo quedaba inventariado, pero la verdad era que cualquier objeto de valor encontrado desaparecía en los deels que los guerreros llevaban sobre la armadura.
El alba no trajo respiro alguno y solo sirvió para revelar el alcance de la destrucción. En cada una de las calles había como mínimo un cadáver despatarrado, y desde todas las esquinas de Karakorum se oía el llanto de mujeres y niños.
El palacio era el centro de aquel tumulto, que comenzó con un registro de las suntuosas estancias que habían pertenecido al personal y los favoritos del khan. Sus esposas, o bien eran reclamadas por los oficiales de Mongke o expulsadas al otro lado de las murallas con sus maridos. Los ostentosos símbolos de estatus fueron descolgados y destrozados, desde los tapetes a la estatuaria budista. Allí, al menos, podía percibirse el ojo vigilante de Mongke, y los tesoros encontrados fueron recogidos y apilados en los almacenes subterráneos. La mayor parte fue quemada en enormes hogueras encendidas en las calles.
Cuando cayó la noche del segundo día de Mongke en la ciudad, convocó a sus generales de más confianza en la sala de audiencias del palacio. Ilugei y Noyan eran mongoles de su misma clase, hombres fuertes que habían crecido con un arco en las manos. Ninguno de aquellos hombres había adoptado hábito o signo alguno de la cultura Chin y los que sí lo habían hecho ya habían empezado a afeitarse la cabeza y a librarse de los artefactos de esa nación. El deseo del orlok había quedado perfectamente claro cuando echó a latigazos de la ciudad a los escribas Chin.
El mero hecho de celebrar una reunión de oficiales sin la presencia de los escribas Chin para tomar nota representaba un cambio respecto a la corte de Guyuk. Mongke sabía que Yao Shu estaba fuera, pero haría esperar al anciano hasta que el debate sobre los auténticos asuntos hubiera concluido. No se sentía precisamente contento ante la necesidad de hacer frente a las deudas de Guyuk. Solo el padre cielo sabía cómo había conseguido el khan que le prestaran tanto dinero con un erario prácticamente vacío. Ya habían llegado al palacio varias delegaciones de mercaderes a recoger oro a cambio de sus papeles. El pensamiento hizo que Mongke torciera el gesto. Con el capital que le había arrebatado a los extranjeros de Karakorum, podría satisfacer casi todas las promesas en papel de Guyuk, aunque se quedaría sin fondos durante meses. Su honor exigía adoptar ese curso de acción, además de la consideración práctica de que necesitaba contar con la benevolencia de los mercaderes y la actividad comercial que generaban. Al parecer, el papel de un khan implicaba algo más que ganar batallas.
Mongke todavía no estaba seguro de si había actuado bien al retirar al personal de palacio de sus cómodos puestos. Parte de él sospechaba que Yao Shu le presentaba hasta el más insignificante de los problemas como un modo de criticar lo que había hecho. Aun así, el recuerdo de haberlos echado de la ciudad a fuerza de latigazos le producía una inmensa satisfacción. Había considerado necesario poner de manifiesto que él no era Guyuk, que la ciudad sería gobernada siguiendo directrices mongolas.
—¿Has enviado los hombres a Torogene? —le preguntó a Noyan.
El general se erguía con orgullo ante él vestido en un deel tradicional, con la piel reluciente de grasa fresca de cordero. No llevaba armadura, aunque Mongke le había permitido conservar la espada para la reunión. No temería a sus propios hombres, como habían hecho Guyuk y Ogedai.
—Sí, mi señor. Me informarán directamente cuando hayan cumplido su misión.
—¿Y la esposa de Guyuk, Oghul Khaimish? —siguió Mongke, pasando a mirar a Ilugei.
Ilugei apretó la boca antes de responder.
—Eso todavía no... todavía no está solucionado, mi señor. He enviado a unos hombres a sus habitaciones, pero les prohibió el paso y pensé que querrías que la cosa se llevara con discreción. Mañana tendrá que salir.
Al oírle, Mongke se quedó quieto y en silencio, haciendo que Ilugei empezara a sudar bajo su mirada amarilla. Por fin, el orlok asintió.
—El método que emplees para cumplir mis órdenes es cosa tuya, Ilugei. Tráeme las nuevas cuando las tengas.
—Sí, mi señor —dijo Ilugei, respirando aliviado. Mongke había retirado ya su mirada de él cuando Ilugei volvió a hablar—. Ella es... popular en la ciudad, mi señor. Las noticias de su embarazo se han propagado por todas partes. Podría dar lugar a disturbios.
Mongke fulminó con la mirada al tembloroso guerrero.
—Entonces sácala de allí por la noche. Haz que desaparezca, Ilugei. Te he dado una orden.
—Sí, señor —Ilugei se mordió los labios mientras reflexionaba—. Nunca se separa de sus dos compañeras, señor. Me han llegado rumores de que la más anciana conoce la ciencia de las hierbas y antiguos rituales. Me pregunto si no habrá infectado a Oghul Khaimish con sus hechizos y palabrería.
—No he oído nada al respecto... —comenzó a decir Mongke, pero se interrumpió—. Sí, Ilugei. Eso servirá. Descubre cuánto hay de cierto en ese rumor. —Ser acusado de brujería conllevaba un castigo terrible. Nadie estaría dispuesto a defender a Oghul Khaimish una vez que esa sospecha hubiera caído sobre ella.
Mongke se sintió cansado cuando dio permiso a sus oficiales para retirarse y dejó entrar en la sala a Yao Shu. Las jornadas de un futuro khan eran largas, pero Mongke había encontrado su propósito. Abriría la herida y dejaría que sangrara hasta que quedara limpia. En unos pocos meses, estaría al frente de un imperio mongol de cuyo corazón habría desaparecido la corrupción Chin. Era un hermoso sueño y sus ojos brillaban de satisfacción cuando Yao Shu se inclinó ante él.