XIII
SULEIMÁN era viejo, pero las
montañas y los desiertos habían endurecido su carne y bajo su piel
se apreciaba el movimiento de los tendones y los apretados
músculos. Con sesenta años de edad, su voluntad seguía siendo
fuerte: la vida que había llevado le había conferido la dureza de
un diamante. Cuando habló, su voz denotaba una ligera
reprobación.
—Eso no es lo que te he preguntado Hasan, ¿o
sí? Te he preguntado si sabías quién
había robado comida de las cocinas, no si el ladrón habías sido
tú.
Temblando ostensiblemente, Hasan murmuró una
respuesta ininteligible y, al momento, se arrodilló en el suelo de
piedra delante de la gran silla de Suleimán. Su amo se había
cubierto con varias pesadas túnicas para protegerse del frío de las
horas previas al alba, mientras que Hasan llevaba solo un mugriento
blusón de lino. A la sombra del monte Haudegan, la habitación
recibía luz de sol solo durante las tardes. Hasta entonces, podría
haber sido empleada para almacenar carne sin miedo de que se echara
a perder.
—Acércate, Hasan —dijo Suleimán, riéndose
entre dientes.
Aguardó a que el hombre se arrastrara de
rodillas hasta el pie de su silla y entonces, en un visto y no
visto, extendió el brazo y le dio una bofetada en la cara con el
dorso de la mano. Hasan se cayó hacia atrás y se encogió sobre sí
mismo, recogiendo las piernas y escondiendo la cabeza entre las
manos. Le salía sangre de la nariz y, en un silencio aterrorizado,
miró cómo caían las relucientes gotas. Mientras Suleimán le
observaba, el joven alargó un dedo y dibujó una línea roja en las
losas. Los ojos se le llenaron de lágrimas y Suleimán se echó a
reír a carcajadas.
—Unos cuantos pasteles, Hasan. ¿Realmente
merecían la pena?
Hasan se quedó paralizado, dudando de si la
pregunta ocultaba una trampa. Asintió lentamente y Suleimán
chasqueó la lengua, desaprobador.
—Ojalá todos los hombres mintieran tan mal
como tú, Hasan. El mundo sería menos interesante, pero habría
tantos problemas que desaparecerían sin más... ¿Hay alguna parte en
esa cabeza tuya que entienda que no debes robarme? ¿Que siempre lo
descubro y te castigo? Y, sin embargo, sigues haciéndolo. Vete a
buscar mi palo, Hasan.
El muchacho miró a su amo con abyecta
desolación. Negó con la cabeza, pero había aprendido que era peor
si se negaba. Bajo la mirada divertida de Suleimán, se puso en pie
a trompicones y cruzó la helada estancia, notando las protestas de
su cuerpo. Eran pocos los días en los que no recibía una buena
tunda. No entendía por qué su amo le hacía daño. Deseó haberse
resistido a los pastelillos de miel, pero su fragancia casi le
había vuelto loco. A lo largo de los años, Suleimán le había roto
demasiados dientes para poder comer sin dolor y los pasteles de
miel eran blandos y se disolvían en su lengua llevándole a una
especie de éxtasis.
Suleimán le dio unas palmaditas a Hasan en
la mano cuando le entregó el palo. Era un bastón con un peso en la
punta y una hoja de daga escondida en la empuñadura, apropiado
desde todos los puntos de vista para el líder del clan de los
Asesinos Ismaelitas en Alamut. Vio que Hasan estaba llorando y le
rodeó los hombros con su flaco brazo mientras se ponía en
pie.
—Vamos, vamos, chico. ¿Es el palo lo que
temes? —preguntó con tono amable.
Hasan asintió abatido.
—Lo comprendo. No quieres que te pegue. Pero
si no te pego, volverás a robarme, ¿verdad?
Hasan no entendió y, con la mirada vacía, se
volvió hacia el anciano, hacia sus crueles ojos negros y su rostro
descarnado. Hasan era más joven y más corpulento que Suleimán, sus
hombros se habían fortalecido por las largas horas de trabajo en
los jardines. Incluso podría ser más alto que Suleimán si
enderezara la espalda. No obstante, se encogió cuando el anciano se
inclinó y le besó en la mejilla.
—Es mejor que aceptes el castigo como un
buen chico. ¿Puedes hacer eso por mí? ¿Puedes ser valiente?
Hasan agachó la cabeza y las lágrimas
brotaron de sus ojos.
—Eso es. Perros, chicos y mujeres, Hasan.
Todos ellos necesitan que les pegues, o se estropean —Suleimán hizo
girar el palo en el aire con un movimiento repentino, golpeando a
Hasan en el cráneo. El joven chilló y cayó hacia atrás mientras
Suleimán se echaba hacia delante, descargando una lluvia de golpes
sobre él. Desesperado, Hasan se cubrió la cara con las manos y, al
instante, Suleimán le golpeó en el pecho con su huesudo puño, en el
punto situado justo sobre el estómago y debajo del esternón. Tirado
en el suelo, Hasan se dobló en dos con un quedo gemido, respirando
con esfuerzo.
Suleimán le observó con afecto, sorprendido
al darse cuenta de que estaba jadeando ligeramente. La vejez era
una maldición. Podría haber continuado castigando a aquel simple si
su hijo no hubiera elegido aquel momento para subir las escaleras
hasta la habitación. Sin apenas mirar a Hasan, Rukn-al-Din entró a
grandes zancadas.
—Han enviado una respuesta, padre.
El humor de Suleimán se agrió al oírle y se
puso en pie, pensativo, limpiando una mancha de sangre del palo con
el pulgar.
—¿Y qué dicen, hijo mío? ¿Vas a tenerme
esperando todavía más?
Rukn se ruborizó.
—Han enviado a nuestro hombre de vuelta sano
y salvo, pero el mensaje es que abandonemos nuestra
fortaleza.
Suleimán le indicó a Hasan con un ademán que
se alzara y le dio el palo para que lo retirara de allí. Era
extraño, pero a veces prefería la presencia de aquel bobalicón a la
de su propio hijo, como la de un perro favorito. Tal vez fuera
porque Hasan nunca podría decepcionarle, dado lo poco que Suleimán
esperaba de él.
—¿Nada más? —preguntó Suleimán—. ¿Ninguna
negociación, ninguna contraoferta? ¿Es que ese hermano del khan,
ese Hulegu, no me da nada por los
esfuerzos que he hecho?
—No, padre, lo siento.
Suleimán no soltó una maldición ni mostró
ninguna reacción. Consideraba que ese tipo de exhibiciones eran, en
última instancia, fútiles o, aún peor, ventajosas para sus
enemigos. A pesar de que se había acalorado pegándole a Hasan,
seguía siendo capaz de hablar con calma y amabilidad. Mientras
reflexionaba, oyó el distante entrechocar de unas tazas de
porcelana ascendiendo por la sinuosa escalera que llevaba a su
torre. Sonrió ante la perspectiva del té.
—Ya es casi la hora de mi té matutino, Rukn.
¿Te tomas uno conmigo?
—Por supuesto, padre —contestó Rukn. No
había oído aproximarse a la mujer y sus ojos se giraron hacia ella
con sorpresa cuando entró cargada con una pesada bandeja. A veces,
los talentos de su padre parecían rozar lo místico. Desde luego
estaba al tanto de todo cuanto sucedía en la fortaleza, desde el
más sutil susurro hasta las habilidades y entrenamiento de cada uno
de los hombres.
Hasan se volvió con rapidez cuando oyó a la
mujer. Kameela significaba «de la máxima perfección» en árabe y
ella era tan hermosa como su nombre sugería, con los cabellos
negros y una suave tez aceitunada. Sus caderas oscilaban al caminar
y Hasan no podía quitar los ojos de ellas.
Suleimán se rio para sí al ver a Hasan tan
subyugado. Dos años antes, por capricho, se la había dado a Hasan
como esposa. Suleimán había disfrutado enormemente al percibir la
confusión y el terror en aquel bobo cuando entendió lo que
significaba el regalo. Hasan no había estado nunca con una mujer y
Suleimán se divirtió como un niño. Si había un campo en el que era
realmente experto, era en identificar las debilidades de los demás
seres humanos. Podía obligar a Hasan a hacer cualquier cosa
amenazando con hacerle daño a Kameela. A veces, Suleimán podía
tratar el dolor casi como si fuera un arte, empleando a aquel tonto
como lienzo. Tomaba nota de gran parte de lo que acaecía entre
ellos, para la edificación e instrucción de futuros líderes de la
orden. Había escasos registros tan detallados como el suyo en ese
ámbito y se complacía aumentando el conocimiento del mundo.
Kameela le sirvió el té sin mirar ni una
sola vez a su marido. Suleimán observó con placer su autocontrol. A
un perro solo se le podían enseñar trucos sencillos, pero los
humanos eran maravillosamente sutiles y complejos. Sabía que no se
atrevía a saludar a Hasan en su presencia. En varias ocasiones,
Suleimán le había azotado hasta dejarle lleno de sangre a los pies
de ella por una mera palabra o sonrisa. Había sabido que el tonto
se enamoraría de la hermosa joven, pero el milagro había sido que
ella parecía corresponderle en su afecto. Suleimán envolvió su taza
de té con sus esqueléticas manos y siguió observando la escena por
encima del borde mientras inhalaba el delicado aroma. Si pudiera
hacer que los generales mongoles danzaran a su son con tanta
facilidad como con sus criados...
Cuando Kameela se inclinó ante él, Suleimán
alargó la mano y le pasó lentamente el dedo por la línea de la
mandíbula.
—Eres muy hermosa —le dijo.
—Me honras, mi señor —respondió ella, con la
cabeza gacha.
—Sí —dijo Suleimán y enseñó sus amarillos
dientes mientras colaba el té—. Llévate a Hasan contigo, flor mía.
Tengo que hablar con mi hijo.
Kameela inclinó la cabeza ante la orden y
Suleimán observó a Hasan salir tras ella arrastrando los pies, con
las manos temblorosas. Se sintió tentado de hacerles entrar de
nuevo, de hecho eso es lo que pretendía, pero Rukn-al-Din empezó a
hablar antes de que pudiera llamarles. La irritación relucía en los
ojos de su hijo.
—La fortaleza de Shirat podría ser
destruida, como demostración de nuestra determinación. En cualquier
caso, no es un lugar seguro ahora mismo, está lleno de lagartijas y
de piedras agrietadas. Si hacemos una demostración destruyendo
Shirat, al menos conseguiríamos otro año más. Tal vez para entonces
los ejércitos mongoles hayan pasado de largo.
Suleimán contempló a su hijo, deseando una
vez más haber engendrado a un hombre de inteligencia. Durante años
había confiado en llegar a tener un heredero forjado a su propia
imagen y semejanza, pero hacía mucho que esos sueños y esperanzas
se habían esfumado.
—Uno no aplaca a un tigre alimentándolo con
la propia carne —dijo con sequedad. Hasan y Kameela habían logrado
escapar y se sintió irritado con Rukn por haber interrumpido sus
placeres—. Si una abominación así va a ser mi legado, ese khan
tendrá que arrancárnoslo de las manos. Tenemos que averiguar qué
desea ese general y rezar para que no sea como su abuelo Gengis. No
lo creo. Hombres como él son raros.
—No entiendo —dijo Rukn.
—No, porque eres un hombre hecho de
debilidad combinada con apetitos, y por eso tienes barriga y tienes
que visitar a mis médicos para que te quemen las verrugas de tu
hombría.
Suleimán hizo una breve pausa, esperando a
ver si su hijo respondía a sus insultos. Rukn-al-Din guardó
silencio y Suleimán emitió un sonido desdeñoso antes de
continuar.
—Cuando Gengis se presentó en la casa de mi
padre, solo deseaba destruir. Al khan no le importaban las riquezas
y confiaba en su propia capacidad para obtener poder y títulos. ¡Da
gracias de que en el mundo no haya habido demasiados hombres así,
hijo mío! Con el resto, siempre hay algo. Le has ofrecido la paz a
este Hulegu y la ha rechazado. Ahora ofrécele oro y veamos lo que
dice.
—¿Cuánto oro debería llevar? —preguntó
Rukn.
Su padre suspiró.
—Ni una sola moneda. Si vuelves ante él
cargado de carros de joyas, se preguntará cuánto sigue quedando en
nuestras arcas. Se esforzará aún más en hacer que nuestra fortaleza
caiga. Incluso Gengis exigía un tributo de las ciudades, porque los
que le rodeaban se deleitaban con el brillo de los metales
preciosos y los rubíes. Ofrécele... exactamente la mitad de todos
los tesoros que tenemos. Así podremos doblar la oferta cuando la
rechace.
—¿Querrías que le diera todo cuanto tenemos?
—preguntó Rukn atónito.
Su padre le dio un bofetón brutal en la
cara, haciéndole retroceder, dolorido e incrédulo. Suleimán siguió
hablando con una serenidad absoluta.
—¿Qué consuelo sería tener los bolsillos
llenos de oro si hemos perdido Alamut y Shirat? No hay nadie en el
mundo que se atreva a amenazarnos aparte de estos. Los mongoles no
deben entrar aquí, hijo mío. Ninguna fortaleza puede resistir
eternamente, ni siquiera Alamut. Le ofrecería las ropas que llevo
puestas si creyera por un instante que eso haría que nos dejara en
paz. Quizá podamos comprarle con oro. Lo averiguaremos.
—¿Y luego? Y si lo rechaza, ¿entonces qué?
—inquirió Rukn, con la mejilla ardiendo por el golpe.
—Si rechaza el oro, reduciremos a escombros
Shirat, que una vez fue la joya más valiosa de nuestras posesiones.
¿Sabías que nací allí, hijo mío? Y sin embargo, la cederé si con
eso salvamos el resto —meneó la cabeza con un gesto de cansado
cinismo—. Si el príncipe mongol pide todavía más, no tendré más
remedio que enviar a nuestros mejores hombres a envenenar su comida
y su vino, a matar a sus oficiales y a asesinarle mientras duerme.
He intentado evitar ese curso de acción, hijo mío. No quiero
encolerizar a ese destructor de ciudades, a ese animal que masacra
mujeres y niños.
Suleimán apretó el puño durante un momento.
Su padre había enviado a sus hombres a matar al gran khan y habían
fracasado. El resultado había sido una oleada de destrucción que
había arrasado ciudades, dejando una estela de muerte que había
atravesado toda la región. Hasta ese día, por donde Gengis había
pasado no había más que desiertos.
—Si no nos deja otra opción, le quitaré la
vida. El hombre que amenaza nuestra misma existencia no es más
grande que los cabreros que cuidan mis rebaños. Todos ellos pueden
morir.
Hulegu observó los cadáveres balanceándose
suavemente en la brisa. Mongke estaría orgulloso de él, estaba
seguro. No había mostrado ninguna piedad en su avance hacia el sur
y el oeste de Samarcanda. Sin duda se correría la voz de que había
un nuevo khan y que todos debían temerle. Hulegu comprendía cuál
era su tarea y estaba deseando obtener la aprobación de su hermano
mayor. Solo nueve jóvenes de la ciudad seguían con vida después de
que los guerreros de Hulegu hubieran masacrado todo rastro de vida.
La poderosa corriente había drenado la sangre de los muertos que
habían arrojado al río y las aguas se habían teñido de rojo. Hulegu
se sintió complacido: imaginó que el color era arrastrado por el
torrente durante cientos de kilómetros, aterrorizando a todos los
que lo vieran. No se encontraría con puertas cerradas a medida que
avanzara, ya no.
Había prendido fuego a tres ciudades
pequeñas y docenas de pueblos mientras marchaba hacia el oeste,
matando a pocos, pero dejando a los habitantes hambrientos y en la
miseria después de que sus hombres hubieran arramblado con cada
hogaza de pan y cada tarro de aceite o sal. No conocía el nombre de
la ciudad amurallada que había intentado resistirse ante ellos,
bloqueando sus puertas con varas de hierro y retirándose a los
sótanos mientras sus soldados defendían las murallas.
Había caído en un solo día. Aunque no sabía
cuántas unidades de artillería le había entregado Mongke a Kublai,
él había tenido suficientes. En una línea de ochenta, las pulidas
balas de piedra echaron abajo las puertas con dos impactos, pero no
se había detenido a asaltar la ciudad. En vez de eso, había
ordenado que los cañones siguieran disparando, convirtiendo las
enormes piedras en cascajos y haciendo saltar por los aires a los
defensores entre chorros de sangre. Los tumanes habían observado la
escena con indiferencia mientras aguardaban sus órdenes.
Solo darse cuenta de que no debía
desperdiciar su menguante reserva de pólvora negra movió a Hulegu a
ordenar a los artilleros que se detuvieran. Le encantaba ese trueno
que podía convocar con un mero ademán. Resultaba embriagador decir
«que caiga» y ver que la muralla de una ciudad se desmoronaba
violentamente ante sus ojos. Esa tarde permitió a sus hombres
entrar en la ciudad y se precipitaron hacia allí a grandes
zancadas, luchando por llegar los primeros para asaltarla y
saquearla.
Después de violadas, las muchachas fueron
atadas en grupos sollozantes, listas para ser objeto de apuestas y
negociaciones. Los niños y los ancianos fueron exterminados sin
contemplaciones. Al igual que los maltrechos hombres de la ciudad,
carecían de valor para ellos. Todas las casas fueron despojadas de
los artículos de oro y de plata, que fueron apilados en la plaza
central a la espera de ser pesados y tasados. Hulegu llevaba sus
propias forjas con él. Tenía la costumbre de fundir los metales
preciosos, filtrando las impurezas y aleaciones que flotaban por
encima del oro, más denso. Unos químicos persas dirigían el
trabajo, arrojando objetos antiguos al fuego para alimentar las
llamas. Hulegu les permitía quedarse con un porcentaje de todo lo
que obtenían, una parte de mil, que repartían entre ellos. Ya eran
hombres ricos y Hulegu se había visto obligado a talar cientos de
árboles y esperar a que sus hombres construyeran carros con sus
troncos para poder transportar su enorme fortuna.
Muchos de los defensores habían caído cuando
los muros se desmoronaron, tosiendo y ahogándose en el polvo.
Algunos intentaron rendirse, pero Hulegu no sentía más que
desprecio por esos hombres. Observó con placer a los cadáveres
meciéndose en el aire. No les había ahorcado, lo que les habría
garantizado una muerte rápida. Unos cuantos estaban colgados por
los pies, pero a la mayoría los habían sujetado con cuerdas por
debajo de las axilas y les habían abierto un tajo en el estómago
para que se desangraran hasta morir. Sus agonías eran largas y sus
gritos podían oírse a través de las colinas.
Cuando la ciudad ardió en llamas, Hulegu
indicó con un gesto al general Ilugei que cortara las ataduras que
sujetaban a los prisioneros. Todos ellos eran hombres que habían
luchado con coraje y habían sido derribados a golpes. De una ciudad
de diez mil, era una cifra lastimosamente pequeña, pero al menos
podía sentir un vislumbre de respeto por esos pocos. Observó en
severo silencio cómo se ponían en pie y se frotaban las muñecas.
Dos de los nueve estaban llorando, mientras que el resto le miraban
fijamente, mudos de horror y de impotente rabia. Saboreó su odio
como un sorbo de buen vino, sintiéndose fortalecido.
No hablaba la lengua local, así que hizo que
uno de los químicos, un musulmán llamado Abul-Karim que iba tocado
con un turbante, repitiera sus palabras.
—Os daré caballos —dijo Hulegu—. Iréis
delante de mis guerreros, de mis carros y de mis cañones. Cabalgad
hacia el suroeste y decidles a todos que vamos hacia allá. Decidles
a todos los hombres que encontréis que deben abrir sus puertas ante
mí, que deben entregarme a sus esposas e hijas, que a partir de
entonces serán mías, y cederme sus posesiones, que también serán
mías. Que así les dejaré con vida. Decidles que si una ciudad, o un
pueblo, o incluso una única casa cierra sus puertas ante mí,
llevaré la destrucción sobre ellos hasta que la propia tierra aúlle
de dolor.
Después, dio media vuelta sin molestarse en
esperar a que el traductor acabara de transmitir su mensaje. Bagdad
se encontraba al suroeste y su califa le había hecho llegar nuevas
amenazas y mentiras llenas de violencia. Desde el norte, Hulegu
sentía la atracción de los bastiones de los Asesinos. Irritado,
emitió un gruñido al verse atrapado entre ambos deseos.