XI

 

EN el palacio de verano de su marido, Torogene se había acomodado en una silenciosa sala, iluminada por una única lámpara que chisporroteaba dulcemente. Estaba vestida con pulcritud, llevaba un deel blanco y unos zapatos nuevos también blancos de lino bordado. Tenía los canosos cabellos recogidos en la nuca, muy tirantes, de modo que ni un solo mechón escapaba de los broches gemelos. No llevaba joyas, las había regalado todas. En un momento así, era difícil revisar la propia vida, pero no podía centrarse en el presente. Aunque todavía tenía los ojos hinchados de llorar a Guyuk, en su interior había hallado una especie de paz. Todos sus criados se habían ido. Cuando el primero de ellos le había informado de la presencia de unos soldados en el camino de Karakorum, había sentido que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Había vivido con doce criados, algunos de los cuales habían estado junto a ella durante décadas. Con lágrimas en los ojos, Torogene les había entregado toda la plata y el oro que pudo encontrar y les había dicho que se marcharan. De otro modo, los soldados les habrían asesinado al llegar, estaba segura. La noticia de las listas de la muerte de Mongke ya había llegado hasta ella, junto a unos cuantos detalles sobre las ejecuciones en la ciudad. Mongke se estaba deshaciendo de cualquiera que hubiera secundado a Guyuk como khan y al saber que había enviado a unos soldados a su palacio, no experimentó sorpresa alguna, sino una inmensa fatiga.
Cuando el último de sus sirvientes se hubo ido, Torogene había buscado un lugar tranquilo en el palacio de verano desde donde contemplar la puesta de sol. Era demasiado vieja para huir, aun cuando creyera que habría podido despistar a sus perseguidores. Era extraño ver la muerte como algo inevitable, pero se dio cuenta de que podía apartar todo su miedo y su ira ante la perspectiva de morir. El dolor por la pérdida de su amado hijo todavía estaba reciente, quizá era demasiado grande para permitirle sentir algún tipo de pena por sí misma. Estaba cansada, como alguien que ha sobrevivido a una tormenta y yace deslavazada sobre las rocas, demasiado aturdida para hacer otra cosa que respirar y mirar.
Oyó voces en la oscuridad del exterior cuando los hombres de Mongke llegaron y desmontaron. Podía percibir, amortiguados, todos los sonidos que producían, desde el crujido de sus pies sobre las piedras hasta el tintineo de sus arneses y armaduras. Torogene levantó la cabeza, evocando años mejores. Su marido Ogedai había sido un gran hombre, un gran khan, derribado demasiado pronto por un destino vengativo. Si hubiera vivido... Suspiró. Si hubiera vivido, ella no estaría sola y esperando a la muerte en un palacio que una vez había sido un hogar feliz. Pensó de repente en los rosales que Ogedai le había regalado. Crecerían salvajes en los jardines sin nadie que los cuidara. Su mente saltaba de una cosa a otra y, a la vez, su oído seguía con atención los pasos que se acercaban.
No sabía si Ogedai se habría sentido orgulloso de Guyuk al final. Su hijo no había sido un gran hombre. Ahora que le arrebataban todo su futuro, Torogene observaba el pasado con más claridad y se arrepintió de muchas decisiones, pensando en muchos caminos que desearía no haber tomado. Era una necedad mirar hacia atrás y desear que las cosas hubieran sido diferentes, pero no podía evitarlo.
Cuando oyó una bota raspar la puerta exterior de la sala, sus pensamientos se desintegraron en polvo y alzó la vista, repentinamente asustada. Sus manos se retorcieron nerviosas sobre el regazo mientras los guerreros entraban con sigilo en la habitación, uno detrás de otro. Caminaban con paso leve, con las armas en ristre por si acaso eran atacados. Su cautela casi le hizo reír. Lentamente, se puso en pie, sintiendo cómo protestaban sus rodillas y su espalda.
El oficial se presentó ante ella, mirándola a los ojos con expresión desconcertada.
—¿Estás sola, señora? —inquirió.
Durante un momento, los ojos de Torogene brillaron.
—No estoy sola. ¿Es que no los ves? Mi marido, Ogedai Khan, está a mi derecha. Mi hijo, Guyuk Khan, a mi izquierda. ¿No ves a esos hombres observando tus acciones?
El oficial palideció ligeramente y sus ojos se movieron a izquierda y a derecha como si pudiera ver los espíritus que protegían a la anciana. Después hizo una mueca, consciente de que sus compañeros estarían escuchando y cada palabra sería repetida ante Mongke.
—Tengo órdenes, señora —dijo, casi disculpándose.
Torogene levantó la cabeza todavía más, enderezándose tanto como pudo.
—Muero a manos de unos perros —murmuró. El desprecio había expulsado al miedo de su pecho y su voz sonó potente cuando volvió a hablar—. Todas las cosas tienen su precio, soldado —miró hacia arriba, como si pudiera atravesar con la vista el tejado de piedra que se cernía sobre sus cabezas—. Mongke Khan caerá. Sus ojos se llenarán de sangre y no conocerá el descanso o el sueño o la paz. Vivirá sumido en el dolor y la enfermedad y al final...
El oficial desenfundó su espada y le cortó la garganta con un rápido movimiento. Con un gemido, Torogene se desplomó como una marioneta sin cuerdas, mientras la sangre manaba de su cuello y salpicaba las botas del guerrero. Los hombres que observaban la escena permanecieron en silencio mientras esperaban a que muriera. Cuando montaron en sus caballos y se alejaron al galope, todos evitaron la mirada de sus compañeros.
Cuando se enfrentó a Mongke, el general Ilugei se sintió extrañamente perturbado, una emoción poco habitual en él. Sabía que eliminar a todos aquellos que habían respaldado a su predecesor era una táctica sensata para un nuevo líder. Más allá de eso, era puro sentido común acabar con cualquiera que tuviera un vínculo de sangre con el antiguo régimen. No habría rebeliones en el futuro, como cuando los hijos olvidados se hacían hombres y aprendían a odiar. Las lecciones de la propia vida de Gengis habían sido transmitidas a su descendencia.
Ilugei había disfrutado especialmente incluyendo a sus propios enemigos en las listas que preparaba para Mongke, un nivel de poder que nunca antes había disfrutado. Solo tenía que pronunciar un nombre ante un escriba y, un día más tarde, los leales guardias del khan habían encontrado y ejecutado al hombre en cuestión. La posibilidad de apelar las listas no estaba contemplada.
No obstante, lo que Ilugei había visto esa mañana le había puesto nervioso, arruinando su habitual compostura. No era la primera vez que se enfrentaba a un niño mortinato. Sus propias esposas habían dado a luz a cuatro de ellos a lo largo de los años. Quizá por eso, la visión de aquel diminuto cuerpo sin vida le había desazonado tanto. Sospechaba que Mongke lo consideraría una debilidad, así que mantuvo la calma al hablar, comunicándole la noticia en un tono de absoluta indiferencia.
—Creo que la mujer de Guyuk ha perdido el juicio, mi señor —le dijo a Mongke—. Hablaba y lloraba como si fuera una niña. No paraba de acunar al bebé muerto como si siguiera con vida.
Mongke se mordió el labio inferior al imaginarlo, irritado por el hecho de que algo sencillo se hubiera vuelto tan complicado. El heredero había sido la amenaza, no ella. Si no hubiera existido, tal vez habría enviado a Oghul Khaimish de vuelta con su familia. Se recordó que era khan en todos los sentidos excepto en el nombre. Y, sin embargo, su nueva autoridad tenía un alcance limitado. En silencio, maldijo al hombre de Ilugei por dar una información tan pormenorizada de los delitos de la mujer. Era imposible ignorar una acusación pública de brujería. Apretó el puño, pensando en las otras mil cosas que tenía que hacer aquel día. Cuarenta y tres de los partidarios más cercanos a Guyuk habían sido ejecutado en unos cuantos días: su sangre aún húmeda se podía ver en el terreno de entrenamiento de la ciudad. Se producirían más ejecuciones en los próximos días mientras seguía sajando el forúnculo de Karakorum.
—Déjalo estar —dijo por fin—. Añade su nombre a la lista y pongamos fin a esto.
Ilugei inclinó la cabeza, ocultando su misteriosa decepción.
—Como desees, mi señor.