XXXVI
SAMARCANDA era una ciudad
hermosa, con blancas montañas elevándose en la distancia y muros
tan gruesos que tres jinetes podían cabalgar uno junto al otro
sobre su adarve. Unas torres azules destacaban tras los muros color
arena, pero las grandes puertas estaban cerradas. Los tumanes de
Kublai habían expulsado a los granjeros y aldeanos de sus casas y
los arreaban como a gansos delante de su ejército, formando una
muchedumbre creciente que recorrió con ellos los últimos
kilómetros. Al no poder entrar en la ciudad, los campesinos se
sentaron y se lamentaron frente a ella, levantando las manos hacia
los del interior. Los guerreros de Kublai los ignoraron.
A lo largo de los muros, numerosos guerreros
mongoles y persas provistos de armadura miraban hacia abajo con
estupefacción. Ningún ejército había puesto sitio a Samarcanda
desde los tiempos de Gengis. Y, sin embargo, todavía había muchos
hombres vivos que recordaban los horrores de aquella ocasión.
Cientos y, más tarde, miles de los habitantes de la ciudad
ascendieron los escalones interiores de las murallas para ver a los
tumanes con sus propios ojos.
Kublai alzó la vista hacia ellos, sentado
cómodamente en un flaco caballo que olisqueaba el suelo en busca de
algo que mereciera la pena comer. Todavía le dolían la cara y los
dedos por el frío que había soportado en los puertos de montaña.
Aunque el sol lucía con fuerza, sabía que perdería parte de la piel
de las mejillas, que ya habían adquirido un tono más oscuro que el
resto de su rostro y habían empezado a pelarse y cuartearse.
Sobre su caballo, Zhenjin se acercó al trote
hasta su padre, pero no habló, sino que permaneció callado él
también contemplando las imponentes murallas. Kublai sonrió al ver
la expresión de su hijo.
—Mi abuelo tomó una vez esta ciudad, Zhenjin
—le dijo.
—¿Cómo? —preguntó
el muchacho, admirado. Apenas recordaba Karakorum, y Samarcanda
había sido diseñada para impresionar exactamente al tipo de
ejército que Kublai comandaba.
—Con catapultas y un asedio —contestó
Kublai—. En aquella época no tenía artillería.
—Nosotros no tenemos artillería, padre
—replicó Zhenjin.
—No, pero si es necesario, haré que los
hombres construyan pesadas máquinas para derribar los muros. No
será un proceso veloz, pero la ciudad caerá. Pero ese no es el motivo por el que he
venido aquí, Zhenjin. No tengo ningún interés en matar a gentes de
mi propio pueblo, a menos que me obliguen. Hay maneras más rápidas,
si conocen su historia.
Hizo una seña a Uriang-Khadai y, por su
parte, el hombre dio una breve orden a dos de los guerreros, que
saltaron de sus sillas y empezaron a desempaquetar el equipo de los
caballos de refresco. Zhenjin observó cómo se cargaban unos rollos
de tela y unos postes sobre los hombros, gruñendo bajo su
peso.
—¿Qué llevan ahí? —preguntó.
—Ya lo verás —contestó Kublai, sonriendo
extrañamente para sí. El estudioso que había sido se encontraba muy
lejos en ese momento, aunque le complacía recordar la historia de
su familia y la de la ciudad. La historia era más que un mero
conjunto de relatos, se recordó a sí mismo mientras los hombres
avanzaban con su cargamento. También enseñaba lecciones.
Bajo la mirada de su khan, los guerreros
trabajaron con presteza, subiendo capas de tela a un armazón de
madera y clavando estacas amarradas a cuerdas en el pedregoso
suelo. Se habían adentrado en la zona de alcance de las flechas y
sus rígidas espaldas delataban cómo se esforzaban por reprimir el
miedo de que alguien los atravesara con una saeta mientras
trabajaban.
Cuando se levantaron y retrocedieron unos
pasos, los tumanes soltaron un rugido desafiante, no planeado, un
enorme estruendo cuyo eco volvió a ellos tras rebotar en las
murallas. Una tienda blanca había sido erigida frente a
Samarcanda.
—No entiendo —dijo Zhenjin, gritando para
hacerse oír por encima del ruido.
—Los hombres de mayor edad de la ciudad lo
entenderán —respondió Kublai—. La tienda blanca exige la rendición,
es un signo que les enviamos de que los tumanes del khan han
declarado la guerra. Cuando el sol se ponga, si las puertas siguen
cerradas ante mí, levantaremos una tienda roja. La mantendremos
durante un día frente a sus murallas. Si la ignoran, levantaré una
tienda negra ante ellos.
—¿Qué significan las tiendas roja y negra?
—inquirió Zhenjin.
—Significan la muerte, hijo mío, aunque no
llegaremos hasta ahí.
Todavía no había terminado de hablar cuando
las enormes puertas empezaron a abrirse. Un grito de esperanza
brotó de la multitud de aterrorizados refugiados que circundaban
las murallas. Se dirigieron hacia ese punto como si una presa
hubiera estallado, empujándose unos a otros en su desesperación e
interponiéndose en el camino de los jinetes que intentaban salir de
la ciudad. Kublai miró a su hijo con una ancha sonrisa en el
rostro.
—Todavía recuerdan a Gengis, al menos en
Samarcanda. Mira, hijo mío. Están saliendo.
El príncipe Alghu sudaba profusamente,
aunque se había dado un baño de agua fría al salir el sol. Unos
hombres de alto rango, con los rostros pálidos de miedo, le habían
ido a buscar a sus aposentos de palacio. Todavía le costaba dar
crédito al tamaño del ejército que se había reunido frente a
Samarcanda. Por primera vez en su vida, comprendió cómo debían de
sentirse los enemigos de la nación al despertarse y ver a los
tumanes esperando por ellos. Deseó que su padre, Baidar, aún
estuviera vivo. Él habría sabido qué hacer ante una amenaza
así.
Alghu se había precipitado a lo alto de las
murallas, apoyándose en un pilar de piedra mientras escudriñaba la
distancia. ¿Es que había ofendido de alguna manera a Arik-Boke? El
príncipe Alghu tragó con dificultad, sintiendo la sequedad que la
brisa había provocado en su garganta. Si el khan decidía darle un
castigo ejemplar, sus preciadas ciudades serían incendiadas y su
pueblo aniquilado. Alghu no trataba de engañarse a sí mismo acerca
del poder destructivo de un ejército mongol en el campo de batalla.
Los tumanes que habían tomado posiciones frente a Samarcanda
arrasarían el khanato de Chagatai como una imparable plaga. Vio su
propia muerte escrita en los ondeantes estandartes.
Sus oficiales habían ascendido por los
escalones de arenisca para ver al enemigo y esperaban sus órdenes.
El príncipe Alghu hizo un esfuerzo de voluntad y se obligó a
pensar. Era el líder de todos ellos y sus vidas estaban en sus
manos. No culpaba a su hija. Aigiarn era joven y testaruda, pero
fuera cual fuese el insulto que Arik-Boke creyera haber sufrido no
justificaba el envío de un ejército. La alejaría de la ciudad para
impedir que la maldad de Arik-Boke cayera sobre ella. Alghu se
estremeció de solo imaginarlo.
—Mi señor, no veo los estandartes del khan
ahí fuera —dijo de repente uno de sus hombres.
El príncipe Alghu ya se había dado media
vuelta y encaraba los escalones para descender. Se detuvo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, regresando y
estudiando de nuevo al ejército que les amenazaba. El día era claro
y, desde lo alto de las murallas, su vista alcanzaba a ver muy
lejos.
—No entiendo —murmuró Alghu al confirmarlo
con sus propios ojos. Los estandartes de Arik-Boke no estaban allí
y no reconocía los otros que flotaban en la brisa. Parecían tener
algún tipo de animal bordado sobre seda amarilla. Estaban demasiado
lejos para estar seguro, pero el príncipe sabía que nunca antes
había visto esas banderas.
—Tal vez debería salir y preguntarles qué
quieren —les dijo a sus hombres, esbozando una pequeña y tensa
sonrisa.
Sus expresiones no se relajaron como
respuesta. Todos ellos tenían familia en Samarcanda o en las
ciudades que había a su alrededor. El khanato de Chagatai llevaba
décadas sin ser atacado, pero todos conocían las historias de
masacres y destrucción que habían brotado con Gengis. Era imposible
vivir en el khanato y no oírlas.
Un pequeño grupo de guerreros se separó de
los tumanes situados frente a su ciudad, cada uno de ellos portando
rollos de tela. Confuso, Alghu observó con atención cómo se
acercaban a los muros. Uno de sus soldados empezó a tender su arco
en las inmediaciones pero le ordenó con un grito que se mantuviera
quieto.
Miles de hombres contemplaron con curiosidad
cómo empezaba a tomar forma la tienda, mientras, abajo, los
guerreros clavaban estacas y estiraban cuerdas para sostenerla. No
era tan sólida como una ger y sus lados ondeaban en la brisa.
Cuando el príncipe Alghu la reconoció, retrocedió un paso,
sacudiendo la cabeza.
—No puede ser —suspiró. Aquellos que
recordaban se habían quedado paralizados, mientras sus amigos les
pedían que explicaran lo que estaba sucediendo—. ¡Preparad las
puertas! —gritó de pronto Alghu—. Saldré a hablar con ellos. —Se
giró hacia sus hombres, con expresión de extrema
preocupación.
—Tiene que ser un error. No lo entiendo, el
khan no destruiría Samarcanda.
Casi se cayó al bajar las escaleras, notando
la debilidad de sus piernas bajo su peso. Su caballo se encontraba
en el calle principal dentro de la ciudad, esperando junto a sus
guardias personales. No sabían nada de lo que había visto y decidió
no contarles nada. La tienda blanca exigía la rendición absoluta y
tenía que recibir respuesta o le seguiría la tienda roja. Mientras
montaba, Alghu se dijo que contaba con todo un día, pero el miedo
apenas le dejaba pensar. La tienda roja implicaría la muerte de
todo varón en edad de luchar que hubiera en la ciudad. La tienda
negra era la promesa de que todo ser vivo de la ciudad sería
masacrado, incluyendo a las mujeres y a los niños. La ciudad de
Herat había ignorado a Gengis cuando la había amenazado de esa
manera y, para cuando el gran khan terminó con ella, lo único que
quedaba con vida en ella eran lagartos y escorpiones.
—¡Abrid las puertas! —bramó el príncipe
Alghu. Tenía que dar respuesta a la exigencia de la tienda blanca
de inmediato. Sus soldados retiraron la pesada tranca de roble y
hierro y empezaron a empujar las dos hojas del portón. Cuando
apareció una línea de luz, su señor se volvió hacia uno de sus
hombres de más confianza.
—Ve a buscar a mis hijos, a mi hija. Ponles
a salvo en... —vaciló. Si el khan había decidido acabar con su
linaje, no habría lugar seguro en el mundo para ellos. Arik-Boke
les daría caza y nadie se atrevería a brindarles refugio por miedo
a las represalias del khan.
—Mi señor, el pueblo de Harethm está a
ciento cincuenta kilómetros al noroeste —dijo su vasallo—. Viví
allí una vez y se encuentra junto a la frontera del khanato de
Hulegu. Nadie sabrá que están allí excepto tú. Los protegeré con mi
vida.
—Muy bien —respondió Alghu, respirando
aliviado—. Vete ya, por otra puerta. Enviaré a buscarlos si
puedo.
Cuando las puertas acabaron de abrirse, el
príncipe Alghu vio una masa de hombres y mujeres empujándose para
entrar, con las manos extendidas, presa del pánico. Sus soldados
empezaron a retirarlos a empellones para abrir paso a su amo.
Mientras pasaban en tropel junto a sus guerreros, Alghu no tenía
ojos para ellos. La ciudad no era más segura que el exterior de
donde provenían.
Clavó la mirada en las oscuras líneas de
tumanes que le aguardaban. Notó el miedo como un nudo en el
estómago mientras hincaba los talones en su caballo y salía al
trote hacia ellos. Al pasar bajo la sombra del arco, vio que sus
portaestandartes comenzaban a desplegar sus propias banderas.
—Estandartes blancos —exclamó, a punto de
entrar en pánico—. Salimos bajo bandera de tregua.
Sus hombres le miraron fijamente,
percibiendo su miedo. No tenían ninguna bandera blanca, pero uno de
los refugiados llevaba una túnica de ese color. En un abrir y
cerrar de ojos, el desgraciado fue derribado a palos y desnudado
por los guerreros: su ropa fue atada a una lanza y ondeó tras el
príncipe Alghu cuando este reanudó la marcha.
—¿Te gustaría venir conmigo? —le preguntó
Kublai a su hijo. Zhenjin esbozó una sonrisa de oreja a oreja,
enseñando sus blancos dientes. Como respuesta, clavó los talones en
su caballo y este se adelantó al instante. Kublai hizo una seña con
la cabeza a Uriang-Khadai y el orlok emitió un silbido dirigido al
jagun más cercano. Los cien guerreros se destacaron de las filas,
formando a ambos lados de sus dos superiores. Los portaestandartes
de Kublai se unieron ellos, enarbolando unas banderas amarillas con
dragones chinos que lanzaban destellos en el sol.
—Mantente callado y escucha —murmuró Kublai
a Zhenjin, que iba a su lado, mientras se acercaban al contingente
que había salido de la ciudad.
—¿Vamos a matarlos? —preguntó Zhenjin. La
idea no parecía perturbarle demasiado y Kublai sonrió. Había visto
la bandera blanca serpenteando sobre ellos.
—No, a menos que me obliguen a hacerlo.
Necesito que este khanato esté de mi lado.
Se detuvieron a la vez, demostrando su
disciplina a los que observaban desde las murallas. Los hombres del
príncipe Alghu frenaron con menos precisión, y su chapucera parada
fue una exhibición del tipo de dejadez que los tumanes de Kublai
esperaban de los soldados de la ciudad.
Alghu se adelantó con sus hombres de más
rango y Kublai le imitó acercándose con Uriang-Khadai. Los dos
pequeños grupos se enfrentaron bajo el luminoso sol, dibujando
largas sombras en el arenoso terreno. Kublai aguardó, acogiéndose a
su dignidad por una vez y forzándoles a hablar en primer
lugar.
El silencio duró apenas unos momentos antes
de que el príncipe Alghu se aclarara la garganta.
—¿Quién eres para levantar una tienda blanca
frente a mi ciudad? —exigió saber.
—Soy Kublai Borjigin, nieto de Gengis, gran
khan de la nación. Dame tu nombre y reconóceme como tu señor y no
habrá disputa entre nosotros.
Alghu se le quedó mirando boquiabierto,
desinflándose sobre la silla de montar. Había conocido a Kublai de
niño, pero los años le habían cambiado tanto que estaba
irreconocible. El hombre que tenía delante llevaba una túnica de
seda Chin con unos dragones bordados. Sin embargo, llevaba una
espada sujeta a la cintura y parecía fuerte y peligroso. El
príncipe Alghu esforzó la mirada en la brillante luz solar y vio
los ojos amarillo claro que tan a menudo distinguían al linaje de
Gengis. Tragó saliva.
—Soy Alghu Borjigin —tartamudeó—, líder del
khanato de Chagatai. Si eres... —vaciló. Había estado a punto de
decir que dudaba de lo que Kublai había dicho, pero no podía
permitirse insultar a un hombre con doce tumanes respaldándole—.
Soy tu primo, el hijo de Baidar, hijo de Chagatai, hijo de
Gengis.
—Te conocí cuando era pequeño, ¿verdad?
¿Antes de que Guyuk fuera proclamado khan en Karakorum?
El príncipe Alghu asintió, tratando de
reconciliar su recuerdo de un muchacho delgado con el hombre que
tenía enfrente.
—Te recuerdo. Entonces, ¿has regresado de
las tierras Song?
Kublai se rio entre dientes.
—Eres un hombre de rara perspicacia...
recordarme teniéndome delante. Ahora, entrega tu ciudad, príncipe
Alghu. No lo pediré de nuevo.
La boca de Alghu se abrió, pero de ella no
brotó sonido alguno. Meneó la cabeza, sencillamente incapaz de
asimilar lo que acababan de decirle.
—Arik-Boke es el khan —balbuceó por fin.
Horrorizado, vio que la expresión de Kublai se endurecía y sus ojos
parecían llamear de ira.
—No, príncipe Alghu. No, no lo es. Yo
reivindico mi derecho sobre el khanato y todas las naciones que lo
componen. Mi hermano hincará la rodilla ante mí o caerá. Pero eso
será otro día. Dame tu respuesta o tomaré esta ciudad y pondré a
otro en su lugar —Kublai se volvió hacia Uriang-Khadai, hablándole
en tono ligero— ¿Te interesaría gobernar Samarcando, orlok?
—Si ese es tu deseo, mi señor khan
—respondió Uriang-Khadai—. Pero preferiría cabalgar a tu lado
cuando te enfrentes al usurpador.
—Muy bien. Encontraré a otro —se volvió
hacia Alghu, que seguía observándole con la boca ligeramente
abierta—. ¿Tu respuesta, príncipe Alghu?
—Yo... He prestado juramento de lealtad a
Arik-Boke. A tu hermano, mi señor. No puedo desdecirme de mis
palabras.
—Te libero de tu juramento —replicó Kublai
al instante—. Ahora...
—¡No es tan sencillo! —exclamó Alghu. La ira
empezaba a sacudirle de su pasmo.
—¿Ah, no? ¿Quién si no tiene autoridad para
liberarte de tu juramento si no es tu khan?
—Mi señor, esto es... necesito tiempo para
pensar. ¿Entrarías en la ciudad en paz durante una noche? Te
concedo derechos de huésped a ti y a tus hombres.
Durante un instante, Kublai lo sintió por
aquel hombre a quien había colocado en una posición imposible. Doce
tumanes aguardaban frente a su ciudad, una promesa de destrucción
segura. No podía romper su juramento a Arik-Boke, pero Kublai no le
brindaba ninguna otra elección. Su voluntad se reforzó.
—No, príncipe Alghu. Tomarás una decisión
aquí y ahora. Decidiste jurar fidelidad al usurpador, pero no te
considero responsable de sus crímenes. Soy el khan legítimo de la
nación. Soy el gur-khan. Nunca falto a mi palabra y mi palabra es
ley. Te repito que estás libre de tu juramento, de tu promesa. Está
hecho. En este momento, no tienes ningún señor. ¿Comprendes lo que
te he dicho?
El príncipe Alghu había empalidecido.
Asintió.
—Entonces, como hombre libre, tienes que
tomar una decisión. No debería estar aquí. Tengo otras
preocupaciones aparte de este khanato, pero no puedo dejar a un
enemigo a mis espaldas mientras busco al estúpido de mi hermano. No
puedo dejar una línea de suministro abierta hacia Karakorum cuando
ponga sitio a esa ciudad. ¿Lo entiendes?
Alghu asintió de nuevo, incapaz de hablar.
La voz de Kublai se suavizó, adquiriendo un tono casi
cordial.
—Entonces, elige, príncipe Alghu. En
nuestras vidas hay tan pocas elecciones reales... Yo no tengo otra
elección que destruir Sarmacanda si tomas la decisión equivocada
aquí, esta mañana, pero no pretendo amenazarte. La nación ha
cometido un error, príncipe Alghu. Yo únicamente voy a subsanar ese
error.
Alghu pensó en sus hijos, que ya estaban en
camino hacia un pueblo donde estarían seguros. No se hacía
ilusiones acerca de lo que Kublai estaba describiendo. Arik-Boke
poseía un vasto ejército y nunca se rendiría ante su hermano, no
ahora que era khan. Ninguna fuerza mongola se había enfrentado
jamás en batalla a miembros de su propio
pueblo, pero eso era lo que estaba a punto de suceder, y la
destrucción que se desencadenaría alcanzaría una escala que apenas
podía imaginar.
Lentamente, con cuidado, bajo la atenta
mirada del orlok de Kublai, el príncipe Alghu desmontó y se quedó
junto a su caballo, alzando la vista hacia el hombre que afirmaba
gobernar el mundo. El khanato de Chagatai solo era una pequeña
parte de ese mundo, se dijo. Y, sin embargo, si hacía un nuevo
juramento, Arik-Boke enviaría a sus propios tumanes para tomar
represalias. No habría piedad ni cuartel para un señor que había
roto su juramento. Alghu cerró los ojos un momento, atrapado entre
dos fuerzas imposibles.
Por fin, habló.
—Señor —dijo—, si te juro lealtad, sería un
acto de guerra contra el gran khanato y mis ciudades se encuentran
al alcance de los ejércitos de Karakorum —parpadeó al darse cuenta
de las palabras que había utilizado, pero Kublai, simplemente, se
echó a reír.
—No puedo prometerte que estarás a salvo,
príncipe Alghu. La seguridad no existe en este mundo. Puedo decirte
que este verano mantendré la atención de mi hermano sobre mí.
Después de eso, el khanato será restaurado y seré benévolo con tus
ciudades.
—Si pierdes, mi señor...
—¿Si pierdo? No tengo ningún miedo de ese
hermanito que tengo que cree que puede suplantarme y al que le
quedan dos días. El sol está pegando con fuerza, príncipe Alghu, y
he sido paciente contigo. Entiendo tus temores, pero si yo
estuviera en tu lugar, sabría qué hacer.
El príncipe Alghu se alejó de su caballo y
se postró de hinojos en el polvoriento terreno.
—Te ofrezco gers, caballos, sal y sangre, mi
señor khan —dijo, prácticamente susurrando—. Aquí tienes mi
juramento.
Al contestar, la tensión había desaparecido
del cuerpo de Kublai.
—Ha sido la decisión correcta, príncipe
Alghu. Ahora, da la bienvenida a mis hombres en tu ciudad, para que
podamos descansar y beber para quitarnos el polvo que llevamos
pegado a la garganta.
—Muy bien, mi señor khan —dijo Alghu,
preguntándose si tal vez acababa de perder su honor, así como su
vida. Durante unos momentos, había considerado hacer que sus hijos
regresaran a la ciudad, pero no les haría daño pasar una estación
con los aldeanos, tan a salvo del peligro como alguien podía
estarlo en unos khanatos donde estaba a punto de estallar la guerra
civil.
Con expresión sombría, el general Bayar
observó cómo Batu caminaba arriba y abajo por la casa de madera. No
se había tomado bien las noticias y Bayar seguía buscando las
palabras apropiadas para convencerle. Conocía casi todos los
detalles del plan de Kublai y parte de él consistía en asegurarse
de que los príncipes de la nación no se entrometerían en una lucha
entre hermanos. Era una petición difícil que afectaba a la raíz
misma de su honor y sus juramentos, pero las instrucciones de
Kublai habían sido claras.
—Nunca ha habido una guerra civil en la
nación —le había dicho Kublai—. Asegúrate de que Batu comprende que
las reglas normales quedan suspendidas hasta que mi familia haya
llegado a una conclusión. Su juramento de lealtad está vinculado al
cargo de gran khan. Hasta que la disputa se resuelva, hasta que
solo haya un khan, Batu no puede honrar su juramento. Dile que
permanezca en sus tierras y no habrá problemas entre
nosotros.
Bayar repasó mentalmente las palabras por
centésima vez mientras Batu se sentaba a su gran mesa de roble y
hacía una seña a los criados que traían unas humeantes bandejas de
carne y patatas con mantequilla.
—Come conmigo, general —dijo Batu mientras
separaba un banco de la mesa para acomodarse—. Es ternera de mi
propio rebaño.
Bayar contempló los sangrientos filetes y la
boca se le hizo agua. Se encogió de hombros y se sentó, acercándose
varios trozos con los dedos, que fue metiéndose en la boca y
masticando sin preocuparse de los jugos que le chorreaban por la
barbilla.
—Está buena —dijo Bayar, reprimiendo un
gemido de satisfacción. La carne se deshacía entre sus dientes sin
casi tener que masticarla y se acercó más pedazos, dejando un
rastro rosa en la antigua madera.
—Nunca probarás nada mejor —respondió Batu—.
Confío en vender la carne a las ciudades del khan dentro de unos
años, cuando haya reunido un buen rebaño.
—Harás una fortuna —dijo Bayar—, pero no
mientras la lucha continúe. Todavía necesito que me des una
respuesta, mi señor.
Batu masticó con parsimonia, saboreando cada
bocado, pero sin dejar de vigilar al hombre que tenía enfrente. Por
fin, se aclaró la garganta con un largo trago del pálido vino y
volvió a sentarse.
—Muy bien. Tengo tres opciones, general, tal
y como yo lo veo. Puedo dejarte ir, hacer lo que Kublai quiere y
mantenerme apartado de la lucha, cuidando de mis propias tierras y
de mi propio pueblo hasta que acabe. Si Kublai pierde, el khan...
—Alzó una mano cuando Bayar abrió la boca—. Arik-Boke vendrá hasta
aquí hecho una furia, preguntándome por qué mantuve la cabeza gacha
mientras mi legítimo señor estaba siendo atacado. Si ese es el
resultado, podría perderlo todo.
Bayar no contestó. Ni él ni Batu sabían a
ciencia cierta qué sucedería si Kublai perdía. Arik-Boke bien
podría decidir vengarse de algún modo. Un hombre sensato podría
declarar una amnistía sobre los pequeños khanatos, pero nada en su
linaje sugería que Arik-Boke fuera a comportarse de una manera
sensata.
—Mi segunda opción es montarme en mi caballo
junto a mis tumanes y luchar del lado de mi legítimo khan. Sospecho
que te opondrías a tal decisión, así que lo primero sería aniquilar
a tus hombres.
—Si piensas... —empezó a decir Bayar.
De nuevo, Batu le frenó con la palma
abierta.
—Estás en mis tierras, general. Mi gente
está sirviendo a la tuya una carne excelente y bebida cada día.
Podría dar una sola orden y hacer que todo acabara antes de la
puesta del sol. Esa es mi segunda opción.
—Solo dime qué has decidido —dijo Bayar,
irritado.
Batu le miró con una ancha sonrisa en la
cara.
—No eres un hombre paciente, general. Mi
tercera opción es no hacer nada y mantenerte aquí conmigo. Si
Kublai gana, no he hecho nada para perjudicarle. Si Arik-Boke
triunfa, he impedido a tres tumanes que se unan a la lucha. Eso me
permitiría conservar mi vida y mis tierras, al menos.
Bayar palideció ligeramente al oír hablar al
otro hombre. Ya había desperdiciado demasiado tiempo en el khanato
de Batu. Kublai le había hecho repetir sus órdenes de partir hacia
Karakorum y Bayar conocía, en parte, su papel en los planes del
khan. Su retención como prisionero durante meses marcaría la
diferencia entre el éxito y el desastre.
Batu había estado observando sus reacciones
con la máxima atención.
—Veo que esa opción no te gusta demasiado,
general. La mejor opción para mi pueblo es tal vez la peor para
ti.
Bayar clavó en él la mirada, adusta y
cargada de ira. Todo lo que Kublai había planeado se reducía a una
batalla delante de Karakorum. Los tumanes de Bayar eran la última
taba que lanzar al aire, la reserva que atacaría la retaguardia del
enemigo exactamente en el momento oportuno. Tragó con dificultad,
sintiendo la sustanciosa carne como una piedra en el estómago.
Kublai le esperaría cuando llegara el momento. Si no estaba allí,
su amigo sería aplastado.
Lentamente, Bayar se puso en pie.
—Voy a marcharme —anunció—. Elegirás la
opción que te parezca conveniente, pero no me retendrás aquí.
Se volvió con celeridad al oír cómo eran
desenfundadas unas espadas detrás de él. Dos de los vasallos de
Batu le miraban con expresión hostil, bloqueando la puerta, por la
que, de pronto, ya no entraban la luz ni el aire del
exterior.
—Siéntate, general. Todavía no he terminado
contigo —dijo Batu, echándose hacia atrás y separándose de la mesa.
Vio que los ojos del general se posaban en el pesado cuchillo que
habían empleado para cortar la carne. Batu soltó una risita
mientras lo recogía y ensartaba con él otro grueso filete.
—Te he dicho que te sientes —insistió.