XXXVIII
HULEGU maldijo el recuerdo de
su general mientras galopaba a lo largo de la línea de batalla.
Kitbuqa había muerto luchando años atrás, pero su legado seguía
viviendo en los musulmanes que habían prometido no aceptar jamás su
khanato. La celebración de la misa cristiana en mezquitas había
resultado ser un idea nefasta a la hora de intentar pacificar la
región, aunque, a decir verdad, muchas de las tribus también
gritaban el nombre de Bagdad cuando capturaba y castigaba a alguno
de los suyos.
Nunca había conocido un hervidero de
problemas de la magnitud del khanato que había elegido. Desde que
destruyera la ciudad de Bagdad, no habían dejado de aparecer
hombres y más hombres venidos desde miles de kilómetros de
distancia para luchar por la tierra que había conquistado. Sonrió
de oreja a oreja mientras cabalgaba. Su abuelo había dicho que no
había mejor modo de pasar una vida que guerreando y el khanato
nunca estaba en calma, nunca estaba en paz, como si vomitara nuevos
enemigos cada año. Era bueno para los tumanes que comandaba. Sus
hombres mantenían sus habilidades a punto y estaban siempre alerta
para luchar contra los dementes de tez oscura que morían aullando
el nombre de su ciudad o de su dios.
Hulegu se agachó al oír el zumbido de una
flecha pasar cerca de él. La línea de jinetes enemigos se desdibujó
mientras él corría a lo largo de su flanco. Disponía de apenas unos
instantes antes de que empezaran a reaccionar ante su súbita
maniobra. Oyó sus rugidos y notó el polvo y el sudor que flotaban
en el aire, en el que, bajo el abrasador sol, también se percibía
un rastro de ajo.
Hulegu hizo una mera seña y la línea de sus
jinetes, al galope, se desvió hacia el flanco enemigo y, en el
último momento, arrojaron sus lanzas. Las afiladas armas penetraron
entre los caballos y los hombres, clavándose a cien pasos en la
bullente masa como si fueran un cuchillo que se hundiera en la
carne. Los persas se desmoronaron ante ellos y Hulegu dio mandobles
a izquierda y a derecha, buscando romper y cegar con cada golpe,
ver a sus rivales desplomándose a su espalda.
Oyó el chasquido de las ballestas y algo le
golpeó en lo alto del pecho, perforando su armadura y chocando
contra su clavícula. Gimió, confiando en que no se le hubiera roto
otra vez. Mientras se adentraba entre las líneas rivales, solo
sintió cómo el área se le iba entumeciendo, pero el dolor llegaría.
A pesar de estar en inferioridad numérica, sus tumanes seguían
frescos y fuertes y el día apenas acababa de comenzar. Su carga le
había rebanado una importante sección a las líneas enemigas y le
hizo una señal a sus oficiales minghaan para que la cercaran y la
desprendieran por completo del grupo. Era una labor de pastores:
separar a los carneros jóvenes del rebaño y eliminarlos. La
principal fuerza de jinetes y soldados de infantería avanzó para
enfrentarse a las flechas mongolas y, durante un tiempo, se abrió
un espacio en el medio.
Hulegu se limpió el sudor de la cara con la
mano húmeda, parpadeando al notar el picor de la sal en sus ojos.
Estaba sediento, pero cuando miró en derredor, no vio rastro alguno
de los chicos de los camellos con sus odres de agua.
Un movimiento captó su atención y Hulegu se
quedó mirando fijamente a una oscura masa de soldados que llegaba
al trote por encima de la cima de una colina. Se movían con rapidez
y ligereza a pesar del calor y pudo ver que iban armados con arcos
y espadas. Hulegu se alejó al trote unos veinte o treinta pasos del
foco principal de la batalla, valorando cuál sería la mejor
respuesta ante la aparición de ese contingente de infantería. Para
entonces todos sus tumanes estaban luchando en el campo de batalla
y no contaba con reservas. Cuando vio que los soldados persas
seguían llegando, como si no tuvieran fin, frunció el ceño. Con su
armadura de hierro y bronce, resplandecían bajo el sol. Mientras
les observaba, un grupo de jinetes apareció en sus flancos,
adelantando a los hombres a pie.
Había pasado por alto un ejército que había
permanecido oculto tras las colinas. Fuera quien fuese el líder
local que los había llevado allí y los había escondido, había
elegido el momento con cuidado. Hulegu se humedeció los labios con
la lengua, mirando a su alrededor e intentando no perder la noción
del desarrollo general de la batalla. Tendría que destacar todo un
tumán para enfrentarse a ellos e impedir que se unieran a sus
hermanos.
Hulegu notaba cómo el sudor le caía sobre
los ojos mientras los hombres que le circundaban terminaban de
masacrar a los cientos que habían separado de la fuerza principal.
Era un trabajo que conocían bien y sus guerreros se sentían seguros
de su poder, habituados a batallar después de años de guerra.
Semejante a una mancha de aceite derramado,
el flujo de hombres que descendía la colina no cesaba. Hulegu buscó
con la mirada un tumán que pudiera retirar de su posición, pero
todos ellos estaban inmersos de lleno en la batalla. Los afganos y
los persas alzaron la cabeza al ver a sus refuerzos y lucharon con
más energía, sabiendo que podían despilfarrar sus fuerzas y caer
jadeantes cuando los mongoles se vieran obligados a responder a la
nueva amenaza. Uno de los tumanes tuvo que retroceder, empujado por
miles de hombres gritando, y no tuvo otra opción que separarse y
recuperar espacio a su alrededor para lanzar otra carga.
Hulegu soltó una maldición. Tendría que
aprovechar esa oportunidad, pero era consciente del peligro que
engendraba retirarlos de allí. Los hombres que habían estado
atacando se abalanzarían sobre ellos y, al hacerlo, flanquearían al
siguiente tumán. Durante un instante, se imaginó la amenaza.
—Por la sangre de Cristo —murmuró. Se le
había contagiado del viejo hábito de blasfemar de Kitbuqa. Hulegu
sabía que le habría venido de perlas tener a su amigo en el campo
de batalla ese día. Había sido un golpe de mala suerte que Kitbuqa
se hubiera tenido que enfrentar a un ejército gigantesco mientras
él estaba en Karakorum para participar en la ceremonia de
proclamación como khan de su hermano. Al menos, las tribus habían
pagado un alto precio por la vida del general mongol. Se había
ocupado de ello personalmente liderando organizadas represalias
masivas.
Hulegu hizo una seña a sus portaestandartes
y se quedó observando: el guerrero enarboló la bandera del tumán y
la hizo girar en un amplio círculo, ondeando. El tumán respondió en
breves momentos ante su bandera, deteniéndose casi en el mismo
instante en que iniciaban la carga otra vez. Hulegu podía ver las
caras vueltas hacia su posición e intentó ignorar la sensación de
pánico mientras el enemigo empezaba a llegar.
—Segunda bandera. Atacar al enemigo —indicó
con sequedad a su portaestandarte. Las señales eran demasiado pocas
y no contaba con nada que le permitiera señalar hacia la nueva
fuerza que estaba entrando desde las colinas. Sin embargo, sus
hombres eran guerreros experimentados y sabrían que no les hubiera
detenido solo para ordenarles que volvieran a incorporarse a la
refriega.
Hicieron que sus caballos dieran media
vuelta y empezaron a ascender la pendiente al trote. Hulegu gruñó
aliviado y, a continuación, se quedó sin aliento al ver que el
flujo de enemigos no paraba. Habían aparecido miles más y Hulegu
maldijo el laberinto de valles de la zona, capaz de esconder a
tantos hombres de sus batidores.
Abajo, las líneas persas corrían aullando de
júbilo, con la sensación de que estaban expulsando al tumán del
campo de batalla. Su ímpetu les llevó junto a un ala de su propio
tumán, como había temido. Hulegu respiró hondo para bramar nuevas
órdenes al único minghaan de mil que había venido con él.
—¡Refuerzos! —rugió— ¡La línea del tumán de
Bronce necesita refuerzos! —repitió la orden mientras clavaba los
tacones en su caballo, impulsándole a acelerar. Había demasiados
soldados enemigos, pero no estaba dispuesto a retirarse, no ante
ellos. Todavía podían volverse las tornas de la batalla y los
enemigos podían desmoronarse. Esperaría ese momento, rezaría por
él. El tumán de Bronce estaba siendo presionado por el frente y por
el flanco, a punto de ser arrollado. Por primera vez ese día,
Hulegu sintió el gusano de la duda en el estómago. Nunca había
perdido una batalla planificada contra esas salvajes tribus, aunque
cada día le desafiaban en mayor número, gritando: «¡Bagdad!» y
«¡Allahu Akbar!» mientras avanzaban. Enseñó los dientes y se lanzó
a auxiliar a su tumán. Sus hombres no se desmoronarían ante unos
granjeros follaperros. Podían ser derrotados, pero nunca saldrían
huyendo.
Los mil hombres que cabalgaban con él
iniciaron el galope tendido. Muchos de ellos habían perdido sus
lanzas y vaciado sus carcajs en la lucha, pero desenfundaron sus
espadas y se abalanzaron sobre el enemigo, intentando abrirse paso
en el caos, lanzando sus gritos de batalla. Hulegu repartió golpes
a izquierda y a derecha con todas sus fuerzas, aplastando cascos
con su espada y golpeando los escudos que se levantaban para
protegerse de él. Desde los lomos de su caballo, podía ver el
encontronazo de los soldados recién llegados con su tumán en la
pendiente de la colina. El tumán se había transformado en una
amplia línea de carga, con las lanzas bajas, pero mientras Hulegu
los observaba, empezó a vacilar ante el abrumador peso de los
números. Como una red de pesca agujereada, la línea de ataque fue
desgarrada en una docena de sitios. No podían defender la posición
y los aullantes persas estaban pasando a través y alrededor de
ellos, perdiendo a cientos de hombres en su afán por llegar al
núcleo principal de la batalla.
Hulegu soltó un juramento, transformando su
ira en un rápido y violento tajo que le partió el cráneo a un
hombre de barba que se había arrojado sobre él, enseñándole su roja
boca en un alarido salvaje. Su tarea era mantener una visión
general de la batalla y no perderse en ningún momento en el dolor y
la furia. Las filas enemigas seguían descendiendo la colina y a
Hulegu le recorrió un escalofrío a pesar del calor. Los sahs le
habían atrapado hábilmente con su estratagema, haciendo que
invirtiera a todas sus fuerzas en la batalla para luego lanzar
sobre él sus masivas fuerzas emboscadas.
Hulegu se había abierto un hueco a golpes y
estaba volviendo a reunir el minghaan a su alrededor para iniciar
otra carga en un punto débil cuando vio a sus exploradores llegar
corriendo a través de la hierba ensangrentada. Con la mano derecha,
señalaban hacia un valle en sombras y Hulegu emitió un gruñido
entre dientes. Si había otro ejército allí, estaba acabado.
No había finalizado siquiera ese pensamiento
cuando las primeras filas salieron de las colinas en sombra, casi
pisándoles los talones a los exploradores, a quienes seguían.
Hulegu se limpió el sudor de los ojos, boquiabierto. Lo que veía
era imposible, pero, aun así, sintió cómo su pecho se llenaba de
esperanza. Sólidas filas de mongoles brotaban de los collados con
las lanzas enhiestas formando un bosque de espinas. Los reconoció
por sus estandartes y sacudió la cabeza en una especie de estupor
maravillado antes de volverse a mirar al enemigo. Lentamente, sus
labios se retiraron y dejaron al descubierto sus dientes, pero
aquel gesto no era una sonrisa.
Los tumanes de las colinas habían cabalgado
en formación apretada, presionados por los estrechos valles que los
circundaban. Cuando llegaron a espacio abierto, se desplegaron como
un abanico y Hulegu gritó de alegría al identificar las maniobras
que conocía de su propio ejército. Con un súbito movimiento, los
tumanes enteros tomaron una nueva dirección, abalanzándose sobre la
fuerza que resbalaba desde la cima de la colina. Dos más aumentaron
la velocidad al llegar al terreno llano y se colocaron en posición
como un martillo blandido sobre las filas persas.
Hulegu vio una descarga de flechas ascender
desde los arcos de sus hombres, que rasgaron sus cuerdas una y otra
vez haciendo que emitieran su grave nota y llenaran el aire con
decenas de miles de saetas mientras las fuerzas se aproximaban. Las
filas persas se encogieron bajo el nuevo asalto, pero sus abollados
escudos salvaron solo a unos pocos. Hulegu se puso de pie sobre los
estribos para ver el ataque de las lanzas. Una fila de quinientos
en fondo golpeó a sus enemigos y se arrojó sobre ellos,
aplastándolos y aniquilándolos. Enardecido, lanzó un bramido y
luego, con sequedad y concisión, repartió nuevas órdenes a sus
oficiales. Tenía a los persas a ambos lados, una trampa tan
perfecta como si él mismo la hubiera planeado. Una última mirada a
lo alto de la colina le permitió ver que los nuevos tumanes estaban
arrollando a la reserva persa, atacando a su caballería y barriendo
su primera línea con lluvias de flechas negras, una y otra
vez.
La batalla había terminado, pero la matanza
no había hecho más que comenzar. Muchos de los persas tiraron al
suelo sus armas e intentaron salir corriendo, o simplemente
levantaron las manos hacia el cielo y rezaron su última oración.
Los tumanes iban acabando con ellos mientras cabalgaban a su
alrededor, sin aceptar la rendición, disparándoles sus mortíferas
flechas a corta distancia.
Los tumanes de Hulegu alzaron la cabeza,
dejando a un lado el agotamiento que sentían: su orgullo los
impulsaba a erguirse en presencia de los guerreros de su propio
pueblo. El enemigo los había llevado al límite y se mostraron
inmisericordes cuando fueron ellos quienes retrocedieron.
Imparable, la masacre continuó mientras el sol empezaba a ponerse y
los soldados enemigos eran arreados para que formaran grupos más
reducidos. Había heridos que aún se mantenían en pie entre los
muertos y Hulegu empleó una lanza rota como garrote al pasar junto
a uno de esos hombres, al que le rompió el cuello con la fuerza del
golpe, derribándole.
Los minghaans atravesaban el campo de
batalla como hormigas mordedoras, adelantándose para hallar nuevos
blancos, hasta que todos y cada uno de sus enemigos huyeron
aterrorizados, esperando que llegara la oscuridad y les escondiera.
El calor del sol empezó a menguar y Hulegu se quitó el casco,
frotándose el húmedo cuero cabelludo. Había sido un buen día. Se
levantó una brisa cálida que se llevó consigo el hedor de la
sangre. Hulegu cerró los ojos con alivio, girándose hacia ella. Dio
las gracias al padre cielo por haberle salvado y, a continuación,
en un arrebato, le dio también las gracias al dios cristiano.
Kitbuqa habría disfrutado de la escena que le rodeaba y Hulegu
lamentaba que no hubiera vivido para verla.
Abrió los ojos al oír los cuernos mongoles
anunciando la victoria por todo el campo de batalla, una nota baja
y larga que, de inmediato, fue repetida por cada tumán que la
escuchaba. El sonido hizo que se le erizara el vello de los brazos.
Emitió un silbido entre dientes para llamar la atención de sus
oficiales y observó cómo se izaban sus estandartes, convocando a
los hombres de más rango a su alrededor. El bullicioso ruido de la
victoria continuaba incesante, llenando los valles y resonando en
un eco que llegaba de todas direcciones. Era un buen sonido.
Los tumanes de Hulegu empezaron a saquear a
los muertos y, en la distancia, cuando sus hombres se disputaron
los derechos sobre las armas y las armaduras con los recién
llegados, vio que estallaba más de una riña. Hulegu soltó una
carcajada al ver rodando por el suelo a hombres que, momentos
antes, habían estado luchando como hermanos. Su pueblo era un
pueblo feroz, compuesto exclusivamente de lobos.
Mientras sus oficiales se reunían, se fijó
en un grupo de unas pocas docenas de jinetes que se destacó de uno
de los tumanes y se aproximó a él al trote. Sus estandartes se
agitaban en la brisa mientras avanzaban, guiando con cuidado a sus
monturas por entre los cadáveres.
Uriang-Khadai había ido leyendo la batalla a
medida que entraba en ella. Cuando su mirada se encontró con la de
Hulegu, ambos sabían que Hulegu estaba en deuda con él. Aunque
Hulegu era un príncipe de la nación y un khan por propio derecho,
habló en primer lugar para honrar al general.
—Estaba empezando a pensar que tendría que
invertir otro día para acabar con ellos, orlok —dijo Hulegu—. Te
doy la bienvenida. Te concedo derechos de huésped y espero que
cenes conmigo esta noche.
—Me alegro de haberte sido de ayuda, mi
señor. No dudo de que habrías obtenido la victoria al final, pero
si te he ahorrado aunque sea solo medio día, estupendo.
Ambos sonrieron y Hulegu volvió a limpiarse
el sudor de la cara.
—¿Dónde está mi hermano Kublai, orlok? ¿Está
contigo?
—Hoy no, mi señor, aunque soy uno de sus
hombres. Me complacerá explicártelo todo mientras comemos.
El sol se había puesto para cuando los
tumanes abandonaron el campo de batalla. Cuando el sol calentaba
durante largo tiempo las armaduras de metal, estas tendían a crujir
al ir enfriándose y los cadáveres se retorcían, a veces horas
después de muertos. Todos los veteranos podían relatar historias de
muertos a los que habían visto eructar e incluso incorporarse en un
espasmo antes de caer nuevamente hacia atrás. No era un lugar
agradable para pasar la noche y Hulegu sabía que tendría que enviar
más hombres otro día para completar el pillaje. Llevó a
Uriang-Khadai y a sus hombres a una llanura de hierba a unos
cuantos kilómetros al oeste, casi al final de las colinas. Allí
había establecido un campamento base y, antes de que la luna
subiera a su cenit, había un burbujeante guiso preparado para todos
ellos, con un pan tan duro que podía usarse como cuchara hasta que
se deshacía.
Mientras los hombres de más rango de
Uriang-Khadai se quitaban las armaduras y atendían a sus caballos,
Hulegu se sentía pletórico. Tenía la túnica manchada de sudor, pero
había sido un alivio salir de la armadura y sentir el frescor
nocturno en sus brazos y rostro desnudos. Se sentó enfrente del
orlok de Kublai, ardiendo de curiosidad, pero dispuesto a dejar que
el hombre comiera y bebiera antes de exigirle respuestas. Nada
cansaba a un hombre más que la batalla y los tumanes nunca
desperdiciaban la oportunidad de comer bien después de luchar,
cuando podían. Eran profesionales, a diferencia de los persas
muertos que habían dejado atrás.
Cuando Uriang-Khadai hubo terminado, le pasó
su cuenco a un criado y se limpió los dedos en sus calzas,
ensanchando una vieja mancha de grasa.
—Mi señor, soy un hombre franco. Permíteme
que hable con franqueza —dijo. Hulegu asintió con la cabeza—. Tu
hermano Kublai te pide que te apartes de las batallas que van a
tener lugar próximamente. Se ha declarado khan y luchará contra el
señor Arik-Boke. Todo cuanto pide es que permanezcas en tu khanato
y no participes.
A medida que el orlok hablaba, los ojos de
Hulegu se fueron agrandando. Sacudió la cabeza, confuso y
sorprendido.
—Arik-Boke es khan —dijo con voz ronca,
tratando de asimilar lo que había oído—. Yo estaba allí, orlok.
Presté juramento.
—Estas son las palabras que me han encargado
que te transmitiera, mi señor. Tu hermano Kublai apela a ti para
que te mantengas al margen mientras él resuelve esta disputa con su
hermano pequeño. No tiene ningún problema contigo, pero no querría
obligarte a escoger entre tus hermanos de sangre en estos tiempos
de guerra.
Uriang-Khadai observó al otro hombre con
callada esperanza. Kublai no había dado orden de atacar, pero los
tumanes de Uriang-Khadai ya se encontraban entre las fuerzas de
Hulegu. Con un solo grito suyo, miles morirían. Viendo los rostros
sonrientes y relajados de los hombres de Hulegu, Uriang-Khadai
sabía que podía vencer.
Los ojos de Hulegu vagaron por el campamento
y tal vez él también fue consciente de la amenaza. Volvió a menear
la cabeza, y su expresión se endureció.
—Hoy me has sido útil, orlok. Por eso me
siento agradecido. Te ofrezco derechos de huésped en mi campamento,
pero eso no te da derecho a decirme cuál debe ser mi juramento.
Cuando salga el sol... —se interrumpió, su furia estaba mermando a
medida que su confusión se incrementaba—. ¿Cómo es algo así
siquiera posible? —preguntó—. Kublai no ha regresado a Karakorum.
Lo habría sabido.
Uriang-Khadai se encogió de hombros.
—Mi amo es khan, mi señor. Tu hermano
Arik-Boke no debería haberse proclamado. Esto se habrá resuelto en
una estación y la nación continuará... bajo su legítimo khan.
—¿Por qué no ha venido el propio Kublai a
verme? ¿Por qué te ha enviado a ti, Uriang-Khadai?
—Tiene una guerra que librar, mi señor. No
puedo revelarte todos sus planes. Hablo en su nombre y todo cuanto
he dicho es cierto. No te pide que violes tu juramento. Por amor a
ti, te pide que esperes hasta que el asunto esté resuelto.
Hulegu apoyó la cabeza en sus manos,
pensativo. Tanto Arik-Boke como Kublai eran sus hermanos. Deseaba
reunirlos cogiéndolos a los dos por el cuello y darles una buena
sacudida. Por milésima vez, deseó que Mongke siguiera con vida,
para decirle qué debía hacer. Había dado su palabra, pero ¿y si
Arik-Boke había hecho mal reclamando el khanato? Incluso en aquel
momento la gente había hablado, se habían levantado voces que se
preguntaban por qué no había esperado a que Kublai regresara a
casa. Ese era el resultado. La posibilidad de que se produjera un
desastre no hacía más que crecer y crecer en su mente, y Hulegu no
conseguía asimilarlo.
En el mejor de los casos, perdería a uno de
sus hermanos, un dolor que, tan poco tiempo después de haber
perdido a Mongke, sería como un cuchillo clavándosele en el pecho.
En el peor, la nación se desgarraría en el conflicto, haciéndoles
vulnerables ante los enemigos que los rodeaban. Todo lo que Gengis
había creado sería destruido en una sola generación. No había bien
o mal en la disputa, ninguna de las reivindicaciones se elevaba por
encima de la otra bajo la clara luz del sol. Y, sin embargo,
Arik-Boke era khan. Independientemente de lo que dijera Kublai, eso
estaba escrito en la piedra, inmutable. Hulegu se hundió todavía
más.
—Este es mi khanato —murmuró, casi para sí
mismo.
Uriang-Khadai inclinó la cabeza.
—Y lo seguirá siendo, mi señor. Lo
conquistaste y no te será arrebatado. Mi amo sabía que las noticias
te perturbarían. Tu dolor es el suyo, multiplicado mil veces. Solo
desea que la disputa se resuelva con rapidez.
—Podría apartarse a un lado —dijo Hulegu,
casi susurrando.
—No puede, mi señor, es khan.
—¿Y eso qué me importa a mí, orlok?
—preguntó Hulegu, levantando la cabeza—. No hay reglas en la vida.
Ni lo que está escrito ni lo que dicen los chamanes, nada ata a un
hombre aparte de a sí mismo. Nada, salvo las cadenas que él mismo
acepta. Las leyes y las tradiciones no significan nada, si posees
fuerza.
—Kublai posee fuerza, mi señor. Mientras
estamos manteniendo esta conversación, estará avanzando sobre
Karakorum. El asunto quedará resuelto antes del invierno, de un
modo u otro.
Hulegu tomó su decisión y su boca se
convirtió en una delgada línea.
—Mis hermanos están jugando, orlok. No
quiero ser parte de ello. Hay ciudades al norte de mi khanato que
todavía se resisten a mi poder. Pasaré una estación poniéndoles
sitio. Cuando haya concluido con eso, me dirigiré al este, hacia
Karakorum, y veré quién está al mando.
Uriang-Khadai sintió cómo se liberaba de una
gran tensión al oír sus palabras.
—Es una sabia decisión, mi señor. Siento
haberte traído estas dolorosas nuevas.
Hulegu gruñó, irritado.
—Busca otra hoguera, orlok. Me he cansado de
tu cara. Cuando salga el sol, te marcharás de aquí. Tienes tu
respuesta. Cumpliré.
Uriang-Khadai se puso en pie, haciendo una
mueca al notar el quejido de sus rodillas. Ya no era joven y se
preguntó si podía confiar en la palabra de un hombre que no
reconocía a ningún poder en el mundo aparte de su propia capacidad
de destruir y liderar. La respuesta honesta era que no podía.
Por un momento, Uriang-Khadai consideró
gritar su orden a los hombres expectantes. Todos estaban
preparados. De un plumazo, podía eliminar a un hombre poderoso de
la lucha.
Emitió un breve suspiro. O bien podía
aceptar la palabra que le habían dado y quizá lamentarlo más tarde.
Kublai ya había perdido un hermano. Uriang-Khadai hizo una pequeña
reverencia y se dirigió a otra fogata. No dormiría esa noche, lo
sabía.