XXXII

 

EN la cámara imperial de reuniones, situada en el mismo centro de Hangzhou, reinaba un tremendo alboroto. Los señores Song se habían congregado sin haber sido convocados, cuando se propagó la clara sensación de que no debían perderse lo que estaba sucediendo, fuera lo que fuese. A lo largo de toda la mañana, distintos recaderos y criados se encargaron de mantener informados de manera constante a aquellos que se hallaban en sus viviendas de la ciudad, fuera del recinto. Más y más señores tomaron la decisión y llamaron a sus portadores y palanquines. Los señores más jóvenes llegaron a lomos de sus caballos, con espadas en la cintura y rodeados de guardias leales. La sala no transmitía ningún tipo de paz o seguridad. La tensión y el ruido se acrecentaban por momentos.
Habían viajado hasta Hangzhou desde sus propiedades para acudir al funeral del viejo emperador, pero, cuando finalizó, se habían quedado en sus casas de la ciudad, esperando ser convocados para celebrar un consejo. Los ejércitos mongoles se encontraban a escasa distancia de la capital. El terror había invadido Hangzhou y una tensión febril flotaba en el ambiente. Sobre las murallas, los soldados clavaban la mirada en la lejanía, esforzando la vista, como si los batidores mongoles pudieran surgir de la niebla matutina de repente, sin previo aviso. La información cambiaba de manos por varias ristras de monedas de plata: los mercaderes de rumores convertían sus exiguos datos en formidables beneficios.
Ese día el cónclave había comenzado a partir de un rumor que afirmaba que el nuevo emperador estaba listo para llamarles a todos. Nadie sabía quién lo había iniciado, pero la noticia había llegado a todas las casas nobles antes del alba. La luz del día no trajo consigo ninguna convocatoria formal y apenas una docena de señores se habían presentado en el recinto imperial y se habían acomodado en sus sitios. Corrió la voz de que estaban allí y, a medida que avanzó la mañana, la cifra de señores reunidos se duplicó y, después, se duplicó otra vez, cuando los señores de más edad temieron verse excluidos de algún acontecimiento importante. El punto álgido llegó a principios de la tarde. De forma independiente, las últimas ocho cabezas de las casas Song decidieron que no podían aguardar más a que el nuevo emperador los convocara. Entraron en la sala de reuniones acompañados de espadachines y sirvientes, y, cuando el sol empezó a deslizarse hacia el oeste, hasta el último asiento había sido ocupado y hasta el último balcón estaba abarrotado.
El señor Sung Win se encontraba en el centro de todo aquello, alto y delgado en sus blancos ropajes de luto. Muchos de los demás señores vestían el menos tradicional azul oscuro para marcar el fallecimiento del emperador, pero la serenidad fúnebre brillaba por su ausencia. El gong que solía anunciar el cónclave permanecía callado y muchos ojos se volvían hacia él, todavía esperando que su larga y sonora nota restaurara el orden. El gong no podía golpearse si el emperador no daba la orden de reunirse, pero allí estaban todos, esperando algún tipo de acto o de voz. Nadie sabía cómo comenzar.
Cuando declinó el día, Sung Win se había ubicado en medio de la sala y los otros señores se dirigían hasta él para hablar. A través de sus criados y señores vasallos, repartía información, observando las facciones que se congregaban brevemente y luego se dispersaban como las cáscaras de los gusanos de seda en el viento. A pesar de las largas horas transcurridas, no mostraba signo alguno de fatiga, sino que, de hecho, parecía cobrar cada vez más energía y su altura y su confianza dominaban la estancia. El número de los que le circundaban fue aumentando y el nivel de ruido llegó a ser casi doloroso al oído. Los sirvientes trajeron comida y bebida, que los señores consumieron allí mismo, sin que nadie abandonara su puesto.
Había tensión e incluso miedo en los rostros de los que habían acudido a la cámara. Estaba prohibido reunirse sin orden del emperador y, para muchos, la decisión de hacerlo hacía peligrar sus nombres y patrimonios. No habrían osado acudir si el emperador Lizong siguiera con vida. El heredero del trono del dragón era un desconocido para ellos, un muchacho de solo once años. Era ese hecho, por encima de todo lo demás, lo que le había permitido unirse a la muchedumbre de la sala. La luz del cielo se había extinguido, el imperio había quedado súbitamente a la deriva. Ante tal augurio, existía un frágil consenso. No podían ignorar al enemigo por más tiempo.
Sung Win sentía el efecto del caos en su sangre como el de una bebida fuerte. Todo el que entraba podía verle allí, representando a una de las más antiguas casas del imperio. Hablaba en voz baja con sus vasallos, como un centro de calma y tradición en medio del creciente temporal. Flotaba en la cámara un penetrante olor a opio y observó divertido cómo varios señores instalaban sus ornadas bandejas frente a ellos y trataban de calmar sus nervios con el ritual que comenzaba formando blandas bolitas de opio en los recipientes de bronce y acababa con ellos echándose hacia atrás, aspirando largas e intensas bocanadas de las pipas y envolviéndose en una espiral de acre humo. Sus propios dedos se crisparon por la urgencia de fumar, pero se controló. Aquella reunión era algo nuevo y no se atrevía a renunciar ni siquiera a una parte de su ingenio.
Cuando el sol empezó a desaparecer tras el horizonte, muchos de los señores presentes se acuclillaron sobre las vasijas de porcelana que trajeron sus criados. Las túnicas ocultaban el proceso de vaciado de las vejigas y las tripas largamente contenidas, y los sirvientes retiraban enseguida los humeantes contenidos dejando que los señores regresaran a su sitio. Sung Wing aguardó el momento apropiado. Había al menos otros dos grupos que aún podían inaugurar el cónclave. Uno podía ser rechazado por falta de apoyo, pero el joven que ocupaba el centro de la otra facción tenía las mejillas ardientes ante su repentino ascenso al poder. El hermano del señor Jin Feng había muerto en el más reciente ataque contra las fuerzas mongolas. Esa muerte debería haber debilitado su casa durante una estación, pero el nuevo señor había asumido las responsabilidades con gran destreza.
Sung Win frunció el ceño al recordar un acuerdo comercial que había intentado que aceptara la familia. Había hecho que pareciera el apoyo de un amigo, un regalo económico con pocas condiciones para que salieran adelante en esos tiempos difíciles, hasta que la casa recuperara la estabilidad. Una única cláusula le habría permitido anexionarse parte de sus tierras si no hubieran pagado. Había sido una idea perfecta, sutil a la vez que potente. El rechazo de su oferta habría supuesto una ofensa para él y Win había esperado que le reenviaran el documento sellado. Cuando llegó, había apreciado encantado las líneas perfectas del sello de la casa en el grueso pergamino. Había dejado que sus ojos resbalaran hasta la única línea que convertía el acuerdo en un arma tan afilada como cualquier daga. No la había encontrado.
Sung Win meneó la cabeza, irritado por el recuerdo, mientras Jin Feng daba unas palmaditas en el hombro a uno de sus partidarios. Copiar un documento y sus sellos con tanta perfección, incluida la caligrafía del propio escriba de Sung Win, era ingenioso. Casi no podía protestar. Había quedado en su mano aceptar el acuerdo alterado o dejar que fuera destruido accidentalmente en algún incendio y enviar sus disculpas. Había aceptado, reconociendo la finura del gesto.
Sung Win observó a su vecino desde sus párpados entornados y se preguntó si habría sido mejor dejar que Jin Feng sufriera todo el peso de la desaprobación imperial. El primero que hablara oficialmente sería el que más se arriesgara, pero tenía la impresión de que era una ventaja a la que no podía renunciar. Sung Win sonrió para sí, disfrutando de la tensión de sus hombros y del latir de su pulso en las venas. Toda vida implicaba riesgo.
Se puso de pie poco a poco en medio del tumulto y sus vasallos guardaron silencio, girándose hacia él. Dada la enorme tensión de todo el grupo, ese simple acto fue suficiente. El círculo de silencio fue notado en el resto de la sala y se expandió rápidamente. Los hombres interrumpieron sus susurros o sus abiertas discusiones, alargando el cuello sin dignidad para ver quién se atrevía a ser el primero en hablar a pesar de carecer de la orden formal del emperador.
Sung Win lanzó una mirada al arco de la entrada por última vez ese día, buscando al heraldo del emperador, o a su canciller. No tenía ninguna duda de que, para entonces, el pequeño Huaizong había tenido noticias del cónclave. Los espías del viejo emperador estarían en la sala para servir a su nuevo amo, listos para transmitirle cada palabra y la identidad de quienes las pronunciaban. El señor Sung Win respiró hondo. No obstante, había llegado el momento y el silencio se había extendido por toda la sala. Más de cien señores le observaban, sus ojos relucientes a la luz de las lámparas nocturnas. La mayoría de ellos eran demasiado débiles para influir en el resultado del día, pero había otros treinta y dos que tenían poder en la nación, el señor Jin Feng entre ellos. Tal vez fuera la imaginación de Sung Win, pero esos treinta y dos parecían destacarse de la multitud. Aunque todos los presentes iban vestidos de blanco o de azul oscuro, casi podía sentir los puntos de poder que había en la habitación.
—Señores míos —dijo. El silencio era tan profundo que apenas necesitó elevar la voz—. Vuestra presencia revela que comprendéis la situación. Sigamos adelante, seguros de que el emperador Lizong no habría querido que nos quedáramos cruzados de brazos mientras nuestras tierras son asaltadas y destruidas por un invasor. Nos encontramos ante una dura prueba, señores, nos enfrentamos a un terrible enemigo. Hemos perdido grandes y antiguas casas. Otras han pasado a nuevos herederos, quedando rotos los auténticos linajes de sangre.
Se oyeron algunos cuchicheos y habló más alto, conteniéndolos. Había planeado cada palabra de su discurso durante las largas horas del día.
—Acepto mi parte de la culpa que todos compartimos por habernos permitido distraernos con juegos de poder mientras el imperio sufría. He visto a varios señores salir de esta cámara y he visto sus nombres cincelados en la piedra de honor, tras haber caído para proteger nuestras libertades.
Posó la vista en Jin Feng y, a regañadientes, el joven le dirigió un gesto de asentimiento.
—Mediante nuestra debilidad, mediante nuestra desconfianza mutua, hemos permitido que un enemigo se acerque más a la capital imperial de lo que ningún otro lo había hecho hasta ahora. Nuestras tentativas de detenerle han sido endebles e inútiles y hemos desperdiciado nuestras energías en intrigas políticas y venganzas personales. El precio ha sido alto. Señores míos, el cielo nos ha retirado su favor. El emperador se ha marchado de este mundo. En este momento de debilidad, de caos, llega el enemigo, el lobo de las fauces sangrientas. Lo sabéis.
Una vez más, respiró profundamente. Jin Feng podría haber hablado en ese momento. No había canciller imperial que ordenara a los oradores o controlara el debate. Pero el joven permaneció callado, esperando.
—Sin la voz del emperador —prosiguió Sung Win—, no tenemos poder para llamar al imperio a las armas como un solo ejército. Lo sé. Lo acepto. He intentado ponerme en contacto con el emperador Huaizong y no he recibido noticia alguna de la corte. Sé que muchos de vosotros habéis sido rechazados por cortesanos ignorantes. Por eso estoy aquí, señores. Sabemos que el lobo se dirige a Hangzhou y sabemos qué debemos hacer. Tenemos que luchar contra él o hacer que pague un tributo para abandonar nuestras tierras. No hay una tercera elección. Si no hacemos nada, habremos fracasado en nuestro deber y nuestro honor quedará reducido a polvo. Si no hacemos nada, mereceremos la destrucción que sin duda llegará.
Sung Win hizo una pausa, sabiendo que sus próximas palabras le adentrarían en el terreno de la traición. Su vida, su casa, su historia estarían perdidas si el emperador niño decidiera castigarle como ejemplo para los demás. Sin embargo, si pudiera derrotar a los ejércitos mongoles, obtendría la gratitud de la casa imperial. Se situaría más allá del castigo, sería intocable. Sung Win no se atrevía a soñar que sus hijos ascendieran hasta convertirse ellos mismos en emperadores, pero sus acciones de ese día le aproximarían más al trono del dragón de lo que ninguno de sus antepasados había estado. O eso, o harían que le mataran.
—He llegado a la conclusión de que debemos actuar. Por tanto, convoco el consejo. Convoco a todos los señores Song a defender el imperio. Treinta y tres casas nobles están reunidas aquí hoy. Entre nosotros, y nuestros vasallos, controlamos más de un millón de soldados. Convoco una votación en cónclave.
Uno de sus criados se dirigió a un cofre de madera situado junto a la pared opuesta. Era un objeto hermoso y antiguo, con incrustaciones de marfil. El criado levantó una vara de hierro y, en el último momento, se volvió hacia Sung Win, vacilante. Sung Win asintió y el sirviente insertó la vara y tiró hacia atrás, rompiendo la cerradura.
Un grito ahogado brotó de todas las gargantas, propagándose por la enorme sala. Todos los señores, fascinados y horrorizados, observaron cómo el criado de Sung Win sacaba un hondo cuenco de cristal, más grande que su cabeza. Lo sostuvo en alto mientras regresaba al centro de la cámara. Otros criados se inclinaron sobre la caja y extrajeron varias bolitas de vidrio negro y claro de los estantes donde se hallaban ordenadas en pulcras filas. Los sirvientes se dispersaron entre la muchedumbre, entregándoselas en parejas a las casas más poderosas del imperio. Los señores empezaron a hablar en voz más alta y Sung Win agudizó ojos y oídos para captar lo que estaba sucediendo en la cámara. En aquel momento no lograba valorar el ánimo general y se sintió frustrado. Algunos de ellos no votarían por miedo a la desaprobación imperial. Su cobardía y debilidad les llevaría a abstenerse. No podía saber cómo actuaría Jin Feng. El ejército de su hermano había sido aplastado por el invasor mongol, pero la suya era una casa antigua y su decisión sería importante.
Sung Win levantó las manos para mostrarles las dos canicas que sostenía, una negra y otra clara.
—Que el color neutral sea para el tributo —dijo, alzando la bola negra—. Que el agua clara sea para la guerra —dejó caer la bolita clara en la esfera de cristal y una larga nota ronroneante se oyó en toda la sala mientras la canica trazaba lentos círculos hasta detenerse en el fondo del recipiente—. Ese es mi voto, con mis casas vasallas. Esa es mi promesa de noventa y dos mil soldados, caballos, todo el equipo y los avíos de guerra bajo mi mando. Destruyamos al enemigo que nos amenaza en nombre del señor Nación Perpetua, el Hijo del Cielo. En nombre del emperador Huaizong y el trono del dragón.
Hasta ese momento, Sung Win había dominado la cámara. Cuando la clara bola de cristal se detuvo con un tintineo, los presentes cobraron de pronto consciencia de que se esperaba que respondieran. Sung Win notó el picor de una gota de sudor partiendo de su frente y se mantuvo perfectamente quieto para que no la vieran rodar por su cara y se percataran de la tensión que estaba soportando.
El jefe de la casa más antigua del imperio estaba sentado en una de las primeras filas en torno al espacio central. El señor Hong era un hombre corpulento, a quien sus ropajes oficiales hacían parecer todavía más fornido. Estaba sentado con las piernas firmemente plantadas en el suelo y las muñecas apoyadas en las rodillas. En el silencio, se oía brotar un sonido rítmico y seco de su mano derecha, en la que hacía girar las canicas una sobre otra. Sung Win estaba esperando que Hong se moviera y se sobresaltó cuando el señor Jin Feng se puso en pie en un extremo de su campo de visión y avanzó hasta el criado que sostenía el cuenco de cristal. El señor Hong le observó con cautela, inmóvil excepto por su mano.
—Este es un día de novedades —dijo Jin Feng—. Mi hermano el señor Jin An dio su vida para proteger nuestras tierras y nuestro honor. Xuan, el Hijo del Cielo, murió a su lado, y con él también su noble linaje Chin. En defensa del imperio, ¿puedo acaso ofrecer algo menos que mi propia vida? —recorrió con la mirada a los nobles reunidos y asintió como si les comprendiera—. Tenemos el deber de quemar los espinos que han brotado en nuestros campos. Mis vasallos y yo votamos a favor de la guerra.
Dejó caer otra bola clara en el cuenco y, con un repiqueteo, esta resbaló por el vidrio, atrapando la mirada de todos los presentes en sus giros. Jin Feng hizo una breve inclinación de cabeza en dirección a Sung Win. Ni le gustaba ni confiaba en él y, cuando sus miradas se encontraron, Jin Feng no pudo reprimir las sospechas que bullían en su interior. Con todo, por una vez, Sung Win estaba en el bando correcto. Jin Feng le entregó la bola negra a un criado y regresó a su sitio mientras otros dos señores se ponían en pie. Ambos depositaron sus bolitas claras en el recipiente y devolvieron las otras.
Sung Win empezó a relajarse cuando otros tres hombres se acercaron e introdujeron sendas bolas claras en el cuenco. Vio que el señor Hong se levantaba de su asiento. Se movía con facilidad, lleno de gracia y de fuerza. Hong era uno de los pocos de la sala que no había descuidado su entrenamiento diario con la espada y el arco.
El señor Hong sostuvo las dos canicas sobre el cuenco.
—No veo aquí al canciller del emperador—dijo, con voz grave—. No he oído ningún gong convocándonos a este consejo, a este cónclave.
Al oír sus palabras, Sung Win empezó a sudar de nuevo. Aunque era un primo lejano del antiguo emperador, Hong seguía siendo un miembro de la familia imperial. Todavía podía darle la vuelta al resultado si decidía ejercer su influencia.
Hong barrió la cámara con una rápida mirada.
—Mi corazón se rebela ante la idea de pagar un tributo a este enemigo, pero si lo hacemos, ganaremos tiempo para que el emperador Huaizong imponga orden. Me gustaría liderar un ejército si el voto apoya la guerra, pero, sin la aprobación imperial, no puedo añadir el destino de mi casa a esa decisión. Por todo ello, elijo el tributo.
Dejó caer una bola negra en el cuenco y Sung Win tuvo que hacer un esfuerzo para no fulminar a Hong con la mirada. Todo cuanto había mostrado en su discurso era debilidad, como si pudiera mantenerse a salvo de la ira imperial, pero al mismo tiempo confiara en liderar si el resultado del voto le fuera contrario. Era exasperante, pero típico de la política que se practicaba en aquella cámara. El señor Hong les había recordado la perspectiva de granjearse la desaprobación del emperador y el efecto de sus palabras había empezado a propagarse como una ola entre los reunidos. Sung Win no dejó traslucir ninguna emoción cuando otros cuatro señores introdujeron bolas negras en el recipiente. Interiormente, le hervía la sangre.
Sin sirvientes imperiales para rellenarlas de aceite, las lámparas fueron quedando reducidas a meros parpadeos de luz de un tono amarillo oscuro. El señor Sung Win se mantuvo firme y erguido mientras los señores del imperio Song iban acercándose al cuenco uno a uno. Pocos de ellos hablaron, aunque el primero que se abstuvo justificó su decisión con unas palabras que, a juicio de Sung Win, no hicieron sino revelar su cobardía. Aun así, otros siete se abstuvieron de votar, devolviéndoles las dos canicas a los criados.
La intervención de Hong había sido desfavorable, lo suficiente para asustar a los débiles e infundir precaución en los fuertes. Sung Win notó cómo cambiaba el ánimo de la cámara cuando eligieron el camino más seguro del tributo en vez del de la guerra. Apretó la mandíbula, rechinando los dientes mientras las bolas negras caían en el cuenco, una tras otra. Cuando el voto del tributo superaba a su opción por once a siete, pensó en volver a hablar, pero eso habría supuesto otra ruptura de la tradición. Su oportunidad había llegado y había pasado. Se permitió lanzar una mirada hostil a todos aquellos que se habían abstenido, pero permaneció en silencio mientras el cuenco se llenaba. Dos bolitas negras cayeron y, a continuación, otras dos claras. En los helados pensamientos de Sung Win se formó una esperanza distante. Siguieron otro voto a favor del tributo y dos abstenciones, hombres que no se atrevieron siquiera a mirarle a los ojos mientras regresaban a su sitio arrastrando los pies.
Cuando las treinta y tres casas principales hubieron votado o se hubieron abstenido, el cuenco de cristal estaba prácticamente lleno. Sung Win había llevado la cuenta en su cabeza, pero no mostró ninguna emoción durante el cálculo de resultados, que todos siguieron con atención.
—Diez abstenciones. Hay catorce votos a favor del tributo y nueve a favor de la guerra —anunció con una voz tan clara y sonora como la de los heraldos imperiales. Respiró aliviado—. La votación da la victoria a la guerra.
Sung Win sonrió, mareado por la tensión sufrida. Catorce era el número más desafortunado que había, un número que sonaba como las palabras «querer morir» tanto en cantonés como en mandarín. Nueve era un número de fuerza, asociado con el propio emperador. El resultado no podía haber sido más claro y muchos de los hombres de la cámara se relajaron visiblemente ante ese signo de favor celestial. Continuar bajo el número nueve era una bendición. Nadie se atrevería a actuar bajo el catorce, por temor a un desastre absoluto.
Una grave nota resonó en toda la estancia, interrumpiendo las excitadas conversaciones que habían brotado en la sala de reuniones tras el anuncio. Sung Win giró la cabeza con brusquedad y su boca se abrió ligeramente. El canciller imperial se hallaba allí, junto al gong, sujetando la vara que había utilizado para golpearlo. Tenía la cara roja, como si hubiera corrido un largo trecho. Vestido con una túnica y unos pantalones de seda blanca, sostenía su báculo oficial en la mano derecha. Una cola de yak teñida de amarillo le cubría el puño mientras observaba con furia a los señores reunidos en la sala.
—Levantaos para recibir al emperador Huaizong, el señor de la Nación Perpetua, gobernador del reino medio. ¡Mostrad obediencia al Hijo del Cielo!
El impacto se extendió como la pólvora por toda la cámara. Todos los presentes se pusieron de pie de un salto, como si alguien hubiera tirado de ellos. El emperador no asistía al cónclave de los señores. Aunque estos se reunían por orden suya, la voluntad imperial siempre era cumplida a través de sus representantes en esa cámara. De los cien señores congregados allí, apenas tres o cuatro habían estado alguna vez en presencia del emperador y, cuando el gong sonó de nuevo, un profundo temor reverencial se apoderó de todos.
Se arrodillaron sin orden ninguno. La delicada percepción del estatus y la jerarquía de los señores se perdió cuando el terror vació sus rostros y sus mentes. Sung Win se arrodilló como si le hubieran fallado las piernas y sus rótulas chocaron con un fuerte golpe contra el suelo. Por toda la cámara, los demás señores le imitaron, aunque algunos de ellos tenían tantos criados a su alrededor que les costó encontrar hueco para hacerlo. Sung Win vislumbró a un muchacho vestido con una túnica blanca decorada con dragones dorados antes de bajar la cabeza y tocar en tres ocasiones la antigua madera del suelo con su húmeda frente. Todos sus planes y estratagemas se hicieron pedazos en su mente cuando se incorporó un momento para volver a agacharse al instante y tocar el suelo con la cabeza otras tres veces. Antes de haber completado del tercer kowtow del ritual, el emperador Huaizong se encontraba entre ellos junto con sus guardias, caminando con paso confiado hacia el centro de la sala.
Sung Win se levantó con esfuerzo, aunque mantuvo la cabeza gacha como el resto. Luchó por contener su confusión, intentando entender qué podía significar que el nuevo emperador hubiera entrado en la cámara. Huaizong era una figura menuda, frágil en comparación con los recios espadas que le circundaban. No fue necesario dar orden de despejar la sala: ante la presencia imperial, todos los señores se habían retirado para hacerle sitio, Sung Win entre ellos.
De nuevo se reinstauró el silencio y Sung Win tuvo que reprimir el loco impulso de sonreír. Se acordó de una ocasión siendo niño en que su padre se había enfadado con él cuando le descubrió robando orejones de manzana. Era ridículo sentir lo mismo en presencia de un muchacho, pero Sung Win podía ver muchas otras caras enrojecidas por una ardiente vergüenza, mientras la dignidad de todos ellos quedaba olvidada.
El emperador Huaizong se plantó ante los señores muy erguido y sin miedo, tal vez consciente de que con una palabra suya podría ordenar la muerte de cualquiera de ellos. No se resistirían. La obediencia estaba demasiado arraigada en ellos. Sung Win se puso a pensar furiosamente mientras esperaba que el chico hablara. El emperador, con la cabeza rapada brillando a la luz de las lámparas, casi parecía un muñeco animado. Cuando la luz aumentó en la cámara, bañándolos a todos en un tono dorado, Sung Win se dio cuenta de que los criados imperiales estaban reponiendo el aceite. Se fijó en los nueve dragones amarillos que se enroscaban en la túnica de Huaizong, símbolo de su autoridad y su linaje. Contuvo un suspiro. Sung Win sabía que, si Huaizong rechazaba la votación que habían llevado a cabo, su vida estaría arruinada. Se percató de que estaba temblando al pensar que su casa dependía de las palabras de alguien a quien no conocía.
Cuando Huaizong habló, su voz sonó alta y clara, firme.
—¿Quién ha convocado esta reunión?
El estómago le dio un vuelco a Sung Win, cuyo temor se acrecentaba por momentos. No necesitaba alzar la mirada para saber que todos los ojos de la cámara estaban clavados en él. Todavía con la cabeza gacha, notó que un espasmo le retorcía la boca. El silencio se prolongó y Sung Win asintió para sí, recobrando su dignidad. El chico había roto la tradición entrando en la cámara. Era la única acción que no podría haber previsto y Sung Win apretó los puños, que tenía a la espalda, mientras levantaba la cabeza. Sabía que no debía mirar al niño a los ojos y no retiró la vista del suelo.
—Hijo del Cielo, nos hemos congregado para responder ante los enemigos que nos amenazan.
—¿Quién eres? —preguntó el chico.
—Este humilde servidor es Sung Win, Hijo del Cielo, Casa de...
—¿Hablas en nombre de estos otros, Sung Win? ¿Asumes la responsabilidad en su nombre?
Para no condenarse respondiendo, Sung Win volvió a dejarse caer de rodillas y tocó la cálida madera con la frente.
—Ponte en pie, Sung Win. Te han hecho una pregunta.
Sung Win se arriesgó a echar una ojeada a la cámara, seguro de tener las miradas de los señores sobre él. No había ni una sola cabeza levantada. Todos ellos eran presa de un abyecto terror por la presencia del emperador. Aunque Huaizong era solo un muchacho, representaba al cielo mismo, era divino en una estancia de meros hombres. Sung Win suspiró con suavidad. Le habría gustado ver a los potros recién nacidos de su finca, resultado de una cuidadosa selección de las líneas de sangre. Había invertido más tiempo y esfuerzo en su cría que en ninguna otra cosa en su vida. Sintió una punzada de dolor al pensar en sus esposas e hijos. Si el emperador decidía darle un castigo ejemplar a su casa, sus muertes llegarían en órdenes atadas con cintas de seda amarilla. Sus hijas serían ejecutadas, la finca de su familia, quemada.
—Hablo en su nombre, Hijo del Cielo. Soy yo quien ha convocado hoy la votación. —Cerró la boca con fuerza, notando que su miedo, como un traidor, amenazaba con moverle a empezar a balbucear excusas.
—Y haciéndolo has cumplido con tu deber, señor Sung Win. ¿Votaron mis señores a favor de enarbolar los estandartes?
Sung Win parpadeó y tragó saliva mientras trataba de comprender.
—S-sí, Hijo del Cielo.
—Entonces, enorgullécete, Sung Win. Hoy has actuado con el emperador.
Sung Win, abrumado, tartamudeó una respuesta mientras el chico se dirigía a los señores reunidos.
—Antes de su muerte, mi tío me dijo que erais un nido de víboras —les confió el muchacho—. Que preferirías ver Hangzhou envuelta en llamas a arriesgar vuestra dignidad y vuestro honor. Veo que estaba equivocado.
Sung Win tuvo el inmenso placer de ver cómo aquellos que habían votado a favor del tributo se revolvían incómodos en sus sitios, entre ellos el señor Hong. El emperador continuó, con voz segura.
—No comenzaré mi reinado bajo una amenaza, señores míos. Abandonaréis este lugar y reuniréis vuestros regimientos. Vuestras guardias personales marcharán con ellos. Mi paz está con las casas y prometo que no quedarán indefensas en vuestra ausencia.
Se giró hacia Sung Win una vez más.
—Has hecho un buen trabajo, señor mío. En la paz tal vez habría considerado que cometías un error. Pero no estamos en paz. Dispondré que tu casa sea honrada cuando regresemos.
—¿Cuándo regresemos, Hijo del Cielo? —preguntó Sung Win, agrandando los ojos.
—Por supuesto. No soy un anciano, Sung Win. Quiero conocer la guerra.
Por un instante, Sung Win vio que los ojos del chico relampagueaban. Se estremeció y lo ocultó con una profunda reverencia.
—Señor Hong, tú liderarás nuestras huestes —dijo el emperador Huaizong. El hombretón se arrodilló y apoyó la frente en el suelo—. ¿Cuánto tiempo necesitas antes de que pueda salir de Hangzhou con mis ejércitos?
El señor Hong, cuya tez había adquirido un tono enfermizo, se sentó sobre sus talones. Sung Win sonrió al verle tan incómodo. El traslado de un millón de hombres implicaba acumular suministros, armas, un equipo tan grande como una ciudad.
—Un mes, Hijo del Cielo. Si me concedes la autoridad necesaria, puedo estar listo para la luna nueva.
—Tienes la autoridad que necesites —respondió Huaizong, endureciendo la voz—. Que todos los que puedan oír comprendan que habla con mi voz en este tema. Moveos con rapidez, señores míos.
Dándose media vuelta de repente, el muchacho abandonó la cámara. Mientras los demás evitaban su mirada, tal vez Sung Win fuera el único en notar el ligero temblor que agitaba a la delgada figura que se alejaba.