XXXVIII

 

HULEGU maldijo el recuerdo de su general mientras galopaba a lo largo de la línea de batalla. Kitbuqa había muerto luchando años atrás, pero su legado seguía viviendo en los musulmanes que habían prometido no aceptar jamás su khanato. La celebración de la misa cristiana en mezquitas había resultado ser un idea nefasta a la hora de intentar pacificar la región, aunque, a decir verdad, muchas de las tribus también gritaban el nombre de Bagdad cuando capturaba y castigaba a alguno de los suyos.
Nunca había conocido un hervidero de problemas de la magnitud del khanato que había elegido. Desde que destruyera la ciudad de Bagdad, no habían dejado de aparecer hombres y más hombres venidos desde miles de kilómetros de distancia para luchar por la tierra que había conquistado. Sonrió de oreja a oreja mientras cabalgaba. Su abuelo había dicho que no había mejor modo de pasar una vida que guerreando y el khanato nunca estaba en calma, nunca estaba en paz, como si vomitara nuevos enemigos cada año. Era bueno para los tumanes que comandaba. Sus hombres mantenían sus habilidades a punto y estaban siempre alerta para luchar contra los dementes de tez oscura que morían aullando el nombre de su ciudad o de su dios.
Hulegu se agachó al oír el zumbido de una flecha pasar cerca de él. La línea de jinetes enemigos se desdibujó mientras él corría a lo largo de su flanco. Disponía de apenas unos instantes antes de que empezaran a reaccionar ante su súbita maniobra. Oyó sus rugidos y notó el polvo y el sudor que flotaban en el aire, en el que, bajo el abrasador sol, también se percibía un rastro de ajo.
Hulegu hizo una mera seña y la línea de sus jinetes, al galope, se desvió hacia el flanco enemigo y, en el último momento, arrojaron sus lanzas. Las afiladas armas penetraron entre los caballos y los hombres, clavándose a cien pasos en la bullente masa como si fueran un cuchillo que se hundiera en la carne. Los persas se desmoronaron ante ellos y Hulegu dio mandobles a izquierda y a derecha, buscando romper y cegar con cada golpe, ver a sus rivales desplomándose a su espalda.
Oyó el chasquido de las ballestas y algo le golpeó en lo alto del pecho, perforando su armadura y chocando contra su clavícula. Gimió, confiando en que no se le hubiera roto otra vez. Mientras se adentraba entre las líneas rivales, solo sintió cómo el área se le iba entumeciendo, pero el dolor llegaría. A pesar de estar en inferioridad numérica, sus tumanes seguían frescos y fuertes y el día apenas acababa de comenzar. Su carga le había rebanado una importante sección a las líneas enemigas y le hizo una señal a sus oficiales minghaan para que la cercaran y la desprendieran por completo del grupo. Era una labor de pastores: separar a los carneros jóvenes del rebaño y eliminarlos. La principal fuerza de jinetes y soldados de infantería avanzó para enfrentarse a las flechas mongolas y, durante un tiempo, se abrió un espacio en el medio.
Hulegu se limpió el sudor de la cara con la mano húmeda, parpadeando al notar el picor de la sal en sus ojos. Estaba sediento, pero cuando miró en derredor, no vio rastro alguno de los chicos de los camellos con sus odres de agua.
Un movimiento captó su atención y Hulegu se quedó mirando fijamente a una oscura masa de soldados que llegaba al trote por encima de la cima de una colina. Se movían con rapidez y ligereza a pesar del calor y pudo ver que iban armados con arcos y espadas. Hulegu se alejó al trote unos veinte o treinta pasos del foco principal de la batalla, valorando cuál sería la mejor respuesta ante la aparición de ese contingente de infantería. Para entonces todos sus tumanes estaban luchando en el campo de batalla y no contaba con reservas. Cuando vio que los soldados persas seguían llegando, como si no tuvieran fin, frunció el ceño. Con su armadura de hierro y bronce, resplandecían bajo el sol. Mientras les observaba, un grupo de jinetes apareció en sus flancos, adelantando a los hombres a pie.
Había pasado por alto un ejército que había permanecido oculto tras las colinas. Fuera quien fuese el líder local que los había llevado allí y los había escondido, había elegido el momento con cuidado. Hulegu se humedeció los labios con la lengua, mirando a su alrededor e intentando no perder la noción del desarrollo general de la batalla. Tendría que destacar todo un tumán para enfrentarse a ellos e impedir que se unieran a sus hermanos.
Hulegu notaba cómo el sudor le caía sobre los ojos mientras los hombres que le circundaban terminaban de masacrar a los cientos que habían separado de la fuerza principal. Era un trabajo que conocían bien y sus guerreros se sentían seguros de su poder, habituados a batallar después de años de guerra.
Semejante a una mancha de aceite derramado, el flujo de hombres que descendía la colina no cesaba. Hulegu buscó con la mirada un tumán que pudiera retirar de su posición, pero todos ellos estaban inmersos de lleno en la batalla. Los afganos y los persas alzaron la cabeza al ver a sus refuerzos y lucharon con más energía, sabiendo que podían despilfarrar sus fuerzas y caer jadeantes cuando los mongoles se vieran obligados a responder a la nueva amenaza. Uno de los tumanes tuvo que retroceder, empujado por miles de hombres gritando, y no tuvo otra opción que separarse y recuperar espacio a su alrededor para lanzar otra carga.
Hulegu soltó una maldición. Tendría que aprovechar esa oportunidad, pero era consciente del peligro que engendraba retirarlos de allí. Los hombres que habían estado atacando se abalanzarían sobre ellos y, al hacerlo, flanquearían al siguiente tumán. Durante un instante, se imaginó la amenaza.
—Por la sangre de Cristo —murmuró. Se le había contagiado del viejo hábito de blasfemar de Kitbuqa. Hulegu sabía que le habría venido de perlas tener a su amigo en el campo de batalla ese día. Había sido un golpe de mala suerte que Kitbuqa se hubiera tenido que enfrentar a un ejército gigantesco mientras él estaba en Karakorum para participar en la ceremonia de proclamación como khan de su hermano. Al menos, las tribus habían pagado un alto precio por la vida del general mongol. Se había ocupado de ello personalmente liderando organizadas represalias masivas.
Hulegu hizo una seña a sus portaestandartes y se quedó observando: el guerrero enarboló la bandera del tumán y la hizo girar en un amplio círculo, ondeando. El tumán respondió en breves momentos ante su bandera, deteniéndose casi en el mismo instante en que iniciaban la carga otra vez. Hulegu podía ver las caras vueltas hacia su posición e intentó ignorar la sensación de pánico mientras el enemigo empezaba a llegar.
—Segunda bandera. Atacar al enemigo —indicó con sequedad a su portaestandarte. Las señales eran demasiado pocas y no contaba con nada que le permitiera señalar hacia la nueva fuerza que estaba entrando desde las colinas. Sin embargo, sus hombres eran guerreros experimentados y sabrían que no les hubiera detenido solo para ordenarles que volvieran a incorporarse a la refriega.
Hicieron que sus caballos dieran media vuelta y empezaron a ascender la pendiente al trote. Hulegu gruñó aliviado y, a continuación, se quedó sin aliento al ver que el flujo de enemigos no paraba. Habían aparecido miles más y Hulegu maldijo el laberinto de valles de la zona, capaz de esconder a tantos hombres de sus batidores.
Abajo, las líneas persas corrían aullando de júbilo, con la sensación de que estaban expulsando al tumán del campo de batalla. Su ímpetu les llevó junto a un ala de su propio tumán, como había temido. Hulegu respiró hondo para bramar nuevas órdenes al único minghaan de mil que había venido con él.
—¡Refuerzos! —rugió— ¡La línea del tumán de Bronce necesita refuerzos! —repitió la orden mientras clavaba los tacones en su caballo, impulsándole a acelerar. Había demasiados soldados enemigos, pero no estaba dispuesto a retirarse, no ante ellos. Todavía podían volverse las tornas de la batalla y los enemigos podían desmoronarse. Esperaría ese momento, rezaría por él. El tumán de Bronce estaba siendo presionado por el frente y por el flanco, a punto de ser arrollado. Por primera vez ese día, Hulegu sintió el gusano de la duda en el estómago. Nunca había perdido una batalla planificada contra esas salvajes tribus, aunque cada día le desafiaban en mayor número, gritando: «¡Bagdad!» y «¡Allahu Akbar!» mientras avanzaban. Enseñó los dientes y se lanzó a auxiliar a su tumán. Sus hombres no se desmoronarían ante unos granjeros follaperros. Podían ser derrotados, pero nunca saldrían huyendo.
Los mil hombres que cabalgaban con él iniciaron el galope tendido. Muchos de ellos habían perdido sus lanzas y vaciado sus carcajs en la lucha, pero desenfundaron sus espadas y se abalanzaron sobre el enemigo, intentando abrirse paso en el caos, lanzando sus gritos de batalla. Hulegu repartió golpes a izquierda y a derecha con todas sus fuerzas, aplastando cascos con su espada y golpeando los escudos que se levantaban para protegerse de él. Desde los lomos de su caballo, podía ver el encontronazo de los soldados recién llegados con su tumán en la pendiente de la colina. El tumán se había transformado en una amplia línea de carga, con las lanzas bajas, pero mientras Hulegu los observaba, empezó a vacilar ante el abrumador peso de los números. Como una red de pesca agujereada, la línea de ataque fue desgarrada en una docena de sitios. No podían defender la posición y los aullantes persas estaban pasando a través y alrededor de ellos, perdiendo a cientos de hombres en su afán por llegar al núcleo principal de la batalla.
Hulegu soltó un juramento, transformando su ira en un rápido y violento tajo que le partió el cráneo a un hombre de barba que se había arrojado sobre él, enseñándole su roja boca en un alarido salvaje. Su tarea era mantener una visión general de la batalla y no perderse en ningún momento en el dolor y la furia. Las filas enemigas seguían descendiendo la colina y a Hulegu le recorrió un escalofrío a pesar del calor. Los sahs le habían atrapado hábilmente con su estratagema, haciendo que invirtiera a todas sus fuerzas en la batalla para luego lanzar sobre él sus masivas fuerzas emboscadas.
Hulegu se había abierto un hueco a golpes y estaba volviendo a reunir el minghaan a su alrededor para iniciar otra carga en un punto débil cuando vio a sus exploradores llegar corriendo a través de la hierba ensangrentada. Con la mano derecha, señalaban hacia un valle en sombras y Hulegu emitió un gruñido entre dientes. Si había otro ejército allí, estaba acabado.
No había finalizado siquiera ese pensamiento cuando las primeras filas salieron de las colinas en sombra, casi pisándoles los talones a los exploradores, a quienes seguían. Hulegu se limpió el sudor de los ojos, boquiabierto. Lo que veía era imposible, pero, aun así, sintió cómo su pecho se llenaba de esperanza. Sólidas filas de mongoles brotaban de los collados con las lanzas enhiestas formando un bosque de espinas. Los reconoció por sus estandartes y sacudió la cabeza en una especie de estupor maravillado antes de volverse a mirar al enemigo. Lentamente, sus labios se retiraron y dejaron al descubierto sus dientes, pero aquel gesto no era una sonrisa.
Los tumanes de las colinas habían cabalgado en formación apretada, presionados por los estrechos valles que los circundaban. Cuando llegaron a espacio abierto, se desplegaron como un abanico y Hulegu gritó de alegría al identificar las maniobras que conocía de su propio ejército. Con un súbito movimiento, los tumanes enteros tomaron una nueva dirección, abalanzándose sobre la fuerza que resbalaba desde la cima de la colina. Dos más aumentaron la velocidad al llegar al terreno llano y se colocaron en posición como un martillo blandido sobre las filas persas.
Hulegu vio una descarga de flechas ascender desde los arcos de sus hombres, que rasgaron sus cuerdas una y otra vez haciendo que emitieran su grave nota y llenaran el aire con decenas de miles de saetas mientras las fuerzas se aproximaban. Las filas persas se encogieron bajo el nuevo asalto, pero sus abollados escudos salvaron solo a unos pocos. Hulegu se puso de pie sobre los estribos para ver el ataque de las lanzas. Una fila de quinientos en fondo golpeó a sus enemigos y se arrojó sobre ellos, aplastándolos y aniquilándolos. Enardecido, lanzó un bramido y luego, con sequedad y concisión, repartió nuevas órdenes a sus oficiales. Tenía a los persas a ambos lados, una trampa tan perfecta como si él mismo la hubiera planeado. Una última mirada a lo alto de la colina le permitió ver que los nuevos tumanes estaban arrollando a la reserva persa, atacando a su caballería y barriendo su primera línea con lluvias de flechas negras, una y otra vez.
La batalla había terminado, pero la matanza no había hecho más que comenzar. Muchos de los persas tiraron al suelo sus armas e intentaron salir corriendo, o simplemente levantaron las manos hacia el cielo y rezaron su última oración. Los tumanes iban acabando con ellos mientras cabalgaban a su alrededor, sin aceptar la rendición, disparándoles sus mortíferas flechas a corta distancia.
Los tumanes de Hulegu alzaron la cabeza, dejando a un lado el agotamiento que sentían: su orgullo los impulsaba a erguirse en presencia de los guerreros de su propio pueblo. El enemigo los había llevado al límite y se mostraron inmisericordes cuando fueron ellos quienes retrocedieron. Imparable, la masacre continuó mientras el sol empezaba a ponerse y los soldados enemigos eran arreados para que formaran grupos más reducidos. Había heridos que aún se mantenían en pie entre los muertos y Hulegu empleó una lanza rota como garrote al pasar junto a uno de esos hombres, al que le rompió el cuello con la fuerza del golpe, derribándole.
Los minghaans atravesaban el campo de batalla como hormigas mordedoras, adelantándose para hallar nuevos blancos, hasta que todos y cada uno de sus enemigos huyeron aterrorizados, esperando que llegara la oscuridad y les escondiera. El calor del sol empezó a menguar y Hulegu se quitó el casco, frotándose el húmedo cuero cabelludo. Había sido un buen día. Se levantó una brisa cálida que se llevó consigo el hedor de la sangre. Hulegu cerró los ojos con alivio, girándose hacia ella. Dio las gracias al padre cielo por haberle salvado y, a continuación, en un arrebato, le dio también las gracias al dios cristiano. Kitbuqa habría disfrutado de la escena que le rodeaba y Hulegu lamentaba que no hubiera vivido para verla.
Abrió los ojos al oír los cuernos mongoles anunciando la victoria por todo el campo de batalla, una nota baja y larga que, de inmediato, fue repetida por cada tumán que la escuchaba. El sonido hizo que se le erizara el vello de los brazos. Emitió un silbido entre dientes para llamar la atención de sus oficiales y observó cómo se izaban sus estandartes, convocando a los hombres de más rango a su alrededor. El bullicioso ruido de la victoria continuaba incesante, llenando los valles y resonando en un eco que llegaba de todas direcciones. Era un buen sonido.
Los tumanes de Hulegu empezaron a saquear a los muertos y, en la distancia, cuando sus hombres se disputaron los derechos sobre las armas y las armaduras con los recién llegados, vio que estallaba más de una riña. Hulegu soltó una carcajada al ver rodando por el suelo a hombres que, momentos antes, habían estado luchando como hermanos. Su pueblo era un pueblo feroz, compuesto exclusivamente de lobos.
Mientras sus oficiales se reunían, se fijó en un grupo de unas pocas docenas de jinetes que se destacó de uno de los tumanes y se aproximó a él al trote. Sus estandartes se agitaban en la brisa mientras avanzaban, guiando con cuidado a sus monturas por entre los cadáveres.
Uriang-Khadai había ido leyendo la batalla a medida que entraba en ella. Cuando su mirada se encontró con la de Hulegu, ambos sabían que Hulegu estaba en deuda con él. Aunque Hulegu era un príncipe de la nación y un khan por propio derecho, habló en primer lugar para honrar al general.
—Estaba empezando a pensar que tendría que invertir otro día para acabar con ellos, orlok —dijo Hulegu—. Te doy la bienvenida. Te concedo derechos de huésped y espero que cenes conmigo esta noche.
—Me alegro de haberte sido de ayuda, mi señor. No dudo de que habrías obtenido la victoria al final, pero si te he ahorrado aunque sea solo medio día, estupendo.
Ambos sonrieron y Hulegu volvió a limpiarse el sudor de la cara.
—¿Dónde está mi hermano Kublai, orlok? ¿Está contigo?
—Hoy no, mi señor, aunque soy uno de sus hombres. Me complacerá explicártelo todo mientras comemos.
El sol se había puesto para cuando los tumanes abandonaron el campo de batalla. Cuando el sol calentaba durante largo tiempo las armaduras de metal, estas tendían a crujir al ir enfriándose y los cadáveres se retorcían, a veces horas después de muertos. Todos los veteranos podían relatar historias de muertos a los que habían visto eructar e incluso incorporarse en un espasmo antes de caer nuevamente hacia atrás. No era un lugar agradable para pasar la noche y Hulegu sabía que tendría que enviar más hombres otro día para completar el pillaje. Llevó a Uriang-Khadai y a sus hombres a una llanura de hierba a unos cuantos kilómetros al oeste, casi al final de las colinas. Allí había establecido un campamento base y, antes de que la luna subiera a su cenit, había un burbujeante guiso preparado para todos ellos, con un pan tan duro que podía usarse como cuchara hasta que se deshacía.
Mientras los hombres de más rango de Uriang-Khadai se quitaban las armaduras y atendían a sus caballos, Hulegu se sentía pletórico. Tenía la túnica manchada de sudor, pero había sido un alivio salir de la armadura y sentir el frescor nocturno en sus brazos y rostro desnudos. Se sentó enfrente del orlok de Kublai, ardiendo de curiosidad, pero dispuesto a dejar que el hombre comiera y bebiera antes de exigirle respuestas. Nada cansaba a un hombre más que la batalla y los tumanes nunca desperdiciaban la oportunidad de comer bien después de luchar, cuando podían. Eran profesionales, a diferencia de los persas muertos que habían dejado atrás.
Cuando Uriang-Khadai hubo terminado, le pasó su cuenco a un criado y se limpió los dedos en sus calzas, ensanchando una vieja mancha de grasa.
—Mi señor, soy un hombre franco. Permíteme que hable con franqueza —dijo. Hulegu asintió con la cabeza—. Tu hermano Kublai te pide que te apartes de las batallas que van a tener lugar próximamente. Se ha declarado khan y luchará contra el señor Arik-Boke. Todo cuanto pide es que permanezcas en tu khanato y no participes.
A medida que el orlok hablaba, los ojos de Hulegu se fueron agrandando. Sacudió la cabeza, confuso y sorprendido.
—Arik-Boke es khan —dijo con voz ronca, tratando de asimilar lo que había oído—. Yo estaba allí, orlok. Presté juramento.
—Estas son las palabras que me han encargado que te transmitiera, mi señor. Tu hermano Kublai apela a ti para que te mantengas al margen mientras él resuelve esta disputa con su hermano pequeño. No tiene ningún problema contigo, pero no querría obligarte a escoger entre tus hermanos de sangre en estos tiempos de guerra.
Uriang-Khadai observó al otro hombre con callada esperanza. Kublai no había dado orden de atacar, pero los tumanes de Uriang-Khadai ya se encontraban entre las fuerzas de Hulegu. Con un solo grito suyo, miles morirían. Viendo los rostros sonrientes y relajados de los hombres de Hulegu, Uriang-Khadai sabía que podía vencer.
Los ojos de Hulegu vagaron por el campamento y tal vez él también fue consciente de la amenaza. Volvió a menear la cabeza, y su expresión se endureció.
—Hoy me has sido útil, orlok. Por eso me siento agradecido. Te ofrezco derechos de huésped en mi campamento, pero eso no te da derecho a decirme cuál debe ser mi juramento. Cuando salga el sol... —se interrumpió, su furia estaba mermando a medida que su confusión se incrementaba—. ¿Cómo es algo así siquiera posible? —preguntó—. Kublai no ha regresado a Karakorum. Lo habría sabido.
Uriang-Khadai se encogió de hombros.
—Mi amo es khan, mi señor. Tu hermano Arik-Boke no debería haberse proclamado. Esto se habrá resuelto en una estación y la nación continuará... bajo su legítimo khan.
—¿Por qué no ha venido el propio Kublai a verme? ¿Por qué te ha enviado a ti, Uriang-Khadai?
—Tiene una guerra que librar, mi señor. No puedo revelarte todos sus planes. Hablo en su nombre y todo cuanto he dicho es cierto. No te pide que violes tu juramento. Por amor a ti, te pide que esperes hasta que el asunto esté resuelto.
Hulegu apoyó la cabeza en sus manos, pensativo. Tanto Arik-Boke como Kublai eran sus hermanos. Deseaba reunirlos cogiéndolos a los dos por el cuello y darles una buena sacudida. Por milésima vez, deseó que Mongke siguiera con vida, para decirle qué debía hacer. Había dado su palabra, pero ¿y si Arik-Boke había hecho mal reclamando el khanato? Incluso en aquel momento la gente había hablado, se habían levantado voces que se preguntaban por qué no había esperado a que Kublai regresara a casa. Ese era el resultado. La posibilidad de que se produjera un desastre no hacía más que crecer y crecer en su mente, y Hulegu no conseguía asimilarlo.
En el mejor de los casos, perdería a uno de sus hermanos, un dolor que, tan poco tiempo después de haber perdido a Mongke, sería como un cuchillo clavándosele en el pecho. En el peor, la nación se desgarraría en el conflicto, haciéndoles vulnerables ante los enemigos que los rodeaban. Todo lo que Gengis había creado sería destruido en una sola generación. No había bien o mal en la disputa, ninguna de las reivindicaciones se elevaba por encima de la otra bajo la clara luz del sol. Y, sin embargo, Arik-Boke era khan. Independientemente de lo que dijera Kublai, eso estaba escrito en la piedra, inmutable. Hulegu se hundió todavía más.
—Este es mi khanato —murmuró, casi para sí mismo.
Uriang-Khadai inclinó la cabeza.
—Y lo seguirá siendo, mi señor. Lo conquistaste y no te será arrebatado. Mi amo sabía que las noticias te perturbarían. Tu dolor es el suyo, multiplicado mil veces. Solo desea que la disputa se resuelva con rapidez.
—Podría apartarse a un lado —dijo Hulegu, casi susurrando.
—No puede, mi señor, es khan.
—¿Y eso qué me importa a mí, orlok? —preguntó Hulegu, levantando la cabeza—. No hay reglas en la vida. Ni lo que está escrito ni lo que dicen los chamanes, nada ata a un hombre aparte de a sí mismo. Nada, salvo las cadenas que él mismo acepta. Las leyes y las tradiciones no significan nada, si posees fuerza.
—Kublai posee fuerza, mi señor. Mientras estamos manteniendo esta conversación, estará avanzando sobre Karakorum. El asunto quedará resuelto antes del invierno, de un modo u otro.
Hulegu tomó su decisión y su boca se convirtió en una delgada línea.
—Mis hermanos están jugando, orlok. No quiero ser parte de ello. Hay ciudades al norte de mi khanato que todavía se resisten a mi poder. Pasaré una estación poniéndoles sitio. Cuando haya concluido con eso, me dirigiré al este, hacia Karakorum, y veré quién está al mando.
Uriang-Khadai sintió cómo se liberaba de una gran tensión al oír sus palabras.
—Es una sabia decisión, mi señor. Siento haberte traído estas dolorosas nuevas.
Hulegu gruñó, irritado.
—Busca otra hoguera, orlok. Me he cansado de tu cara. Cuando salga el sol, te marcharás de aquí. Tienes tu respuesta. Cumpliré.
Uriang-Khadai se puso en pie, haciendo una mueca al notar el quejido de sus rodillas. Ya no era joven y se preguntó si podía confiar en la palabra de un hombre que no reconocía a ningún poder en el mundo aparte de su propia capacidad de destruir y liderar. La respuesta honesta era que no podía.
Por un momento, Uriang-Khadai consideró gritar su orden a los hombres expectantes. Todos estaban preparados. De un plumazo, podía eliminar a un hombre poderoso de la lucha.
Emitió un breve suspiro. O bien podía aceptar la palabra que le habían dado y quizá lamentarlo más tarde. Kublai ya había perdido un hermano. Uriang-Khadai hizo una pequeña reverencia y se dirigió a otra fogata. No dormiría esa noche, lo sabía.