Capítulo 36

Convento de Las Golondrinas, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, Fundación y Museo Tristán Mendoza, Directores: Menina Walker y Alejandro Fernández Galán, junio de 2013

 

Becky había sido la primera en entender que verdaderamente aquello «no había hecho más que empezar». Lo que Menina había descubierto era un inmenso proyecto que aguardaba su puesta en marcha. Cuando llegó Becky —tras la llamada de su amiga, que le pidió que lo dejase todo y volara a España, donde la esperaba el reportaje de su vida—, sor Teresa le permitió alojarse en el convento, en la celda contigua a la de Menina. A regañadientes, la monja accedió a no echar la tranca a la puerta, para que pudiesen entrar y salir y hacer sus comidas en el bar.

—¡Pero de hombres, nada! —le dijo con severidad, igual que le había dicho en su día a Menina.

La joven seguía a su amiga por todo el convento, emocionada ante la posibilidad de lanzar una exclusiva de aquel calibre. Había previsto un serie de artículos en prensa, después quizá un libro.

—Ay, Niña de Luz, como algún reportero se entere de esto, ¡lo va a tener difícil! ¡No lo dejarán entrar en el convento! —exclamó con malicia y, en menos de un día, ya le había vendido los artículos a The New York Times.

—Y esto no ha hecho más que empezar. ¡Mira este sitio! Al principio, solo quería echar una mano a las monjas —dijo Menina—, ahora no paro de preguntarme cómo voy a reunirlo todo… Me tiene angustiada.

—Esto es un desastre. Interesante, pero un desastre. El cuarto de baño es espantoso —protestó Becky—. Menos mal que Alejandro les ha pedido a tus padres que se alojen en su casa… ¡fabulosa! Se ve que es antigua, pero la ha modernizado mucho. Tiene buen gusto para ser hombre. De todas formas, dijo que podíamos ir a ducharnos allí cuando quisiéramos.

Miró de reojo a Menina, intentando averiguar lo que opinaba su amiga del guapo capitán de policía. A ella le parecía un machito, pero buena persona. Le dejaba a Menina su espacio. Becky tenía la sensación de que había algo entre ellos.

Cuando Serafina Lennox apareció por el convento y vio lo que Menina había descubierto, se quedó sin habla, empezó a hiperventilar y hasta tuvo que sentarse. Menina le llevó agua y le aseguró que aquello no había hecho más que empezar.

Para Menina y Alejandro, esa expresión se convirtió en una especie de mantra. Con los años, precedió a frases como «Quizá sea una locura, pero ¿y si convertimos el convento en un museo?», «¿Cómo vamos a recaudar tanto dinero?», «Intentémoslo» o «¡Santo cielo!, ¿en qué estábamos pensando?».

La dijeron cuando los visitaron expertos interesados en la crónica y la medalla, también cuando Menina se preguntó en voz alta si sería posible conservar y exponer el ciclo de Mendoza junto con la crónica y la medalla, montar una galería en el convento y una tienda donde se vendieran copias de la medalla y de la crónica y reproducciones de las pinturas. Se la dijeron, esperanzados, a los equipos de arquitectos y de restauradores y a los organismos dedicados a la conservación del patrimonio que desfilaron por el convento, meneando la cabeza ante la imposibilidad de restaurar y reparar un edificio tan antiguo, histórico y gigantesco. Se la dijeron a las aseguradoras, a los museos y a las organizaciones benéficas. La repitieron hasta la saciedad en conferencias, en redes sociales y mientras perseguían a organismos oficiales en busca de fondos. Y también cuando le comunicaron a sor Teresa que la primera obra de todas sería la construcción de nuevas dependencias para las monjas y la incorporación de un equipo de seglares internas para su cuidado. La noticia generó aspavientos, advertencias y una lluvia de consejos de la hermana, por lo que Menina dejó que fuese Alejandro quien se encargara de explicarle a su tía que, en realidad, aquello «no había hecho más que empezar».

La repitieron cuando las primeras tentativas de recaudación de fondos dieron fruto y luego para describir el constante ajetreo: recaudación de fondos, visitas de dignatarios, obras, reparaciones, remodelaciones… Alejandro la dijo cuando le pidió a Menina que se casara con él. Solo cuando Menina, que parecía inmune a todos los anticonceptivos, le comunicó que estaba esperando su quinto hijo, se miraron y dijeron a la vez: «¡Di lo que quieras menos “Esto no ha hecho más que empezar”!». Y, cuando Menina se enfrentaba angustiada a algún momento difícil, Alejandro la abrazaba y le recordaba que lo mejor aún estaba por venir.

Después, cuando se propuso que Alejandro —célebre por el desmantelamiento de la red de tráfico de mujeres y el rescate de las jóvenes— se presentase a las elecciones generales, lo hablaron con tranquilidad hasta las tantas de la noche. Menina veía que a su marido le interesaba.

—Supongo que también esto no ha hecho más que empezar —dijo ella—. Será interesante. En cualquier caso, eres idóneo para el trabajo.

Entonces le dijo que ella también tenía noticias: estaban esperando al sexto bebé.

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Por fin Menina tenía tiempo para pensar en algo sucedido hacía más de cinco minutos y pensó en aquella conversación y sonrió. ¿Cómo habían podido complicarse la vida así? Sin embargo, funcionaba. A Menina se le daba bastante bien vivir tranquila en medio del caos; se encargaba solo de lo esencial. Tenía mucha práctica. Lo único bueno de estar embarazada era que podía sentarse de vez en cuando.

Ese día, Menina, que llevaba un vestido fresco de premamá de color rosa, grandes perlas y alpargatas y sorbía un zumo de naranja sentada bajo una enorme sombrilla, a cubierto del sol abrasador de mediodía, reflexionaba sobre su vida. Vio a sus padres jugar al corro de la patata con cuatro de sus hijas —Pía, Esperanza, Marisol y Luz— en el antiguo huerto amurallado. Sancha, de solo un año, dormía en la sillita la siesta de antes de comer.

Ese día tenía la casa llena de seres queridos y el que le faltaba, su marido, llegaría justo a tiempo para lo que prometía ser una animada comida familiar española. Habían preparado la mesa en el cenador, había pospuesto hasta el día siguiente dos reuniones urgentes, sus padres se encargaban de las niñas, y su ayudante, Almira, se ocupaba de la comida. Eso le dejaba tiempo para centrarse en el asunto más acuciante del momento: Becky, a quien hacía años que no veía.

Cuando Becky había entrado por la puerta el día anterior, Menina había tenido que disimular lo mucho que la había sorprendido su aspecto. Sarah-Lynn había sido menos discreta. «¿Qué demonios le ha ocurrido a esa chica?», le había susurrado a Menina casi a la vez que su amiga abandonaba la estancia. De lejos, le había parecido la de siempre; de cerca, había descubierto las arrugas provocadas por el intenso sol iraquí, las ojeras, los pómulos marcados, las uñas mordidas hasta la carne y el modo en que golpeaba furiosa con las muletas todo lo que se le ponía por delante. Menina había querido abrazarla y llorar, pero sabía que sería un terrible error. Así que, mientras se esforzaba por charlar y sonreír como si no pasara nada, buscaba el modo de ayudar a su atormentada amiga. Hacía años, el convento la había ayudado a ella a superar la violación. Quizá a Becky la ayudara el simple hecho de estar allí. Debía ser paciente y darle tiempo, si la pobre Becky no reventaba antes.

Becky había escrito una serie de artículos geniales sobre el convento, las pinturas y el proyecto de la galería, facilitando con ello la puesta en marcha del sueño de Menina y Alejandro, pero, incapaz de resistirse al hechizo de la aventura, se había dejado arrastrar, literalmente, por la guerra. Tras licenciarse en periodismo, consiguió hacerse con unas credenciales que la llevaron a Afganistán, después a Irak. Iba de un infierno a otro, informando, aficionándose a esa descarga de adrenalina que produce el peligro, a la intensidad que vivir al límite otorga a todo, desde una relación hasta una cerveza fría.

Cuando Menina le preguntaba cómo estaba, Becky le espetaba que la ayuda psicológica que su periódico le había ofrecido no había funcionado y que, si no le importaba, prefería hablar de otra cosa.

Sentada en una tumbona frente a Menina, se había bebido ya media botella de vino y no paraba de menear el pie derecho. Descansaba en la tumbona la pierna izquierda, inmovilizada por una prótesis ortopédica, y tenía las muletas cerca.

—Qué paz —masculló, luego respingó como un gato escaldado cuando, al fondo del convento, se oyó un fuerte estrépito de barras de andamiaje, el traqueteo de las poleas y a los obreros gritando por encima del bramido de una radio.

Menina se mordió la lengua para no soltar lo que estaba pensando: menos mal que el periódico había tenido la cordura de no renovarle a Becky la corresponsalía. Ella quería volver. Las iraquíes eran su especialidad, mujeres con terribles historias que contar, cosas que solo le confiarían a una reportera. Eso estaba haciendo cuando había estallado la bomba que había reventado la cafetería de grandes ventanales y, con ella, a los niños a los que Becky entrevistaba. Le costaba digerir su propia supervivencia.

Menina procuró mantener un tono ligero mientras decidía si contarle que Hendrik almorzaría con ellos, en vez de darle la sorpresa después, como había planeado. Nada de sorpresas, resolvió.

—¿Te acuerdas del arquitecto de la Unesco, Hendrik? Sueco, con gafas, alto, el que parece una lechuza… Muy cariñoso, a ti te cayó bien. —Becky asintió con la cabeza y soltó una especie de resoplido que sonó a «¿El casado?»—. Viene a comer con nosotros y quería contarte que se está divor…

—No sé qué están cocinando, pero huele de maravilla. Me muero de hambre.

Tras cambiar de tema, Becky se comió la última aceituna y empezó a atacar un plato de minialcachofas.

—Cordero a las finas hierbas. Lo está preparando Almira… ¡Tarda doce horas en asarse!

—Hacía mucho que tú y yo no nos veíamos. —El pie de Becky se agitaba y daba golpecitos en el suelo como si tuviese vida propia—. He echado de menos que no fuésemos una semana a París o a Venecia, como hicimos tus primeros años de casada.

—Yo también lo he echado de menos, pero me he pasado los últimos nueve meses gorda como un elefante y sin poder volar —le contestó, frotándose el vientre—. Me alegra que Mahoma haya venido a la montaña esta vez. Oye, ¿cómo está tu madre?

Le pareció una pregunta neutral, así que, cambiando de tema, se la hizo.

Becky inspiró hondo e intentó sonreír.

—Dice que Educación Infantil habría sido una carrera mucho más femenina. Ya sabes cómo es… Se puso contentísima cuando le conté que me habían encargado un artículo sobre ti y la fundación. Aún cree que eres la única buena influencia de mi vida.

—No es que no nos alegremos de verte, pero no terminé de entender lo de ese artículo cuando me lo dijiste por teléfono hace dos días. Aquí la cobertura no es muy buena y yo tengo la cabeza en otras cosas.

—En principio, es uno de esos artículos sobre cómo se las arregla una mujer moderna para conciliar la carrera política de su marido, su propia trayectoria profesional y la vida familiar. Lo sé, lo sé… ¡puaj! Para meterse los dedos. Pero he tenido que plantearlo así para que el periódico lo aceptara. De lo que en realidad quiero escribir es de las conferencias interconfesionales que se celebran aquí y relacionarlo con las divisiones religiosas generadas por el 11-S. Sé que quieres dejar al margen la política, Niña de Luz, pero, si he aprendido algo siendo corresponsal de guerra, es que religión y política no se pueden separar. Así que si he seguido insistiendo en escribir un artículo sobre ti y la fundación es porque ya he escrito sobre la guerra y ahora necesito escribir sobre alguien que intenta engendrar la paz.

—Cualquier excusa me vale para estar sentada con los pies en alto.

—¿Empezamos ahora, entonces?

Becky alargó la mano, toqueteó el equipo de grabación y maldijo, luego le dio un puñetazo, nerviosa, soltando palabrotas. Menina se estremeció.

Se encendió una lucecita verde. Becky espetó «probando» al micro; a continuación, lo reprodujo y se la oyó repetir «probando».

—¡Por fin! Empieza contándome qué te llevó a organizar conferencias interconfesionales. Ya lo editaremos más adelante.

Apretó un interruptor y puso el micrófono entre las dos. Menina reiteró lo que había dicho ya muchas veces.

—Bueno, antes del 11-S y debido a la historia especial de este lugar, ya se habían estado reuniendo aquí personas de distintas confesiones para encontrar entre todos una base común. Sin embargo, después del atentado, se nos ocurrió otra idea. Hay mucho espacio desaprovechado y pensamos que, si conseguíamos la financiación adecuada, podíamos usar el ciclo como núcleo de un centro interconfesional. Tiene sentido si se piensa en los paralelismos: la intolerancia religiosa de hoy y la del siglo XVI. Hoy en día la gente es tan antimusulmana, antisemita, anticristiana, anticatólica y antiprotestante como nunca. Por fin la Unesco lo declaró Patrimonio de la Humanidad y pudimos celebrar la primera conferencia interconfesional, más o menos cuando tú te fuiste a Irak. Se corrió la voz y cada vez son más numerosos los grupos que se ponen en contacto con nosotros, nuestro centro de conferencias es un punto de encuentro neutral para todos.

»Me ha gustado mucho eso que has dicho de “engendrar la paz”, eso es precisamente lo que pretendemos, pero, para lograrlo, necesitamos más financiación. Con las obras básicas agotamos las primeras donaciones: paredes maestras, fontanería y electricidad, también las nuevas dependencias de las monjas. Aún se desploman partes del edificio y, de cuando en cuando, aparecen nuevos objetos: hace unos días, encontraron un peine romano, por ejemplo. Por fin se ha terminado la sala especial para la exhibición de la medalla. Haría falta una explosión nuclear para reventar ese expositor, que, además, se ha magnificado y rodeado de espejos para que la medalla se vea bien. Lo mismo con la crónica. Necesitamos una seguridad como la del Pentágono y eso cuesta dinero. En la tienda, se venden a miles traducciones de la crónica y del evangelio a distintos idiomas, copias de la medalla y reproducciones de las pinturas y, con esos ingresos, podemos ocuparnos de las monjas que quedan. Tenemos enfermeras y una médico residente, todas ellas monjas, por respetar el deseo de las hermanas ancianas de no abandonar el convento, ni siquiera para recibir asistencia sanitaria.

Becky se revolvió en el asiento y apagó la máquina.

—¿Y sor Teresa?

—Parece frágil, pero es indestructible. Sigue empeñada en levantarse al alba para hacer polvorones para el café. Se negó a que la operaran de cataratas: cree que es voluntad de Dios que no vea y que, a cambio, el Señor le ha concedido renovadas energías. Las niñas piensan que tiene poderes mágicos, porque les dice que ve con los oídos. Pese a lo cascarrabias que es, la adoran, así que las llevo a verla casi todos los días, aunque solo sean unos minutos. —Menina suspiró—. Es una fuente de consejos sobre cómo educarlas.

—¡Apuesto a que sí! Luego pasaré a saludarla —dijo Becky—. Ahora tengo que escribir unas palabras sobre tu adorable persona. —Volvió a encender la grabadora—. A la gente le interesa saber cómo se las arreglan las atareadas esposas de los políticos para conciliar su trabajo y su vida familiar, teniendo en cuenta las exigencias añadidas de mantener siempre un buen aspecto, estar informada y ser comprensiva. Tú diriges esta empresa a tiempo completo, Menina, ¿cómo puedes con todo?

—No tengo ni idea —gruñó su amiga—, porque, hasta la fecha, no he podido con todo ni un solo día. Mi prioridad es combatir el caos. Siempre hay discusiones entre peones y arquitectos, que quieren que eche un vistazo a los planos o medie entre ellos o me montan un jaleo tremendo el mismo día en que viene a visitarnos una importante delegación y debemos dar buena impresión. Voy a ver a las monjas todos los días, por si necesitan algo. Aparte de las cinco hijas que tengo y la criatura que está en camino, debo atender la correspondencia, poner en contacto a la gente y localizar a los ponentes de las conferencias. Si no hiciéramos una pausa para comer y echar una siesta, me derrumbaría. Y, si no contase con la ayuda de Almira, dimitiría. La eficiente es ella.

—Pero tú preparas los discursos y todo eso, tú eres el rostro de la organización. ¿Cómo consigues tener tan buen aspecto?

—Menos mal que mi embarazo serena a la gente, porque Alejandro y yo coleccionamos sorpresas. Él se ríe y dice que aquí es normal tener familia numerosa y yo siempre quise tenerla, probablemente por el síndrome del adoptado, pero me ha prometido que cerraremos el grifo después de este bebé. Impropio de un macho español. ¡Ay, Dios, no escribas eso! —Menina se inclinó y apagó la grabadora—. Si no fuera por mi madre, iría siempre hecha un asco. A mi padre lo tiene aburrido, pobre, dice que se pasa la vida de tienda en tienda, sentado en el banco de los maridos.

—Les haré unas fotos a las niñas también, están preciosas.

—De todas formas, llevan mucho rato al sol ya. Nenas, venid a darle un abrazo grande a mamá y a tomar un poco de zumo —les gritó.

Cuatro niñitas de ojos oscuros, de siete, seis, cinco y casi cuatro años, con idénticos vestidos estivales de nido de abeja, cruzaron a toda prisa el patio seguidas de su abuela.

Becky tomó la cámara y enfocó a las niñas.

—Está usted hecha para este trabajo, señora Walker.

Las niñas y Becky hicieron payasadas mientras esta las fotografiaba.

—Sí, así es, cielo. Me encanta tener tantas.

Se oyó el motor de un vehículo que cruzaba las puertas del convento y se acercaba por la nueva entrada de gravilla. Al ver salir del automóvil con un enorme ramo de flores para su esposa a aquel hombre de ojos oscuros, vestido de americana y camisa con el cuello abierto que había conducido demasiado rápido para llegar a casa a tiempo, Menina cerró los ojos y sonrió feliz.

Al pie de los escalones que llevaban al huerto, reconvertido en jardín particular de la familia, Alejandro sonrió también al oír las risas de las niñas en la galería donde Menina, su madre y su amiga lo esperaban y su suegro gritaba «¡Tranquilízate!» a una de las pequeñas. Olió a cordero y supo que su suegra había puesto la mesa bajo el cenador de uva, con la vajilla de su boda, y que ese almuerzo tranquilo a la sombra, en compañía de su familia y de la mejor amiga de su esposa, iría seguido de una siesta. El embarazo aumentaba el apetito sexual de Menina; luego se quedaría dormida, enredada en los brazos de Alejandro, mientras el bebé daba pataditas que notarían los dos. Después pasarían a ver a las monjas para que sor Teresa les diese el consejo del día. Y ninguno de los dos cambiaría aquello por nada del mundo.

Alejandro ya estaba subiendo los escalones hacia ellas cuando hubo un tremendo estruendo, como una explosión, y un fuerte estrépito de piedra derrumbándose en el interior del convento. Maldijo, tiró las flores y subió de un salto los últimos escalones.

—¡Menina! —gritó.

Al llegar arriba, casi chocó con Becky, que pasaba a toda velocidad, propulsándose hacia la explosión con la ayuda de las muletas. La vio más que disgustada: parecía peligrosa, con la cara blanca y gritando algo incomprensible. Alejandro contó enseguida a sus hijas para asegurarse de que estaban a salvo y le tendió la mano a Menina, que se esforzaba por levantarse de la silla con cara de preocupación. La abrazó con fuerza.

—¡Gracias a Dios!

—No pasa nada, cariño, no ha sido una bomba —lo tranquilizó ella—. Hendrik me ha advertido que iban a derribar un muro de la antigua hospedería y que podría hacer bastante ruido, pero Becky está desquiciada. Hasta que no la he visto, no he reparado en la gravedad de sus lesiones. Creo que tiene síndrome de estrés postraumático y necesita ayuda. Hay que ir a por ella antes de que mate a Hendrik a muletazos. —Tiró de su marido en dirección a la nube de polvo que salía del convento—. Ha aguantado por su cuenta demasiado tiempo. Necesita ayuda profesional y paz y tranquilidad. Me alegré mucho de que viniera porque pensé que estar aquí la ayudaría, pero ¡mira cómo le grita a Hendrik! ¿Ves a lo que me refiero? Y yo le he pedido que comiera con nosotros porque a Becky le gustó cuando se conocieron. Lo que pasa es que entonces estaba casado. No he tenido ocasión de contarle que se ha divorciado. Creí que volver a verlo le recordaría que hay hombres buenos ahí fuera… Tonta de mí.

—Yo he pensado que era una bomba —susurró Alejandro, ayudando a su esposa a mantener el equilibrio—. No me extraña que a ella le haya ocurrido lo mismo. Pero… ¿Hendrik y Becky? Son como hielo y fuego.

Aguzaron el oído y la oyeron gritar, histérica. Tosiendo y apartando el polvo con la mano para poder ver y pisando con cuidado los escombros, se aproximaron al origen de los gritos, que de pronto cesaron.

—¿Crees que Hendrik seguirá vivo?

Alejandro escudriñó la penumbra con los ojos entornados; luego, cuando el polvo se fue asentando, le dio un codazo a Menina.

—Quizá tuvieras razón. —Al final del largo y oscuro pasillo, un hombre alto y rubio con gafas envolvía protector a una mujer bajita y con el pelo tan aclarado por el sol que, a la escasa luz, casi parecía blanco. Ella tenía el rostro enterrado en el hombro de él, que, mientras la mecía suavemente, le susurraba al oído, con ternura, palabras ininteligibles—. Más vale que nos vayamos y los dejemos solos —sugirió Alejandro.

—¡Huy! —exclamó Menina, deteniéndose y jadeando, apoyada en el brazo de su marido—. Huy, Alejandro, creo que eso ha sido una contracción. Una pequeñita.

—¡Menos mal que estoy en casa! Pensaba que no salías de cuentas hasta dentro de dos semanas.

—Los bebés no llevan bien las cuentas, pero es pronto. Será una falsa alarma.

—¿Papá?

La pequeña de cuatro años apareció recortada en el umbral de la puerta.

—No pases, Marisol, esto está fatal. Es peligroso para ti. Mamá y yo ya salimos.

Marisol dio un pisotón en el suelo, furiosa.

—¡Daos prisa, que os quiero contar una cosa! He visto a una viejecita en el jardín. Ha aparecido después del ruido fuerte y me ha dicho que no tuviera miedo. Llevaba un vestido muy largo que volaba con el viento. Entonces le he enseñado mi triciclo nuevo. Yo estaba tocando el timbre y ella me ha sonreído y me ha dicho «Chis…». Así que yo le he dicho «Chis…» también. Luego me ha enseñado un nido de golondrinas escondido entre las plantas. Había huevecitos dentro. Me ha preguntado si quería saber un secreto. ¿Sabéis qué? La tía Becky se va a casar y va a vivir aquí. Después la señora me ha dicho que ella también vive aquí, que se había ido pero ha vuelto. Se lo he contado a la abuela, pero dice que esa señora no era de verdad y sí que era, mamá, ¡sí que era!

Menina miró fijamente a su hija, luego se agachó como pudo para abrazarla.

—¡Marisol! Ay, mi vida… —Miró a Alejandro—. ¿Salomé? —le preguntó solo con la boca, él se encogió de hombros.

Entonces se oyó un resoplido, unos pasos lentos y un carraspeo de hombre. Hendrik los miró con solemnidad a través de sus gafas de pasta.

—Cuidado —dijo. Iba cargado con un rectángulo grande que parecía envuelto en un tejido antiguo y ajado. Becky, llorosa y con cara de agotamiento, lo seguía, cojeando—. Le estaba contando a Becky que hemos encontrado algo escondido tras el muro que acabamos de derribar. Se trata de un hallazgo muy interesante, creo yo. Venid, tenéis que verlo.

Alejandro se acercó a ayudarlo.

En la cocina, Almira despejó enseguida la enorme mesa del refectorio y Hendrik depositó el objeto en ella.

—Parece una pintura —dijo Menina—. ¿Escondida tras el muro? Notó otra sensación inconfundible en el vientre. Había un largo camino hasta la maternidad del valle, pero primero debía saber qué era aquello. Retiró con cuidado el tejido putrefacto, sopló el polvo y, debajo, pudieron adivinar la tenue silueta de un grupo de personas—. ¿Qué demonios…? Dadme un poco de pan.

Almira agarró el cestito del pan, listo para el almuerzo, y se lo pasó a Menina. Todos se agolparon a su alrededor mientras quitaba un poquito de suciedad de acá, luego de allá. Hasta Becky parecía intrigada.

Intuyeron entonces el contorno de cinco cabezas.

—¡Ay!

¿Otra contracción? Intentó ignorarla; necesitaba saber si aquello era lo que ella pensaba: la última pieza del puzle. Tomó más pan y trabajó todo lo rápido que pudo, hasta que las modelos de la pintura quedaron lo bastante visibles para que los demás las distinguieran.

—El abuelo ha aupado a Esperanza. Yo quiero ver, papá, ¡súbeme! —exigió Marisol. Alejandro la tomó en brazos. La niña soltó un chillido al tiempo que señalaba a una figura de la derecha del retrato—. ¡Mamá, esa eres tú!

—¡Es verdad! —exclamó Becky, con Hendrik pegado a su hombro.

—Sin la menor duda —coincidió Virgil.

Almira tenía los ojos como platos. Se santiguó. El parecido era innegable.

—Esa es Esperanza —repuso Menina—. Y… y… y las otras. —Las fue señalando mientras las identificaba sin dificultad—: Sancha, Marisol, Pía, la del pelo rubio platino, y Luz, la enanita.

—¡Pero ese es mi nombre! —protestó Esperanza desde los brazos de Virgil.

—Sí, claro, y el de la Esperanza del cuadro, que seguramente será tu trastatarabuela… o qué sé yo… Quizá algún día, cuando seas mayor, también tú te parezcas a ella. Entonces, te hablaré de todas.

De aquellas y de Isabel, que se había convertido en sor Beatriz; de Salomé y del comandante inca; de cómo Esperanza se había casado con el hijo de Salomé, don Miguel… Todo lo que sabía de sus antepasados, algo que no la hacía menos hija de los Walker.

Otra contracción la distrajo de sus pensamientos. Una más fuerte. Seguramente era hora de marcharse.

—Me encantaría almorzar primero, pero el bebé va a nacer en esta mesa, Alejandro, ¡como no salgamos disparados ahora mismo! —anunció.

Se produjo un alboroto general. Almira corrió a llamar al hospital, Virgil fue a buscar la maleta de Menina y las pequeñas empezaron a dar saltos de alegría. Alejandro se palpó los bolsillos, nervioso, en busca de las llaves del automóvil, mientras Sarah-Lynn repartía instrucciones a diestro y siniestro.

Menina señaló las llaves, que Alejandro había dejado en la mesa de la cocina.

—Antes de irnos, queremos que sepáis que ya hemos elegido el nombre que le vamos a poner a esta criatura —señaló Menina, agarrando a su marido del brazo—. O más bien el nombre nos ha elegido a nosotros cuando Marisol estaba en el jardín.

Miró a Alejandro con las cejas enarcadas, como buscando confirmación. Él asintió con la cabeza.

—¿Cuál? —preguntaron todos a coro—. ¡No te vayas sin decírnoslo!

—Salomé, por supuesto —informó ella, frotándose el vientre—. Por fin vienes a casa, Salomé.