X
EL ejército tardó un mes en
regresar a casa, a Karakorum, casi la mitad del tiempo que había
tardado en el viaje de ida. Liberado del mando de Guyuk, Mongke
hacía que los hombres se levantaran todos los días antes del
amanecer, avanzando a buen paso y concediéndoles de mala gana las
breves paradas que hacían para comer o para dormir.
Cuando avistaron las pálidas murallas de la
ciudad, el ánimo que reinaba entre los hombres era difícil de
definir. Transportaban el cadáver del khan y había muchos que se
sentían culpables de haber fracasado en sus deberes para con Guyuk.
Y, sin embargo, Mongke cabalgaba erguido frente a ellos, ya seguro
en su nueva autoridad. Guyuk no había sido un khan popular. Muchos
de los guerreros imitaron la actitud de Mongke y se negaron a bajar
la cabeza.
Las noticias habían llegado antes que ellos
por medio de los jinetes del yan. Como resultado, Sorhatani había
dispuesto de tiempo para preparar la ciudad para los días de duelo.
Numerosos braseros habían sido encendidos con astillas de cedro y
madera negra de aloe ese amanecer, al ver que se aproximaba el
ejército. Una nube de humo gris se elevó en el aire en todo
Karakorum, envolviendo la ciudad en niebla y ricos aromas. Por una
vez, el hedor de las alcantarillas atascadas quedó
enmascarado.
Con los guardias de día vestidos con su
mejor armadura, Sorhatani aguardaba junto a la puerta de la ciudad,
asomándose al camino para ver al ejército de su hijo volviendo a
casa. Kublai había logrado regresar antes que su hermano por muy
poco y eso solo readoptando su disfraz de mensajero de los yans.
Mientras esperaba en la brisa, observando el polvo que levantaban
las decenas de miles de caballos y hombres, Sorhatani se sintió
mayor. Uno de los guardias carraspeó y, a continuación, le entró un
ataque de tos que no pudo controlar. Sorhatani le lanzó una mirada,
advirtiéndole que guardara silencio. Mongke todavía estaba a cierta
distancia y se acercó al guerrero, poniéndole la mano en la frente.
Estaba ardiendo y Sorhatani frunció el ceño. Con la cara roja, el
guerrero era incapaz de responder a sus preguntas. Mientras ella le
hablaba, él levantó una mano con un gesto de impotencia y
Sorhatani, irritada, le permitió con un ademán que abandonara la
fila.
Sorhatani sintió un picor en la garganta y
tragó saliva para controlarlo antes de quedar en ridículo. Dos de
sus criados estaban en cama con la misma fiebre, pero ahora no
podía pensar en eso, no con Mongke regresando a casa.
Sus pensamientos se desviaron hacia su
marido, muerto hacía tantos años. Había dado su vida por Ogedai
Khan y nunca habría osado soñar que uno de sus propios hijos se
alzaría con el khanato. Y, sin embargo, ¿qué otro podría ser khan
ahora que Guyuk había muerto? Batu se lo debía todo a Sorhatani, no
solo su vida. Kublai estaba seguro de que no supondría un obstáculo
para su familia. Elevó una oración silenciosa al espíritu de su
esposo, agradeciéndole el sacrificio que había hecho posible todo
aquello.
El ejército se detuvo y se instaló alrededor
de la ciudad, descargando los caballos y permitiéndoles correr
libres para ir a pastar en los campos de hierba, que se extendían
exuberantes gracias a su ausencia. No pasaría mucho tiempo antes de
que las llanuras de Karakorum volvieran a convertirse en tierra
desnuda, se dijo Sorhatani. Observó a Mongke, que entraba a caballo
junto a sus oficiales minghaan, y se preguntó si alguna vez podría
confiarle el papel que había desempeñado en la muerte de Guyuk. Su
intervención no había funcionado tal como Kublai y ella habían
planeado. Todo cuanto Sorhatani había pretendido era salvar a Batu.
Con todo, no sentía ninguna pena por la desaparición del khan. Ya
había presenciado cómo algunos de sus favoritos se echaban a
temblar, horrorizados, al saber que su protector había fallecido.
Le había costado no deleitarse en su sufrimiento, tras haber
soportado durante tanto tiempo su mezquino dominio. Había despedido
a los guardias que Guyuk había asignado a su vigilancia. En
realidad no tenía autoridad para hacer algo así, pero también ellos
habían sabido percibir el cambio de viento y habían abandonado sus
aposentos a una velocidad bastante indecorosa.
Mongke llegó hasta ella y desmontó,
abrazándola con torpe formalidad. Sorhatani se dio cuenta de que
llevaba la espada con cabeza de lobo en la cadera izquierda, un
potente símbolo, pero no dio muestras de haberla visto. Mongke
todavía no era khan y tendría que recorrer un camino difícil en los
siguientes días, hasta que Guyuk fuera enterrado o
incinerado.
—Ojalá hubiera podido regresar con mejores
noticias, madre —las palabras todavía tenían que ser pronunciadas—.
El khan ha sido asesinado por su criado, mientras estaba de
caza.
—Es un mal día para la nación —respondió
Sorhatani formalmente, inclinando la cabeza. El pecho se le encogió
por la amenaza de un ataque de tos y tragó saliva varias veces
seguidas—. Habrá que celebrar otro quiriltai, otra asamblea de los
príncipes. Enviaré a los jinetes de los yans para instarles a que
vengan a la ciudad la siguiente primavera. La nación necesita tener
un khan, hijo mío.
Mongke la miró fijamente. Quizá solo él
podía percibir el sutil énfasis que había puesto en las últimas
palabras, pero sus ojos relucían. Hizo una pequeña inclinación de
cabeza como respuesta. Entre los generales, ya habían aceptado que
Mongke sería el sucesor de Guyuk. Solo tenía que proclamarse khan.
Inspiró hondo y recorrió con la mirada a la guardia de honor que
Sorhatani había reunido. Cuando habló, su voz transmitía una serena
confianza.
—A la ciudad no, madre, no a este lugar de
fría piedra. Soy el khan electo, nieto de Gengis Khan. La decisión
es mía. Convocaré a la nación en la llanura de Avraga, el lugar
donde Gengis reunió por primera vez a su pueblo.
Espontáneas, lágrimas de orgullo brotaron de
los ojos de Sorhatani. Agachó la cabeza, muda.
—La nación se ha apartado de los principios
defendidos por mi abuelo —prosiguió Mongke, elevando la voz para
que llegara hasta sus oficiales y los guardias—. Yo la llevaré de
nuevo al buen camino.
Atravesó con la mirada la puerta abierta,
observando la ciudad que se extendía ante él, donde decenas de
miles de personas trabajaban para administrar el imperio, desde los
impuestos de los más humildes hasta los ingresos y palacios de los
reyes. Su rostro revelaba su desdén y, por primera vez desde que
supo de la muerte de Guyuk, una sombra de preocupación perturbó a
Sorhatani. Había pensado que Mongke necesitaría su consejo cuando
asumiera el control de la ciudad. Sin embargo, su hijo parecía
mirar a través de Karakorum hacia algún tipo de visión interior,
como si no la viera en absoluto. Cuando habló de nuevo, Mongke
confirmó sus temores.
—Deberías retirarte a tus habitaciones,
madre. Al menos durante unos días. He traído una rama ardiendo a
Karakorum. Haré que esta sucia ciudad quede limpia antes de ser
khan.
Sorhatani dio un paso atrás mientras Mongke
volvía a montar y atravesaba a caballo la puerta de la ciudad en
dirección al palacio. Todos sus hombres estaban armados y vio sus
adustas caras bajo una nueva luz cuando siguieron a su señor al
interior de Karakorum. El polvo que levantaron al pasar le provocó
un nuevo acceso de tos, haciendo que sus ojos volvieran a llenarse
de lágrimas.
Por la tarde, los perfumados braseros
estaban parcialmente consumidos y la ciudad había iniciado el
periodo oficial de duelo por Guyuk Khan. Su cuerpo yacía en el
fresco sótano del palacio, listo para ser lavado y vestido para la
pira funeraria.
Atravesando las pulidas puertas de cobre,
Mongke entró con amplias zancadas en la sala de audiencias. El
personal de mayor rango de Karakorum se había reunido por orden
suya y se arrodillaron al verle entrar, tocando el suelo de madera
con la frente. Guyuk se había sentido cómodo con ese tipo de cosas,
pero hacerlo ante Mongke fue un error.
—En pie —espetó Mongke al pasar por su
lado—. Haced una reverencia si es estrictamente necesario, pero no
toleraré esta costumbre Chin de postrarse en mi presencia.
Se sentó en el ornamentado trono de Guyuk
con expresión de disgusto. Los empleados se alzaron, vacilantes, y
Mongke frunció el ceño mientras los observaba con atención. No
había ningún mongol auténtico en la estancia, ese era el legado de
los pocos años de Guyuk como khan y de su padre antes que él. ¿Qué
ventaja tenía haber conquistado una nación si el khanato estaba
siendo conquistado desde dentro? La sangre de tu sangre era lo
primero, aunque esa simple verdad se había perdido a causa de
hombres como Guyuk y Ogedai. Los hombres que llenaban esa sala
dirigían el imperio, imponían impuestos y se enriquecían mientras
sus conquistadores seguían viviendo en la más sencilla pobreza.
Mongke enseñó los dientes al pensarlo, asustándolos aún más. Su
mirada se posó en Yao Shu, el canciller del khan. Mongke le estudió
durante un momento, recordando las antiguas lecciones con el monje
Chin. De Yao Shu había aprendido budismo, árabe y mandarín. Aunque
Mongke despreciaba buena parte de lo que le había enseñado, seguía
admirando a aquel anciano y, probablemente, Yao Shu fuera
indispensable. Mongke se levantó del trono y caminó entre las
filas, distinguiendo a los hombres de más rango apoyando brevemente
la mano en sus hombros.
—Acercaos al trono —les dijo, sin dejar de
avanzar mientras ellos, obedientes, se deslizaban hacia allí. Al
final, eligió a seis y luego se detuvo ante Yao Shu. El canciller
se mantenía muy erguido, a pesar de que era, con mucho, el hombre
más viejo del grupo. Había conocido a Gengis en su juventud y
Mongke le trataría con honor aunque solo fuera por eso.
—Puedes conservar a estos hombres como
personal, canciller. El resto provendrá de la nación, hombres de
sangre mongola exclusivamente. Prepáralos para que os sustituyan.
No permitiré que mi ciudad esté gobernada por extranjeros.
Yao Shun se puso lívido, pero solo acertó a
hacer una reverencia como respuesta.
Mongke sonrió. Iba vestido con la armadura
completa, una señal destinada a ellos de que los días de la seda
llegaban a su fin. La nación había nacido de la guerra y, después,
había sido regida por cortesanos Chin. Eso era inaceptable. Mongke
se dirigió a uno de sus guardias y murmuró una orden en su oído. El
hombre partió a la carrera y los escribas y los cortesanos
aguardaron nerviosos con Mongke frente a ellos, todavía sonriendo
ligeramente mientras contemplaba la ciudad por la ventana
abierta.
Cuando el guerrero regresó, traía un delgado
bastón con una tira de cuero en el extremo. Mongke lo cogió e hizo
girar sus hombros para desentumecerlos.
—Habéis engordado alimentándoos de una
ciudad que no os necesita —le dijo a los hombres, restallando el
látigo en el aire—. Eso se ha acabado. Salid de mi casa.
Durante un instante, los hombres reunidos en
la estancia se quedaron paralizados, escandalizados ante sus
palabras. Esa breve vacilación fue suficiente para él.
—Y os habéis vuelto lentos con Guyuk y Ogedai. Cuando un hombre,
cualquier hombre de la nación, os da una
orden, ¡obedecéis!
Azotó con el látigo el rostro del escriba
más cercano, asegurándose de golpearle también con la vara de
madera. Con un aullido, el hombre cayó de espaldas y Mongke empezó
a golpear a diestro y siniestro con amplios movimientos de brazo.
Los hombres lanzaban gritos de pánico a la vez que se esforzaban
por alejarse de él. Una ancha sonrisa flotaba en los labios de
Mongke mientras golpeaba y volvía a golpear, en ocasiones haciendo
sangre a sus víctimas, que salieron en tropel de la sala. Presa de
un ardiente frenesí, los persiguió, dándoles latigazos en las
piernas y en la cara, donde podía.
Los dirigió hacia abajo, hacia los
claustros, y los obligó a salir al patio de maniobras del palacio,
donde el árbol de plata se erguía reluciente bajo el sol. Algunos
tropezaron y cayeron y, riéndose, Mongke les hizo levantar de un
puntapié, obligándoles a continuar avanzando a trompicones con el
costado dolorido. Era un guerrero entre ovejas y utilizaba los
golpes del látigo para reagruparlos como habría hecho con un rebaño
de corderos. Los cortesanos siguieron adelante dando traspiés hasta
que la puerta de la ciudad, desde cuyas dos torres varios guardias
les miraban con expresión divertida, apareció imponente ante ellos.
Aunque estaba sudando con profusión, Mongke no cejó en sus
esfuerzos. Les propinó empujones, patadas y latigazos hasta que el
último de ellos estuvo al otro lado de las murallas. Solo entonces
se detuvo, jadeante, con la sombra de la puerta cayendo sobre él en
diagonal.
—Ya habéis recibido bastante de la nación
—les gritó—. Es hora de que trabajéis para ganaros el pan como
hombres honestos, o de que os muráis de hambre. Si volvéis a entrar
en mi ciudad, os haré decapitar.
Un sonoro aullido de angustia y rabia brotó
del grupo y, por un momento, Mongke pensó que iban a abalanzarse
sobre él. Muchos tenían esposas e hijos en la ciudad, pero nada de
eso le importaba. Su avidez por castigar era tan fuerte que casi
deseó que se atrevieran a atacarle para poder sacar la espada. No
tenía ningún miedo de los eruditos y los escribas. Eran Chin y, por
mucha que fuera su furia e inteligencia, no había nada que pudieran
hacer.
Cuando la rabia del grupo se hubo
transformado en un impotente murmullo, Mongke levantó la vista
hacia los guardias que observaban la escena por encima de su
cabeza.
—Cerrad la puerta —ordenó—. Memorizad sus
caras. Si volvéis a ver a uno solo de ellos dentro de las murallas,
tenéis mi permiso para atravesarlo con una flecha.
Entonces, al ver el resentimiento y el
horror pintados en los rostros de la muchedumbre de maltrechos y
magullados cortesanos, soltó una carcajada. Esperó a que las
puertas estuvieran cerradas, contemplando cómo la franja visible de
las planicies se iba estrechando con un crujido hasta desaparecer.
Fuera, los cortesanos gemían y lloraban mientras Mongke hacía un
gesto de asentimiento hacia los guardias de día y arrojaba por fin
el ensangrentado látigo, emprendiendo solo el regreso al palacio. A
su paso, vio miles de rostros Chin espiando desde sus casas al
hombre que sería khan en primavera. Hizo una mueca recordando de
nuevo que la ciudad se había alejado enormemente de sus orígenes.
Bien, él no era como Guyuk, que había permitido que sus ambiciones
se vieran entorpecidas durante años. La nación era suya.
El aroma de la madera de aloe había
disminuido desde la mañana. La ciudad hedía de nuevo, recordándole
a Mongke el olor de la tienda de los heridos después de una
batalla. Pensó con amargura en las heridas supurantes que había
visto, hinchadas y relucientes por el pus. Hacía falta valor y una
mano firme para drenar una herida así: era necesario un tajo y un
dolor agudo para poner en marcha el proceso de curación. Mientras
caminaba, esbozó una sonrisa. Él sería esa mano.
Al caer la noche, toda la ciudad estaba
revuelta. Por orden de Mongke, grandes números de guerreros habían
entrado en Karakorum y grupos de diez o veinte hombres recorrían
cada calle y cada casa y examinaban las posesiones de millares de
familias. Al primer signo de resistencia, sacaban a los
propietarios a rastras a la calle y les daban una paliza
públicamente, dejándolos tirados sobre los adoquines hasta que sus
parientes se atrevían a salir para meterlos de nuevo en las casas.
Algunos permanecieron en el mismo sitio donde habían caído durante
toda la noche.
Incluso los lechos de muerte fueron
registrados en busca de oro o plata, mientras los ocupantes,
envueltos en sus sábanas, eran desalojados con violencia de su cama
y obligados a permanecer de pie en el frío hasta que los guerreros
se daban por satisfechos. Esos casos eran muy numerosos, y también
aquellos en los que los enfermos, febriles, tosían lánguidamente
mientras esperaban con la mirada vidriosa a que los guerreros
terminaran. Las familias Chin sufrieron más que otros grupos,
aunque los joyeros musulmanes perdieron toda su mercancía en una
sola noche, desde las materias primas hasta los artículos
terminados que ya tenían listos para la venta. En teoría, todo
quedaba inventariado, pero la verdad era que cualquier objeto de
valor encontrado desaparecía en los deels que los guerreros
llevaban sobre la armadura.
El alba no trajo respiro alguno y solo
sirvió para revelar el alcance de la destrucción. En cada una de
las calles había como mínimo un cadáver despatarrado, y desde todas
las esquinas de Karakorum se oía el llanto de mujeres y
niños.
El palacio era el centro de aquel tumulto,
que comenzó con un registro de las suntuosas estancias que habían
pertenecido al personal y los favoritos del khan. Sus esposas, o
bien eran reclamadas por los oficiales de Mongke o expulsadas al
otro lado de las murallas con sus maridos. Los ostentosos símbolos
de estatus fueron descolgados y destrozados, desde los tapetes a la
estatuaria budista. Allí, al menos, podía percibirse el ojo
vigilante de Mongke, y los tesoros encontrados fueron recogidos y
apilados en los almacenes subterráneos. La mayor parte fue quemada
en enormes hogueras encendidas en las calles.
Cuando cayó la noche del segundo día de
Mongke en la ciudad, convocó a sus generales de más confianza en la
sala de audiencias del palacio. Ilugei y Noyan eran mongoles de su
misma clase, hombres fuertes que habían crecido con un arco en las
manos. Ninguno de aquellos hombres había adoptado hábito o signo
alguno de la cultura Chin y los que sí lo habían hecho ya habían
empezado a afeitarse la cabeza y a librarse de los artefactos de
esa nación. El deseo del orlok había quedado perfectamente claro
cuando echó a latigazos de la ciudad a los escribas Chin.
El mero hecho de celebrar una reunión de
oficiales sin la presencia de los escribas Chin para tomar nota
representaba un cambio respecto a la corte de Guyuk. Mongke sabía
que Yao Shu estaba fuera, pero haría esperar al anciano hasta que
el debate sobre los auténticos asuntos hubiera concluido. No se
sentía precisamente contento ante la necesidad de hacer frente a
las deudas de Guyuk. Solo el padre cielo sabía cómo había
conseguido el khan que le prestaran tanto dinero con un erario
prácticamente vacío. Ya habían llegado al palacio varias
delegaciones de mercaderes a recoger oro a cambio de sus papeles.
El pensamiento hizo que Mongke torciera el gesto. Con el capital
que le había arrebatado a los extranjeros de Karakorum, podría
satisfacer casi todas las promesas en papel de Guyuk, aunque se
quedaría sin fondos durante meses. Su honor exigía adoptar ese
curso de acción, además de la consideración práctica de que
necesitaba contar con la benevolencia de los mercaderes y la
actividad comercial que generaban. Al parecer, el papel de un khan
implicaba algo más que ganar batallas.
Mongke todavía no estaba seguro de si había
actuado bien al retirar al personal de palacio de sus cómodos
puestos. Parte de él sospechaba que Yao Shu le presentaba hasta el
más insignificante de los problemas como un modo de criticar lo que
había hecho. Aun así, el recuerdo de haberlos echado de la ciudad a
fuerza de latigazos le producía una inmensa satisfacción. Había
considerado necesario poner de manifiesto que él no era Guyuk, que
la ciudad sería gobernada siguiendo directrices mongolas.
—¿Has enviado los hombres a Torogene? —le
preguntó a Noyan.
El general se erguía con orgullo ante él
vestido en un deel tradicional, con la piel reluciente de grasa
fresca de cordero. No llevaba armadura, aunque Mongke le había
permitido conservar la espada para la reunión. No temería a sus
propios hombres, como habían hecho Guyuk y Ogedai.
—Sí, mi señor. Me informarán directamente
cuando hayan cumplido su misión.
—¿Y la esposa de Guyuk, Oghul Khaimish?
—siguió Mongke, pasando a mirar a Ilugei.
Ilugei apretó la boca antes de
responder.
—Eso todavía no... todavía no está
solucionado, mi señor. He enviado a unos hombres a sus
habitaciones, pero les prohibió el paso y pensé que querrías que la
cosa se llevara con discreción. Mañana tendrá que salir.
Al oírle, Mongke se quedó quieto y en
silencio, haciendo que Ilugei empezara a sudar bajo su mirada
amarilla. Por fin, el orlok asintió.
—El método que emplees para cumplir mis
órdenes es cosa tuya, Ilugei. Tráeme las nuevas cuando las
tengas.
—Sí, mi señor —dijo Ilugei, respirando
aliviado. Mongke había retirado ya su mirada de él cuando Ilugei
volvió a hablar—. Ella es... popular en la ciudad, mi señor. Las
noticias de su embarazo se han propagado por todas partes. Podría
dar lugar a disturbios.
Mongke fulminó con la mirada al tembloroso
guerrero.
—Entonces sácala de allí por la noche. Haz
que desaparezca, Ilugei. Te he dado una orden.
—Sí, señor —Ilugei se mordió los labios
mientras reflexionaba—. Nunca se separa de sus dos compañeras,
señor. Me han llegado rumores de que la más anciana conoce la
ciencia de las hierbas y antiguos rituales. Me pregunto si no habrá
infectado a Oghul Khaimish con sus hechizos y palabrería.
—No he oído nada al respecto... —comenzó a
decir Mongke, pero se interrumpió—. Sí, Ilugei. Eso servirá.
Descubre cuánto hay de cierto en ese rumor. —Ser acusado de
brujería conllevaba un castigo terrible. Nadie estaría dispuesto a
defender a Oghul Khaimish una vez que esa sospecha hubiera caído
sobre ella.
Mongke se sintió cansado cuando dio permiso
a sus oficiales para retirarse y dejó entrar en la sala a Yao Shu.
Las jornadas de un futuro khan eran largas, pero Mongke había
encontrado su propósito. Abriría la herida y dejaría que sangrara
hasta que quedara limpia. En unos pocos meses, estaría al frente de
un imperio mongol de cuyo corazón habría desaparecido la corrupción
Chin. Era un hermoso sueño y sus ojos brillaban de satisfacción
cuando Yao Shu se inclinó ante él.